Toni Padilla Montoliu nació en Sabadell en 1977. Sus primeros pasos en el periodismo los dio con dieciséis años en radios y periódicos locales, donde cubría la información del único club del que es socio, el C. E. Sabadell. En su primer partido como comentarista, discutió con un aficionado del equipo rival. Fue un mal estudiante hasta llegar a la Universitat Autònoma de Barcelona, donde cursó la carrera de Historia, aunque siempre se ha dedicado al periodismo deportivo.
Actualmente es subdirector del programa Marcador Internacional de Radio Marca y miembro fundador de marcadorint.com. Colabora en medios de comunicación como Catalunya Ràdio, Gol Televisión, RAC1, la Cadena Cope, VilaWeb o Televisió de Catalunya. Fue el jefe de la sección de fútbol del periódico deportivo catalán El 9 Esportiu y, desde el año 2010, dirige la sección de deportes del periódico ARA, donde cubre la información del F. C. Barcelona. Es también uno de los fundadores de la revista Panenka, de la que forma parte del consejo editorial. Un texto suyo sobre Frank Rijkaard fue escogido para el examen de Lengua Catalana de Selectividad de 2006.
Es profesor en el Máster de Periodismo Deportivo de la Blanquerna-Universitat Ramon Llull. Ha cubierto tres Mundiales de fútbol, tres Mundiales de clubes y una Copa América. Sueña con cubrir una Copa de Naciones africana.
@Toni_Padilla
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
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Composición digital: Pablo Barrio
Primera edición en papel: Abril de 2014
Primera edición digital: Noviembre de 2014
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ISBN: 978-84-943319-3-0
Depósito Legal: B 27.220-2014
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Era el 2 de julio de 2010. Salí corriendo del Soccer City y solo disponía de noventa minutos para llegar al aeropuerto de Lanseria, al norte de Johannesburgo. Abriéndome paso entre millares de hinchas que salían del estadio, me encontré en medio de la nada. El enorme Soccer City se levanta entre descampados embarrados en las afueras de Soweto. Los centenares de coches estacionados en párkings numerados se convirtieron en un laberinto. Desesperado, corrí en busca de un taxi, hasta que encontré uno y lo paré como pude. «To the Lanseria airport!», grité al conductor, que bajó el cristal de la ventana de su destartalado coche. En el interior del vehículo descubrí una familia entera: su esposa y dos críos, que miraban a ese blanco con ojos alocados que casi les salta encima del capó. El taxista miró a su esposa, musitó algo en no-sé-qué-lengua y me indicó que subiera. «Vamos en la misma dirección. Ahora no trabajo, salimos del partido, pero así me saco un dinero», bromeó. El taxista condujo como un loco, adelantando temerariamente en curvas cerradas, pero llegué a tomar el vuelo Johannesburgo-Ciudad del Cabo. Pocas horas después, aún sin dormir, presencié cómo Alemania destrozaba a Argentina, entrenada por Maradona, en los cuartos de final del Mundial. Después de más de veinticuatro horas sin dormir y ya con todos mis trabajos del día entregados, me vino a la cabeza una frase escuchada horas antes, mientras salía corriendo del Soccer City: «Papá, ¿viste? Lo hemos vuelto a hacer. Callamos a todo un país, como en Maracaná».
Me había obsesionado con ver en directo el Ghana-Uruguay de cuartos de final del Mundial, aunque mi cometido principal en Sudáfrica era informar de las peripecias de Lionel Messi. Así que encontré un billete barato para poder garantizar, con un vuelo nocturno, mi presencia en el partido de Argentina, en Ciudad del Cabo, menos de veinticuatro horas después del partido entre uruguayos y ghaneses, en Johannesburgo.
El público local iba con las Estrellas Negras, la única selección africana presente en los cuartos de final. Las vuvuzelas no callaban y entré en la tribuna de prensa hipnotizado por ese ritmo africano. Las escenas de sudafricanos blancos hermanados con hinchas ghaneses en las puertas del estadio me posicionaron emocionalmente con los africanos. Sin embargo, al final del partido, Uruguay me había robado el corazón. Tardé mucho en procesar esos últimos minutos. Las manos de Luis Suárez para evitar el gol ghanés, su expulsión, el penalti fallado por Asamoah Gyan en el último segundo, el ruido cada vez que un jugador de la Celeste se disponía a disparar su penalti, y el caminar del «Loco» Abreu hacia el balón, citándose con la gloria, altivo como un chulo de barrio. Luego, el silencio. Sesenta mil personas perdieron la voz cuando Abreu golpeó con suavidad el balón de ese último penalti. Sus pulmones ya no encontraron más aire para soplar las vuvuzelas. Se deshincharon. Uruguay, el país más pequeño en ese Mundial, le había roto el corazón a toda África en su casa. No solo a Ghana o Sudáfrica: Uruguay silenció a todo un continente. El silencio se adueñó de esos barrios interminables en el seno de esas urbes gigantescas que no dejan de crecer, se adueñó de esos pueblecitos donde centenares de africanos se juntan los días de partido alrededor de la única televisión en muchos quilómetros, suspirando porque el generador de gasolina no se estropee y pueda dar vida a esa pantalla pequeñita. De Dakar a Mogadiscio, de Alejandría a Ciudad del Cabo, el silencio se adueñó de un continente.
