No sirve de nada hablar con gente que tiene

un hogar, ellos no tienen idea de lo que es

buscar seguridad en otras personas. Por un

lugar donde recostar la cabeza.

Lana del Rey

Mira.

Observa despacio

como poco a poco va creciendo

cada día más hermosa

y rotunda la flor del cerezo.

Mírala ahora

porque en plenitud

quién sabe dónde estaremos,

dónde estará la flor

y el fruto que no veremos.

José Luis Justes

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ESTOY harta de mamá. Lo malo no es que tenga novios. Lo malo no es que salga con ellos y a veces los lleve a la casa, sino que quiera compartir mis viajes familiares y mi tiempo con ellos. Sí, Bertha me había prometido un viaje por mis 15 años, un viaje cercano, a la playa, pero salió con que mejor iríamos a Pachuca para que Manuel, su último novio, nos acompañara. Yo sé que lo quiere mucho y estoy segura que un día de estos se va a casar con él, ya lo tengo proyectado en el futuro. Ya me vi con un vestido color menta y entregándola en el altar, pero no ahora. No hoy. No cuando me promete una cosa y luego no me cumple, porque el novio en turno desea otra cosa. Bertha no era así, pero con cada novio se vuelve más… tonta… o no sé cómo explicarlo. Apenas me avisó en la mañana que Manuel iría con nosotras al viaje, y que en lugar de a la playa iríamos a unas villas campestres cercanas por el rumbo de Zumpango; por supuesto, y monté en cólera.

“No, mamá, no. Manuel siempre quiere ir con nosotras a todos lados. Y yo quiero mi tiempo, MI ESPACIO. Quiero levantarme a la hora que sea y salir en calzones de la recámara aunque tú no me lo permitas en la vida real. Y quiero –si quiero– no lavar los trastes y desvelarme toda la noche escuchando canciones de Ed Sheeran. O salir a correr y estrenar mis tenis. O solo quedarme acostada contestando test en internet. O mirar televisión toda la tarde en pijama. O pintarme las uñas y luego despintarlas y volverlas a pintar. Además, él siempre te pide dinero y tú se lo das. Recuerda: no tenemos suficiente, con tu sueldo, más lo que papá me da para mantenerme y los préstamos de la abuela apenas y si vamos pasándola”.

Pero Bertha, como si no me escuchara, insistía en que el viaje sería estupendo, que nos iríamos en Bilbo, nuestro coche, que Manuel le iba a dar una manita de gato. Ya hasta había reservado el hotel en el que nos quedaríamos, con una alberca grandísima y cerca de la cual él podría hacer sus investigaciones de campo. Todo eso me decía Bertha, la veía mover los labios, pero estaba tan enojada que no podía oír nada. Sus palabras llegaban al tímpano y ahí explotaban sin crear ni un sonido entendible. Tomé mi mochila y me encaminé a la puerta. “Siempre te hago caso, mamá, pero me habías prometido que iríamos solo nosotras”.

