Edición en formato digital: noviembre de 2016
Título original: Mystery in White
En cubierta: Ideal home cover.
Image courtesy of The Advertising Archives
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© The Estate of J. Jefferson Farjeon, 1937.
Originally published in London in 1937 by Wright & Brown
© De la traducción, Alejandro Palomas
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16964-02-4
Conversión a formato digital: María Belloso
I
El tren aislado por la nieve
II
La huella invisible
III
El extraño santuario
IV
Té para seis
V
Noticias del tren
VI
Al son de los estornudos
VII
El regreso de Smith
VIII
En una cama con dosel
IX
Estudios en ética
X
La mujer dispone
XI
Jessie continúa su diario
XII
Una cena con fuocco
XIII
La prueba B
XIV
Las pruebas A y C
XV
Contra la marea
XVI
La imaginación de Robert Thomson
XVII
Reflexiones del pasado
XVIII
Lo que le ocurrió a David
XIX
Nuevas incorporaciones a la fiesta
XX
Los recién llegados
XXI
La historia de Nora
XXII
El apagón
XXIII
«Alguien que sabe»
XXIV
La senda roja
XXV
Veinte años después
XXVI
La versión oficial
XXVII
Jessie pone el punto final
La gran nevada dio comienzo la tarde del 19 de diciembre. Aquellos que habían salido de compras sonreían mientras regresaban presurosos a sus casas, especulando sobre las posibilidades de disfrutar de una blanca Navidad. Sin embargo, sus esperanzas se vieron frustradas cuando al encender la radio escucharon la voz suave e impersonal del locutor de la BBC anunciando que un anticiclón se acercaba despiadado desde el noroeste de Irlanda, y el día 20 llegó el calor, convirtiendo la nieve en granizo y tiñendo la delgada capa blanca de un marrón fangoso.
—¡Este año no! —suspiraron los desilusionados sentimentales al tiempo que se deslizaban por la nieve medio derretida.
Pero el día 21 la nieve volvió a caer, y esta vez de verdad. El marrón se tornó nuevamente blanco, el runrún del tráfico quedó amortiguado también las huellas de las ruedas, así como las pisadas de los paseantes, todas las huellas, se borraban en cuanto aparecían. Los sentimentales no cabían en sí de gozo.
Nevó durante todo el día y toda la noche. El día 22 seguía nevando. Volaron las bolas de nieve y aparecieron también los muñecos. Los niños más escépticos volvieron a creer en el país de las hadas y los adultos más resentidos se sintieron como Papá Noel, comprando más regalos de lo que en un principio tenían previsto. Por la tarde, viajando por el infinito éter blanco, la voz del locutor informó, a los millones de oyentes que se anunciaba más nieve. El anticiclón del noroeste de Irlanda se había perdido en ella.
Y así fue: cayó más nieve, que descendió flotando desde su ilimitada fuente como un inmenso extintor. Los barrenderos, impacientes por hacerse con su cosecha, esperaban en vano a que dejara de nevar. La gente empezó a preguntarse si dejaría de hacerlo en algún momento.
La cuestión sobrepasó los límites del interés local. El día 23 se había convertido en noticia. El 24, en molestia. Los más prácticos maldecían. Hasta los sentimentales se preguntaban cómo iban a cumplir con sus agendas. El tráfico estaba desbaratado. Los coches y los autobuses no se dejaban gobernar. Las brigadas de mantenimiento del ferrocarril combatían contra los montículos de nieve acumulados por el viento. La posibilidad de deshielo, con su tremenda labor de transformación, se volvió cada vez más alarmante.
Sin embargo, el viejo pelmazo que viajaba junto a otros cinco pasajeros en un vagón de tercera clase de un tren que había salido a las 11:37 horas de Euston, se negaba a ser presa de la alarma. De hecho, aunque el tren había sufrido un parón no oficial y todo apuntaba a que se prolongaría, desestimó ostensiblemente la situación como si se tratara de una minucia, con la superioridad de un hombre viajado.
—Si de verdad quieren saber lo que es la nieve deberían conocer el Yukon —le comentó a la joven que viajaba sentada a su lado.
—¿Ah, sí? —murmuró ella obediente.
Era corista y su conocimiento del mundo se limitaba a las pertinentes visitas a algunas ciudades de provincias. El destino que la esperaba era Manchester, que, visto el estado del tiempo, se presentaba como algo bastante remoto.
