Estoy en deuda con muchos amigos que me estimularon a emprender esta investigación y con otros que respondieron amablemente mis llamadas, ofreciéndome alguna pista para dar con el camino. Los primeros: Luis Pacheco y Armando Izquierdo, en Bogotá, quienes respaldaron los primeros pasos desde su condición de expedevesas fervorosos. Ya en Caracas, mi gratitud para Diego González Cruz, presidente de Coener (Centro de Orientación en Energía), quien fue solícito y prolijo en apoyos documentales; para Luis Xavier Grisanti Cano, presidente de AVH (Asociación Venezolana de Hidrocarburos), con quien me entrevisté innumerables veces; para el investigador de temas petroleros venezolanos Brian McBeth, a quien frecuenté en la Universidad de Oxford durante el período en que estuve allá (1999-2000) y quien ha sido generoso con sus trabajos e informaciones; a los profesores de la Unimet vinculados con el asunto petrolero: Rafael Mac Quhae, Carlos Lee Blanco, Nelson Quintero Moros y Ernesto Fronjosa; también va mi gratitud para Pedro Mario Burelli, exdirector externo de PDVSA, así como a gerentes que en la empresa estatal laboraron: Víctor Guédez y Luis Moreno Gómez, ambos acuciosos y entusiastas con esta investigación. Estoy en deuda con amigos y allegados a quienes el tema petrolero no les resulta ajeno: Fernando Egaña, Gustavo Henrique Machado, Luis Alfonso Herrera Orellana, y quienes han sido solícitos en proporcionarme información testimonial y documental.
Mi gratitud al personal de las bibliotecas de la Universidad del Rosario y la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, en Bogotá, así como al personal de la Biblioteca Pedro Grases y del Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Úslar Pietri de la Universidad Metropolitana, en Caracas.
© Rafael Arráiz Lucca, 2016
© Editorial Alfa, 2016
© alfadigital.es, 2016
Primera edición digital: octubre de 2016
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Síganos en twitter: @alfadigital_es
ISBN Digital: 978-84-16687-86-2
ISBN Impreso: 978-980-354-406-5
Diseño de colección
Ulises Milla Lacurcia
Corrección ortotipográfica
Magaly Pérez Campos
Conversión a formato digital
Sara Núñez Casanova
Fotografía de portada
Avenida Abraham Lincoln. Sabana Grande. Caracas.
Tarjetas Nacionales de Venezuela. Intana.
El devenir del petróleo puede dividirse en distintas etapas dependiendo de la zona del planeta que vaya a historiarse, pero todas pueden agruparse en dos grandes períodos: el de los afloramientos y el de la búsqueda y extracción específica. Es decir, la larga etapa en la que el petróleo afloraba a la superficie sin que algún método lo provocara y aquella en que el hombre, con su tecnología, comenzó a extraerlo premeditadamente y con el mayor afán.
¿Cuáles son las evidencias más antiguas de la advertencia del petróleo en el planeta por parte del hombre? No es fácil responder esta pregunta en toda su diversidad, pero intentemos un mínimo cuadro de referencias que aluda a los afloramientos de un «aceite de piedra» (petroleum, en latín, de la combinación de petra y oleum), negro y viscoso, que emanaba del subsuelo y al que se le dio un uso diverso, dependiendo de la cultura reinante en los lugares en donde afloraba.
A aquel aceite de piedra, petroleum, no solo se le designó así; también se le llamó «betún» o «bitumen», vocablo latino que viene de bitus y señala la madera resinosa del pino; «asfalto», del latín asphaltus; «nafta», que viene del acadio (naptu), en Mesopotamia, o de una voz babilónica: napata, según otra hipótesis. En México, los aborígenes lo designaban «chapopote» y, en Venezuela, «mene» (voz indígena guajira, originalmente «mena», según certifican los lingüistas Jusayú y Olza) y título de la novela de Ramón Díaz Sánchez, acaso la mejor que se haya escrito entre nosotros sobre el universo del petróleo, junto con la de Miguel Otero Silva: Oficina n.º 1.
Los griegos lo conocían. Homero (siglo viii a.C.) en La Ilíada refiere, en el canto XVI, lo siguiente: «El intachable ánimo de Ayante se dio cuenta, y le estremeció esta obra de los dioses, porque truncaba sus planes de lucha el altisonante Zeus y planeaba dar la victoria a los troyanos, y se puso al abrigo de sus dardos. Prendieron infatigable fuego en la veloz nave, de la que al punto brotó llama inextinguible» (Homero, 2001: 317). Alude al «fuego griego», que veremos más adelante.
El padre de la historia, Herodoto de Halicarnaso (484 y 425 a.C.), en su obra Historia, en el libro VI, refiere lo siguiente:
«Pero, al ver que habían sido llevados a su presencia y que estaban a su merced, no les causó el menor daño, limitándose a instalarlos en un territorio de su propiedad, en la región de Cisia, cuyo nombre es Arderica, situado a una distancia de doscientos diez estadios de Susa y a cuarenta del pozo que produce tres tipos de sustancias. Resulta que de dicho pozo, se obtiene asfalto, sal y aceite mediante el siguiente procedimiento. Su contenido se extrae con un cigoñal que, en vez de un cubo, lleva adosado medio odre; con este recipiente remueven el producto y lo extraen para, acto seguido, echarlo en una cisterna, desde la que, todavía líquido, pasa a otro depósito, donde sigue tres conductos: el asfalto y la sal se solidifican inmediatamente, y en cuanto al aceite, que es negro y que despide un fuerte olor, los persas lo denominan radinace (Herodoto, 2001, tomo 12: 381).»