Siempre me pongo nervioso en los penaltis, aunque me importe un pito quién juegue. Durante esos penaltis, me escondí detrás de mi cámara de vídeo y grabé los lanzamientos, como si ese gesto ritual fuera a tranquilizarme. Aún guardo la grabación de los penaltis de la final del Mundial de 2006. Y cómo no, la del penalti de Abreu. El penalti que generó tanto silencio. Después de esa caricia al balón, los espectadores se marcharon tristes, abandonaron con paso lento las gradas, como espectros. Acabé la crónica y salí como un loco a la captura de mi taxi. La prórroga y los penaltis me habían jugado en contra, pues tenía menos tiempo para llegar al aeropuerto. Y fue entonces, saliendo del campo, cuando me encontré con un minúsculo grupo de ruidosos uruguayos. Mientras me abría paso, escuché a ese señor de unos cuarenta años que gritaba por teléfono: «Papá, ¿viste? Lo hemos vuelto a hacer. Callamos a todo un país, como en Maracaná». Tardé veinticuatro horas en procesar la información, el secreto de esa frase. Quizá el silencio que había presenciado en el Soccer City después del gol de Abreu fue lo más parecido al silencio posterior al gol de Ghigghia en 1950.
Pocos días más tarde entrevisté a Don Alcides Edgardo Ghiggia, el autor del gol más famoso de la historia de los Mundiales, el hombre que destrozó la autoestima de todo un país, el tipo que estampó su firma al mito del Maracanazo. La delegación uruguaya paseaba por Sudáfrica a Ghigghia, entonces de ochenta y cuatro años, como si fuera un tesoro con alma, un amuleto andante, una bandera para que los jóvenes soldados recordaran las victorias de antaño. Aún con su elegante bigote, miró a su alrededor como si fuera un niño que se esconde de sus profesores, acercó su cabeza a mi oreja y en voz baja dijo: «Eso no volverá a pasar. Lo de Brasil en el 50… eso… eso fue único. Aunque ellos ganen su Mundial, lo de 1950 no lo olvida nadie. Allí se queda». Se irguió de nuevo y, satisfecho, esperó la siguiente pregunta. Fue allí, en ese hotel de Ciudad del Cabo, cuando lo entendí: el Mundial volvía a Brasil, como había sucedido en 1950.
Algunos Mundiales se han convertido en leyendas. Si los de 1934 o 1978 son recordados con dolor, los de 1950 o 1970 son monumentos al deporte y su mística. El Mundial de Brasil de 1950 fue un canto al optimismo. El primer gran torneo futbolístico después de la Segunda Guerra Mundial. Londres había sido la sede de los Juegos Olímpicos de 1948, en cuyo torneo de fútbol suecos y yugoslavos enamoraron, pero fue un torneo con deportistas durmiendo en barracones militares y uniformes en la grada. Brasil, que no había vivido la guerra y era sinónimo de alegría, significaba romper con el pasado (aunque, durante el torneo, se declaró la guerra de Corea).
Más de veinte jugadores de ese Mundial habían combatido en la guerra. Un futbolista de Estados Unidos había incluso participado en el desembarco de Normandía. Un compañero suyo en el equipo era un belga con pasaporte norteamericano que contaba con una medalla al mérito por su lucha en la resistencia. Dos yugoslavos también tenían condecoraciones por su lucha contra los nazis, y el inglés Mortensen había sufrido un accidente en un bombardero. La costumbre brasileña de lanzar petardos durante los partidos provocó pesadillas en muchos de esos jugadores, que recordaron el estruendo de las bombas sobre Guernica —como le sucedió a Zarra—, Londres o Belgrado.
El Mundial de Brasil fue profundamente imperfecto. Maracaná no se pudo acabar del todo hasta años más tarde, de los dieciséis equipos que tenían que participar solo llegaron trece y Uruguay ganó el torneo jugando solo cuatro partidos, cuando Brasil o España jugaron seis. Argentina se negó a jugar y la organización no acabó de estar a la altura (hubo equipos que entrenaron en la playa por falta de instalaciones e infinidad de fiestas nocturnas).
Sin embargo, fue un Mundial profundamente emotivo. Fue el año del debut de los ingleses en un torneo oficial de la FIFA. Fue el campeonato que dio alegrías a una España gris y sin libertades. Fue uno de los últimos torneos en que los campeones del mundo no ganaron casi nada con su victoria, más allá de la fama. En esos pocos días de junio y julio de 1950, se escribieron algunos de los momentos que más han influido en la historia del fútbol mundial. Fue en Brasil donde Inglaterra perdió contra un Estados Unidos amateur, fue cuando se levantó Maracaná, cuando se escuchó por radio el gol de Zarra y donde los italianos se percataron de cuánto talento se había perdido en el fatídico accidente de avión de Superga, en 1949.
