Primera edición digital: noviembre 2016
Composición de la cubierta: Óscar Giménez
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: Elena Pina
Versión digital realizada por Libros.com
© 2016 Begoña Gozalbes, Diana Rubio, Eli Gallardo, Fernando Cuñado, Ignacio Martín Granados, Imma Aguilar Nàcher, Jorge Carrión, Juan Carlos Calderón, Julio Otero, María Vázquez Lorca, Santiago Castelo, Toni Aira, Xavier Peytibi
© 2016 Libros.com
info@libros.com
ISBN digital: 978-84-16881-72-7
Coord. por Julio Otero y Diana Rubio
A nuestras familias, amigos y a todos los que nos han apoyado en
este proyecto, sin vosotros nada de esto tendría sentido.
A los creadores, artistas y profesionales de las series de televisión,
que hacen disfrutar a millones de personas a través de la pequeña
pantalla, haciéndonos partícipes de la realidad paralela que sirvió
como chispa para crear esta obra.
A los profesionales de la comunicación política, que sin apenas
reconocimiento trabajan sin horarios para que los políticos lleguen
mejor a los ciudadanos.
Todo es política, sin duda. Todas las relaciones son relaciones de poder, por supuesto. Todas las series de televisión, por tanto, integran de un modo u otro negociaciones ideológicas, formas de liderazgo, modelos de gobierno, estructuras de asociación popular, corporativa o de partido; el trasfondo, real o ficcionalizado, de la política estadounidense; ese debate interminable que recorre la espina dorsal de los Estados Unidos al menos desde los años 40: entre imperialismo y democracia.
Tal vez sea The Walking Dead, gracias a su naturaleza post-apocalíptica, la que mejor se ha revelado como un laboratorio de modelos de gobierno. Los protagonistas se van organizando de distintas maneras, que incluyen la asamblea, la militarización, el liderazgo único o compartido e incluso la dictadura. Cuando Rick Grimes fortifica la prisión donde se han refugiado de los muertos vivientes y se enfrenta al Gobernador, líder psicópata de otra comunidad de supervivientes, vemos cómo se contraponen dos figuras de poder del viejo sistema finiquitado, la del policía y la del político, las fuerzas de la ley y las fuerzas de la legislación y el Gobierno. Aunque en todas las series las fronteras entre esas dos esferas sean obviamente porosas, en el mundo arrasado que propone The Walking Dead, donde el ser humano ha retrocedido hasta el canibalismo, directamente se superponen y se confunden. Las células anarquistas y libertarias y las microcomunidades utópicas tienen los días contados: sólo los grupos de espíritu y efectividad militar, criminales, pueden sobrevivir en el nuevo escenario político mundial.
Si damos por cierto que la tercera edad de oro comienza en 1999 con el estreno simultáneo de The West Wing y The Sopranos, también podemos afirmar que lo hace con una doble apuesta en términos políticos: la macropolítica de la Casa Blanca y la micropolítica de una banda mafiosa de New Jersey. Desde entonces esa ha sido la tendencia de las series norteamericanas más significativas. O bien enfocar la actividad de alcaldes (The Wire, Boss), gobernadores (The Good Wife), agencias de seguridad nacional (24, Homeland) y presidentes de los Estados Unidos de América (Commander in Chief, House of Cards). O bien crear pequeñas comunidades en tensión, sobre todo a partir de una figura fuerte: criminales (Deadwood, Sons of Anarchy, Breaking Bad) o profesionales (Six Feet Under, Mad Men, The Newsroom), cuando no criminales y profesionales al mismo tiempo (como ocurre en The Shield o en Orange is the New Black, a través de los puentes que tiende la corrupción).
Es cierto que todas las series de televisión se apoyan en una red de personajes redondos y que muchas de las mejores son realmente corales, pero la tendencia principal coloca el peso de la producción sobre los hombros de un protagonista. Incluso en proyectos que no contemplaban esa necesidad, como The West Wing, donde Aaron Sorkin pretendía dejar al presidente Josiah Bartlet en un perpetuo segundo plano desenfocado, mientras la atención se centraba en su gabinete de asesores y técnicos; se impuso finalmente la figura carismática, estupendamente interpretada por Martin Sheen, del presidente. Es coherente que así sea. Al fin y al cabo, el presidente de los Estados Unidos es la figura central de la realidad de ese país. Es su pater familias. No es casual que Bartlet y Tony Soprano sean padres. Ni que tampoco lo sean Walter White, Jax Teller, Vic Mackey o Don Draper. No sólo son padres sino que, además y en la medida de sus posibilidades, son padres correctos, buenos, incluso excelentes, que hacen cualquier cosa por el bien de sus familias. El problema, por supuesto, es que se sienten responsables de dos familias, la biológica y la profesional, cuyos intereses son a menudo incompatibles. Fijémonos en Lost: una serie en la que todos los personajes tenían problemas muy graves con sus padres o con sus hijos, pero en la que varios líderes se sentían responsables del bienestar de las respectivas comunidades, con estrategias tan distintas como las de Jack Shephard o las de Benjamin Linus.