Luego, Alejandro Magno (356 a 323 a.C.) apunta que sus enviados han hallado asfalto en Mesopotamia. Diodoro (siglo I, a.C.), refiriéndose a Babilonia, afirmaba que allí se hallaban grandes cantidades de asfalto. Plutarco (46-120 d.C.) apunta haber sabido de emanaciones en ecbátana y en su biografía de Alejandro (en Vidas paralelas), señala que el héroe recibía masajes con nafta, lo que le provocaba «desahogo y diversión».
En la India se guardan referencias todavía más antiguas de la existencia de afloramientos, cuyo líquido viscoso era usado en las construcciones para juntar ladrillos, alrededor de tres mil años antes de Cristo. En China y Japón también se recogen referencias al aceite de piedra. En Indonesia, el petróleo era conocido y hasta objeto de presentes del rey de Sumatra al emperador chino, como ocurrió el año 971. En Birmania era frecuente el uso del petróleo, al que llamaban «agua que hiede».
En la Biblia, en el Antiguo Testamento y en el Segundo Libro de los Macabeos hay una referencia precisa a un «líquido espeso» que fue rociado sobre la leña y prendió la fogata. En el libro del Génesis, capítulo ocho, se refiere que Noé utilizó petróleo para impermeabilizar el arca donde salvó a los animales del diluvio universal. En el capítulo once del mismo libro se hallan alusiones al uso de petróleo para las juntas de ladrillos en la construcción de la Torre de Babel.
Pero de todas las referencias antiguas, la más lejana es la de Asiria y Babilonia (4000 a.C.) donde se utilizaba el aceite de piedra para calafatear las embarcaciones, mientras en Egipto se usaba para mantener engrasadas las pieles y, también, en el proceso de momificación de los cadáveres. De hecho, en la tablilla XI del poema épico de Gilgamesh (2650 a.C.), cuando se relata el diluvio, ya se menciona el betún para el calafateo del arca: «Vertí en el horno seis shar de asfalto / y les añadí tres shar de betún. / Los porteadores de los cubos trajeron tres shar de aceite. / Además del shar de aceite que consumió el calafateo / estaban los dos shar que el baletero estibó» (Gilgamesh, 1997: 167-168).
De modo que en la Antigüedad el petróleo era usado para estimular el fuego, para alumbrar, para aliviar y curar dolencias. Plinio (23-79 d.C.), en su Historia natural, llega a establecer hasta treinta utilidades terapéuticas, teniéndosele como la panacea universal. Afirma: «Corta hemorragias, cicatriza heridas, trata las cataratas, sirve como linimento para la gota, cura el dolor de muelas, cura el catarro crónico, alivia la fatiga al respirar, corta la diarrea, corrige los desgarros musculares y alivia el reumatismo y la fiebre».
También fue usado para mantener las antorchas encendidas, lo que le daba una supremacía guerrera a quien lo utilizaba en las contiendas. Sobre todo a partir del siglo VI, cuando los bizantinos lo utilizaron como oleum incendiarium («fuego griego»). Esto consistía en una combinación de petróleo con cal que, al colisionar con lo húmedo, estallaba en llamas. De allí que los bizantinos lo dispararan colocado en la punta de sus flechas o como una suerte de granadas. El fuego griego era considerado un secreto de Estado, ya que le atribuía una supremacía notable a quien sabía utilizarlo. De hecho, se ha apuntado muchas veces que Constantino logra salvar a Constantinopla de la flota musulmana de Moaviah con el uso del fuego griego, con el que pudo poner a raya a los invasores. De allí en adelante la supremacía bizantina sobre los mares se funda en esta herramienta.
Entre las primeras referencias americanas a los afloramientos de petróleo está la de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1557), el primero en dejar por escrito una mención al petróleo venezolano, en 1535, al observarlo manar sin confundirse con el agua en una punta de la isla de Cubagua. Así consta en su Historia natural y general de las indias, islas y tierra firme del mar océano, en donde alude al petróleo expresamente. Afirma:
«Tiene en la punta del Oeste una fuente o manadero de un licor, como aceite, junto al mar, en tanta manera abundante que corre aquel betún o licor por encima del agua del mar, haciendo señal más de dos y tres leguas de la isla; y aun da olor de sí ese aceite. Algunos de los que lo han visto dicen ser llamado por los naturales stercus demonis, y otros le llaman petrolio, y otros asfalto; y los que este postrero dictado le dan, es queriendo decir que este licor es del género de aquel lago Aspháltide, de quien en conformidad muchos autores escriben (Fernández de Oviedo y Valdés, 1986: 33).»
De modo que será Fernández de Oviedo, alcalde de Santo Domingo y cronista de indias, el primero en dejar constancia por escrito de su presencia y, a su vez, el primero que acuñe el término con que muchos de los críticos de su presencia en la vida nacional (Juan Pablo Pérez Alfonzo) lo han llamado: «estiércol del diablo».
