Moreno Arenas, Diego Andrés, Hno.
El sujeto crítico : una lectura desde Hannah Arendt / Hno.
Diego Andrés Mora Arenas. -- 1 ed. – Bogotá (Colombia) :
Ediciones Unisalle, 2015.
140 p. : il. ; 24 x 17 cm.
Incluye notas de pie de página
Incluye referencias bibliográficas (p. 135-139)
ISBN 978-958-8844-97-8
1. Bien y mal 2. Ética 3. Filosofía Moderna. 4 Filósofos alemanes - Siglos XVIII-XX 5. Totalitarismo 6. Arendt, Hannah, 1906-1975 – Crítica e interpretación. 7. Kant, Emmanuel, 1724-1804 – Crítica e interpretación. I. Tít.
111.84 CD 21 ed.
UNIVERSIDAD DE LA SALLE-ULS
ISBN impreso: 978-958-8844-97-8
ISBN digital: 978-958-8844-98-5
Primera edición: Bogotá D.C., julio del 2015
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INTRODUCCIÓN: SOBRE EL ORIGEN DEL MAL MORAL
1. DEL MAL RADICAL A LA BANALIDAD DEL MAL
Kant y el mal radical
Sobre la conformación del mal radical
Hannah Arendt: relectura del mal radical y banalidad del mal
El mal radical en el contexto del totalitarismo
Eichmann y la banalidad del mal
Algunas consideraciones ulteriores: el sentido ético-político del pensar
2. MODERNIDAD DICOTÓMICA: DE LA EFICACIA RACIONAL Y EL SILENCIO MORAL
Algunas puntualizaciones sobre la modernidad
Entendiendo la contradicción: la modernización
Modernidad, novedad y compromiso
Potenciador número 1: la burocracia
La burocracia como dominio moderno
Max Weber: la burocracia como jaula de hierro
Potenciador número 2: el totalitarismo
Articulando burocracia y totalitarismo: el Estado-nación
Origen histórico y características del totalitarismo
Arendt y el totalitarismo: hacia una propuesta de solución
3. HACIA UNA RECONSTRUCCIÓN DEL SUJETO REFLEXIONANTE: DE KANT A ARENDT
Hannah Arendt: tres perspectivas sobre el hombre
El hombre como ser moral
La crítica del juicio y el juicio reflexionante
El hombre como especie de la naturaleza
Juicio estético y sentido común
Hannah Arendt: la educación como acción
Aproximándonos al concepto de educación
La educación crítica como alternativa al totalitarismo
CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA
Este libro parte de una constatación: hay que reconocer la desoladora y abundante presencia del mal moral en la historia humana. Violencias exacerbadas conducidas hasta la muerte, en no pocas veces con crueldad extrema; explotación incesante del más débil en favor de los intereses del fuerte; desconsideración inmisericorde de la necesidad y el dolor ajenos; deslealtad en la relación mutua… Y todo ello desde la escala más pequeña de las relaciones individuales e interpersonales o de los pequeños grupos, hasta la global de las grandes corporaciones, grupos, etnias o naciones. Y aun así nos quedamos cortos. Como bien lo afirma Gómez,
[...] cualquier descripción que se haga de la historia humana constituirá un cuadro dolorosamente sombrío. Caben, obviamente, matizaciones, unas y otras; y es justo también pedir que no se olviden los tintes claros del cuadro, que no son menos reales por el hecho de que sean tantas veces anónimos y menos noticiables. Pero el recuerdo de éstos no impedirá que la impresión de conjunto sea muy penosa; más todavía para quien la contemple con perspectiva humanista, desde una alta valoración del ser humano y sus posibilidades.1
Puestas así las cosas, parecería que nuestra misma naturaleza nos condena a caer en el pesimismo, e incluso en el nihilismo.