—Recuerdo que una vez, en Dawson City, nevó durante un mes entero —prosiguió el viejo pelmazo, mientras el joven que ocupaba el asiento de la esquina opuesta a la de la corista pensaba: «Santo cielo, ¿va a volver a la carga?»—. Fue en 1899. No, en 1898. En fin, uno de los dos. Yo era un chiquillo en aquel entonces. ¡Terminamos hartos!
—Pues yo ya estoy harta de esta maldita nieve —replicó la corista, girando la cabeza hacia la ventanilla. Lo único que pudo ver fue una cortina de copos blancos—. ¿Alguien sabe cuánto tiempo más vamos a tener que esperar aquí? Llevamos una hora parados.
—Treinta y cuatro minutos —la corrigió el joven alto y pálido del asiento central de enfrente tras echar una mirada a su reloj. Aunque no tenía marcas en la piel, por su aspecto bien podría haberlas tenido. Su rostro pálido era en parte consecuencia del ambiente que reinaba en la oficina del sótano donde trabajaba y de una fiebre cada vez más alta. Tendría que haber estado en cama.
—Gracias —dijo la corista con una sonrisa—. ¡Ya veo que con usted hay que andarse con cuidado!
El oficinista esbozó una leve sonrisa. Estaba impresionado por la belleza de la mujer, una rubia platino de los pies a la cabeza y una persona maravillosa a la que llevar a cenar, siempre que uno tuviera el valor necesario para hacer esa clase de cosas. El oficinista decidió que el pelmazo habría tenido ese valor, pues había reparado en las miraditas disimuladas y fugaces que el hombre iba lanzando entre sus vanidosas aseveraciones. Hasta le pareció incluso que quizá la corista aceptaría una invitación. Había en ella una vulnerabilidad que intentaba ocultar bajo todo ese aplomo que mostraba. Pero el oficinista estaba todavía más impresionado por la otra joven del compartimento, la que iba sentada al otro lado del pelmazo. Sacarla a cenar sin duda le proporcionaría algo más que una mera excitación momentánea, desbaratando por completo su trabajo. La joven era morena y tenía una figura alta y ágil (la corista era más bien baja). El oficinista tuvo la certeza de que tenía que ser buena jugando al tenis y de que seguramente se le daba bien nadar y montar a caballo. La visualizó al galope por los páramos y saltando vallas de cinco barras, mientras su hermano intentaba en vano atraparla. El hermano de la joven iba sentado en el rincón, enfrente de ella. No había más que escuchar la conversación que ambos mantenían para saber que era su hermano, aunque también era fácil adivinarlo por el parecido entre los dos. Se llamaban entre sí «David» y «Lydia».
Lydia fue la siguiente en hablar.
—¡Esto está sobrepasando todos los límites! —exclamó. Su voz tenía un tono grave y profundo—. ¿Y si volvemos a preguntar al revisor si hay alguna esperanza de salir de aquí antes de junio?
—Se lo he preguntado hace diez minutos —dijo el pelmazo—. ¡Y no repetiré lo que me ha dicho!
—No será necesario —intervino David medio bostezando—. Tenemos imaginación.
—¡Sí, y todo parece indicar que vamos a necesitarla esta noche! —trinó la corista—. ¡Tendré que imaginarme que estoy en Manchester!
—¿No me diga? Nosotros tendremos que imaginarnos que estamos en una cena de Navidad y que dormimos en camas mullidas —respondió Lydia sonriente—. Por cierto, si esto va a alargarse toda la noche, ¡espero que por lo menos la compañía ferroviaria nos dé bolsas de agua caliente! —De pronto, su mirada se cruzó con la del oficinista. Le sorprendió la admiración que advirtió en sus ojos y fue amable con él—. ¿Qué tendría que imaginar usted? —preguntó.
La catástrofe de la tormenta de nieve y la camaradería de la Navidad estaban empezando a soltar la lengua de los pasajeros. El pelmazo era el único que no había necesitado que le animaran a ello.
El oficinista se sonrojó, aunque ya tenía ya las mejillas encendidas a causa de la fiebre.
—¿Eh? ¡Ah! Una tía —balbuceó.
—¡Si es como la mía, mejor dejarla al poder de la imaginación! —Lydia se rio—. Aunque seguramente no lo sea.
La tía del oficinista no era como la de Lydia. Era aún más difícil. A pesar de eso, su solícito sobrino le hacía visitas periódicas, en parte por el bien de su futuro económico y en parte porque no podía evitar una secreta debilidad por las personas que se sentían solas.