El mismo Fernández de Oviedo y Valdés, en la segunda parte de su libro, es el primero en referir el vocablo «mene», cuando señala que: «Hay en aquella provincia algunos ojos o manantiales de betún, a manera de brea o pez derretida, que los indios llaman mene, y en especial hay unos ojos que nacen en un cerrillo, en lo más alto de él, que es sabana, y muchos de ellos que toman más de un cuarto de legua en redondo. Y desde Maracaibo a estos manantiales hay veinticinco leguas» (Fernández de Oviedo y Valdés, 1987: 207-208).
Muchos años después, en 1948, un científico venezolano de origen suizo, Henri Pittier (1857-1950), describió los menes a orillas del lago de Maracaibo, observándolos in situ. Apelamos a esta descripción de Pittier para precisar, desde el principio de estas líneas, su naturaleza. Dijo acerca de las características de estos fenómenos: «Los menes se presentan bajo varias formas: más a menudo el asfalto mana de las rocas en las pequeñas barrancas de los declives de las lomas y corre lentamente hacia los bajos en donde llega a formar verdaderas lagunas. Otras veces, la misma sustancia cubre superficies casi planas con una capa traidora y viscosa de la que es difícil desprenderse…» (Pittier, 1948: 88).
Cuatro años después de la mención de Fernández de Oviedo, en 1539, nuestro petróleo hace su primer viaje. Un barril, este sí literal y no como medida, es enviado en las bodegas de una carabela con rumbo a Cádiz con un objeto medicinal. La historia la refiere el hermano Nectario María (Luis Alfredo Pratlong Bonicel, 1888-1986) en un trabajo publicado en 1958. Señala que Juana la Loca, reina de España, ha enviado una carta el 3 de septiembre de 1536 a los oficiales reales de Nueva Cádiz en Cubagua donde les dice que «Algunas personas han traído en estos Reynos del azeite petrolio de que hay una fuente en dicha isla… acá ha parecido que es provechoso» (Nectario María, 1958: 24-25). A partir de 1539 los envíos fueron frecuentes, según certifica el hermano Nectario María al comprobarlo en el Archivo de Indias. De modo que la primera vez que se exporta un barril de petróleo de América a Europa es esta de 1539, desde la desértica isla de Cubagua. Hasta entonces, los envíos que se han hecho a requerimiento de la reina son en envases menores. Se dice, pero no hallamos prueba convincente, que la urgencia de las solicitudes se debe a que el aceite cubagüense untado aliviaba los dolores de gota de Carlos V de Alemania y I de España, el hijo de Juana y Felipe el Hermoso.
También, la referencia a los manaderos de Cubagua es hecha por parte de uno de los principales cronistas de la época: Juan de Castellanos (1522-1607). En su Elegías de Varones Ilustres de Indias, el bardo deja constancia de haber vivido en la isla en su período de esplendor y de haber sufrido la catástrofe del terremoto y la desaparición de la ciudad de Nueva Cádiz, en 1543. Afirma: «Sería por el año de cuarenta / Y tres con el millar y los quinientos, / Cuando cierta señal nos representa / Bravos y furiosos movimientos. / Siguióse después desto tal tormenta / Que hizo despertar los soñolientos, / De todos vientos rigurosa guerra, / Y el mar mucho más alto que la tierra» (Castellanos, 1997: 291). Luego, la ciudad fue saqueada y quemada por piratas franceses ese mismo año.
La primera parte de la obra monumental de Castellanos (alrededor de 150.000 versos, probablemente la obra poética más extensa escrita por ser humano alguno) fue publicada en 1589. En ella se lee: «Tienen sus secas playas una fuente / Al oeste do bate la marina / De licor aprobado y escelente / En el uso común de medicina: / El cual en todo tiempo de corriente / Por cima de la mar se determina / Espacio de tres leguas, con las manchas / Que suelen ir patentes y bien anchas» (Castellanos, 1997: 275). Se trata del mismo afloramiento advertido por Fernández de Oviedo. Cualquiera que vaya a la isla puede comprobarlo en el sitio indicado. Sigue manando. Allí hemos estado varias veces y lo hemos comprobado.
Contamos con la Descripción de la ciudad de Nueva Zamora, su término y laguna de Maracaybo, hecha por Rodrigo de Argüelles y Gaspar de Párraga, de orden del gobernador don Juan de Pimentel, en 1579. En esta relación, los autores señalan:
«Hay en los términos de esta ciudad, una fuente de mene que mana como agua que sale a borbollones e hirviendo, y alrededor de estos materiales (sic, manantiales) se hace una laguna y se cuaja en forma de pez. Esta sirve de brea para los navíos, y en opinión de la gente de mar es mejor que la brea para el efecto de brear, y sirve también para algunas curas, y mezclándola con cera y otras grosuras se hacen velas. También sirve para pavonear espadas y otras cosas. Es un metal y un betún negro, y después de frío, duro como la pez. De ello hay cuatro fuentes en esta provincia, y de cada una de ellas se pueden cargar muchas naos para otras partes. Y si algún animal o ave, pasa por las dichas fuentes al tiempo que el sol está en su fuerza, se queda pegado y allí muere y se seca en el dicho mene (Arellano Moreno, 1964: 207).»