Y fue el Mundial del Maracanazo.
El destino ha querido que el último superviviente de ese partido sea, curiosamente, el autor del último gol, Ghiggia. Este libro es un homenaje a esos hombres que, con su sudor, permitieron que el fútbol dejara de ser un deporte para ser un relato épico, homérico. Fueron tipos duros, con historias increíbles a sus espaldas. Este libro no pretende contar cada incidente de cada partido, solo quiere mantener viva la memoria de unos jugadores que protagonizaron una gesta increíble en 1950. Desgraciadamente, con la mayor parte de ellos ya no ha sido posible hablar. Otros han sido injustamente olvidados.
P. D.: Cuando le doy al play al vídeo del penalti de Abreu, no hay silencio. Oigo a los periodistas que tenía al lado comentar las agallas del uruguayo. Escucho la megafonía, los gritos de los hinchas uruguayos… Pero una cosa es ese vídeo y otra, la realidad. Juro que de ese momento solo recuerdo el silencio. Abreu robó millares de gritos de alegría y los escondió. Silenció a todo un país, como Ghiggia en 1950.
Toni Padilla
Barcelona, 27 de enero de 2014
«Eu sou brasileiro / Tu és brasileiro / Muita gente boa brasileira é / Vamos torcer con fé em nosso coração / Vamos torcer para o Brasil ser campeão… / Salve, salve o nosso Estádio Municipal, no campeonato Mundial / Salve a nossa bandeira, verde, ouro e anil / Brasil, Brasil, Brasil!1»
LAMARTINE BABO
Como era costumbre en esa época, la multitud que abandonó el estadio de Maracaná quemó antes de salir parte de los periódicos que había traído consigo al campo. Las gradas se quedaron poco a poco vacías, con la hinchada dejando atrás pequeñas columnas de humo, como si fueran piras funerarias donde llorar el sueño roto de toda una nación. A su salida, algunos aficionados derribaron el busto del general Ângelo Mendes de Morais. El busto estaba situado delante de la entrada principal de Maracaná, dando la espalda al entonces mayor estadio del mundo. El general Mendes de Morais daba así la bienvenida a las autoridades que pasaban por esa puerta. Pero lo atacaron por la espalda. El busto fue derribado y acabó abandonado al aire libre en una alcantarilla cercana a una favela. Allí se quedó unos días.
Ângelo Mendes de Morais solía vestir de blanco; bien peinado, siempre con cuello alto, como si vistiendo de civil quisiera recordar al mundo su condición de militar. Mendes de Morais se consideraba una persona de orden. Hijo de una buena familia, se formó ya de adolescente en el mundo de las armas y obtuvo ascensos a base de reprimir revueltas de campesinos e indígenas en el Amazonas. Era un hombre severo, el típico brasileño orgulloso de sus raíces europeas, siempre más atento a lo que sucedía en Europa que a lo que se cocía en Lima o Quito. Mendes de Morais, elegido prefecto del Distrito General de Río de Janeiro en 1947, soñaba con la inmortalidad. Con las placas, con las calles. Puso su nombre a un instituto. Siempre se movió cerca del poder y ese cargo le dio la gran oportunidad de ser inmortal: pasaría a la historia como el impulsor del estadio de Maracaná, donde ese 16 de julio de 1950 Brasil tenía que ganar su primer Mundial.
Mendes de Morais no cejó en su empeño de construir el estadio más grande del mundo. Si en 1949 el mayor recinto era Hampden Park, en Glasgow, en 1950 un coloso se levantó en el norte de Río de Janeiro, bajo la atenta mirada de Mendes de Morais. Recién elegido en el cargo tras pasar unos frustrantes meses gobernando la idílica —pero remota— isla de Fernando de Noronha, Mendes de Morais volvió a su ciudad natal listo para ganarse el amor de sus conciudadanos gracias al Mundial. Como enclave del proyecto, eligió unos terrenos ocupados por un hipódromo llamado Derby Clube, pero rápidamente se encontró atrapado por la burocracia y el politiqueo. El periodista y diputado Carlos Lacerda se convirtió en su pesadilla, pues era partidario de que el estadio se construyera en la zona de Jacarepaguá, al oeste de la ciudad, desde donde podría dar viabilidad económica a diferentes favelas aisladas. Mendes de Morais, atacado en la Tribuna da imprensa, el periódico de Lacerda, encontró su mejor aliado en otro periodista, Mário Rodrigues Filho, hermano del famoso dramaturgo Nelson Rodrigues. Mário Filho, considerado una de las mejores plumas del periodismo deportivo de la época, convirtió el Jornal dos Sports en la tribuna desde donde se defendía la ubicación propuesta por el prefecto Mendes de Morais. La lucha fue feroz, pero el 2 de agosto de 1948 se iniciaron las obras en ese terreno conocido por la gente como Maracaná, una palabra de origen indígena que en lengua tupí hace referencia a las aves locales. El nombre «Maracaná» también se usaba para referirse a un río que descendía a su paso por el barrio de Tijuca hasta el canal de Mangue, así que la gente empezó a llamar al estadio que se construía a toda prisa con este nombre: Maracaná.