En el grupo se hizo de pronto un breve silencio. La única que le dio importancia fue la corista. Una desazón nerviosa se adueñó de su alma, y más tarde declaró que estaba segura de haber sido la primera en adentrarse inconscientemente en la sombra de los acontecimientos venideros. «Porque, santo cielo, estaba con el alma en vilo —dijo—, y en realidad sin motivo. Me refiero a que todavía no había ocurrido nada y hasta ese momento el anciano no había abierto la boca. Creo que ni siquiera había abierto los ojos, así que bien podía estar muerto. Y además, ¡no olviden que estaba sentado justo delante de mí! Y dicen que soy vidente».
Sin embargo, sus vagas premoniciones no se centraban solo en el anciano del rincón. También se había percatado de las fugaces miradas de soslayo que le lanzaba el viejo pelmazo, que, como muy bien sabía, no era tan viejo como para no pensar en ella de un modo muy particular. También reparó en los ojos del oficinista sobre su pierna y en cómo evitaba de forma estudiada cualquier muestra de esa clase de interés por parte del otro joven. Pero si bien era cierto que Jessie Noyes era consciente de la atracción física que provocaba, defendía que esa era su obligación. Estaba perfectamente al corriente de su poder y de las limitaciones de este y, mientras que el poder, a pesar de los pequeños arrebatos de excitación, le infundía un temor secreto, los límites de ese poder eran para ella una fuente de aflicción también secreta. ¡Qué fantástico sería tener poder para conquistar a un hombre completa y eternamente, en vez de ser solo un efímero capricho! En cualquier caso, el asunto no le preocupaba. Se sentía inquieta, nerviosa y acalorada. Así era la vida...
Dejándose llevar por la agitación, e incapaz de soportar el peso del silencio, lo interrumpió exclamando de pronto:
—¡Bien, sigamos! ¡Somos solo cuatro! ¿Y usted? ¿Qué debería imaginar?
La pregunta iba dirigida, no con demasiado acierto, al pelmazo.
—¿Imaginar? ¿Yo? —respondió él—. No creo tener la costumbre de imaginar. Mi lema es tomarme las cosas como vienen, ya sean buenas, malas o indiferentes. Eso se aprende cuando la vida te ha curtido como lo ha hecho conmigo.
—Quizá yo pueda ser más interesante —dijo el anciano que estaba sentado en el rincón, abriendo de pronto los ojos.
No, no estaba dormido ni muerto. De hecho, había oído todo lo que se había dicho en el compartimento desde que el tren había partido a las 11:37 de Euston envuelto en una nube de vapor, lo que provocó que más de una de las cinco personas que en ese momento se volvieron a mirarle se sintiera un poco incómoda. Y no es que el anciano hubiera oído nada que no debiera, pero un hombre que escucha con los ojos cerrados y cuya mirada se muestra tan peculiarmente vivaz cuando los abre —eran como un par de pequeñas lámparas que iluminaban cosas invisibles para los demás— no es el mejor tónico para unos nervios crispados.
—Adelante, señor, por favor —respondió David tras una breve pausa—. Invente para nosotros una historia realmente buena. Sin duda las nuestras han sido aburridas.
—Ah, la mía es interesante sin tener que recurrir a la invención —respondió el anciano—. Y por cierto, es muy apropiada para la estación. Voy a entrevistarme con el rey Carlos I.
—¿En serio? ¿Con o sin cabeza? —preguntó David en tono educado.
—Espero que con ella —respondió el anciano—. Me han informado de que está completo. Tenemos que reunirnos en una vieja casa de Naseby. A decir verdad, no estoy seguro de que la entrevista vaya a tener lugar. Puede que Carlos I sea tímido, o quizá resulte ser un caballero de lo más corriente que intenta ocultarse de Cromwell y de Fairfax. Después de trescientos años, la identidad se vuelve un poco confusa. —Sonrió con un toque de cinismo—. O puede que el rey... non est y solo sea fruto de la imaginación de ciertas personas nerviosas que creen haberlo visto merodear por la zona. Aunque, como es lógico —añadió arrugando sus delgados labios—, existe la posibilidad de que realmente esté. Sí, sí. Si ese monarca sobradamente maligno y sobradamente glorificado visitó la casa el día de su derrota y si las paredes de la casa han conservado algunos incidentes emocionales que yo pueda liberar, quizá podremos sumar una página interesante a nuestra historia.