Fray Bernardino de Sahagún (1499-1590) en Nueva España, hoy México, redactó no pocas obras de importancia capital. Entre ellas, la monumental Historia general de las cosas de la Nueva España, en donde puede leerse la primera referencia castellana al chapopotli, hoy conocido como chapopote. Dice Sahagún: «El chapopotli es un betún que sale de la mar, y es como pez de Castilla, que fácilmente se deshace y el mar lo echa de sí, con las ondas, y esto ciertos y señalados días, conforme al creciente de la luna; viene ancha y gorda a manera de manta, y ándala a coger a la orilla los que moran junto al mar. Este chapopotli es oloroso y preciado entre las mujeres, y cuando se echa en el fuego su olor se derrama lejos» (Mata García, 2009: 29). Aclaremos que la obra de Sahagún fue publicada muchos años después, ya que sus envíos eran leídos exclusivamente por funcionarios ad hoc y se preservaban en secreto por razones de Estado.
En la segunda mitad del siglo XVII los piratas ingleses y franceses saben que al entrar en el lago de Maracaibo, por la barra, pueden hacerse de brea para calafatear sus naves y seguir en sus trapisondas. Consta que los piratas William Jackson (1642-1643), Jean David Nau, alias el Olonés (1668), Henry Morgan (1669), Francisco Grammont de la Mothe (1678) lo hicieron en los años indicados entre paréntesis, antes o después de asolar la ciudad.
También, François Depons (1751-1812) en su Viaje a la parte oriental de la Tierra Firme en la América Meridional (1806) anota manaderos de petróleo en el lago de Maracaibo. Afirma: «Al noreste del lago, en la parte más estéril de sus riberas, y en un lugar llamado mene, existe un depósito inagotable de pez mineral que es el verdadero pisafalto natural (pix montana). Esta pez mezclada con cebo sirve para embrear los navíos» (Depons, 1960: 48). Luego, Jean-Joseph Dauxion Lavaysse (1774-1829) en su Viaje a las islas de Trinidad, Tobago, Margarita y diversas partes de la América meridional (1813) alude al lago de asfalto de Trinidad, a un pantano cerca de Cariaco donde «recogí petróleo» (Dauxion Lavaysse, 1967: 247), a la desembocadura del Orinoco, de cuya región afirma: «Aquí se consigue yeso abundante en azufre; en otros lugares hay piritas mezcladas con todas las rocas; hasta en las graníticas; también arcilla bituminosa muriatífera del petróleo o asfalto» (Dauxion Lavaysse, 1967: 312).
Pero de todos los viajeros de aquellos años ningunos más importantes para las ciencias que Alejandro de Humboldt (1769-1859) y Aimé Bonpland (1773-1858); y el petróleo, naturalmente, no quedó fuera de sus registros. El dúo naturalista llegó a Cumaná el 16 de julio de 1799 y estuvo en los territorios de la Capitanía General de Venezuela hasta el 24 de noviembre de 1800, cuando zarpó rumbo a Cuba. En la isla estuvieron Humboldt y Bonpland cerca de tres meses y navegaron hacia Cartagena, a donde llegan en marzo de 1801; de allí subieron a Bogotá por el río Magdalena y recorrieron el altiplano andino hasta Quito; luego fueron a Cajamarca, en Perú. Después, ya el 22 de marzo de 1803, llegan a Acapulco, procedentes de Guayaquil. El 7 de marzo de 1804 regresan a La Habana y de allí a los Estados Unidos y, finalmente, en agosto de 1804, vuelven a Europa, recalan en Burdeos y luego se dirigen a París y allí se establecen a escribir.
Cinco años de viaje por América fueron suficientes para acopiar material científico abundante y redactar un libro capital: Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, publicado entre 1816 y 1831, en trece volúmenes. En este libro monumental los naturalistas vinculan los afloramientos con los terremotos, con las fallas geológicas, con los volcanes del Caribe, y fijan los sitios donde hay aguas termales y afloramientos de asfalto entre Trinidad y Maracaibo. Este constituye, en verdad, el primer mapa petrolero (un protomapa) de la parte norte de Suramérica. Afirma Humboldt: «Cito los yacimientos de asfalto, a causa de las circunstancias notables que les son propias en estas regiones; pues no ignoro que la nafta, el petróleo y el asfalto se hallan en terrenos volcánicos y secundarios, y más a menudo en los últimos. El petróleo sobrenada treinta leguas al Norte de Trinidad en derredor de la isla de Granada, en donde hay un cráter apagado y basaltos» (Humboldt, 1991: tomo III, 42-43). El relato humboldtiano continúa a lo largo de varias páginas de su libro indispensable. Señalando todos los lugares que ha visto en Tierra Firme y territorio insular en donde mana petróleo, constituyéndose en el primer registro científico petrolero venezolano.
En 1825 se envían a Europa y Estados Unidos unas muestras de petróleo denominado aceite de Colombia o Colombio. Estas muestras proceden de Betijoque y Escuque, en la entonces provincia de Trujillo, hoy Andes venezolanos. Se trata de los afloramientos que Miguel Tejera (1848-1892) en su Venezuela pintoresca e ilustrada (1875) refiere: «Se conocen dos minas en Trujillo, departamento Escuque… varias en el Estado Falcón, lo mismo que en el Estado Nueva Andalucía, parroquia de Araya, cerca del golfo de Cariaco» (Tejera, 1987: 319). Luego, al referirse al asfalto, señala: «Este combustible es por demás abundante en el territorio venezolano» (Tejera, 1986: 319). Afirma que se halla en Falcón, Zulia y Guayana, lo que denota que ignora la existencia del lago de asfalto de Guanoco. En cualquier caso, consigna la existencia de ambos y hace la diferencia entre petróleo y asfalto.