Pero no todos comparten esta premisa. Quizás por fe, confianza o mero optimismo en el sujeto humano y sus posibilidades, las lecturas en este sentido también se han sucedido desde los albores de la humanidad. Una de las más conocidas es el criticismo kantiano, que se apoya en una gran confianza en la condición humana, puesto que su método trascendental asume implícitamente una “razón humana”2 bien constituida, capaz de instaurar su autocrítica y corregir sus propias desviaciones. Y la reflexión sobre la conciencia moral conduce al hallazgo de la naturaleza real de la razón —Faktum der Vernunft—3que establece un uso práctico de la misma razón, con su inapelable imperativo categórico, que al fundamentarse en “el valor absoluto del ser humano, fin en sí mismo, nunca simplemente medio”4 permite a los sujetos descubrirse como legisladores autónomos, seres personales, dotados de dignidad y no precio, esto es, nunca como puros medios. Los descubre, por consiguiente, como libres.
Presentados los hechos de esta forma, no cabe duda de que esta concepción antropológica del criticismo kantiano es optimista. Por ello no deja de ser significativo que en su texto La religión dentro de los límites de la mera razón el mismo Kant dé un viraje en su discurso y llegue a hablar no solo del mal, sino del mal radical que habita en este mismo sujeto humano. Más allá de entrar a preguntarnos sobre las razones que pudieron haber desencadenado tal cambio, nos interesa recuperar el sentido de esta conceptualización, así como su utilidad posterior en la construcción del discurso sobre el mal que Hannah Arendt realiza a mediados del siglo XX.
En primer lugar tendríamos que aclarar por qué Kant apela al término mal radical. De acuerdo con el mismo Gómez, su elaboración pasa por las raíces cristianas del pensamiento occidental, en concreto la asociación del mal con el pecado: “La teología del pecado original es un intento de respuesta a la pregunta por el origen del mal: ante todo, del pecado y, desde ahí del mismo mal físico. Referirse a ella, aunque brevemente, es imprescindible, a mi entender, para comprender el recurso de Kant al mal radical”.5 Para desarrollar su argumentación, Gómez acude al mito, tal como lo ha entendido Paul Ricoeur, esto es, “como una narración simbólica que actúa como matriz de las orientaciones de sentido de una tradición”.6 Así, mientras las culturas mesopotámicas habrían tenido un mito teogónico, que refería el mal, tanto físico como moral, a conflictos de fuerzas prehumanas, divinas y cósmicas, en el caso de los helénicos este habría sido un mito trágico, ya que con la misma dinámica destacaba la dependencia de los humanos respecto a esas fuerzas y su arbitrariedad. No obstante, la tradición bíblica, con su mito adámico, representa una ruptura, puesto que permite una visión más optimista de la creación —vio Dios que era bueno— y del mismo hombre: al atribuir el origen del mal a Adán, lo llama a sentirse responsable de ese mal y a ser capaz de evitarlo o disminuirlo.
Tal cosmovisión fue recogida por nuestra cultura occidental a través de la influencia cristiana. Así, el mal moral cobra la índole de pecado, ya que subraya no solo la responsabilidad humana, sino una especial gravedad por cuanto se opone al plan benéfico de Dios para los humanos. Lo interesante de este asunto es que “aun cuando se reconoce un realce de la dimensión ética de la vida desde una matriz religiosa —con la consecuente superación de visiones fatalistas—, también hay que percatarse que la misma tradición bíblica leída desde el Cristianismo se ha prestado en no pocas oportunidades para una exacerbación del pecado humano, trayendo consigo una desmedida culpabilización”.7 Precisamente la más influyente de estas doctrinas es la teología del pecado original, que mencionamos anteriormente, y que se basa en una lectura literal del pasaje del génesis y su posterior contraste —de nuevo de forma parcial— con la carta de Pablo a los romanos.8 Kant, de notable raigambre cristiana, conoció tal tradición, y quizás se inspiró en ella para proponer la conceptualización del mal radical. Sin embargo, su entendimiento de esta prescinde de argumentos religiosos, o al menos los subsume, y se centra más bien en un desarrollo meramente racional, tal como indica el título de su obra.
