La colección Emaús ofrece libros de lectura
asequible para ayudar a vivir el camino cristiano
en el momento actual.
Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia
la que se dirigían dos discípulos desesperanzados
cuando se encontraron con Jesús,
que se puso a caminar junto a ellos,
y les hizo entender y vivir
la novedad de su Evangelio.
Bernabé Dalmau
Óscar Romero, obispo de los pobres
Colección Emaús 122
Centre de Pastoral Litúrgica
Director de la colección Emaús: Josep Lligadas
Diseño de la cubierta: Mercè Solé
© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA
Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona
Tel. (+34) 933 022 235 – Fax (+34) 933 184 218
cpl@cpl.es – www.cpl.es
Edición digital noviembre de 2016
ISBN: 978-84-9805-776-8
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Introducción
A las seis y media del 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la Eucaristía cayó muerto el arzobispo de San Salvador Óscar Arnulfo Romero Galdámez, asesinado por un sicario. Había nacido el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios y había madurado la vocación sacerdotal después de practicar el oficio de carpintero.
Lo enviaron a Roma y allí estudió durante la segunda guerra mundial y, vuelto a la patria, ejerció diversos ministerios hasta que fue nombrado obispo auxiliar de San Salvador, y posteriormente obispo de la diócesis de Santiago de María. Después de cerca de cuarenta años de pontificado del arzobispo Luis Chávez y González, clásico pero con una gran sensibilidad para con los pobres y oprimidos, designaron a Romero sucesor en un momento de grandes divisiones en el reducido episcopado del país, pensando que así satisfacían a la sociedad conservadora, que veía en él a un hombre de espiritualidad inocua y desencarnada.
Pero la dramática situación política y la opresión de los pobres le hizo cambiar y comprometer a fondo, siempre basado en el Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia. Los tres años de episcopado en la capital, en expansión creciente, lo pusieron indudablemente al lado de los desvalidos y le merecieron la hostilidad de los poderosos y de algunos hermanos obispos. Fue fiel a su lema episcopal “Sentir con la Iglesia”. Poco a poco, su forma de actuar tuvo eco internacional.
Desde el momento de su asesinato tuvo una veneración popular de alcance mundial, como lo muestra, entre mil ejemplos, la escultura que adorna la fachada de la catedral anglicana de Londres. Pero también hay quien puso trabas a su veneración y a un eventual proceso de beatificación. El advenimiento del papa Francisco ha desbloqueado una situación que, a ojos de muchos, parecía injusta. Por eso han representado un bálsamo las palabras que dirigió a los periodistas de vuelta del viaje apostólico a Corea: “La causa estaba bloqueada, se decía que por prudencia, en la Congregación de la doctrina de la fe. Ahora ya no. Pasó a la Congregación para los santos y sigue el camino normal de un proceso, depende de cómo se muevan los postuladores. Es muy importante hacerlo deprisa. Porque, lo que me gustaría a mí es que se aclare cuando hay un martirio in odium fidei, por confesar el Credo o por hacer las obras que Jesús nos manda con el prójimo” (18/VIII/2014).
La proximidad de esta beatificación y del centenario del nacimiento el 15 de agosto de 1917 justifican que esta figura capital de final del segundo milenio cristiano sea más y más conocida. Y entre el legado que nos dejó, el Diario es quizá el testimonio que revela mejor su alma y por esto es aquí objeto de descripción. Pero también resulta oportuno transcribir, en apéndice, el discurso al recibir el doctorado honoris causa en Lovaina, porque resume toda su visión de la Iglesia y el sentido del propio ministerio en vigilias de su muerte y en la plenitud de su evolución espiritual y pastoral. Así mismo, también está bien conocer el testimonio de los obispos que asistieron a aquellas accidentadas exequias, porque representan una muestra de la estima que sentían por el arzobispo y de cómo se vivieron aquellos hechos.
Han pasado treinta y cinco años, un tiempo demasiado largo para reivindicar la figura de Romero, pero ahora se puede hacer con una plenitud y con una objetividad tan grandes que no solo fustigan los intentos de los mediocres que ahogaron el testimonio martirial, sino que hacen resplandecer para la Iglesia universal una figura que por suerte el pueblo fiel no ha dejado de admirar desde que la malicia humana lo hizo desaparecer del pueblo que tanto amó y por el que ofreció la vida.