Más de diez mil obreros trabajaron en unas obras donde algunos perdieron la vida. Al final, se precisó la ayuda del ejército para terminarlas. Incluso así, durante la Copa del Mundo aún fueron ultimándose algunos detalles, como instalar las sillas que faltaban, pintar los túneles interiores o poner luz en todas las esquinas. Pese a estos problemas, Maracaná estuvo listo ese verano de 1950. Mário Filho afirmó en las páginas de su periódico que el estadio era la nueva alma de Río de Janeiro y de todo Brasil. Se compusieron poemas y canciones dedicadas al nuevo estadio, incluso antes de su inauguración. Algunas de las carrozas del Carnaval de Río de ese año mostraban reproducciones en cartón piedra del estadio del que todo el mundo hablaba.
Cuando Mendes de Morais supervisaba las obras del «Estádio Municipal Mendes de Morais», al que había bautizado con su nombre, paseaba, sin saberlo, muy cerca de los canales, cloacas y riachuelos donde acabaría tirado su busto.
Elegantemente ataviado para las fotos, el prefecto organizó un concurso público para elegir a los autores del nuevo coloso. El Distrito Federal se decantó por un proyecto firmado por siete arquitectos: Miguel Feldman, Waldir Ramos, Raphael Galvão, Oscar Valdetaro, Orlando Azevedo, Pedro Paulo Bernardes Bastos y Antônio Dias Carneiro. Su propuesta consistía en construir un estadio totalmente redondo, y no ovalado. La idea gustó, y un joven arquitecto considerado ya entonces como un genio se marchó del concurso derrotado. Se llamaba Oscar Niemeyer.
Mendes de Morais sabía que disponía de menos de dos años, así que no escatimó en esfuerzos, gastó muchos millones y reclutó a soldados para ayudar en las obras. El 16 de junio de 1950, un mes antes del inicio del Mundial, el prefecto inauguró el estadio con un amistoso entre jugadores de Río de Janeiro y São Paulo. El presidente de la República, Eurico Gaspar Dutra, llegó acompañado de Mendes de Morais y del arzobispo Jaime de Barros Camara. Gaspar Dutra cortó la cinta en la puerta principal y Mendes de Morais sacó pecho con un discurso. El primer partido lo ganaron los paulistas por 1-3. Un mes después, Brasil goleaba a los mexicanos en el partido inaugural. Todo iba según lo previsto.
Mendes de Morais sabía del poder del deporte. Antes de la Segunda Guerra Mundial había sido delegado militar en la Italia fascista y la Alemania de Hitler. Admirador de la firmeza bélica alemana y de su cultura deportiva, había visitado el estadio olímpico de Berlín y el del Partido Nacional Fascista de Roma. Pueblo con pocas guerras con las que celebrar un glorioso pasado bélico, Brasil vivía en un clima de reivindicación patriótica en el que el fútbol iba a ser utilizado para enardecer pasiones. El prefecto quería salir en todas las fotos para promocionar su carrera política. Todos los políticos soñaban con salir en esa foto.
Los días anteriores al partido final contra Uruguay, Brasil se preparó para uno de los momentos más importantes de su historia. En medio de la efervescencia popular, el seleccionador Flávio Costa sacó a su equipo de las instalaciones de Barra da Tijuca, donde se habían concentrado con cierta calma, para instalarse en São Januário, en las instalaciones del Vasco de Gama. «Aquello fue un infierno. Perdimos la final en dos ocasiones. En el estadio y en esa concentración», recordó Zizinho. El equipo brasileño pasó tres días allí antes del duelo final contra los uruguayos. Tres días llenos de visitas, actos publicitarios, entrevistas… Les regalaron relojes, camisas y un pase de por vida para ir a los cines Trianon por ser «campeones del mundo». Los jugadores estaban irritados y nerviosos, así que el seleccionador, después de un almuerzo con sus esposas, permitió a algunos que salieran la noche anterior a la final para desconectar. Juvenal, que tenía una amante, volvió de un garito de la Avenida Rio Branco totalmente borracho. Se inició una discusión. Los nervios estaban a flor de piel.
El 16 de julio, el día de la final, los jugadores se despertaron de mal humor. Llevaban tres días firmando autógrafos; tres días en que Mendes de Morais siempre aparecía acompañado de una cohorte de políticos. El gran día empezó con una misa. Luego aparecieron por allí Cristiano Machado y Ademar de Barros, aspirantes a la presidencia de la República, soltando discursos y buscando sacarse una foto con el seleccionador Flávio Costa y el goleador Ademir. Durante uno de los discursos, Zizinho no pudo más y soltó en voz alta: «Parece que ya hemos ganado…». Flávio Costa, aún enfadado por la borrachera de Juvenal, lo reprimió con la mirada. Costa se pasó las horas que siguieron expulsando cazadores de autógrafos que querían conseguir alguna primicia con la que sacarse un sobresueldo. También aparecieron por allí el periodista Mário Filho, dirigentes de la Federación y hasta un ministro.
