Introducción
Historicidad de la novela
El 20 de julio de 1221 Fernando III «el Santo» puso la primera piedra de la catedral de Burgos. Según la mayor parte de los investigadores, por esos años el poema del Cid debía estar recién escrito. Y según Menéndez Pidal, en esa misma fecha vivía en la ciudad un juglar llamado don Armillo. El investigador arriesga la sugerencia de que era probable que el juglar interpretara el poema. Y el autor de este libro le pone fecha a esa interpretación, el 20 de julio.
Son reales los personajes importantes de Castilla que aparecen en torno al protagonista, don Rui Díaz, su esposa doña María y su hijo don Simón. Y por supuesto el rey Fernando, su esposa, Beatriz de Suabia, sus padres, Alfonso de León y doña Berenguela, así como el lugar y fecha del nacimiento de su hijo, Alfonso X «el Sabio». La descripción de Játiva árabe medieval, tanto en su abastecimiento de agua, como en el tema de la escuela de juglares y la fábrica de papel están basados en documentos y afirmaciones de la época.
Pero lo más interesante del libro, desde el punto de vista literario, es la recreación de la ruta recorrida por el Cid, en las huidas paralelas de ambos personajes, el del cantar y el de la novela. El viaje del juglar sigue puntualmente la ruta del poema.
Los datos sobre las batallas del Cid y de la intervención de la casa de Carrión están tomados del poema, lo cual no significa que sean del todo históricos, pues sabemos, por ejemplo, que los condes evocados en el cantar, los padres de los infantes, llevaban casi cuarenta años muertos.
Junto a eso, lo más importante es la reinterpretación que se propone del poema del Cid a partir del afán del juglar por comprenderlo, para mejor interpretarlo, que se podría sintetizar en cuatro puntos:
Genealogía de los reyes de Castilla y León (siglos xi-xiii)
Reino de León |
Reino de León/Castilla |
Reino de Castilla |
Alfonso VI (1040-1109) |
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Sancho II (1065-1072) |
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Alfonso VI (1072-1109) |
Urraca (1109-1126) |
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Urraca (1109-1126) |
Alfonso VII (1126-1157) |
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Alfonso VII (1126-1157) |
Fernando II (1157-1188) |
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Sancho III (1157-1158) |
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Alfonso VIII (1158-1214) |
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Enrique I (1214-1217) |
Alfonso IX (1188 -1230) |
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Doña Berenguela (1217) |
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Fernando III «el Santo» (1217-1252) |
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Alfonso X «el Sabio» (1252-1284) |
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*Entre paréntesis se indican los años de reinado.
Cronología de sucesos
1 de enero de 1220: |
Anuncio del inicio de las obras de la catedral de Burgos. |
10 de enero de 1220: |
Mensaje de los condes de Carrión a la corte de León. |
15 de enero de 1220: |
Visita de don Suero a Nalda de los Cameros. |
17 de enero de 1220: |
Viaje de don Armillo a San Pedro de Arlanza. |
5 de septiembre de 1220: |
Comienza el viaje de don Armillo. |
7 de noviembre de 1220: |
Llegada de don Armillo a Xàtiva. |
23 de mayo de 1221: |
Viaje de vuelta de don Armillo y Laila. |
21 de julio de 1221: |
Colocación de la primera piedra de la catedral de Burgos. |
1 de septiembre de 1221: |
Salida de la caravana real hacia Toledo. |
23 de noviembre de 1221: |
Nacimiento en Toledo de Alfonso X «el Sabio». |
Topónimos árabes utilizados
Bayrén: Gandía
Beni Hayyén: Benifaió
Celfa: Cella
Cebolla: Puig
Al-Mariyyat Bayyana: Almería
Medina Xateba: Xàtiva
Mursilla: Murcia
Murvietro: Sagunto
Sâluqà: Sanlúcar
Seriqà: Xèrica
Sugurb: Segorbe
Suwayqa: Sueca
Valansilla: Valencia
La ruta del Cid
PRIMERA PARTE
LA APERTURA
«Es probable que Don Armillo, el juglar de Burgos, hacia 1221, fuese un cantor de gestas de Fernán González y del Cid». (M. Pidal, La poesía juglaresca)
Los trebeios han de seer treinta e dos. E los XVI duna color deben se entablar en las dos carreras primeras del tablero. E los diceseyes de la otra color han de seer entablados del otro cabo del tablero en esa misma manera, en derecho de los otros.
(Juegos de acedrez, dados e tablas con sus explicaciones ordenadas por el rey Alfonso el Sabio).
1. León
El palafrenero coge al caballo por las bridas apenas el caballero salta de él. Enseguida le conducen al interior del palacio. Le esperan. En la mano izquierda lleva el pergamino enrollado y lacrado con el sello y las ruedas del escudo condal. Con la derecha se atusa reiteradamente el poblado bigote.
Unos momentos después aparece el intendente de palacio. Las libreas de su vestimenta y la solemnidad de su entrada recuerdan al visitante la importancia de su cargo.
—¿Vuestro nombre?
—¿Tiene importancia? Soy un mensajero.
—Puede tenerla, señor mensajero.
—Este pergamino lacrado la posee, no yo —decide secamente.