—No quisiera ser grosera —exclamó Lydia—, pero ¿usted cree en esa clase de cosas?
—¿A qué se refiere exactamente con «esa clase de cosas»? —preguntó el anciano.
Su tono era de desaprobación. El pelmazo decidió intervenir.
—¡Fantasmas y supercherías! —gruñó—. ¡Bah! ¡Bobadas y estupideces! Yo he visto el número de la cuerda india. Sí, ¡y descubrí su truco! En Rangún. En 1923.
—Fantasmas y supercherías —repitió el anciano, cuya desaprobación se desvió hacia el pelmazo. La voz del revisor resonó en el pasillo a lo lejos. Aunque débil, la fuente de la que provenía esa voz fue suficientemente sólida—. Hum... son términos engañosos. El verdadero lenguaje carece de palabras, lo cual explica, señor, por qué algunas personas que abusan de ellas no son en absoluto comprensivas.
—¿Eh?
—Si con la expresión «fantasmas y supercherías» se refiere usted a emanaciones conscientes, secuelas de una existencia física capaces de funcionar de manera independiente de un personaje parcialmente terrenal, entonces debo decir que no creo en esa clase de cosas. Hay otros, por supuesto, cuyas opiniones respeto, que están en desacuerdo conmigo. Consideran que usted, señor, está condenado a existir a perpetuidad en una u otra forma. Quizá sea una idea deprimente. Pero si por «fantasmas y supercherías» se refiere usted a las emanaciones recreadas por una aguda sensibilidad vital o por la inteligencia resultante de los inagotables depósitos del pasado, en ese caso debo decirle que creo en esa clase de cosas. Inevitablemente.
El pelmazo se quedó desarmado unos instantes. Y lo mismo le ocurrió a la corista. Pero los dos hermanos, deseosos de estar au fait de cada una de las fases del pensamiento progresivo, aunque solo fuera para poder descartarlo, y dotados de la suficiente fortaleza como para enfrentarse a las conmociones que este pudiera provocar en ellos, estaban intrigados.
—Resumiéndolo en palabras de no más de tres sílabas —dijo David—: ¿quiere usted decir que puede conjurar el pasado?
—«Conjurar» no es el término adecuado —respondió el anciano—. Implica el uso de la magia, y no hay nada de mágico en el proceso. Podemos revelar (exponer) el pasado. Nada ni nadie puede erradicarlo.
—¡Bobadas! —exclamó el pelmazo.
No le gustaba que le tocaran al hablar, pero el anciano que acababa de hacerlo se inclinó hacia delante y repitió el gesto.
—¿Qué es la simple grabación de un gramófono sino una grabación del pasado? —preguntó, dándole al pelmazo una palmadita en la rodilla—. Aunque Caruso esté muerto, hoy podemos oír su voz. Y eso no es obra de la invención sino del descubrimiento, y si este hubiera ocurrido hace trescientos años yo no habría tenido que viajar hoy a Naseby para oír la voz de Carlos I. Eso, claro está, si es que consigo oírla. Pero la naturaleza no espera a nuestros descubrimientos. Eso es algo que muchos ignorantes olvidan. Sus ondas sonoras, sus ondas lumínicas, sus ondas de pensamiento y sus ondas emocionales, por mencionar algunas de las que componen el limitado rango de nuestros sentidos y percepciones particulares, viajan incesantemente, algunas sin interrupción, otras hallando prisiones temporales en las obstrucciones en las que se incrustan. Estas pueden menguar hasta devenir nimias influencias, o (atención) pueden volver a liberarse. Las ondas capturadas, por supuesto, son solo un fragmento de la fuente original. En potencia, todo lo que ha existido, todo lo que han creado los sentidos, puede recuperarse con ellos. Por fortuna, señor, no habrá ninguna grabación para gramófono de su improperio. Aun así, además de la débil marca que ha dejado en la memoria, su «Bobadas» perdurará en el tiempo.
Sorprendentemente, el pelmazo decidió plantar batalla, aunque su reacción fue más bien como una agonía.
—Pues aquí tiene otro para acompañar al anterior: ¡bobadas! —replicó.
—Así no deberá usted temer por la soledad de sus palabras —respondió el anciano.
—¿Y qué me dice de las suyas?
