Ficción y Ciencia
Diez relatos sobrela enfermedad
A Gabriel,
por mirarnos y permanecer a nuestro lado.
© De los Autores:
José Ramón Alonso
Fátima Casaseca
Juan Gracia Armendáriz
Marta Macho-Stadler
Xurxo Mariño
Javier Peláez Pérez
Angélica Pérez
Natalia Ruiz Zelmanovitch
Miguel Santander
César Tomé López
© Next Door Publishers
Primera edición: junio 2016
Edita: Next Door Publishers S.L.
Diseño gráfico: Nekane Irujo
Ilustraciones: Nekane Irujo
Diseño de cubierta: Álvaro Corcín
ISBN: 978-84-944435-1-0
DEPÓSITO LEGAL: DL NA 935-2016
Imprime: Imagraf. Imagen gráfica navarra S.L.
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Enfermedad
La carta. José Ramón Alonso
La paciencia. Fátima Casaseca
Al otro lado. Juan Gracia Armendáriz
Ane y Carlos. Marta Macho-Stadler
El suelo. Xurxo Mariño
147 decibelios. Javier Peláez Pérez
Mati. Angélica Pérez
El ala. Natalia Ruiz Zelmanovitch
El impostor. Miguel Santander
Iteración 51. César Tomé López
José Ramón Alonso
Fátima Casaseca
Juan Gracia Armendáriz
Marta Macho-Stadler
Xurxo Mariño
Javier Peláez Pérez
Angélica Pérez
Natalia Ruiz Zelmanovitch
Miguel Santander
César Tomé López
Tenía seis años cuando un tío mío, que gustaba de llamarme «campeón» y «machote» (sin ser yo ninguna de las dos cosas) me preguntó qué quería ser de mayor. «Spider-Man», respondí tras una profunda reflexión. A mi tío, que era médico, aquello no le convenció en absoluto y se propuso hacerme entender que las profesiones imaginarias no suelen tener salida (salvo la de community manager, pero eran los 80 y todavía no sabíamos eso). Tanto insistió en moldear mi vocación que me juré no ser médico jamás. En ese sentido, puede decirse que mi vida ha sido todo un éxito.
O no. Porque, año tras año, los médicos encabezan la lista de las profesiones más respetadas por los españoles. Que un español respete algo ya es una noticia en sí misma, pero si además respeta algo loable, como el ejercicio de la medicina, la cosa se vuelve casi sobrenatural.
También es cierto que la gente miente en las encuestas (razón por la cual los sociólogos nunca están entre las profesiones más respetadas por los españoles). Si los estudios sociológicos fuesen veraces, los documentales de La 2 romperían los audímetros y, por consiguiente, todos los españoles tendríamos un extraordinario conocimiento de las especies que habitan la sabana.
Debemos, no obstante, ser justos con la sociología, porque hasta una disciplina tan vaporosa como esta resulta fiable de vez en cuando. Lo es, por ejemplo, cuando sus conclusiones se infieren de conductas humanas, sin encuestas ni encuestadores de por medio.
Un ejemplo. Tinder es una red social, producto de estos tiempos confusos que vivimos, cuya única utilidad es encontrar parejas sexuales sin necesidad de someterse a los siempre incómodos preámbulos humanos (mirar, hablar, conocerse, etc.). En febrero de 2016, esta empresa hizo pública la lista de las profesiones y oficios que más valoraban sus usuarios en su telemática persecución del coito.
Entre las mujeres, la profesión mejor considerada resultó ser la de piloto, colectivo que, si bien no salva vidas, generalmente tampoco acaba con ellas (hecho que, en ocasiones, se celebra con aplausos).
En la lista de preferencias femeninas, los médicos ocupan el cuarto puesto, detrás de (1) los pilotos, (2) los emprendedores y (3) los bomberos. Entre las masculinas, por el contrario, no hay rastro de la profesión médica. Sí aparece higienista dental (puesto 11), lo cual parece demostrar que existe una enorme cantidad de varones que aprovechan sus citas para conseguir una rebaja en los empastes.
Sea como fuere, es evidente que el ejercicio de la medicina despierta respeto y fascinación entre la mayor parte de la gente. También entre los neurobiólogos, matemáticos, astrofísicos y periodistas que escriben este libro.
Un libro extraño, seamos sinceros. Excéntrico. Habla de medicina, pero no hay un solo médico entre sus autores. No hay historiales clínicos, ni papers, ni fotografías estremecedoras de tejidos blandos. Hay, eso sí, enfermedades. Pero no es extraño solo por eso. Lo es, sobre todo, por su perspectiva.