Por otra parte, tanto en Colombia como en Venezuela será el coronel italiano Agustín Codazzi (1793-1859) quien establezca los primeros croquis geográficos profesionales y no dejará de señalar los manaderos de petróleo donde los hubiere. En su Resumen de la Geografía de Venezuela (1841) y su Atlas físico y político de la República de Venezuela (1840) el ingeniero señala los manaderos de Trujillo, Mérida, Coro, Maracaibo y Cumaná. Afirma: «Minas inagotables de mene o pez mineral hai [sic] en las provincias de Mérida y Coro, y sobre todo en la de Maracaibo. En este último se sirven de él para embrear las embarcaciones que surcan el lago» (Codazzi, 1841: 155). La obra de Codazzi es de grandes dimensiones tanto para Venezuela como para Colombia. Asombran sus magnitudes, utilidad e importancia, así como su condición pionera.
El geólogo alemán Hermann Karsten publica en 1850, en el Boletín de la Sociedad Geológica Alemana, un sumario de la geología de Venezuela en sus regiones central y oriental. Al año siguiente, desde Barranquilla (donde también estudia a Colombia), redacta un informe sobre occidente aludiendo a los afloramientos en el lago de Maracaibo. Lo mismo hace el geólogo inglés G.P. Wall en su informe de 1860 para la Sociedad Geológica de Londres. Por su parte, un científico venezolano se interesa por el tema. No podía ser otro que Arístides Rojas, quien publica tres trabajos en el diario La Opinión Nacional en abril de 1869. Lamentablemente, no fueron recogidos en alguno de sus libros publicados. Seguramente estos textos están en la obra completa planificada por su autor, que se mantiene inédita en buena medida. En todo caso, señala en ellos los rezumaderos de petróleo, los lagos de asfalto y las emanaciones de aguas termales existentes en la geografía nacional. Hasta aquí el mapa de referencias americanas y venezolanas. Veamos ahora el intrincado tablero de la tradición jurídica y organicemos su secuencia.
Cuatro años después del envío de muestras de Betijoque y Escuque a Europa, Simón Bolívar decreta sobre minas, el 24 de octubre de 1829, en Quito. Este decreto lo recoge luego la Gaceta de Colombia, en Bogotá, el 13 de diciembre del mismo año, en sus 38 artículos, que dan fe de la atención pormenorizada del legislador. Allí se establece en su artículo 1, después de los considerandos:
«Art. 1 Conforme a las leyes, las minas de cualquiera clase, corresponden a la república, cuyo gobierno las concede en propiedad y posesión a los ciudadanos que las pidan, bajo las condiciones expresadas en las leyes y ordenanzas de minas, y con las demás que contiene este decreto.»
Por lo general se cita este artículo y se pasan por alto los considerandos, que aclaran mejor el propósito del Libertador y ayudan a no descontextualizar este primer artículo. En ellos se afirma:
«1º Que la minería ha estado abandonada en Colombia, sin embargo de que es una de las principales fuentes de la riqueza pública.
»2º Que para fomentarla es preciso derogar algunas antiguas disposiciones, que han sido origen fecundo de pleitos y disensiones entre los mineros.
»3º Que debe asegurarse la propiedad de las minas, contra cualquier ataque y contra la facilidad de turbarla o perderla.
»4º En fin, que conviene promover los conocimientos científicos de la minería y de la mecánica, como también difundir el espíritu de asociación y de empresa, para que la minería llegue al alto grado de perfección que se necesita para la prosperidad del estado.»
Este decreto bolivariano quiteño fue ratificado el 29 de abril de 1830 por parte del Congreso Nacional, cuando la República de Venezuela se había reconstituido como tal, ya separada de Colombia, y gobernaba el general José Antonio Páez.
Detengámonos ahora en la sucesión de textos legales que atañen en distintos grados al tema minero. Antes, apelemos al estudio del doctor Antonio Planchart Burguillos, donde se lee:
«Todas nuestras tradiciones, desde la más remota antigüedad, parten del sistema regalista; los orígenes romanos y españoles de nuestra legislación, en cuanto a minas son enteramente inspirados en la vieja institución regalista y señorial, según la cual los yacimientos mineros pertenecen al Soberano, teniendo por objeto satisfacer las personales necesidades de los príncipes, quienes pueden concederlos a los súbditos mediante «mercedes reales», en virtud de las cuales los interesados se obligaban a prestar a los señores determinadas regalías (Planchart Burguillos, 1939: 13-14).»
Previamente, Planchart ha aludido a las cuatro posibilidades que existen en cuanto a la propiedad de las minas. Se refiere al sistema de accesión (el dueño del suelo es dueño del subsuelo); el sistema de regalía (el Estado es dueño de la mina y concede el dominio a los particulares mediante canon); el sistema de la libre minería o res nullius (el particular es dueño de la mina y el Estado regularizador de la explotación) y el sistema dominial (dominio directo del Estado sobre las minas y puede conceder el derecho de explotación).