—Esperad aquí —ordena desabrido el intendente.
Ha atravesado montes, ríos y bosques sin descanso. En Carrión ha asistido al cónclave secreto del Conde con sus capitanes y consejeros. El Conde se ha comprometido, como se le exigía, a conseguir una invitación para el emperador Alfonso IX de León a la fiesta de la colocación de la primera piedra de la catedral de Burgos. Es la primera muestra de su lealtad. La invitación debe llegar a Alfonso del propio rey Fernando III, su hijo.
Los agravios familiares, sobre todo el repudio de la reina doña Berenguela, su esposa, y el más reciente desaire en la boda del hijo de ambos, el rey Fernando de Castilla, hacen del compromiso una misión delicada. Pero este primer paso es imprescindible.
Alfonso quiere entrar en Castilla como invitado. El resto lo decidirán los nobles. Con su apoyo, los condes de Carrión esperan que se decanten hacia Alfonso de León. Es el compromiso que han aceptado desde que, en la Navidad del año 1220 del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, el rey Fernando anunciara la construcción de la nueva iglesia catedral de Burgos.
Lo demás queda a la discreción del emperador.
El estandarte real de la casa de León preside la amplia sala, modelada sobre la sobriedad. La gualdrapa púrpura con el escudo real apenas disimula la dureza del banco en que se sienta. Se levanta apenas unos momentos después. Prefiere pasear por la estancia. Tras la dura jornada de camino le descansa más el breve paseo intermitente que el reposo sobre los muslos y posaderas castigados por horas de caballo.
Está nervioso.
Viene solo para no llamar la atención, pero conoce la importancia de su mensaje. Es una misión secreta y sabe lo que se juega su señor en ella.
Los condes de Carrión han tomado partido por León.
Una mujer y un mozalbete malcriado no son argumentos suficientes frente a los árabes. Carecen de la fuerza y el valor que los tiempos precisan. La unidad de los reinos cristianos es imprescindible en la lucha contra los árabes. Alfonso de León ofrece más garantías. Las negociaciones llevan tiempo en marcha. Prácticamente desde que doña Berenguela sucedió en Castilla al rey Alfonso VIII, a la espera de la mayoría de edad de su hijo Fernando. Pero todo ha de hacerse con mucho sigilo. Las prisas llevan fácilmente al desastre. Las fidelidades son frágiles si no van acompañadas con oro y promesas fiables. Cada paso requiere meses de tanteos antes de asentarse.
Ahora los campos están definidos. Solo falta fijar las fechas y el plan concreto para el asalto definitivo. Es el objetivo de ese pergamino anónimo que ha entregado. La toma de posesión del rey Fernando III les cogió con el proyecto a medio diseñar. Carrión no disponía de un plan alternativo en aquel momento. Pero los primeros pasos dados por el monarca se lo han facilitado. La boda con la princesa extranjera de la casa de Suabia ha disgustado a la nobleza castellana. Y el desmantelamiento de la sobria catedral de Burgos, para construir otra nueva al estilo francés, tampoco ha caído en gracia. La nobleza prefiere ahorrar las fuerzas y el dinero para luchar contra los moros.
Es tiempo de levantar ejércitos, no iglesias.
La colocación de la primera piedra de la catedral será el momento. Se celebrará el 20 de julio del próximo año 1221 de nuestro Señor Jesucristo.
La solemnidad que el rey Fernando quiere dar al acto facilitará la acción. Toda la nobleza castellana, la afecta y la desafecta, estará reunida en Burgos. Y muy cansada tras la semana de celebraciones. Tiempo suficiente para que el emperador Alfonso IX, al frente del ejército leonés, reforzado por Galicia, Portugal y Zamora, avance sobre la ciudad, a través del condado amigo de Carrión. La trampa se cerrará con el rey y la nobleza castellana vigilados desde dentro por los soldados del conde. Nada puede fallar.
El visitante se atusa de nuevo el espeso bigote con un gesto inquieto, a medio camino entre la incertidumbre y la ansiedad.
—Sr. mensajero —se sintió sorprendido en sus pensamientos. Apenas pudo controlar un gesto de la mano hacia la espada—, el emperador está de acuerdo— afirma severo el intendente.
—¿No hay respuesta escrita para mi señor?
—Es demasiado arriesgado. La palabra ha de bastar. Aseguradle al conde que el plan último y todas las condiciones ya negociadas serán cumplidos tal como las expone.
—Así lo haré.
—Recordadle, sobre todo, que no habrá ningún enfrentamiento armado. Mi señor el rey solo avanzará hacia Burgos si el camino está libre y sin tropas que se le enfrenten. Su acercamiento no puede tener el aspecto de un ataque o un asedio. Ha de presentarse como protector de su hijo Fernando, el rey de Castilla, y en ningún caso como un agresor. Ni la nobleza ni el papado aceptarían tal cosa.