Porque Disecciones trata la enfermedad desde el único lugar que todo lo permite: la ficción. Y lo hace de la mano de algunos de los más destacados divulgadores científicos. En las páginas que siguen encontrará alzhéimer, colesterol, fiebre, anestesia, médulas, hospitales y vejez. Encontrará dolor y amor, amistad y pérdida. Encontrará, en definitiva, todas esas cosas que, cuando uno las pone en orden y las contempla desde una cierta distancia, acaba llamando vida.
Este no es un libro de medicina. Es, me temo, mucho más que eso.
José A. Pérez Ledo
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José Ramón Alonso
Doctor en Biología y catedrático de Biología Celular en la Universidad de Salamanca, de la que ha sido rector. Es doctor honoris causa por universidades de Colombia, Bolivia y Perú, e investigador posdoctoral y profesor visitante en universidades de Alemania y Estados Unidos. Ha dirigido quince tesis doctorales y ha publicado más de ciento cincuenta artículos en revistas internacionales especializadas en neurociencia.
Es autor del blog UniDiversidad y cuenta con una producción de veintitrés libros de divulgación científica, entre los que hay títulos como ¿Quién robó el cerebro de JFK? – Tiempos bélicos y Neurociencia (Ed. Calamo) y Neurozapping. Aprende sobre el cerebro viendo la televisión (Ed. Laetoli).
Ha ganado algunos de los principales premios de divulgación científica de España, como el Teresa Pinillos (Universidad de La Rioja), el Tesla (Naukas) y el Prisma (museos científicos coruñeses).
Sabe, en esta tierra somos secos como los terrones del campo. El verano nos agosta y nos abrasa y el invierno nos encierra en las casas, ateridos y casi a oscuras, acurrucados junto al fuego de la cocina. Expresar los sentimientos nos duele más que ir al dentista y siempre pensamos que el que habla poco, se equivoca poco. No hay vuelta de hoja.
Su padre tenía mulas que alquilaba a los labradores que necesitaban un refuerzo, cargar unas cántaras de vino o llevar unos sacos de trigo al molino. Ella, la primera vez que le hablé, no debía de tener más de trece años. Yo tenía diecisiete. Nos cruzamos en el camino de la ermita, junto al pequeño puente y las peñas donde iban las mujeres a lavar la ropa en el buen tiempo. Me gustaba ver las sábanas y los manteles extendidos sobre la hierba. Tan de cerca, me fijé que las pecas junto a la nariz se le habían metido también en lo verde de los ojos. Me sumergí en aquellas chispas doradas porque también había notado que ya le habían crecido los pechos y no quería que me viera mirándola allí y pensara mal de mí.
—Eres la Jose, la de las mulas, ¿no?
—Soy María José, la hija de Manuel, el mulero.
—Has crecido.
—Sí, tú también, Miguel. Ya no llevas pantalones cortos.
Noté que me ponía colorado. Por un lado, me gustó que supiera quién era yo pero al recordarme aquellos pantalones que mi madre me había hecho llevar un par de años más que a los demás chicos del pueblo, me sentí humillado pero no dije nada.
—¿Irás al baile el sábado?
Era el comienzo de la primavera y recorriendo el santoral los ayuntamientos patrocinaban pequeñas verbenas en los pueblos de la comarca antes de las grandes fiestas del verano. Aquel fin de semana era San Telmo y nos tocaba a nosotros.
—Es posible.
Pensé si las mujeres nunca dicen sí o no.
—Dicen que la orquesta es muy buena.
—Sí, eso dicen.
—Bueno, pues hasta el sábado. Si vas...
—Adiós.
Me dio rabia no haberle dicho más cosas, no saber hablar con las chicas. Ahora, mientras su silueta se desvanecía a lo lejos, se me ocurrían comentarios interesantes, pequeños piropos, alguna broma y antes, cuando estaba delante de ella, callado como un idiota. Me di cuenta que no recordaba ni qué ropa llevaba, tan solo aquel reflejo en sus ojos.
El sábado planché mis mejores pantalones y me empapé el pelo en colonia. Lo peiné cuidadosamente y marché para el frontón. Un pequeño escenario de madera sostenía a la Orquesta Maravillas: una cantante muy rubia, dos guitarristas y un batería. Sí que parecía que sonaban bien. Miré alrededor y allí estaba, charlando con tres amigas. Reconocí a Loli, la hija del panadero y a Yolanda, la de la farmacéutica. La otra, sabía quién era pero no cómo se llamaba. No parecía haberse arreglado especialmente pero destacaba entre las otras tres como una flor entre las piedras. Decidí que tenía que acercarme y decirle algo:
—Has venido.