Tres horas antes de la final, el autobús con los jugadores partió hacía Maracaná. Millares de personas los esperaban en cada esquina. Los jugadores parecían serios. De repente, una motocicleta cruzó por delante del autobús, que no pudo evitar la colisión, y fue derribada. El conductor frenó bruscamente y el capitán Augusto se golpeó la cabeza contra un cristal. Durante cinco eternos minutos, el autobús se quedó atrapado, rodeado de una turba de curiosos. Los futbolistas querían llegar al estadio como fuera.
Mendes de Morais llegó antes que los jugadores. Lo tenía todo organizado. Cuando faltaban treinta minutos para el inicio del partido, mandó a un emisario al vestuario para recordar a los jugadores que después del encuentro liderarían una caravana de coches hasta el centro de la ciudad. El emisario interrumpió la charla técnica del seleccionador. Cuando finalmente los jugadores saltaron al césped, en el palco Mendes de Morais se levantó y asintió con un leve movimiento de cabeza. Le acercaron un micrófono, esperó a que se calmara un poco el ambiente y, con los jugadores brasileños caminando por el césped, sorprendió a todo el mundo con un discurso que atronó por megafonía. «Vosotros, jugadores que en pocas horas seréis aclamados como campeones del mundo por millones de compatriotas… Vosotros, que no tenéis rival en todo el hemisferio… Vosotros, que superáis a todos los competidores… Vosotros, a los que yo ya saludo como campeones… Cumplí mi promesa construyendo este estadio. ¡Cumplid ahora con la vuestra y ganad la Copa del Mundo!» La multitud gritó eufórica. Los rostros de los jugadores seguían serios. En la tribuna de prensa, el hombre que había ganado los Mundiales de 1934 y 1938 con Italia, Vittorio Pozzo, miró escandalizado a los periodistas italianos que cubrían el acontecimiento. Mendes de Morais tomó asiento satisfecho. Sonaron los himnos, y Barbosa, el portero local, vio cómo izaban la bandera brasileña invertida. Luego sonó el himno uruguayo y un jugador de la Celeste, Julio Pérez, no aguantó la presión: pierna abajo, se meó encima. El capitán uruguayo, Obdulio Varela, profirió un insulto dirigido a la banda de fusileros navales que acababa de interpretar su himno. «¡Aprendan a tocar, cabrones!», exclamó.
Y la final empezó. Por primera vez en el torneo, Brasil perdió el sorteo para elegir campo. Por primera vez en el torneo, Brasil perdió y el busto de Mendes de Morais acabó en una alcantarilla, entre excrementos.
Mendes de Morais acabó su carrera política en Brasilia, la nueva capital diseñada por el arquitecto que no pudo construir Maracaná, Oscar Niemeyer. Si Mendes de Morais tardó dos años en levantar un estadio, Niemeyer tardó cuatro para construir una capital. Allí, en Brasilia, Mendes de Morais apoyó dos golpes de Estado. Fue un hombre de orden hasta el final.
Maracaná, su obra más inmortal, su hijo pródigo, sería rebautizado: tras la temprana muerte en 1966 del periodista que defendió con pasión este colosal proyecto, se llama «Estádio Jornalista Mário Filho». La esposa de este, Celia, con la que el periodista se casó a los dieciocho años en la playa de Copacabana, se suicidó poco después al no ser capaz de superar el dolor por la pérdida del hombre que, solo después de muerto, dio su nombre a Maracaná.
Maracaná siempre quedará ligado a otra palabra: «Maracanazo». Doscientos sesenta hinchas uruguayos lo vieron en directo ese día. Aún hoy, el uno por ciento de la población uruguaya piensa que es el momento más importante de la Historia, por delante de la llegada a la Luna o la invención de la electricidad. El Maracanazo no entraba en los planes de Mendes de Morais. Ni en los de todo un país: Brasil.
«Vamo’ Vamo’, arriba la Celeste / Vamo’, desde el Cerro a Bella Unión / Vamo’, como dice el Negro Jefe / Los de afuera son de palo, que comience la función.»
JAIME ROOS
El «Negro Jefe» tenía pinta de boxeador de los años 20, con el ceño fruncido, los ojos pequeños y la mandíbula cuadrada. Era feo, casi monstruoso, aunque tenía una sonrisa que mostraba unos dientes mal puestos y que conferían cierto aire de bondad al rostro de la fiera.
El Negro Jefe fue un héroe, una leyenda, un mito. Uruguay creó su relato de la nada y otorgó a sus futbolistas la condición de héroes. Si los griegos tenían un héroe trágico en el troyano Héctor, los uruguayos lloraron la muerte de Abdón Porte. Si los griegos aún narran las gestas de Ulises, los uruguayos elevan al cielo los recuerdos del Negro Jefe.