—También ellas prevalecerán, aunque no es probable que ninguna generación venidera recupere nuestra conversación actual. A pesar del evidente desagrado que sentimos el uno hacia el otro, nuestras emociones no son lo bastante viriles. No tardarán en borrarse incluso de nuestra memoria. Pero suponga... sí, suponga, señor, que de pronto se vuelven explosivas. Suponga que se abalanza usted sobre mí con un cuchillo, clavándolo en el corazón del señor Edward Maltby, de la Real Sociedad de Psicología. En ese caso, es indudable que alguna persona que en el futuro ocupe este asiento quizá se sienta incómoda al percibir una emoción muy desagradable.
Volvió a cerrar los ojos, pero sus cinco compañeros de viaje tuvieron la impresión de que seguía viéndolos a través de los párpados. El fornido revisor, que en ese momento se acercó por el pasillo, fue consultado con alivio, aunque el hombre no pudo ofrecer consuelo alguno.
—Me temo que no puedo decir nada. —Era su respuesta a todas las preguntas, repitiendo una fórmula de la que estaba ya cansado—. Hacemos todo lo que podemos, pero con la vía bloqueada por delante y por detrás... En fin, qué puedo decir.
—¡Es una desgracia! —murmuró el pelmazo—. ¿Dónde está la maldita brigada quitanieves o como diantre se llame?
—Estamos intentando encontrar ayuda. No podemos hacer más —replicó el revisor.
—¿Cuánto tiempo cree que seguiremos aquí?
—Ya me gustaría a mí saberlo, señor.
—¿Toda la noche? —preguntó Lydia.
—Es posible, señorita.
—¿Se puede caminar por la vía?
—Solo un pequeño tramo. Más adelante la situación es aún peor.
—¡Oh, cielos! —murmuró la corista—. ¡Tengo que llegar a Manchester!
—Lo pregunto porque quizá haya otra línea u otra estación cerca de aquí —dijo Lydia.
—Bueno, está Hemmersby —respondió el revisor—. Es un ramal que se une a esta línea en Swayton, pero yo no lo intentaría, no con este tiempo.
—Es este tiempo lo que nos incentiva —apuntó David—. ¿A qué distancia está Hemmersby?
—No sabría decirlo. A unos ocho o diez kilómetros, quizá.
—¿En qué dirección?
El revisor señaló al exterior desde la ventanilla del pasillo.
—¡Sí, pero no podremos cargar con nuestros baúles! —exclamó Lydia—. ¿Qué será de ellos?
El revisor se encogió levemente de hombros. La locura no era asunto suyo, y desde luego se enfrentaba a ella con mucha asiduidad.
—El equipaje permanecerá en el tren hasta llegar a su destino —respondió—, pero no sabría decir cuándo será eso.
—Según usted, aparecerá antes que nosotros —intervino David con una sonrisa.
—Usted lo ha dicho —respondió el revisor antes de proseguir su camino, harto de la conversación.
Siguió un breve silencio. Lydia dejó de mirar al pasillo y al volverse clavó la vista en la ventanilla del compartimento.
—Ya casi ha dejado de nevar —anunció—. Y bien, ¿qué proponen?
—«Casi» no es del todo —respondió con cautela su hermano.
Siguió un nuevo y breve silencio. Jessie Noyes se miró la punta de los zapatos, temerosa de comprometerse. El oficinista de las mejillas encendidas parecía estar en la misma tesitura. La expresión del pelmazo, por otro lado, era decididamente desfavorable.
—Eso es buscarse problemas —declaró al ver que nadie más hablaba—. Quizá ninguno de ustedes se ha perdido en una tormenta de nieve, pero yo sí.
—Ah, pero eso fue en Dawson City —murmuró David—, donde cuando nieva, nieva.
Entonces ocurrió algo sorprendente. El anciano abrió de pronto los ojos y se irguió en el asiento. Miró fijamente al frente, pero Jessie, que estaba en su línea de visión, habría jurado que no la veía. Un instante después, el hombre se volvió hacia el pasillo. Al otro lado de la ventanilla del pasillo algo se movió: una borrosa mancha blanca que se fundió en el inmenso manto de nieve mientras todos la miraban.
—La otra línea... sí, sí, es una muy buena idea —dijo el anciano—. ¡Feliz Navidad a todos!
Cogió su bolsa de viaje del portaequipajes, cruzó de un salto al pasillo, salió del tren y en cuestión de segundos también él había desaparecido.
—¡Ahí va un pirado donde los haya! —comentó el pelmazo.