Esta investigación pretende ser una aproximación al concepto de banalidad del mal en Hannah Arendt, así como una interpretación de las nuevas posibilidades de comprensión que dicho concepto aporta a la instauración de la conciencia crítica dentro del contexto de la modernidad. Para tal fin, el presente libro se estructura de la siguiente manera: un primer capítulo que se constituye en un acercamiento al desarrollo histórico del concepto de banalidad del mal en el pensamiento arendtiano, a la vez que se recupera su origen primero en el diálogo que la misma autora sostiene con Kant; un segundo capítulo, en el que se exploran algunos potenciadores modernos de la producción a escala masiva de la codición de víctimas9 y su directa interdependencia con la irreflexión del individuo; y un tercer capítulo en el que se refuerza la importancia capital del juicio y el sentido común dentro de la dinámica personal y social, y una exploración de un nuevo tipo de educación crítica que se plantea como potenciador de la conciencia reflexiva.
1 Gómez Caffarena,, “Sobre el mal radical”, 43.
2 Gómez Caffarena, evidencia cómo llama poderosamente la atención el que Kant en la Crítica a la razón práctica no hable de la razón en sentido genérico, sino de la razón humana. Su uso de este adjetivo, o del equivalente Unsere, die unsrige, da a entender que lo humano hace referencia a la autorreflexión y la capacidad de llegar a las condiciones de posibilidad de sus conocimientos.
3 Kant, Crítica de la razón práctica, 44.
4 Kant, Fundamentación metafísica de las costumbres, 49.
5 Gómez Caffarena,, “Sobre el mal radical”, 45.
6 Ricouer, La symbolique du mal, 162.
7 Gómez Caffarena,, “Sobre el mal radical”, 44.
8 Rm 5, 12-21. Aun cuando su intención principal es mucho más sencilla —primacía de la gracia y el amor de Dios frente a la falta humana, y la redención de Cristo como prueba irrefutable de ese amor—, este pasaje se leyó más en referencia al pecado original, largamente explicitado en el inicio del texto: el pecado, que entró al mundo por Adán, y a través suyo y de sus hijos, se transmitió a la humanidad entera, con la consecuente instauración de una visión culpable y penitente. Tal énfasis marcó profundamente toda la praxis cristiana hasta bien entrado el siglo XX.
9 En cuanto sujetos políticos que han sido despojados de sus derechos.
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Del mal radical a la banalidad del mal |
En el contexto de la modernidad el pensamiento progresista y evolucionista se estableció como hegemónico. Tal situación hizo poco propicia la aceptación o acogida de explicaciones mítico-religiosas para las realidades humanas. Pero no significó necesariamente el abandono de las cuestiones que estas se planteaban. Tal es el caso del origen del mal moral. Así, nos encontramos con la clásica discusión entre Hobbes —que culpabiliza a lo natural y ve la salvación en la sociedad— y Rousseau —para quien el estado natural debe ser exaltado y atribuye su deterioro a la relación social—. Kant, como hijo privilegiado de su tiempo, se nutre de esta discusión, y si bien explicita la influencia de Rousseau en su pensamiento, curiosamente abraza una postura mucho más cercana a Hobbes: “El hombre es por naturaleza malo”, llegará a afirmar en la primera parte de La religión dentro de los límites de la mera razón. No obstante, su tesis es mucho más matizada que la de Hobbes: “en el corazón humano hay una inclinación a la maldad —Hang xum Bösen— pero también una disposición al bien”.1 Y va aún más lejos al afirmar que esta última es más originaria y, en caso de perderse, puede ser restaurada. Tal restauración, que es siempre un nuevo nacimiento, sería tarea de toda religión.
Ahora bien, ¿cuál es el meollo de la propuesta kantiana? De acuerdo con Gómez, si lo que perseguimos es ubicar el origen primero o la raíz —de allí lo radical— “de donde surgen las acciones moralmente malas presentes en la historia empírica del género humano en Kant, dados su presupuestos criticistas, es necesario reconocer y diferenciar dos enfoques que se sobreponen: a) hay que remontarse de los individuos al género y b) hay que remontarse desde el fenómeno empírico hasta lo puramente inteligible —noúmeno—, esto es, hay que realizar una abstracción”.2 Con esta aclaración metodológica se entiende por qué cuando Kant habla en su reflexión ética sobre la autonomía, con la que la voluntad humana libre se da el imperativo moral, pertenece a este nivel inteligible y noumenal, mientras que las actuaciones históricas malas forman parte del fenoménico.