Bertha me ordena que no me vaya, no obedezco. Hoy no voy a obedecerla nadita. Nada. Ni me va a dar miedo que me regañe cuando regrese. Doy un portazo, dejo atrás el pequeño porche delantero, abro la reja y salgo a la calle. Voy caminando muy rápido. Le pego a un señor cuando lo rebaso, me grita que me fije por donde voy; ¿para qué? Voy por donde quiero y a donde quiera. Siempre es lo mismo. Un novio más. Otro novio más. El primero está bien, el segundo pasa, el tercero es un abuso, el cuarto ya es la locura. Ni yo tengo novio en la secu cuando todas las chicas sí… ya he visto lo que sucede: pierdes tu independencia, te metes donde no te importa. Sí, estoy HARTA de mamá. Por eso voy caminando lo más rápido que puedo. Por eso rebaso a la gente, me pongo los audífonos, escucho música electrónica, quiero algo que solo resuene en mis pulmones y en mis huesos con todo el coraje que tengo. No sé cuántas calles ando sola, pero luego empiezo a caminar más despacio. Miro mi celular: Bertha no me ha llamado. Ni se preocupa por mí. Típico. No fuera el novio porque… Llego a la avenida principal, doblo a la derecha, y entro a un mercado de esos grandes y viejos, de altos techos negros donde seguro viven fantasmas y ratas. Los pasillos huelen a flores, a mangos, a ropa nueva, a zapatos. Mujeres viejas se esconden detrás de alteros de cebollas y papas, una niña me mira con curiosidad y por un instante me detengo para observarla y… no sé, buscar a su mamá y a su papá. La niña se me queda viendo y luego saca también su celular y empieza a jugar. Entonces me doy cuenta de que ya es muy tarde, debo llegar a la primera estación del metro para volver a casa, así que salgo del mercado por un pasillo donde venden vestidos de quinceañeras y es entonces cuando lo veo: sí, ahí afuera, en la banqueta, está la causa de todos mis males, Manuel cómodamente detenido, con el celular en su mano. Quisiera ir y golpearlo, pero entonces vuelve el rostro hacia mi dirección y me paralizo. Me ha descubierto. Me llevo las manos al cabello para aparentar que no tengo nervios. Apenas voy a saludarlo cuando descubro que no es a mí a quien busca, sino a una mujer que va del otro lado de la banqueta. No puede ser. >¿Será una amiga de mamá? ¿De él? No. No lo es. Los veo cuando se dan un beso ¡en la boca!, y se abrazan como si nunca se hubieran visto antes en la vida. Me desmorono. Mamá no se merece esto. Es su cuarto novio desde que se separó de papá. Quisiera irme, es más, doy media vuelta y me alejo, algo me detiene. Regreso y le empiezo a tomar fotos desde lejos con mi celular, luego me voy acercando. Manuel y la tipa esa caminan abrazados y se introducen al mercado. Los sigo por los pasillos apenas iluminados. Al fin llegan a un puesto donde venden gelatinas. Él se detiene, pide una y se la ofrece a su “acompañante”. Se ven felices juntos cuando tomo la última fotografía. Estoy por irme cuando algo me jala hacia él. Es como si me cayera de pronto algo que no me esperaba, como algo que yo soy y no sabía. Una chica valiente. Me detengo. Me da nervios todo el cuerpo. Sí, soy yo. Sí, soy Natalia, hija de Bertha. No sé si es porque sigo muy enojada o por qué, pero me le acerco. Manuel no se lo espera, de pronto estoy ahí en sus narices y lo saludo. Su cara lo dice todo. Está lívido, no sabe ni dónde esconderse. Se pone tan nervioso que se le cae la otra gelatina que acaba de comprar para él. Me presenta como una de sus alumnas y la mujer sonríe, tampoco sabía que Manuel diera clases. No sabía que se podía engañar de esta manera. Por mi cara sabe que le diré todo a mamá. Por su cara sé que no quiere que le diga nada a mamá. Al fin la tipa se desentiende y dice que debe ir a buscar algo. Nos quedamos solos. Manuel me dice que no es lo que parece, yo finjo una sonrisa. Estoy furiosa pero ya no con mamá, ahora solo pienso en que evitar ¡lo peor! “Córtala. ¡Ya déjala en paz!”, le exijo. Ignoro de dónde me salieron esas palabras ni ese coraje ni por qué estoy enfrentando al novio de mamá. “Te lo prometo”, me responde Manuel, “hoy en la noche que la vea nuestra relación va a cambiar… Son cosas de adultos”. No entiendo a qué se refiere, pero cuando los "adultos" lo dicen significa que algo está mal. Al fin regresa su “amiga” y ambos se despiden de mí. Cuando se alejan me quedo temblando, pienso en mamá. ¿Qué le dirá esta noche? ¿Cómo reaccionará? Luego, me recargo en la pared y me suelto a llorar.

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HACE rato que Bertha empezó a llorar en su habitación.

Lo sé porque, cuando está triste, asegura la puerta para evitar que entre y la sorprenda.

Lo sé porque llegó antes de la hora prometida.

Lo sé porque viene de con Manuel.

Lo sé porque todo el día anduvo ansiosa, como si algo bueno o malo fuera a ocurrir. No se estaba quieta en ningún sitio de la casa: su recámara la incomodaba, en la cocina lavó los trastes sucios, los acomodó en los anaqueles; después limpió el horno de la estufa y al final se quedó sentada a la mesa, aburrida, con la mirada puesta en la ventana por donde entraba una luz percudida y blanca. Manuel la llamó al mediodía y la citó en su casa.

Lo sé porque horas más tarde puso en el reproductor del iPod esas canciones que escuchan los cuarentones, tonadillas en inglés muy tristes que aunque entiendo muchas veces canta nada más porque me gusta la música.

Y, por si no faltaran razones, lo sé porque es mi madre, la quiero y SÉ que hoy la van a cortar.

Y como la quiero, todo el día he tenido miedo de que llegue esa hora.

Mamá se llama Bertha Berenice Silva Salas. Mi abue le dice Beb, mi tía Clau la llamaba Sisa cuando se enojaba con ella; papá le decía Be y, al final de su matrimonio, cuando la quería hacer enojar, la nombraba Berthita Salas. Yo era muy pequeña entonces, pero ya sabía que aquello iba a terminar mal porque otros compañeros de mi escuela vivían con sus papás divorciados. Les preguntaba por qué se habían separado y me contaban: “Mi papá engañó a mamá con una amiga suya” o “trabajan mucho y siempre se pelean por el dinero” o “no lo sé, pero ya no vivo con mamá” o “se detestan, no se pueden ver ni en pintura”, “dice la abuela que al fin su hija se libró de un tirano”.