2. San Pedro de Arlanza
Llegó al anochecer. La consigna era muy clara. Después de completas. Era el momento en que los monjes se retiraban a sus celdas a descansar. El hermano portero le estaba esperando. Le franqueó la entrada en silencio, levantó el candil hasta la altura de su rostro y le condujo a unas construcciones ligeramente apartadas del cuerpo del edificio principal. Dentro había dos hombres. No hubo presentaciones. Conocía a Suero Bermúdez. Él le entregó la invitación del abad. El otro hombre permaneció en silencio. Nadie aludió a él. Enseguida llegó el superior religioso. La cogulla sobre el hábito negro le daba en la noche un aire fantasmal.
Don Suero había recitado el cantar de Los Infantes de Lara en el castillo de su señor, Ruy Díaz de Cameros. Resultó impresionante. En particular la escena de las cabezas decapitadas de los Infantes, llevadas hasta la corte de Almanzor, en la que el Señor de Lara reconoce a sus hijos. El deseo de venganza contra doña Lambra, la instigadora de la traición, se hacía palpable, a pesar de los dos siglos transcurridos. Y la venganza de Mudarra, con la muerte del traidor, don Rodrigo de Lara, arrancaba de los caballeros asistentes una explosión de golpes en la mesa y pateos de aprobación.
Don Ruy, entusiasmado por la interpretación del juglar, le ofreció de beber en una copa dorada y le animó a pedir la recompensa que deseara por la actuación. La petición fue del todo inesperada:
—Señor, me honráis con la distinción que me ofrecéis de sentarme a vuestra mesa. Para mí ya es suficiente recompensa. Pero si insistís en que pida un don, inmerecido, por mi actuación, me atreveré a solicitar uno del todo inusual, que espero no os ofenda ni a vos ni a vuestros acompañantes.
Se produjo una cierta expectación en el auditorio de damas, nobles y sirvientes.
—Pedid sin reparo, que si está en mi mano, se os concederá.
—Es fama que vos sois un excelente cantor de poesía francesa, y que vuestro escudero, don Armillo, además de acompañaros en vuestras canciones, recita un cantar de gesta antiguo sobre la separación de Castilla del reino de León, en tiempos del conde Fernán González. Espero que no os moleste si os digo que me gustaría oírle interpretar el poema.
Realmente la petición era desusada. Un juglar solicitando oír a otro juglar no era algo habitual. Lo normal era la envidia y las rencillas entre los cantores. Todos competían por ganar el favor y las dádivas de los nobles. Y no dudaban en llegar al insulto y la calumnia a los competidores. Por eso el asombro fue la primera reacción de los comensales. Tanto más porque don Armillo no era propiamente un juglar. No había cantado nunca fuera del castillo, en el que servía a don Ruy desde su infancia. El silencio expectante fue roto por unos sonoros aplausos y un griterío entusiasta. Las protestas del escudero no sirvieron de nada. Don Ruy había comprometido su palabra. Y la petición, aparte de lo desusado, no ofrecía otras dificultades. Quedó fijada la actuación, en medio de sus negativas, para la noche siguiente, tras la cena.
Don Armillo pasó el día entre el asombro y la curiosidad. Pensaba que en algún momento se le acercaría el visitante para darle una explicación, pero no fue así. No le importaba actuar ante su señor y sus amigos, y lo había hecho con cierta frecuencia, sobre todo acompañando canciones con la cedra y la zanfoña. Pero no imaginaba cómo lo había sabido aquel juglar, que era la primera vez que pasaba por la corte. Aquel día fue imposible hacerse el encontradizo con él. Siempre acompañaba al señor o conversaba con doña María y sus damas. Por eso, después de varios intentos inútiles por verlo a solas, se dedicó a indagar cómo llegó al castillo y quién le había invitado.
Nadie le supo dar razón alguna. Se había presentado esa mañana a las puertas del castillo y enseguida fue recibido por el señor, como si le esperara. Después nadie había vuelto a verle. Solo se oía el sonido de un instrumento saliendo de la estancia en que lo alojaron.
La interpretación del cantar de los Infantes de Lara le había parecido soberbia. Su habilidad con el rabel solo era comparable a la flexibilidad de su voz, que pasaba de la indiferencia en la descripción de doña Lambra, al desprecio en la traición de don Rodrigo, o al desgarro y la ternura en el momento del reconocimiento de los infantes decapitados.
Le llamó la atención el papel de los árabes en el cantar. Por supuesto no rechazan el ofrecimiento de la muerte de siete nobles de la casa más importante de Castilla. Pero una vez conseguido el objetivo, se niegan a degollar los cuerpos muertos, acción que realizan finalmente los cristianos. Y cuando don Gonzalo, el padre de los infantes, llega a la corte de Córdoba con una carta en la que se solicita su muerte, tras reconocer las cabezas de sus hijos en una escena estremecedora, Almanzor, aunque le retiene por un tiempo, no solo no consuma la traición que se le pide, sino que permite el trato de su hermana con el castellano. Mudarra, nacido de estas relaciones y educado en la corte cordobesa, será con el tiempo el vengador de sus hermanastros.
El cantar de Fernán González intenta situar a Castilla frente a los árabes de Almanzor, a los que vence, pero sobre todo frente a los dos grandes reinos cristianos de León y Navarra. Trata de la búsqueda de un destino independiente, gestado en torno a la figura del conde Fernán González, la ciudad de Burgos y la abadía de San Pedro de Arlanza, como centro espiritual de las aspiraciones castellanas. El vado de Carrión ya era en ese momento el límite de los conflictos entre el rey leonés y el conde castellano.