Es precisamente en este último enfoque en el que tendríamos que detenernos. Kant no había especificado cómo y en qué sentido pueden las acciones malas ser libres:
La libertad —Freiheit— en que había insistido no es más que la misma voluntad —Wille— que dicta el imperativo; no se ve cómo podría originar actos contrarios. Resuelve entonces el problema apelando a otra noción de libertad, el albedrío —Willkür—. De él provienen las acciones empíricas, buenas y malas. Es, obviamente, algo propio de cada individuo humano. Pero se vislumbra que no puede ser en sí algo empírico sino noumenal.3
Vemos entonces cómo su argumentación construye implícitamente un sujeto humano real e individual, que en pleno uso de sus facultades puede derivar en actuaciones buenas o malas. Este individuo es a quien va dirigido el imperativo categórico.
Acto seguido, Kant se pregunta por el acto inteligible en sí mismo —Tath— anterior a su concreción empírica. Lo denomina intención o actitud —Gessinnung—. En esa intención el albedrío decide a cuál máxima suprema se atendrá para sus actuaciones: “Actuará éticamente bien, y será bueno éticamente, si decide anteponer a todo el imperativo. Actuará mal y será malo en caso contrario”.4 De esta forma se entiende por qué para Kant el mal es el resultado de una perversión de la propia conciencia, la imposición de nuestra inclinación a nuestra disposición.
Retomemos ahora el primer enfoque. Aclarar la universalidad histórica de las actuaciones humanas malas exige remontarse desde los individuos hasta el género. Es en este contexto en el cual Kant propone el mal radical —radicale Böse—. Así, lo universal de la maldad provendría de una intención —Gesinnung— contraria al imperativo moral. Con esto logra sintetizar lo nuclear de los dos enfoques: la actitud es la raíz de las actuaciones, pero no es suficiente, porque esta varía en cada individuo, así que se apela a hablar de una raíz del mal moral en el género humano, tal como lo permite el segundo enfoque.
Queda entonces preguntarnos, ¿de qué sujeto estamos hablando? Si bien Kant rechaza convenientemente una transmisión histórica o hereditaria de la culpa moral, apela a un concepto que denomina “culpa innata” —angeborene Schuld—. Tal culpa es natural, en el sentido de preceder a toda actuación y aun a toda actitud, mientras las condiciona. Pero, agrega, para tener ese influjo sobre la conciencia moral no puede ser considerada como perteneciente a la naturaleza, sino que “tiene que haber surgido de la libertad humana y por ello puede ser imputada”.5 Tal paso, en la lectura particular de Gómez, no deja de resultar chocante, puesto que “la sustitución de algo histórico heredado por algo innato hace muy impugnable y frágil toda la reflexión sobre el mal radical”.6 Acto seguido, recupera el razonamiento kantiano apelando a lo que el autor alemán denominó fundamento: “[…] tiene que ser siempre él mismo un acto de libertad […] el fundamento del mal no puede residir en ningún objeto que determine el albedrío mediante una inclinación, en ningún impulso natural, sino solo en una regla que el albedrío se hace él mismo para el uso de su libertad, esto es, en una máxima”.7 De tal manera, se advierte que solo es moral lo que no es determinado sino aquello que se toma como decisión libre.
Digamos entonces que en síntesis Kant está pensando el mal radical como una perversión de esa esencial tendencia que es el “amor a sí mismo” —Selbstliebe— y que cada sujeto posee; pero no halla culpable dicha tendencia per se, sino subordinar a ella —en un acto libre y consciente— el mismo imperativo moral. De tal manera, podemos incluso observar en Kant un esfuerzo por recuperar no la raíz del mal, sino la radical condición de libertad de los seres humanos, como condición previa a la misma maldad. No somos radicalmente malos, sino radicalmente libres.