Bertha Berenice Silva Salas se divorció de Esteban, mi papá, cuando yo tenía nueve años. Lloré al principio, pero mi tía Clau me aseguró que todo estaría bien cuando le hablé por teléfono para decirle que mis papás se estaban peleando bien feo en la cocina. También chillé porque tenía hambre y no me habían dado ni para comprarme un burrito de carne deshebrada, de esos que me gustan tanto y que prepara doña Ramona en su puestecito en la esquina de la calle. Una hora después llegó mi tía Clau por mí, algo les dijo, me llevó a cenar y cuando volvimos Esteban ya no estaba, aunque regresó más tarde, pero nosotras nos fuimos a los dos días.

Cuando tenía nueve años me encantaba Justin Beiber y todas, todas sus canciones, leía como loca los libros que encontraba de Roald Dahl y tenía en una pared de mi habitación una foto de Johnny Deep como Willy Wonka. En el salón era la séptima mejor alumna, mi mejor amiga se llamaba, o mejor dicho se llama, Dana, pero ya casi no hablamos; cuando entramos a la secundaria ella cambió. En esa época tenía un celular Samsung, me encantaba comer pizza, el olor de las naranjas, las películas de hadas y hacer crucigramas como a mi papá. Los domingos, cuando íbamos a comer al centro comercial, él y yo entrábamos a la revistería a comprar crucigramas mientras Bertha nos esperaba, aburrida, sentada en una banca. ¡Ah!, ni a los nueve años ni ahora a los 15 me gusta bailar.

Pero eso fue hace mucho tiempo, ¡casi como 70 meses o más!, ahora todo es muy distinto. TODO mi cuerpo cambió y cuando digo todo, es ¡TOOODO!, hasta mi cerebro, a veces me da por llorar y otras estoy muy enojada; a veces solo quiero estar sola sin nadie que me moleste nadie o irme el día entero de la casa y que Bertha se preocupe… Mi tía Clau decía que aunque pasen muchos días las lágrimas siempre cuestan lo mismo. No sé lo que quiere decir. Tal vez pronto lo sepa.

Estoy triste, siento la corriente de aire que entra y mueve las cortinas de cuentas de colores que Bertha compró hace meses cuando fuimos a nuestra “Semana mensual de decoración”. La rutina es simple: visitamos todas las tiendas que podemos en un día, pero solo compramos en la última. Así tenemos el pretexto de regresar a las otras entre semana. Bertha siempre se hace de cosas muy delgadas: percheros, lámparas, tiras para colgar ropa y libreros estrechos, a mí los posticks para pegar en la pared me vuelven loca, igual que las envolturas para regalo, tengo una colección que no le muestro a nadie. Me fascina el sonido de mi cortina de cuentas, sobre todo su brillo cuando las alumbro con la lámpara del buró. Esa cortina la compré en un mercado de pulgas que se instala cerca de casa, es padrísimo y hay mucha gente vendiendo cosas electrónicas, libros, muebles, vasos de cristal y casetes viejos de Atari y Nintendo, según Bertha es a lo que jugaba cuando tenía mi edad. Un día me compró un aparato de esos y bueno… no está mal y sí a años luz de distancia de mi Angry Birds.

Respiro profundo. Estoy nerviosa. Me sudan mucho las manos y traigo un grillo en el corazón. El aire ha cesado como la música, ¿qué pasa? Me quedo quietecita de reojo observo las letras del libro que estoy leyendo, porque tal vez Bertha va a salir de su recámara y me va a contar su truene con Manuel (eso me va salvará, ).

No puedo concentrarme, dejo la libreta donde intento copiar la historia de la Primera Guerra Mundial que nos dejó el maestro de Ciencias Sociales. Me rechinan las tripas, aunque no me queda nada más que esperar.

Desde que Bertha se divorció de papá me cuenta todo sobre sus novios. No sé dónde oyó que las mamás ahora deben decirle TODO a sus hijos para superar el “trauma” del divorcio, cuando Bertha empezó con este rollo de buscar novio o más bien los tipos la comenzaron a cortejar (¿qué fea palabra, verdad?), me dijo que iba a contarme para que no me sintiera incómoda cuando algún novio hiciera acto de aparición. Le conté a Dana y me dijo que mi mamá estaba loca. Ahí me empezó a caer mal, la verdad… como sus papás vivían juntos podía darse el lujo de opinar sobre cosas que ignora.

La música se apaga, cierro la libreta, me quedo muy calladita y mi estómago empieza a temblar, pero sé que no es por el hambre. Siento la lengua pegada al paladar y la garganta seca; peor: se me pone la piel de gallina cuando escucho que gira la perilla de la puerta de mi habitación.

—¡Mamá, me estoy bañando!

—¡Apúrate!, necesito contarte algo —me grita desde el otro lado de la puerta.