—¿Y bien? ¿Cómo se supone que tenemos que interpretar eso? —preguntó David después de una pausa.
—Yo ya les he dado mi opinión —intervino el pelmazo, y lo repitió dándose unos golpecitos en la sien.
—Sí, pero me temo que no puedo mostrarme de acuerdo con su opinión en caso de que los demás imiten el ejemplo del supuesto pirado —respondió David—. Como bien recordará, estábamos hablando de hacer lo que él acaba de hacer.
—Sí, pero nosotros no lo haríamos de un modo tan apresurado —objetó Lydia—. ¡Por un momento casi he creído que había visto a Carlos I!
A pesar de su tono despreocupado, estaba muy pendiente de cómo encajaban los demás su comentario.
—¡Carlos el Pamplinas! —masculló el pelmazo.
—¿No fue Nerón quien tocó el violín1 mientras veía arder Roma? —dijo David—. En fin, antes de que el anciano saltara a la vía ahí fuera había alguien, de modo que aunque no sea una empresa fácil, no es imposible. —Se volvió hacia Jessie Noyes—. ¿Usted qué opina?
Jessie miró por la ventanilla. La nieve había dejado de caer y la inmóvil escena blanca era como una película que se hubiera detenido de pronto.
—No sé —respondió—. No... no quiero ni imaginar lo que ocurrirá si no llego a Manchester.
—Es importante, ¿verdad?
—¡Oh, sí!
David miró a su hermana y ella asintió.
—Si usted va, nosotros también —dijo.
—¡Pero no quiero que lo hagan por mí! —exclamó Jessie.
—Lo haríamos por usted solo en parte —aclaró Lydia—. Creo sinceramente que la estaríamos usando como excusa. Verá, ¡queremos disfrutar de esas mullidas camas! Y además hay otra cosa —añadió, no sin cierta vacilación—. Al menos... a mí se me ha pasado por la cabeza.
—¿A qué te refieres? —preguntó David.
—Supongo que es una ridiculez —respondió ella—, pero hasta cierto punto no puedo evitar estar un poco preocupada por el señor... ¿cómo era? ¿Maltby?
—Edward Maltby, de la Real Sociedad de Psicología —asintió David.
—¡Es un hombre tan mayor...! ¿Cómo nos sentiríamos si mañana leyéramos en los periódicos que lo han encontrado enterrado bajo la nieve?
—Mañana es Navidad y no hay prensa —comentó su hermano.
—Eso no hace que disminuyan sus posibilidades de morir sepultado bajo la nieve, querido —replicó Lydia.
Jessie trinó entonces, casi creyéndose su propia excusa:
—Sí, es como si tuvieras la necesidad de ir tras él, ¿verdad?
—Pues este que les habla no la tiene —respondió el pelmazo, sumando sin saberlo un punto a favor de la partida.
La verdadera excusa de Jessie era que en Manchester había un representante teatral que al día siguiente se habría marchado, dando así al traste con la posibilidad de firmar un contrato con él, y esa posibilidad quedó recalcada por la voz del revisor cuando este regresó por el pasillo respondiendo a las preguntas que los pasajeros le hacían al pasar: «Lo siento, señor. De momento nada». «Sí, señor, quizá dure toda la noche».
—¡Oh, vamos! —exclamó Lydia.
—Yo... iré con ustedes, si me lo permiten —añadió el oficinista con dubitativo arrojo—. Podemos formar un grupo.
La oleada de espíritu aventurero rápidamente tomó cuerpo. Lydia ya estaba en pie y cogía en ese momento su pequeña maleta del portaequipaje. De haber sabido cuál era el destino de esta, tal vez la habría dejado. Solo el viejo pelmazo fruncía el ceño.
—No pensará ir, ¿verdad? —preguntó a la corista.
—¿Por qué no, si ellos van? —respondió ella.
—Hágame caso y quédese... conmigo.
Cegado por su propia vanidad, el hombre no cayó ni por un segundo en la cuenta de que su comentario había decidido la cuestión.
Celebrando haberse librado de su compañía y pertrechados con su pequeño equipaje, los cuatro aventureros bajaron a la gruesa capa de nieve. David levantó la mano y cerró con fuerza la puerta del vagón, cuyo pasillo había empezado a llenarse de viajeros curiosos, y fue entonces cuando dio comienzo el viaje por ese extraño país de las hadas.