Hasta aquí hemos expuesto la lógica argumentativa que Kant presenta para hablar del mal radical. Lo que quizás no se ha desarrollado con la suficiente extensión sea su implicación social o global y el proceso para que se dé tal perversión. Esta idea es sugerente toda vez que las maldades de la historia humana podrían insinuarnos que existe una raíz que supera la realidad y libertad de los individuos, y sin embargo con la que tendrían que contar, en el caso de que decidieran —colectivamente— ser buenos. Como sujetos políticos, tienen que ser conscientes de que acoger en su actitud como máxima suprema el imperativo de “tomarse siempre como fin, nunca solo como medio” les implica vencer la fuerza —aunque quizás suena más kantiano decir la inclinación— con la que el amor a sí mismos —egoísmos e intereses particulares— tiende a erigirse en ellos como la máxima suprema.
Ahora bien: ¿qué ha hecho posible esta desviación? Gómez cree que el amor a sí mismo por sí solo no da razón a esta inversión:
Son decisivas circunstancias externas en combinación con la dinámica del deseo. El deseo se exacerba con la escasez que rodea la vida humana […] Pesan factores como la fuerza de afectos particularistas (familiares, étnicos) y la búsqueda de seguridades; pero aún más, el desvío del deseo hacia metas superfluas; y al consolidarse las rivalidades, el placer del poder. Y como es obvio, habría también que prestar atención a factores más particulares; y entre ellos, a patologías,8 individuales y sociales.9
Así las cosas, una descripción del mal radical debería incluir los siguientes rasgos: a) aceptación de la misma paradójica condición natural (inculpable) de unos seres individuales limitados y autocéntricos que no pueden dejar de amarse a sí mismos y desear su bien, a la vez que se sienten llamados a la grandeza de lo universal —amor solidario—; b) sujetos que, para acertar con su bien, han de someter las llamadas de estímulos inmediatos a la austera guía de la razón; c) el agravante subsiguiente de la escasez en que se desarrolla su vida y que genera inevitablemente tensiones y conflictos, y d) la aparición de la prácticamente inversión universal de la actitud individual, que acepta anteponer lo particular a lo universal, de la que se sigue el despliegue histórico de la maldad humana.
Centrémonos ahora en el proceso que conduce al mal. Ya hemos manifestado que Kant evidencia una gran confianza en el hombre y en su capacidad racional de hacerse cargo de sí mismo. De este modo, sostiene que el mal moral no puede derivar de las disposiciones originales del hombre a la animalidad, la humanidad y la personalidad, pues estas son disposiciones al bien, aunque algunas de ellas puedan dar origen a vicios. Marrades sugiere que Kant
Más bien inhiere en una propensión contingente del libre albedrío a determinarse por motivos diferentes al solo respeto a la ley. Tal propensión es natural e inextirpable, aunque ha de ser posible prevalecer sobre ella, pues es compatible en el hombre con una voluntad en general […] [Lo que] Kant llama mal radical no es una disposición a querer contrariar la ley moral, sino a desentenderse de la pureza de la intención y a subordinar el seguimiento de la ley a motivos no morales.10
Así pues, el mal radical pasaría a ser una suerte de autoenajenación, en la medida que se convertiría en la tendencia a engañarse a sí mismo acerca de las intenciones buenas o malas, y “con tal que las acciones no tengan por consecuencia el mal que conforme a sus máximas sí podrían tener, no inquietarse por la intención propia, sino más bien tenerse por justificado ante la ley.11 De aquí procede la tranquilidad de conciencia de tantos hombres”.12 Y puesto que el mismo Kant reconoce la tendencia que existe en el corazón del hombre de anteponer los motivos sensibles a los racionales, entonces también se ve en la necesidad de explicar esa misma tendencia en conexión con la necesidad de justificar la propia acción. En consecuencia, caracteriza la tendencia al mal en función de una proclividad a separar la preocupación por la intención de ajustar nuestro obrar al deber que nos dicta la razón, de la preocupación por la justificación derivada del cumplimiento de la ley. Limitarse a una norma de conducta que impida que el germen del bien se desarrolle es contribuir a que se desarrolle el germen del mal. “Para ello no se requiere una intención expresa de contravenir la ley moral; basta con que no haya interés en formar una voluntad buena”.13El problema deja de ser meramente moral y se convierte también en una cuestión cognitiva. Como veremos, tal constatación revestirá una gran importancia en la reconstrucción del mal moral que Arendt propondrá en el siglo XX.