Obdulio Jacinto Muiños Varela se crió en la calle. Hijo de un gallego y una negra que acabaron separándose, el Negro Jefe ni siquiera era negro. Era mulato. Fue limpiabotas, repartidor de periódicos y vendedor a domicilio en la zona de Curva de Industrias, en Montevideo, donde empezó a patear el balón. Eran doce hermanos. Jugaban en las calles, y un día, casi por casualidad, lo invitaron a jugar en un equipo. Así llegó al Deportivo Juventud, donde los compañeros le encontraron un trabajo de albañil. «Un día me dijeron que me habían vendido al Wanderers por doscientos pesos. Sin preguntarme nada, me vendieron como una bolsa de papas. Cuando me enteré, fui a ver a los dirigentes del Wanderers y les pregunté: “¿Quién va a defender a partir de ahora al club, el Deportivo Juventud o yo?”. Conseguí que me dieran los doscientos pesos a mí. Ese día me compré de todo. Cuando aparecí en casa, mi madre no pudo creer que me hubieran dado toda esa plata… ella creyó que yo andaba por el mal camino», recordó en una entrevista.
Asmático y sin un buen toque de balón, Varela nunca destacó en nada en particular, pero cuando había que competir, era el mejor. Era un chico de la calle, duro y resistente. Nadie lo superaba en el campo. Nadie lo pegaba. El Negro nació pobre, pero nació jefe. Sus primeros pasos como futbolista, en el Deportivo Juventud y el Montevideo Wanderers, formaron a un jugador implacable, duro, que jugaba en el centro del campo en la posición que los uruguayos llamaban «centrojás», resultado de la deformación del anglicismo «center half». Luego el Peñarol lo fichó por una cifra récord de dieciséis mil pesos. Entonces empezó la leyenda.
Varela pegaba, gritaba y protestaba. Usaba el apellido materno para no ocultar su condición de negro y de tipo humilde y luchador. «El juego bonito no gana el partido. Para ganar es preciso lucha, garra. Es preciso jugar para ganar y querer ganar.» Varela quería ganar. Con su cuerpo imponente de luchador de lucha libre, lideró a su equipo en Maracaná el día que se coronó campeón. Cuentan que el griterío de las doscientas mil almas brasileñas que poblaban las gradas dejaron impresionado a más de un uruguayo. Que alguno incluso se meó encima. Antes de salir al campo, el Negro Jefe miró a los suyos y les gritó: «No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo y, si ganamos, no va a pasar nada, nunca pasó nada. Los de afuera son de palo y en el campo seremos once para once. El partido se gana con los huevos en la punta de los botines». Según algunos, la frase «los de afuera son de palo» la soltó Schubert Gambetta. Para otros, fue el Negro. Sea como fuere, la frase forma parte de la historia del fútbol uruguayo. Unas dos horas después de ser pronunciada, los de fuera ya no eran de palo, sino de piedra; petrificados al sufrir en sus carnes la mayor tragedia del fútbol brasileño. El Negro Jefe recibió la copa de manos de Jules Rimet. En los bares uruguayos se cuenta que le dijo al francés: «Dame la copa y andá a cagar». Rimet lo recordó de otra forma: «Todo estaba previsto, excepto el triunfo de Uruguay. Al término del partido, yo debía entregar la copa al capitán del equipo campeón. Una vistosa guardia de honor se formaría desde el túnel hasta el centro del campo de juego, donde estaría esperándome el capitán del equipo vencedor. Preparé mi discurso y me fui a los vestuarios pocos minutos antes de finalizar el partido, que iba 1-1. Pero, cuando caminaba por los pasillos, de pronto se interrumpió el griterío infernal. A la salida del túnel, un silencio desolador dominaba el estadio. Ni guardia de honor ni himno nacional ni discurso ni entrega solemne. Me encontré solo, con la copa en mis manos y sin saber qué hacer. En el tumulto terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y casi a escondidas le entregué la estatuilla de oro, le estreché la mano y me retiré sin poder decirle una sola palabra de felicitación para su equipo». Varela le arrancó la copa al desconcertado anciano y se la llevó para Uruguay.
Fue un día largo, como lo son los días en que se libran grandes batallas. El Negro Jefe lo empezó solo, contemplando el amanecer en la playa de Flamengo. Sentado en la arena, intentó imaginar cómo sería el partido. De vuelta al hotel Paisandú, observó algo. El periódico O Mundo sacaba en portada una foto de los brasileños con la frase «Estos son los campeones del mundo». El Negro Jefe, indignado, compró todos los ejemplares, unos veinte. Cuando llegó al hotel, se dirigió a los lavabos, estampó los periódicos en las puertas y, con una tiza, escribió: «Orinen sobre los periódicos». Sus compañeros obedecieron.