—Sí, eso parece.
Por supuesto, me volví a sentir idiota.
—Tocan bien, ¿verdad?
—No está mal.
También pensé de nuevo que si no podría decir nunca un sí o un no, que si habría alguna norma que se lo prohibiera. Me quedé unos segundos sin saber qué decir. Junto a la pared del frontón habían puesto una barra. Miré hacia allá como un náufrago debe mirar un tablón flotando.
—¿Te apetece tomar algo?
Una de sus amigas, creo que Yolanda, saltó inmediatamente;
—¡Una coca-cola!
Y la otra dijo: «Yo, también». Y Loli añadió: «Yo, una fanta». Ella no dijo nada. No sabía si me llegaría el dinero. Mi padre me daba la paga los domingos y llevaba en el bolsillo mis últimas monedas. Afortunadamente en la barra estaba Josecho, el hijo de Martín el del bar y era un buen amigo.
—Josecho, tengo que comprar unos refrescos a unas chicas y no sé si me llega el dinero. Mañana te lo pago.
—No te preocupes. Dime qué te pongo y me das lo que puedas. Con este follón mi padre ni se entera y la caja va a ser buena.
Me puso los tres refrescos y me volví a sentir como un idiota pues no le había invitado a ella ni me quedaba nada para tomar algo yo. Estaba intentando agarrar los vasos y las pequeñas botellas cuando oí una voz a mi espalda.
—Déjame que te ayude. Y perdona a mis amigas, tienen mucha cara.
—No, no pasa nada.
Josecho se acercó.
—¿Qué más te pongo, Miguel?
—Ya está todo.
Él sonrió.
—Me has pagado dos consumiciones más. ¿O es que se te ha olvidado?
Pensé que Josecho sería un día un gran dueño de bar. La miré a ella como si pretendiera verme en sus pupilas.
—¿No te apetece nada?
—No sé, pues pídeme un trina. Para acompañarte.
Pedí el trina y yo me pedí una caña. No me gustaba mucho la cerveza, la encontraba demasiado amarga, pero quería que borrara rápidamente esa imagen de los pantalones cortos. Aquella noche no bailamos, pero hablamos bastante, de las fiestas del pueblo, de mi hermana, del verano. Al principio participaron sus amigas pero poco a poco las fuimos ignorando. Le dije que quería dedicarme a las tierras pero el maestro había hablado con mis padres para que siguiera estudiando.
—Ni lo dudes, sigue estudiando. ¿Qué se te ha perdido en el pueblo?
Sí que se me ocurrió la respuesta, tenía que haberle dicho: «Tú», pero la palabra no salía de mi garganta. Tomé un trago largo de cerveza y la empujé de vuelta al estómago. Aun así, siempre pienso que aquel día es el primero que estuvimos juntos. Un 14 de abril, fiesta de San Telmo ¡y de la toma de la Bastilla! Ella no lo sabe pero siempre he celebrado ese día. Buscaba cualquier excusa para llevarla a cenar, para traer unos pasteles, para comprarle algo. Alguna vez le dije que era porque me gustaba la República.
Fueron pasando los años. En vacaciones nos veíamos, salíamos, éramos ya pareja. Recuerdo como si fuera hoy el primer día que la besé. No me sacaba de la cabeza las palabras del cura cuando había hablado en misa de una tierra donde manaba leche y miel. Yo he vivido allí, en sus labios. Cuando terminé la carrera, estudié magisterio, nos casamos. Fuimos de pueblo en pueblo, la vida de un maestro rural, enseñando las primeras letras y criando a nuestros hijos. Hemos estado casados cincuenta y dos años. Tenemos tres hijos y cuatro nietos. Ahora, cuando teníamos unos años buenos por delante, los hijos casados y situados, y podíamos dedicarnos a disfrutar, a viajar, a lo que fuera, llegó esta maldita enfermedad.
La vi aparecer junto a nosotros como una sombra que se metiera en casa y fuera creciendo de una manera insidiosa. Ella estaba rara, más gruñona y con muchos despistes. Un día salió de casa y no supo volver. Tuvo que traerla a casa una vecina que la encontró junto a su puerta, desorientada y asustada. El médico del pueblo, don Jesús Mari, ya me lo anticipó pero aun así nos dio un volante para el hospital para que le hiciera pruebas un especialista. El neurólogo nos lo confirmó: alzhéimer. No te acostumbras nunca a esta enfermedad. Es como si cada día la perdieras un poco más, se me escurre como el agua entre los dedos, ves que se siente perdida, que finge saber lo que sucede, que quiere comer al poco rato de haber comido y sé que un día no me reconocerá.