Empezó con una facilidad pasmosa. Si las dificultades se hubieran presentado de inmediato, probablemente habrían vuelto sobre sus pasos, aunque el orgullo se habría rebelado contra la retirada en tan temprana fase de la aventura, y la visión de la expresión triunfal del pelmazo fue otro factor determinante a la hora de no retroceder. Siguiendo las profundas huellas que el señor Maltby había dejado tras de sí durante unos metros a lo largo de la vía, llegaron a un camino que se separaba de la línea del ferrocarril y se perdía en la blanca distancia. El trazado del camino estaba casi borrado, pero lograron identificarlo gracias a una valla y un letrero que decía: «Camino a Hemmersby». Aquel era sin duda un punto por el que, en circunstancias normales, los peatones cruzaban la vía.
La valla no tardó en desaparecer. El límite que identificaba el camino desapareció, aunque parecía que este continuaba en diagonal cruzando un campo. Las huellas de Maltby y algo parecido a una carretera al otro lado de un seto lejano mantuvieron vivas las esperanzas del grupo, pero cuando llegaron allí y descubrieron que nada tenía que ver con lo que habían imaginado, la esperanza decayó un poco.
—Supongo que... que vamos en la dirección correcta, ¿verdad? —preguntó Jessie.
—Seguro que sí —respondió alegremente David—. ¡Sigamos las huellas!
—Puede que no sean las correctas—dijo el oficinista.
—¡Qué lógica más deprimente! —exclamó David—. Por cierto, supongo que se habrán dado cuenta de que estamos siguiendo más de un par de ellas.
—Sí, así que el otro hombre no puede haber sido Carlos I —añadió Lydia—, porque los fantasmas no dejan huellas. ¡Vamos! ¡Quiero llegar a alguna parte!
Siguieron en su incierto avance. Mientras cruzaban un segundo campo empezó a nevar de nuevo. Cada uno de los cuatro a punto estuvo de sugerir regresar al tren y a todos les faltó el valor moral para expresar en palabras sus vacilaciones.
El segundo campo descendía hasta un pequeño valle. De pronto, David soltó un grito. Se había adelantado un poco al resto.
—¡La carretera, chicos, la carretera! —gritó.
Los demás le dieron alcance y lo encontraron mirando desconsolado una larga y estrecha zanja. Camuflada por la nieve, esta no hizo sino prolongar la decepción que se había adueñado ya del grupo.
—Cuando estemos solos, David, te diré lo que pienso de ti —dijo Lydia.
—Y ahora ¿hacia dónde? —preguntó Jessie, intentando no dejarse llevar por el pánico.
Miraron en derredor. La nieve, cada vez más densa, casi había borrado las huellas de sus predecesores. Justo al otro lado de la zanja, estaban desapareciendo con rapidez.
—¿Y si volvemos? —propuso David, por fin dando voz a la sensatez.
Miraron hacia atrás. La ladera por la que habían bajado quedaba apenas visible tras la cortina de blancos remolinos y, mientras seguían allí dubitativos, sus propias huellas desaparecieron bajo la nueva capa de nieve.
—¡Sí, regresemos! —gritó Sylvia—. ¡El pelmazo tenía razón!
Echó a correr. Una voz la detuvo en seco.
—¡Por allí no! —gritó David.
Se enzarzaron en una discusión sobre la dirección a seguir mientras los copos cada vez más gruesos lo borraban todo excepto a ellos.
Al final decidieron que era tan insensato intentar regresar como seguir adelante. Sortearon la zanja, avanzaron dando tumbos por una zona boscosa cruzaron otro campo, bajaron a otro valle y tropezaron con otra zanja. Tres jadeantes figuras lograron llegar al otro lado de esta sin necesidad de ayuda. A la cuarta, Jessie, tuvieron que sacarla entre los demás.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó David, visiblemente angustiado.
—No, estoy bien —respondió Jessie, balanceándose.
David agarró su cuerpo inconsciente justo antes de que cayera al suelo, y si la situación hasta entonces había sido mala, de pronto pasó a ser muy complicada. Lydia corrió a su lado.
—¿Qué ocurre? —exclamó.
—La pobre se ha desmayado —respondió David—. ¡Ahora sí que tenemos que encontrar un refugio, Lydia!
—¿Puedes cargar con ella en brazos?
—Pesa poco.
—Pues vamos. Quedarnos aquí no servirá de nada. ¿Dónde está el otro hombre?