El Negro Jefe no era especialmente alto, apenas llegaba al metro ochenta, pero su espalda ancha le confería el aspecto de una roca. Era un líder. Cuando el equipo llegó a Maracaná, se comportó con calma, hasta que un dirigente de la Federación entró en el vestuario y les felicitó por haber llegado hasta allí. «¡Llegar hasta la final es un éxito!» El Negro Jefe tomó la palabra: «Si entramos vencidos, es mejor que no juguemos. Estoy seguro de que vamos a ganar este partido. Y si no lo ganamos, tampoco vamos a perder por cuatro goles», como insinuaba el dirigente que iba a suceder. Brasil venía de golear a suecos y españoles; Uruguay, de sufrir contra esos mismos rivales. Pocos creían en ellos. Después de ese partido, todos los adoraban. Pero Varela se mofaba de la fama. «Es una mentira», decía.
En cada entrevista, en cada crónica, las palabras de Varela ese día son distintas, como existen diferentes evangelios para narrar los mismos hechos. Durante muchos años, Varela, a quien los periodistas no le caían en gracia, se divirtió propalando diferentes versiones. Según contaron sus compañeros, Varela también contradijo antes del partido al entrenador Juan López, que pidió jugar ordenados en defensa. Cuando este salió del vestuario, Varela hizo una mueca, miró a los suyos y les dijo: «Juancito es un buen hombre, pero ahora se equivoca. Si jugamos para defendernos, nos sucederá lo mismo que ante Suecia y España». Varela recordaba cómo habían sufrido en los otros partidos del play-off final: contra los suecos se ganó remontando 3-2; contra España se empató 2-2, con Varela batiendo a Ramallets para evitar la derrota; empate que obligaba a la Celeste a buscar la victoria en el partido final. Solo valía ganar. Y Uruguay ganó.
Ganó porque no tenía otra opción, porque el empate daba el Mundial a los brasileños, porque estaba escrito en el destino del Negro Jefe. Ganó porque el Negro Jefe jugaba de celeste. Varela se dedicó durante todo el partido a dar confianza a los suyos, a jugar con los nervios de sus rivales. El periodista catalán Joan Voltas lo entrevistó en São Paulo pocos años después de esa final y Varela admitió que en la primera jugada del partido le dijo al brasileño Jair: «Como juegue usted bien esta tarde, le voy a poner los cojones por corbata». Jair no jugó un buen partido.
Pese a que el empate le daba el título a los locales, Friança marcó el 1-0 en los primeros minutos de la segunda parte. Maracaná estalló y los jugadores brasileños miraron a los rivales con los ojos inyectados en sangre, listos para saltar sobre la presa herida. Brasil había goleado sin piedad a españoles y suecos, y el público pedía otra goleada. Pero el Negro Jefe ganó la partida. Agarró el balón, se lo puso debajo del brazo y persiguió al árbitro inglés con la intención de impedir que el juego se pusiera en marcha otra vez. Sabía que tenía que romper la magia del momento, transformar la euforia por el gol en nervios, romper el ritmo. «Crucé la cancha para hablar con el juez de línea y le reclamé un supuesto off-side que no había existido. Luego se me acercó el árbitro y me amenazó con expulsarme, pero hice que no lo entendía, dado que yo no sabía inglés. Pero, mientras hablaba y las tribunas bramaban, varios jugadores contrarios me insultaron, muy nerviosos. Esa actitud de los adversarios me hizo abrir los ojos: tenían miedo de nosotros», recordó. Varela incluso pidió un intérprete. Cuando, más de cinco minutos después, el balón se puso a rodar de nuevo, Uruguay se había recuperado del golpe. «Síganme», gritó el Negro. Varela soltó algún tortazo y, pese a ir por debajo en el marcador, se mofó de algún rival a la oreja. Al final, agarró la pluma y escribió el final de la historia de su puño y letra.
El Negro Jefe acabó ese día borracho. Sus compañeros de equipo hicieron una colecta para comprar cervezas y celebrar el éxito en el hotel, pues nadie había previsto el triunfo. No habían preparado nada. Los directivos se fueron a un cabaret, pero pidieron a los jugadores que no salieran del hotel para evitar problemas con los hinchas brasileños. Varela no quiso festejarlo con los suyos. Se escapó del hotel y se fue a Copacabana con un masajista de confianza, Matucho. Se fue a esos bares llenos de brasileños que lloraban sus penas. «Mi patria es la gente que sufre», dijo en una ocasión. Las leyendas sobre qué pasó esa noche llenarían libros enteros.
Centenares de brasileños afirmaron haber tomado una copa con él, haber visto al Negro Jefe esa maldita noche. Varela lo recordó así: «Me puse a tomar una caña rezando para que no me reconocieran. Creía que, si eso sucedía, me matarían. Pero me reconocieron enseguida y, para mi sorpresa, me felicitaron, me abrazaron y muchos de ellos se quedaron bebiendo conmigo hasta la madrugada». Volvió al hotel borracho, sin haber pagado una sola copa. En el vestíbulo se encontró al portero Roque Máspoli, que le preguntó: «¿Es cierto que ganamos ayer?». Varela se lo sacó de encima, consiguió unos cruzeiros y regresó al bar para pagar la deuda contraída anoche. Trajo consigo, de paso, unos banderines firmados por algunos jugadores.