En Venezuela, desde la colonización española hasta nuestros días ha prevalecido el sistema dominial, que se diferencia del de regalías en que el dominial es facultativo. Es decir, el Estado puede o no otorgar la concesión; en el de regalías, el Estado está obligado a darla. No obstante, como bien lo indica Planchart, el sistema de regalías es anterior al dominial, y este no se explica sin el primero. En otras palabras: el de regalías establece que las minas pertenecen al rey; el segundo deja sentado que el soberano puede o no cederlas en concesión. Veamos ahora la línea de la tradición legal al respecto. Partimos de España, antes del descubrimiento de América.
La referencia más lejana es la del Fuero Viejo de Castilla, de 1128, donde se establece que pertenecen al rey las minas que estén en sus dominios. Se lee: «a las minas de oro, de plata y de plomo que se encuentren en las propiedades reales». No incluye las que estén en las propiedades de los particulares. En las Siete Partidas del rey Alfonso X el sabio, redactadas entre 1256 y 1265, se sigue el mismo principio y se añade que las que estén en sus dominios prediales pueden ser objeto de concesión. En la Segunda Partida, Ley V, Título XV, se lee en cuanto a las minas lo dicho antes: «no pudiendo los particulares explotarlas sino mediante licencia real la cual no constituía donación».
Luego, en el Ordenamiento de Alcalá de 1384, el rey don Alfonso XI sigue el mismo principio de concesión, añadiendo la sal: «Todas las mineras de plata, oro, plomo y de otro cualquier metal, de cualquier clase que sea, pertenecen a Nos; por ende, ninguno sea osado de labrar sin nuestra especial licencia y mandato; y así mismo las fuentes y pilas y pozas de sal, que son para hacer sal nos pertenecen». Tres años después, en la Ordenanza de Briviesca de 1387, el rey Juan I liberaliza la explotación de las minas, aboliendo la necesidad de licencia real para trabajarlas, aunque la contribución tributaria a favor de la Corona se incrementa.
Luego, tenemos la bula papal Noverint Universi, del 4 de mayo de 1493, donde se le reconoce a la Corona española la propiedad de todo aquel territorio que esté al oeste de las Azores y de las islas de Cabo Verde. Esta bula fue la que dirimió el conflicto entre españoles y portugueses, fijando el territorio que le correspondía a cada reino. Entonces, en relación con las minas se establece que «los interesados se obligaban a prestar a los señores determinadas regalías».
Sobre la base de la bula Noverint Universi del papa Alejandro VI, el Borgia, el rey Carlos I promulgó una real cédula específica para el ámbito americano el 9 de diciembre de 1526. Quedaban las minas de América incorporadas al patrimonio de la Corona y se permitía su explotación por parte de los particulares, previa autorización. Esta cédula real fue la primera referida a las minas de América.
Luego, las Ordenanzas de Valladolid del 10 de enero de 1559, también conocidas como las Ordenanzas de 1559, firmadas por el rey Felipe II, ratifican el mismo criterio. En ellas se declara la propiedad de la Corona sobre las minas metálicas y contempla la posibilidad de otorgar a los particulares la concesión de la explotación de las minas. Es de hacer notar que, refiriéndose al territorio americano, el monarca se manifiesta propietario de todo el territorio, no hace la distinción anterior acerca de los particulares propietarios de tierra en la península, ya que en su visión de América no los había, en cuanto al dominio sobre las minas. El mismo Felipe II, cuatro años después, firma la Pragmática de Madrid, en 1563. En este conjunto de 78 artículos se complementan las anteriores. A esta Pragmática también se la denominó Ordenanzas nuevas de las minas. Por último, Felipe II también legisló, en 1584, las llamadas Ordenanzas del Nuevo Cuaderno, también conocidas como las Ordenanzas de San Lorenzo, donde retoma los 78 artículos de Madrid y les suma unos pocos más. Estas tienen la particularidad de abolir todas las anteriores y especificar el tema relativo a las minas. Se lee:
«Revocamos, anulamos y damos por ningunas las pragmáticas y Ordenamientos hechos en Valladolid y en Madrid y cualquier reyes de Ordenamiento, Partidas y otros cualesquier Derechos y pragmáticas y fueros y costumbres en cuanto fueren contrarios a lo dispuesto en esta Ley; y queremos y mandamos que en cuanto a esto, no tengan fuerza ni vigor alguno, quedando solamente en su fuerza y vigor la Ley 3a. de este título que trata de la incorporación en nuestro Real Patrimonio de los mineros de oro, plata y azogue de estos nuestros Reinos de que se había hecho merced a personas particulares por partidas obispados y provincias.»
Como vemos, Felipe II estuvo particularmente atento al tema de las minas. Naturalmente, se trataba de la primera fuente de recursos que aportaba América.
Entre las disposiciones legales dictadas y firmadas en suelo americano, contamos con las Ordenanzas de Francisco de Villagra, en Chile, en 1561; las Ordenanzas de Polo de Ondegardo para las minas de Huamanga (Perú), en 1562, y las del virrey Francisco de Toledo, en Chuquisaca, en 1574, referidas a la minas de Potosí, pero que luego se extendieron a otros ámbitos de América del Sur. Versaban sobre aspectos específicos de Potosí, extensibles por analogía. Se las conoce como las Ordenanzas de Toledo de 1574. Estas disposiciones, emanadas de autoridades en América, son particularmente casuísticas, basadas en la experiencia concreta de minas chilenas y peruanas. No obstante, las ordenanzas de Felipe II de 1584 fueron posteriores a estas y tuvieron una vigencia muy dilatada, ya que la próxima legislación sobre las minas será la de 1783, de Carlos III. Dos siglos de vigencia.