A punto de comenzar, don Ruy se dirigió hacia él. En la mano llevaba su maravillosa cedra de color dorado, con incrustaciones de marfil y nácar y trastes de plata. La había traído de uno de sus viajes a la corte cordobesa. Construida con todos los requisitos de la escuela de instrumentos de Al Faradí, era la admiración de los conciertos palaciegos. Se la tendió a don Armillo. No lo podía creer.
—Es mi contribución a vuestro canto.
—No, señor, eso no.
—Yo te puse en el compromiso. De alguna forma tengo que reparar mi imprudencia —le dijo sonriendo.
—No la he tocado nunca —intentó excusar el rechazo.
—Buen día para comenzar a hacerlo.
La tomó con reverencia, ante el aplauso de todos los presentes y la sonrisa complacida de Doña María. La rasgueó tímidamente. Reconociéndola. El sonido brotó nítido y nuevo.
Instantes después, incrédulo aún, comenzó con voz firme, aunque sin demasiada convicción al principio. Se sentía inseguro. No podía compararse con la habilidad del cantor de los Infantes. Poco a poco fue centrándose en el poema y olvidándose del auditorio. La entereza de Fernán González frente al leonés le colocaba en la misma onda de los caballeros del auditorio. El tema había cobrado actualidad ahora que Castilla había vuelto a separarse de León. Alfonso VIII era muy respetado por los caballeros castellanos, que habían luchado con él en las Navas de Tolosa. Otra cosa era su primo Alfonso IX de León. Ahora quería erigirse en caudillo de la causa cristiana contra los infieles. Sin embargo, se negó a enfrentarse a ellos en el momento decisivo de las Navas. Y desde luego no lograban comprender la altivez de la nobleza leonesa que le acompañaba.
En cuanto al rey Fernando III, a quien su madre, doña Berenguela, la hija y heredera de Alfonso VIII, había cedido el trono de Castilla, no sabían aún qué pensar. Parecía muy decidido, aunque todavía era muy joven. No había gustado la búsqueda de esposa extranjera ni la decisión de derruir la catedral de Santa María, de Burgos, para construir otra a imitación de las francesas. Pero al asegurar la independencia de Castilla frente a las aspiraciones de Alfonso IX, su padre, se había ganado la adhesión de la nobleza y el pueblo.
El poema suscitó el entusiasmo de los caballeros, que aplaudieron hasta cansarse.
Don Armillo se dirigió a don Ruy para devolverle la cedra.
—Gracias, señor, por permitirme tocarla.
—Es tuya, te la has ganado.
—De ninguna forma señor, no soy digno de un instrumento tan perfecto.
—Soy yo quien ya no puede sacarle la música que contiene. Mis dedos se han entumecido para siempre. Ese es mi encargo. Que la hagas sonar como merece.
La conversación se produjo entre el último estruendo de los aplausos, con lo que pasó desapercibida para todos, salvo para los más próximos: Doña María, Simón, sus hermanas más pequeñas y el cantor de los Infantes de Lara.
Don Suero le mostró reiteradamente su complacencia, por la interpretación realizada y por el regalo recibido. Después lo requirió a su lado y pareció que caían todas las reservas del día anterior. Su rostro afilado pareció humanizarse.
—Tenéis una voz profunda y sois muy hábil con la cedra.
—Agradezco vuestra cortesía. Pero conozco la diferencia entre la afición y el oficio.
—No creo que vuestro cantar haya suscitado menos entusiasmo que el mío.
—Aplauden lo de casa. Sobre todo ante los de fuera.
—No lo creo. Un cantor nota la diferencia entre la amistad y la entrega. Tenéis el don de entusiasmar.
—Agradezco vuestras palabras. Pero es el asunto, no yo, quien levanta los ánimos en estos momentos que vivimos.
—Es así porque se ven representados en vuestras palabras. En caso contrario, no dudéis que os lo harían notar.
Después lo sorprendió de nuevo.
—Traigo un mensaje para vos.
—¿Cómo decís?
—No os extrañéis. Mi venida a Nalda no ha sido casual. Alguien desea conoceros. Yo he llegado hasta aquí para comprobar vuestras cualidades. He venido como juez de vuestras aptitudes. Una vez confirmadas, os he de transmitir una petición. Pero tanto si la aceptáis como si no, y antes de que la formule, habéis de prometerme el más estricto secreto. —Don Armillo no salía de su asombro.— ¿Puedo confiar en vos?
—Tenéis mi palabra sobre el secreto. Y espero conocer el mensaje para juzgar sobre él.
—Lo habréis de hacer a ciegas. El tema lo exige.
—No dejáis de sorprenderme.
—El abad de San Pedro de Arlanza, don Sisebuto, desea conoceros. Se trata de algo relacionado con vuestra habilidad con la cedra y la canción.
—¿Y cuál es el secreto?
—No puedo deciros más. Pero tanto el viaje como la entrevista han de mantenerse ocultos.
—No puedo viajar sin licencia de mi señor.
—Él ya conoce la petición del abad, aunque no sabe el motivo. Pero consiente en vuestro viaje.