Varela volvió a Montevideo casi triste, enfadado porque los directivos se adueñaron de la victoria, triste por esos brasileños que tan bien lo trataron. «Si ganamos, fue un milagro. Nos mataron a pelotazos. De cien veces que jugáramos un partido así solo ganaríamos esa.» El Negro Jefe siempre afirmó que ese Brasil era mejor que ellos. «El fútbol brasileño es el mejor, el que tiene más ritmo», recordó en 1969, cuando contó cómo gozó viendo los partidos de Brasil en Maracaná durante ese Mundial. «Ningún fútbol tiene el ritmo del fútbol brasileño. Ellos tenían el Mundial ganado y lo perdieron porque les rompimos el ritmo durante unos minutos.»
Varela fue amado y odiado. Eterno rebelde, nunca ocultó sus orígenes: esa mesa sin comida, el abandono escolar, los años que pasó limpiando botas o entregando telegramas por la ciudad… Su tesoro era una fotografía al lado de Carlos Gardel, de quien cantaba una y otra vez «Recordándote», su tango preferido. El Negro Jefe amó el fútbol con locura y odió con todas sus fuerzas de titán la burocracia, los directivos y los representantes. Se convirtió en un auténtico tormento para presidentes y tipos con corbata. Él lidero la huelga de siete meses de 1948, que acabó bien para los jugadores, ya que consiguieron mejorar sus condiciones. Al final, los clubes no aguantaron más y cedieron. Varela negoció con ellos y, para dejar claro que no tenía miedo, se puso a trabajar de nuevo de albañil. Su esposa, doña Cata, lo ayudó en esos meses complicados. Heroína silenciosa, doña Cata siempre apoyó al Negro Jefe, pese a que no le gustaba el fútbol. Una vez que lo fue a ver en un clásico Peñarol-Nacional, lo confundió con otro mulato, Rodrigues Andrade. Varela se enfadó tanto que doña Cata no volvió a pisar un estadio nunca más.
El Negro Jefe luchó incansablemente por mejorar las condiciones de los jugadores inspirado por el lema «la fama no da de comer». Atacó a los directivos que nunca tuvieron la decencia de organizar un homenaje colectivo a los héroes de Maracaná. Cada 16 de julio, Varela citaba a sus viejos compañeros de batalla y tomaban un asado juntos, lejos de los funcionario de la Federación. Su lucha contra los altos estamentos dejó mil anécdotas, como ese día que el Peñarol, después de derrotar al River Plate argentino, ofreció a todos los jugadores doscientos cincuenta pesos. A Varela le ofrecieron quinientos. «Yo jugué como todos. Si ustedes creen que merezco quinientos pesos, pues son quinientos para todos; si ellos merecen doscientos cincuenta, yo también», dijo. Fueron quinientos para todos, por supuesto. Varela no valoró nunca las primas y si luchaba por ellas fue más para honrar a sus compañeros que pensando en sí mismo. Siempre vivió en una modesta casa que compró durante sus últimos años de jugador. Con la prima por ganar el Mundial se compró un auto de segunda mano. Se lo robaron al cabo de una semana. No fue el único coche que el Negro Jefe perdió. Una vez, borracho, se salió de la carretera y hundió su Ford 1937 en el Río de la Plata. Se salvó de milagro.
Varela jugó hasta 1955, cuando se retiró precisamente en Maracaná, jugando con Peñarol. Jugó ese partido con su vieja camiseta aurinegra, que lavaba su esposa Catalina. El Negro Jefe saltó a la cancha con esa camiseta cientos de veces. Es más, cuando Peñarol usó publicidad en unos amistosos, Varela dijo que él no iba a ponerse esa camiseta «manchada»: «Antes, nosotros los negros éramos trasladados con una argolla en la nariz. Ese tiempo ya pasó», argumentó. Otras veces se negaba a posar con sus compañeros antes de los partidos porque quería fastidiar a los periodistas, de los que decía que no tenían alma. A veces sus compañeros le pedían que posara y el Negro Jefe salía en las fotos de perfil y mirando al cielo.
Falleció en 1996, destrozado y triste por la muerte de su amada doña Cata, la húngara con la que compartió cincuenta años de matrimonio. Gigante de corazón blando, duró poco sin su esposa. Sin dinero en el banco, Varela se preparó para morir. Sabía que, sin doña Cata, a la que había conocido cuando era albañil en los tiempos del Deportivo Juventud, duraría poco.
Algunos amigos lo ayudaron a pagar el tratamiento médico que precisaba. Falleció ese mismo año y fue enterrado en una modesta tumba en el Cementerio del Norte, lejos de su esposa, hasta que una campaña fomentada por aficionados y el periodista Franklin Morales cambió el destino del Negro Jefe. El presidente, Julio María Sanguinetti, dio el permiso para que el estado pagara el traslado de los restos de Obdulio y de su esposa al Panteón del Cementerio del Buceo, dedicado a los futbolistas campeones olímpicos en 1924 y 1928. Allí, al lado de otros campeones, fue enterrado junto a su amada, Catalina Keppel de Varela.