El 22 de mayo de 1783, Carlos III dicta en Aranjuez las Reales Ordenanzas para la Dirección, Régimen y Gobierno del Importante Cuerpo de la Minería de Nueva España y de su Real Tribunal General, vigentes por extensión a partir del 27 de abril de 1784 en la Intendencia de Venezuela, ya que habían sido dictadas para México. En este texto se ratifica la facultad de la Corona para otorgar concesiones. Estas fueron las últimas disposiciones de la Corona española sobre minas en América, vigentes para el momento de las independencias de las provincias españolas y las formaciones de las repúblicas americanas. Con estas ordenanzas de la monarquía en la mano, legisló el Libertador para la República de Colombia, de la que formaba parte Venezuela como departamento.
De acuerdo con Manuel R. Egaña (1900-1985) en su estudio Venezuela y sus minas estas ordenanzas constituyen un código de minas, exhaustivo y pormenorizado. Queda claro en su artículo 22 el objeto amplio de la ordenanza:
«Asimismo concedo que se puedan descubrir, solicitar, registrar y denunciar en la forma referida no sólo las Minas de Oro y Plata, sino también las de Piedras Preciosas, Cobre, Plomo, Estaño, Azogue, Antimonio, Piedra Calaminar, Bismuth, Salgema y cualesquiera otros fósiles, ya sean metales perfectos o medios minerales, bitúmenes o jugos de la tierra, dándose para su logro, beneficio y laborío, en los casos ocurrentes, las providencias que correspondan (Egaña, 1979: 36-37).»
Como vemos, el petróleo está comprendido en «bitúmenes o jugos de la tierra»: una hermosa expresión, sin duda. Añadamos que el régimen de concesiones queda establecido en las ordenanzas. Igualmente, que las concesiones son transferibles y que las regalías serán el procedimiento tributario escogido. Conviene recordar que el Libertador, en su decreto quiteño, alude a esta ordenanza en el artículo 38. Allí se lee: «Mientras se forma una ordenanza propia para las minas y mineros de Colombia, se observará provisionalmente la ordenanza de minas de Nueva España, dada en 22 de mayo de 1783, exceptuando todo lo que trata del tribunal de minería, y jueces diputados de minas, y lo que sea contrario a las leyes y decretos vigentes. Tampoco se observará en todo lo que se halle reformada por el presente decreto». Como vemos, el presidente de la República de Colombia en 1829, Simón Bolívar, acepta este antecedente colonial en sus aspectos no modificados por el decreto que firma.
A la asunción del decreto bolivariano de 1829 por parte del Congreso Nacional en 1830 le sigue la promulgación del primer Código de Minas, sancionado por el Poder Legislativo el 15 de mayo de 1854, durante el gobierno de José Gregorio Monagas. Con este código se deroga toda la legislación anterior. A su vez, este código es perfeccionado con el Reglamento del Código de Minas, sancionado el 4 de enero de 1855.
Recordemos que la Constitución Nacional de 1811 no aborda el tema minero en ninguno de sus artículos; tampoco lo hace la Constitución Nacional de 1819, la de Angostura, ni la ley que crea la República de Colombia, el mismo año. La Constitución Nacional de 1821, la de Cúcuta, tampoco norma el asunto minero, pero sí le atribuye al Congreso, en el artículo 55: «Decretar lo conveniente para la administración, conservación y enajenación de los bienes nacionales» y, naturalmente, estas facultades incluyen las minas. La Constitución Nacional de 1830 no alberga disposiciones sobre las minas; tampoco las de 1857 y 1858, de modo que hasta esta fecha las disposiciones normativas mineras vigentes serán las contempladas en el Código de Minas de 1854 y su reglamento, de 1855.
El mapa jurídico se va a modificar a partir de la Constitución Nacional de 1864, cuando el federalismo triunfante consagre un texto constitucional netamente federal y se les otorgue gran autonomía política y administrativa a los estados que conforman la nación. La Constitución Nacional de 1864 fue sancionada por la Asamblea Nacional Constituyente el 28 de marzo de 1864 y promulgada por el mariscal Juan Crisóstomo Falcón (1820-1870) el 13 de abril del mismo año. Introduce cambios sustanciales en la república, empezando por la denominación, ya que al acogerse la forma federal del Estado, la república pasó a llamarse Estados Unidos de Venezuela, con fundamento en que la nación estaría jurídicamente instituida sobre la base de una federación de estados con autonomía. Con base en esta carta magna, veremos en otro subcapítulo cómo los estados nacionales comenzaron a otorgar concesiones mineras. Pero antes detengámonos en el preclaro dictamen del doctor Vargas sobre el «asfalto de Pedernales».
De todo lo anterior se desprende que en Venezuela, ni en el período colonial español ni en el republicano en curso, ha prevalecido el sistema de accesión, que hace al propietario del suelo propietario del subsuelo, como ocurre en los Estados Unidos de Norteamérica. Por lo contrario, siempre ha prevalecido el sistema dominial, establecido por la Corona de España y ratificado por el presidente de Colombia, Simón Bolívar, en 1829.