—No entiendo cómo lo habéis convencido con razones tan imprecisas.
—No he sido yo. Ha sido el mensaje escrito del abad que le he traído. Son viejos conocidos.
—Siendo así…
—Si aceptáis, habéis de presentaros en el monasterio dentro de una semana. Vuestra llegada ha de producirse después de completas.
—¿No es una hora un poco tardía y desacostumbrada?
—Así no os confundirán con nadie. Esa será la contraseña. Procurad que vuestra llegada coincida con esa hora. No sería bueno estar merodeando antes por los alrededores.
—No entiendo tantas precauciones para un asunto de poesía.
—Confiad en mí.
—¿He de responderos ahora mismo?
—Yo marcharé mañana tras el desayuno. Tenéis hasta entonces para pensarlo.
La presentación fue breve. La hizo Suero Bermúdez.
—Reverendo Padre, este es don Armillo.
—Sed bienvenido a nuestro monasterio. —Don Armillo besó la mano que le extendía el abad. Sus dedos largos y fuertes no parecían corresponder al cuerpo enjuto del religioso.
Don Suero continuó, con una cierta ironía en el tono.
—Y este es vuestra dura competencia, Pero de Covarrubias, el cantor ciego de Fernán González.
El juglar notó que enrojecía ante la presencia de aquel hombre y agradeció la oscuridad reinante. Si a don Ruy le debía su amor a la música y su habilidad con la cedra, a él le atribuía su gusto por los cantares de gesta. Lo había visto recitar el cantar en dos ocasiones. La primera fue en la corte de su señor.
Él era aún un niño. Fue como un juego que no reveló a nadie. Después de la actuación se encerró en el rincón que ocupaba entonces en las cuadras y repitió los 473 versos del poema casi de un tirón. Apenas algunos versos se le resistieron.
La segunda vez fue en las noches de Las Navas, cuando el juglar cantaba el poema para dar ánimos a los combatientes que esperaban la llegada de los últimos contingentes. Sobre todo cuando se supo la negativa de los francos a participar en la batalla. Tenía entonces el poema casi olvidado. Pero recordaba perfectamente los pasajes dudosos. Los anotó cuidadosamente en su memoria.
De pronto recordó la mirada brillante del juglar de Covarrubias. Estaba seguro. Entonces no era ciego. Su fuerte complexión, a pesar de su estatura mediana, irradiaba firmeza. Ahora, sus anchas espaldas se habían encogido y encorvado. Su voz seguía siendo segura y sosegada.
—No es mi intención… —tartamudeó avergonzado don Armillo.
—No tiene importancia.
—¿Y vuestra ceguera?
—Quise cantar en Zamora el poema de los Infantes de Lara. El cantar no le gustó a la familia de doña Lambra.
Le ofrecieron una cena frugal. Cocido de nabos, zanahorias y col, y pan blanco. Se habló del viaje, de la salud de su señor, de la actuación de don Suero, que aún se comentaba con elogio.
Tras recordarle el compromiso del secreto, una vez conociera el asunto, pasó el abad a exponerle el tema de la reunión.
Los elogios sobre vos, unidos a la alta estima que os profesa el señor de Cameros, nos han decidido a ofreceros un cantar de gesta.
—Ya conozco uno. Vos mismo lo visteis —dijo dirigiéndose a don Suero.
—Ese cantar no es vuestro y lo sabéis. Se trata de uno en exclusiva.
—¿Tan importante es ese hecho como para justificar tanto secreto?
—Lo es. Vuestra vida cambiará. Se pondrá en juego o seréis aplaudido. Y seguramente, ambas cosas. Lo entenderéis cuando conozcáis el tema. Y solo entonces podréis decidir si lo aceptáis.
—El cantor de gesta ejerce un mester digno y valorado, tanto en los palacios de los nobles como en los concejos de las ciudades. Pero eso no implica que su actuación tenga otros significados más trascendentes.
—Os equivocáis en eso. Los juglares de gesta no se limitan a entretener a los nobles o al pueblo. Exponen una visión de las aspiraciones de los pueblos y denuncian las traiciones que contra estos ideales cometen sus dirigentes. No ofrecen el oropel de las hazañas pasadas para vanagloria de los descendientes de los que las realizaron. Reviven el pasado para contrastarlo con la realidad actual o para golpear a sus contemporáneos con las consecuencias de actos que ya tuvieron su castigo y vuelven a repetirse. —Fue la réplica un tanto vehemente del abad.
—¿Y ese esquema se reproduce en el nuevo cantar?
—Por supuesto.
—Escucho vuestras explicaciones.
—El héroe es un castellano de hace poco más de un siglo. Había luchado con los árabes y contra los árabes. Había servido a su señor, Alfonso VI, de un modo muy particular, defendiendo a los árabes de Sevilla frente a los nobles de León, que logran su destierro. Se dirige hacia Valencia y derrota al conde de Barcelona cuando pretende detenerle. Es amigo de los sarracenos españoles, algunos de los cuales le ayudan en su avance. Y enemigo invencible de los invasores almorávides, a los que derrota y persigue hasta el corazón mismo de su reino. Al final conquistará la ciudad de Valencia, de la que hará el bastión cristiano frente al poder almorávide, que deseaba imponer un imperio mahometano en toda la península.