En esta segunda década se ha consolidado el protagonismo femenino de las series políticas. The Good Wife, Madam Secretary o Scandal permiten hablar de una transición en términos de género (que tiene en Borgen su gran ejemplo europeo). En House of Cards, con su protagonismo compartido por Frank y Claire Underwood, encontramos otra novedad significativa: no son padres. Dirigir el país como ellos lo hacen, anteponiendo siempre los intereses personales o los colectivos, es más fácil si no has experimentado nunca la preocupación y el sacrificio que son intrínsecos a la paternidad.
Si The West Wing trató de retratar un proceso utópico de presidencia ética —que ha tenido en Obama una traducción parcial en lo real—, sus giros manieristas, sus hijos bastardos, ya no pueden o no quieren creer en el idealismo. Tal vez sea culpa del 11-S y sus consecuencias (la guerra absurda, la paranoia extendida, los drones, la vigilancia masiva). Pero lo cierto es que en todas las series de alta política posteriores a la obra maestra de Aaron Sorkin se da por supuesto que el Gobierno es manipulador, corrupto y a menudo asesino.
En los primeros capítulos de Borgen la nueva primera ministra contrata como asesor a un brillante analista político con estudios en las más prestigiosas universidades, que vive en la esfera de las ideas y nunca se ha ensuciado las manos. Tras dos errores de bulto decide prescindir de él y contrata a su antiguo asesor de campaña, mentiroso compulsivo, cínico, descreído. El primer personaje hubiera podido tener protagonismo en The West Wing, pero de cualquier ficción política posterior sólo puede ser despedido.
Estrictamente contemporáneas de la obra de Beau Willimon tenemos otras dos que han puesto sobre la mesa el mismo tema: la infiltración. Si Frank y Claire llegan a la presidencia de los Estados Unidos a través de artimañas y tejemanejes, infiltrándose capa a capa en el tejido del Gobierno, Nicholas Brody es un terrorista islámico con disfraz de militar estadounidense en Homeland y el matrimonio de The Americans está conformado por dos espías rusos que se hacen pasar por americanos. Ambas series hablan de un cambio de punto de vista. Si durante la primera década del siglo XXI las series de los Estados Unidos enfocaron casi exclusivamente su propia realidad, casi siempre a través de una mirada central masculina, las de la segunda década han abierto brutalmente el campo de visión hacia otras cartografías y han empezado a situar en su eje una mirada de mujer, como la de Carrie Mathison, geopolítica y muy lúcida.
Esa mutación de la mirada se puede observar en otras dos series también coetáneas, que hablan de la crisis irreversible de la figura paterna: The Affair y Transparent. Como en la primera, cuyos capítulos están divididos en dos partes, una que nos cuenta la historia desde el punto de vista narrativo de un personaje masculino y otra que hace lo propio con el de un personaje femenino, las series están aprendiendo a repartir su espacio narrativo entre personajes de uno y otro sexo. Igual que el protagonista de la segunda, las series están asumiendo también que la identidad es movediza: es bello observar esa transformación.
Y ver cómo el patriarcado heterosexual se nos deshace entre los píxeles. El protagonista de The Affair es un pésimo padre. Y Carrie Mathison es madre soltera. Y en el matrimonio de The Americans él sufre las dudas y la sentimentalidad que en siglos anteriores se habrían vinculado con la figura femenina, mientras que ella se muestra mucho más convencida, sólida y —digamos— «patriarca». Si los presidentes y los gobernadores y los alcaldes y los jefes de la policía han dejado de ser pater familias modélicos, no cabe esperar que ese rol permanezca intacto en los espacios profesionales y en el interior de los hogares.
Mientras que en Homeland y en The Americans, como sólo es habitual en el cine y las series de espías, la acción se sitúa a menudo en países extranjeros, en Tyrant —su consecuencia lógica— vamos más allá y la obra entera se ubica en un país del norte africano. Un país inventado, pero cuyos paisajes han sido rodados en Marruecos e Israel; un país imaginario, pero que asiste al posible crepúsculo de una larga dictadura tras la muerte del patriarca y la explosión de las primaveras árabes. Así culmina —provisionalmente— un proceso de infiltración en la otredad. Un proceso de domesticación de la otredad. Porque los Estados Unidos no programa en sus canales de difusión las series israelíes que le interesan: las versiona. Las series son los engranajes de una gran maquinaria política de traducción e interpretación de la realidad desde el punto de vista del imperio. Como espectadores y observadores, nuestra única opción es intentar lecturas de conjunto de ese mosaico en perpetua expansión.
Todo es política: también nuestras miradas. Todo son relaciones de poder: también las que mantenemos con las series.