Otra incidencia significativa para nuestra materia de estudio tuvo al doctor José María Vargas (1786-1854) como protagonista el 3 de octubre de 1839, cuando ya había ejercido la primera magistratura (1835-1836) y había vuelto a sus tareas científicas y clínicas. Se trata de la constancia que deja de haber recibido noticias sobre la existencia de minas de asfalto en Pedernales (Guayana), y la exhortación que debería hacerse al gobernador de esta provincia para determinar la extensión de la mina y las posibilidades de arriendo para su explotación. Se manifiesta con base en una muestra que le ha llegado de Pedernales, en la región orinoquense, similar a la que ha llegado antes de Trujillo. El informe escrito del doctor Vargas se produce por solicitud del despacho de Hacienda y Relaciones Exteriores y uno de sus párrafos es francamente visionario. Dice: «Es mi única convicción que el hallazgo de las minas de carbón mineral y de asfalto en Venezuela es, según sus circunstancias actuales, más precioso y digno de felicitación para los venezolanos y su liberal Gobierno, que el de las de plata u oro» (Vargas, 1986: 73).
Párrafos antes, con su proverbial precisión científica, el doctor Vargas ha definido la naturaleza de la muestra que se le ha enviado para su examen. Afirma: «Esta sustancia mineral es el asfalto o betún de Judea de los antiguos, llamado también pez mineral. Su bello color negro de terciopelo, su brillo, su fragilidad junto con su consistencia más o menos blanda, según el calor a que está expuesta, su combustión con buena llama dejando poco residuo, su olor y demás modos muestran su buena calidad si hemos de juzgar por la muestra presentada» (Vargas, 1986: 71).
También enumera los usos que hasta entonces se le han encontrado a la sustancia; y es tan pormenorizado y erudito que vale la pena que reproduzcamos sus palabras en integridad, ya que se trata de un enunciado completo, con fundamento histórico. Afirma Vargas:
«Sus usos son: 1°- El de proteger las maderas contra efectos del agua y la destrucción por los insectos en la misma forma que el alquitrán o pez negra vegetal, así, es el alquitrán que los Indios y Árabes usan. 2°, es uno de los ingredientes del barniz negro de los Chinos, disuelta en cinco partes de nafta… Se usa como cemento en la construcción debajo del agua; y los viajeros aseguran que los grandes ladrillos de las murallas de babilonia estaban cementados con ese asfalto…Es un excelente preservativo de la putrefacción animal y de los insectos que atacan esas substancias. Así era el principal ingrediente del embalsamado de las momias egipcias…Entra en los fuegos de artificio y se cree que era uno de los ingredientes del célebre fuego griego… Constituye en parte el barniz que dan los grabadores a sus planchas de cobre antes de morderlas (Vargas, 1986: 71-73).»
A los usos enumerados por Vargas le añade el sabio una opinión que no le están pidiendo, pero que lo dibuja en su formación y sensatez, además de que constituye todo un programa de políticas públicas de inspiración liberal. No olvidemos que Vargas se había educado en Edimburgo y Londres y que ya para entonces había sido el presidente fundador de la Sociedad Económica de Amigos del País, institución liberal de gran importancia para los planes de construcción de la república en su etapa postbélica. Afirma el galeno:
«En cuanto a las medidas que por el Gobierno puedan adoptarse para beneficiar la mina por cuenta del Estado: me atrevo a opinar que convendría más arrendar su uso, que beneficiarla por cuenta del Fisco; porque un empresario particular sacaría, según mi parecer, muchísimas más ventajas que un administrador puesto por Gobierno; y estas ventajas particulares vendrían a ser públicas y aun directamente útiles al erario, dando al arrendatario bastante duración para alentar al empresario a entrar en trabajos y en desarrollar su especulación, sin prolongarla tanto o hacerla indefinida que prive al Gobierno de participar de las ventajas acaso grandes que esta propiedad pública pueda dar al primer empresario (Vargas, 1986: 72-73).»
Como vemos, todo un lujo de exactitud y prescripción para darle marco a las tareas de explotación del asfalto por parte de los particulares, con la supervisión y el beneficio de la nación y su Estado.
Los yacimientos más grandes de petróleo del mundo hasta comienzos del siglo XX fueron los de Bakú, capital de Azerbaiyán, en la península de Abserón, en el mar Caspio. También en la región de Languedoc, al sur de Francia, así como en la Alsacia se reportaron emanaciones de petróleo durante las centurias XVII y XVIII, pero de menores dimensiones. Afloramientos de brea se hallaban en menores cantidades también en Italia, cerca de Módena, cerca de Parma, de donde hacia mediados del siglo XVIII se saca de los pozos de donde emana con cubos, como si fuera agua. Será el físico italiano Alejandro Volta (1745-1827) uno de los primeros que estudie el «gas de los pantanos», el metano, al que llamaba «el aire inflamable de los pantanos», en 1776. Los resultados de su investigación fueron un paso hacia adelante en el conocimiento de estas sustancias.
Recordemos que durante estos años la única manera que tuvo el hombre de valerse del «aceite de piedra» fue por los afloramientos naturales; aún no había desarrollado la tecnología para extraerlo ex profeso. A partir de comienzos del siglo XIX sí sabe cómo refinarlo, lo que ya es un gran paso en el desarrollo de esta industria entonces incipiente. Recordemos, también, que está en proceso de decantación el uso que se le puede dar a la sustancia. Veamos esta secuencia.