—Conozco la leyenda.
—Hasta aquí todo es normal. Los tiempos de don Rodrigo de Vivar son paralelos a los nuestros. Luchó contra los almorávides. Como el rey Alfonso VIII, que Dios tenga en su gloria, se enfrentó después a los almohades hasta derrotarlos en las Navas de Tolosa. En ambos casos quedó a salvo el equilibrio de los reinos de España con la derrota de los invasores. Aunque todos, reyes, nobles, caballeros, luchaban por la misma causa, lo hacían con matices muy distintos.
»Como vos sabéis, desde los tiempos de Alfonso VI, el reino de León siempre ha pretendido constituirse en un imperio. Las aspiraciones de Castilla, al separarse de León, le cortó los caminos de la expansión hacia el este. Por otro lado, la llegada de los cruzados, de las órdenes militares y los monasterios cistercienses que apoyan a unos y otros, complican la convivencia. El heredero de Francia, don Luis Capeto, primo de nuestro señor don Fernando, apoya ardorosamente las cruzadas. Eso extiende la llama de la guerra entre nosotros y los árabes. El poema, a pesar de las variadas batallas que describe, habla de una actitud conciliadora y amistosa. Y sobre todo de la gran gesta del guerrero frente a los invasores almorávides.
—Sigo sin ver la gravedad del asunto —interrumpe don Armillo.
—El tema de fondo sigue siendo si debemos convivir con los árabes o luchar contra ellos hasta exterminarlos. Decidir si los árabes son nuestros enemigos o nuestros vecinos. La respuesta del poema es matizada. Se ha de luchar contra los pueblos invasores de la Península, que pretenden liquidar los reinos existentes, sean de la religión que sean. Vengan del sur o del norte. Esa es la discusión de fondo.
»La postura de los juglares sobre ese tema es muy conocida y no aporta grandes novedades, aparte de la insistencia en ese punto de vista. El asunto más peligroso es otro. El enfrentamiento de la nobleza de Castilla y León se enfoca desde su vertiente más débil, desde el punto de vista territorial e ideológico. Una vez más está en entredicho la fidelidad de Carrión al reino de Castilla. Se presenta a los condes de Carrión, por su pretendida mediación, como traidores.
—¿Cómo puede afirmarse públicamente algo así de una de las casas más importante de Castilla?
—Os lo explicaré enseguida. Por ahora os cuento la historia del cantar, para que entendáis la gravedad del tema.
»Don Rodrigo Díaz de Vivar, alférez mayor del asesinado rey Sancho de Castilla, es desterrado por el heredero, Alfonso VI. Al frente de un grupo de hombres atraviesa las tierras de los moros, desde Burgos a Valencia, y termina por conquistar esta ciudad. En ese momento, ya perdonado por el rey, don Fernán y don Diego, primero y cuarto hijos de los condes de Carrión, don Gómez y doña Teresa, piden desposarse con las dos hijas del Cid. El matrimonio es otorgado por el rey. La convivencia en la corte valenciana resulta conflictiva y los infantes aparecen como cobardes. Ofendidos, deciden volver a Carrión desde Valencia con sus mujeres. Al traspasar la sierra de Mieres, fronteriza entonces con los árabes, se detienen en el robledal de Corpes y las maltratan y abandonan. Enterado el rey, convoca cortes en Toledo y decide que se resuelva el agravio por trance de armas, como solicita el Cid, y de acuerdo con el Fuero Juzgo, vigente en Castilla. El combate tuvo lugar en Carrión. Por parte del Cid combatieron Pedro Bermúdez, Martín Antolínez y Nuño Gustioz. A los dos infantes de Carrión les ayuda su tío, el lenguaraz Asur González. Los infantes fueron vencidos y declarados infames y alevosos. —Se hizo un silencio profundo entre los cuatro hombres.
Los condes de Carrión pertenecían a la alta nobleza de Castilla. Solo sus hijos y los de la casa de Lara, tenían el título de infantes, aparte de los hijos del rey. Nada resultaría justificación suficiente para semejante agravio. La defensa ardorosa de los de Carrión de la unión con León era conocida, así como los intereses que se escondían tras ella. Pero no eran los únicos nobles que la apoyaban, aunque sí los que lo hacían con más ardor.
Las injurias que el poema del Cid les lanza son desmesuradas. Los declara cobardes y alevosos. No habrá barrera que impida la venganza para lavar la afrenta que se les infiere.
Don Armillo rompió el silencio.
—¿El suceso ocurrió de la forma que se narra? —preguntó, reticente.
—No, el tema es de invención poética. Las hijas del Cid casaron en primeras nupcias con los infantes de Aragón y Navarra, tras la conquista de Valencia.
—Cómo justificáis la falsificación de la historia —exclama asombrado.
—Es el resultado de la unión de la verdad y la poesía —matiza el abad—. El cantar, además de la actitud amistosa hacia los árabes, quiere reforzar la confianza en la igualdad de los caballeros, sean nobles o infanzones, ahora que Castilla se ha separado de León y su fuerza guerrera pertenece casi toda a esa segunda categoría. Para anteponer la nobleza de los méritos a la heredada, era imprescindible contraponer la indignidad de esa nobleza al esfuerzo heroico del infanzón. La elección debía recaer en una casa realmente importante. Solo así tendría el relieve deseado.