Oyeron su voz al tiempo que ella hablaba. El oficinista había desaparecido, pero en ese momento desde el otro lado de la blanca cortina se oyó su voz apagada.
—¡Menos mal! ¡Una verja!
Tras cargar en brazos con la figura inconsciente y decirle a su hermana que cogiera la maleta que la corista había soltado al caer, David se apresuró hacia la voz. Buscó en vano a su dueño.
—¡¿Adónde ha ido?! —vociferó—. ¡Vuelva a gritar!
Un instante después, el oficinista apareció delante de él y a punto estuvieron de colisionar.
—¡Santo cielo! —jadeó el oficinista contemplando la carga de David—. ¿Está grave?
—Espero que no. Solo se ha desmayado —respondió David—. ¿Dónde está esa verja?
—Justo detrás de mí. Creo que lleva a alguna parte.
En otro momento, David habría comentado que las verjas suelen llevar a algún sitio, pero no estaba de humor para el sarcasmo.
—Ábrala —dijo.
—No se abre —respondió el oficinista—. La nieve ha cubierto el suelo hasta media altura.
—¡Maldita sea! Tendremos que pasar por encima. Salte usted primero, si es tan amable, y se la pasaré. ¿Cree que podrá?
—Sí, claro.
—Salta tú también, Lydia, y ayúdale.
De un modo u otro, por fin lo lograron. Al otro lado de la verja, David volvió a tomar en brazos a la corista, con la nieve cubriéndole casi hasta las rodillas. La nieve subía como la marea y cada metro resultaba más difícil que el anterior.
—A mi juicio —murmuró Lydia, sacando a rastras de un pequeño charco blanco una pierna empapada—, ¡me parece que la señorita inconsciente se está llevando la mejor parte!
—No lo hará cuando vuelva en sí —respondió David.
—Siempre dispuesto a instruirme —sonrió Lydia.
—¿Se ha caído? —preguntó el oficinista.
—Todos nos hemos caído —le recordó David—, pero parece que su caída ha sido más aparatosa.
Al doblar una curva —el camino estaba lleno de ellas— ocurrió un incidente que provocó a un tiempo la alarma y también la esperanza. Una masa de nieve casi los envolvió. Fue como una avalancha en miniatura que cayó sobre ellos de la nada. Advertidos por el susurro previo, David y Lydia lograron zafarse, pero el oficinista no tuvo tanta suerte. Desapareció durante un segundo y emergió al poco, seguido de un montículo de nieve sucia, farfullando.
—¿De dónde ha caído eso? —gritó David.
—Creo que de un tejado —respondió Lydia.
—¡Esperemos que así sea! —dijo David con gesto devoto—. Daos la vuelta y mirad. Diría que el caballo de carga no tiene tanta movilidad. Pero prenez garde!
Se quedó donde estaba, y pegó contra su cuerpo la carga que sostenía en brazos para darle calor mientras ellos investigaban. Momentos más tarde informaron de la existencia de un granero.
—¡Espléndido! —exclamó David—. ¡Una noticia fantástica! ¡Los graneros no aparecen solos! Antes de que nos demos cuenta, encontraremos una casa.
—¡Una casa! —repitió Lydia, presa de un éxtasis casi delirante—. ¡Había olvidado que esas cosas existían! Una casa... con chimenea... ¡y baño! ¡Ah, un baño!
—Suena genial —apuntó el oficinista, cuyos dientes no dejaban de castañetear.
Con renovadas esperanzas reemprendieron el dificultoso camino. Doblaron otra curva. A ambos lados se elevaban unos magníficos árboles blancos y el follaje se incrementó. Luego el camino pareció descender, lo cual no fue bueno porque aumentaba el espesor de la nieve y también la sensación de estar encerrados en ella. Imposible ya volver atrás, avanzaban adentrándose en una prisión blanca.
El ambiente se volvió momentáneamente asfixiante. Luego, de pronto, el oficinista soltó un grito.
—¿Qué? ¿Dónde? —chilló David.
—¡Aquí! ¡La casa! —jadeó el oficinista.
Casi cegado por los copos de nieve que no cesaban de arremolinarse a su alrededor, el hombre había bajado la cabeza. Y cuando el edificio apareció abruptamente en su camino, logro evitar por muy poco darse de bruces con la puerta principal.
1 Juego de palabras con el original fiddlesticks, cuyo significado es a la vez «pamplinas» y «arco de violín». (Todas las notas son del traductor)