Finalmente, destaquemos que Kant “no está interesado en defender que el mal moral hace su aparición en el mundo solo bajo la forma de actos puntuales de la voluntad en los que buscamos expresamente satisfacer un impulso sensible, sino también, y aún antes, bajo una forma más difusa, que consiste en desatender la formación de una actitud moral”;14 pero ello, por más racional y consciente que sea, obedece también a un proceso. El paso de la disposición al acto se empieza al rebajar la importancia del motivo racional, luego se condiciona la ley al principio del amor a sí mismo y se acaba anteponiendo el motivo sensible al moral. Y claro, mientras sus actos no entren en contradicción con la ley, podrá sustentar la falsa opinión de que obra bien.
Lo interesante —y a la vez lo sumamente complejo— es que realizar esta suerte de metacognición para engañar a la propia conciencia pone en tela de juicio la propia radicalidad de este mal radical. O digámoslo de otra forma: puesto que las acciones que anteponen el amor a sí mismo sobre el imperativo moral son concretadas cotidianamente, entonces ¿todos seríamos radicalmente malos? Mas Kant responde con una nueva entelequia: estas acciones son malas, pero no radicalmente malas; en cambio, desatenderse de las verdaderas intenciones por las que se actúa es radicalmente malo, por cuanto afecta al fundamento de todas las máximas que guían la conducta. En un contexto de empoderamiento racional de la propia existencia no hay pecado más grande que el adormecimiento de la conciencia. Y como bien sugiere Gómez: “Quizás lo dicho sobre el mal radical sugiere pasar al primer plano —sin eliminar la cuestión ‘de dónde viene el mal’— la cuestión ¿hacia dónde va el ser humano con su mal?”15
Hemos expuesto en nuestros apartados anteriores algunas consideraciones generales sobre el mal radical kantiano. De igual forma, mencionamos brevemente la recuperación de la que dicha conceptualización fue objeto por cuenta de Hannah Arendt, filósofa política del siglo XX. Ahora bien, hemos de reconocer que en la obra de Arendt se vislumbran diferentes comprensiones del mal radical. Baste con observarse la distancia conceptual de su análisis en Los orígenes del totalitarismo con su propuesta posterior en Eichmann en Jerusalén. En la presente sección pretendemos rastrear esa evolución, así como sus principales diferencias y acercamientos con la visión kantiana.
Y al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos no matarás, aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres los induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la ley de la conciencia dijera a todos debes matar, pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación […].16
Es preciso partir de una premisa metodológica: el aspecto biográfico cumple una actuación fundamental en la obra de Hannah Arendt. Contrario a querer demostrar su objetividad per se, Arendt pone de manifiesto en cada uno de sus escritos su condición de mujer, judía y pensadora en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, fuente inagotable de muchas de sus reflexiones. Con ello demuestra que es posible reflexionar sobre la realidad sin alejarse de ella. Este aspecto, muchas veces obviado o criticado en las ciencias sociales, obliga al lector a conocer la obra de Arendt casi en su totalidad, de tal forma que pueda vislumbrarse su continuo perfeccionamiento, tal como dijimos antes. Así, pasamos de una Arendt desencantada, casi cínica, en Los orígenes del totalitarismo (1951), a una mucho más preocupada por la dinámica personal y social en la Condición humana (1958), y a alguien interesada por la búsqueda de la justicia en Eichmann en Jerusalén (1961). De hecho, en Men in Dark Times (1968), se esfuerza por hallar la coherencia y la bondad que aún habitan en el corazón del hombre, a pesar de los tiempos borrascosos en que vivimos. Es, por decirlo de alguna forma, su propia reconciliación con el mundo.
En esta instancia podemos preguntarnos en cuál concepto de mal está pensando Arendt cuando se refiere a su naturaleza banal en Eichmann en Jerusalén, pero más importante aún, debemos conocer cómo llegó a tal categorización, dentro de su ya mencionada evolución, y si tal concepto guarda alguna relación con el mal radical. Incluso, la propia Arendt reconoce que su banalidad del malLos orígenes del totalitarismo