—Lo de menos, con ser grave, es la historia antigua. Lo peligroso de verdad es la situación actual —apuntó don Suero.
—De eso se trata, sobre todo. De denunciar los desafueros de los de Carrión. Ahí reside la verdad, que se une a la licencia de la poesía —concluyó el abad.
—¿Y para qué deseáis extender esa verdad ya conocida? —preguntó don Armillo.
—Primero para que se intente ponerle remedio. Y además, para defender la convivencia con los pueblos de España, cristianos o árabes. En el cantar del Cid, como en el de los Infantes de Lara y en el de Fernán González, los árabes aparecen como nobles contrincantes o amigos incondicionales.
—Eso desagradará seguramente al rey Fernando —insinúa don Armillo.
—Cierto. Y no solo a él. También a las órdenes militares; a los monjes de Cluny y a los del Císter, tan partidarios de las cruzadas; a la alta nobleza, tan ansiosa de las fértiles tierras del sur.
—¿Contáis con algún apoyo? —pregunta con sorna.
—Los concejos de las ciudades libres, que prefieren el comercio a la guerra. Los artesanos que anteponen su oficio al menester de soldados. Y los monjes benedictinos, que creemos más en el trabajo y la oración que en las armas y los enfrentamientos entre los pueblos. La enemistad de los caballeros de Castilla con la nobleza de León es una baza que hemos de jugar con habilidad.
—Pobres apoyos —suspiró el juglar.
—No los menospreciéis —dijo el abad, severo.
—Perdonad, padre. No era mi intención ofenderos. Pero habéis de reconocer que tres juglares desconocidos, unos monjes silenciosos y algunas ciudades indefensas son poca fuerza frente a Roma, la nobleza, el Císter, Cluny y las órdenes militares. Incluso la poesía está ya en manos de los monjes del Císter: el mester de clerecía se hacen llamar. No sé si la balanza del rey nuestro señor encontrará en nosotros y nuestros versos suficiente contrapartida para apostar por ellos.
—No podemos permitir que maniobren impunemente —respondió el abad.
—Hemos de actuar para denunciar la confabulación —intervino don Suero.
—Y sobre todo, para que no se repita la unificación de los reinos otra vez por la muerte de un rey. Fernando de Castilla, en este caso.
—¡Dios Santo! —exclamó sorprendido don Armillo.
—La empresa es grande y el objetivo arduo. Se necesita mucha fe y mucho tesón para aceptar los riesgos que implica. Leed el manuscrito y meditad nuestra propuesta —continuó el abad—. No tengáis prisa, pues la decisión es grave. Cuando toméis una resolución hacédnosla saber, sea cual sea. La compañía y el consejo de don Ruy de Camero y su familia, conocedores de la situación, os ayudarán a decidiros.
3. Nalda de los Cameros
Ese invierno los Cameros se vistieron de luto. Los caminos que los unían a Logroño, Haro, Nájera y Soria permanecieron más intransitados que nunca. La fría comarca de pastos, bosques y ovejas se llenó de melancolía. Viejas heridas y nuevas enfermedades, debidas sobre todo a la edad, llevaron a la tumba a Ruy Díaz. Era uno de los últimos héroes superviviente de las Navas de Tolosa.
La desolación cayó sobre el palacio de Nalda, la residencia de los señores de Cameros. Doña María encerró su dolor en el silencio y el trabajo. Simón, el compañero de juegos y cacerías de infancia y juventud de don Armillo, es el nuevo señor.
El escudero, en las interminables noches del invierno, lee para la familia reunida en torno a la chimenea el cantar que le han encomendado. Todos se acogen a la audición repetida de los versos para sobrellevar la ausencia definitiva de don Ruy.
Con el final del invierno, don Armillo se plantea su salida del palacio. Los últimos sucesos, unidos a los deseos de conocer los pueblos y espacios descritos en el cantar y la necesidad de mejorar el dominio de la voz y la cedra con que se acompaña, lo impulsan a partir.
Era el motivo de su discusión continua con el heredero.
Don Simón, en un último intento desesperado de convencerlo, lo plantea una vez más el día de la marcha.
—Tú eres un miembro de nuestra familia —le recuerda enfadado.
—Bastantes problemas tenéis ya para que añadáis los míos. He de marchar.
—¿Y a dónde irás que estés más seguro que aquí? —pregunta don Simón en el mismo tono irritado.
—Sabéis que debo interpretar el poema ante el rey. Necesito perfeccionar el dominio de los instrumentos y el arte de la declamación —replica con tono paciente don Armillo.
—Dispones de tiempo sobrado para ensayar el cantar.
—No es suficiente. Necesito maestros de música y de voz.
—Y por supuesto no los buscarás en Castilla —da por sentado el noble.
—Ya lo sabéis de sobra. Ambos hemos oído hablar de la excelencia de la escuela de juglares de las tierras árabes, en Xàtiva.
—Eso es una locura —exclama exasperado.
—Iré a visitar los pueblos y lugares que se nombran en el cantar. Sabéis que necesito conocerlos para contar lo que ocurrió en ellos. Y de camino me alejaré de las tierras de Carrión y les daré tiempo a que me olviden.
—No te olvidarán. Es más, te perseguirán por donde vayas. Conocen tus intenciones de cantar el poema. No te permitirán hacerlo.
—Salgo en secreto, caminaré de noche si es necesario, y pasaré a tierras de moros. Allí estaré a salvo por un tiempo. Y al menos conseguiré que os dejen en paz a vos y a vuestra familia.
—Ya sabes que te defenderemos gustosos, como lo hizo mi padre.
—Pero sin él nada es lo mismo. No se puede responder de las alianzas, ni tenemos seguridad de la protección real. Me marcharé hasta que todo se aclare.
El viaje lo habían planificado cuidadosamente durante días. Al final se decidieron por la ruta que, según el cantar, realizó el Cid. Era la más interesante para don Armillo, que deseaba conocer los lugares por los que pasó Rodrigo de Vivar. Solo así pensaba que sería capaz de entenderlo de verdad y cantarlo con todo el sentimiento. Y, sobre todo, era la menos arriesgada. Seguía los cauces de los ríos, que proporcionaban agua, alimentos y escondite seguros. No era la más directa a Valencia, porque inicialmente el Cid no pretendía llegar a esa ciudad. Eso fue un proyecto posterior, que no cuaja hasta después de la toma de Alcocer.
Tras la toma de Castejón, el Cid del cantar se desvía hacia el nordeste, dando un rodeo por Calatayud, a través del Jalón, y descendiendo luego por Daroca, siguiendo el cauce del Jiloca. Si alguien intuía el intento del juglar de refugiarse en el país musulmán, lo más normal es que pretendiera cortarle el paso antes de Castejón o después, en el camino de Molina a Celfa. Con lo que quedaría burlado.
Tenía la yegua preparada en las caballerizas. Fue un regalo de Ruy Díaz de Camero, su señor. Con él participó en la batalla de las Navas de Tolosa. El noble combatía duramente contra un gigante de piel negra. El agresor apareció por la izquierda y lanzaba su golpe impunemente. Apenas le dio tiempo a interponer su espada. El golpe fue tan duro que su propia arma rebotada le cortó limpiamente la mejilla. El costurón inicial le dejó una fina cicatriz, que le subraya el ojo izquierdo.
La vista de la yegua casi le hizo olvidar el dolor. Al menos el del rostro. Era preciosa. Pertenecía al quinto de su señor. No podía creer que se la ofreciera. Ya estaba suficientemente satisfecho por haberle salvado la vida. Esa era su recompensa. No esperaba ninguna otra.
Nunca había poseído nada tan bonito. Zahína de un marrón profundo, casi negro, de cara inteligente y ojos brillantes como ascuas. El nombre le vino solo: Ascua. Un carbón encendido. Ahora, tras nueve años de cuidarse mutuamente, son viejos amigos. Ella será su compañera de viaje.
Doña María irrumpió en la conversación de los dos jóvenes, su hijo Simón y Armillo, el juglar que acompañaba a su marido en la música, la caza y la guerra. Venía de luto riguroso. Desde el tocado de la cabeza, hasta la larga túnica de tafetán y los borceguíes cerrados que le ceñían los pies. Solo hacía tres meses de la muerte de su marido. Abrazó al juglar y lo besó en la frente. Era como un hijo para ella. Comprendía su marcha y se había resignado, a pesar de la indignación de su primer rechazo. Sabía que ya no podrían protegerlo. Su marcha era la mejor solución.
Tras ella, al apartarse ligeramente, apareció Ruy Pérez, el caballerizo. Traía de las riendas una mula, de cabeza alzada y poderosas ancas. Una manta de lana pardusca cubría una carga bien distribuida. La mirada interrogante de Armillo hizo aflorar una leve sonrisa a los ojos de la dama.
—No ibas a partir solo con Tizona. —Era la broma preferida de la dama, desde que le oyó leer el libro por primera vez: llamar Tizona a Ascua—. Como en vuestro cantar, le hará compañía Colada, dura y resistente para la carga y los caminos.
—Os lo agradezco, señora —dijo el juglar emocionado.
—Que Dios os acompañe.
El nombre, aunque de broma, le pareció ingenioso. La espada de hierro colado que el Cid arrebató a Yusuf en Valencia era un nombre adecuado para una mula fuerte y trabajadora. Y hablaba de la atención y la buena memoria de la dama. Sabía que sus lecturas junto al fuego en las largas noches del invierno anterior le habían impresionado. Pero no había pensado que hasta esos detalles.
Cuando fue a trasladar a la mula la cedra con la manta que la envolvía, los únicos preparativos que había hecho para el viaje, descubrió la carga: cuatro hogazas de pan de trigo, carne salada de carnero, un queso de oveja, un pellejo de agua y otro de vino. Y, lo que más le emocionó, una densa capa de sarga cardada, que había visto tejer a la dama, con dedicación, y sin imaginar su destino. Aliviaría las noches frías de los inicios del otoño. Volvió conmovido a besar la mano de la condesa, que le sonrió entre dos lágrimas irreprimibles.