Si es usted de los que escucha la palabra «cuestionario» y recuerda con horror las mañanas echadas a perder en la Dirección General de Tráfico o las visitas a urgencias o al dentista, tengo buenas noticias: un cuestionario que puede resultarle agradable. Se trata de la lista de una treintena de preguntas que Marcel Proust respondió en la década de los ochenta del siglo XIX y que, en su encarnación moderna, vertebran el contenido de este libro.
Durante 16 años Vanity Fair ha pedido a algunas de las personalidades más célebres del pasado medio siglo que respondiesen a una serie de agudas preguntas personales con el fin de tomarles las medidas. En este tiempo han surgido unos cuantos malentendidos en torno a la iniciativa (que se ha convertido en un ingrediente profusamente copiado en revistas y periódicos). Veamos: el cuestionario Proust no es obra ni de Vanity Fair ni de Proust. Es un juego de salón parisino que servía de divertimento al círculo burgués del novelista y se cree que lo popularizó la hija del presidente francés Félix Faure en el siglo XIX.
El «Álbum de Antoinette Faure» —un cuaderno rojo con ornamentadas tapas de cuero repujado— tenía anotaciones de buena parte de los miembros del círculo social de Faure. Ella invitaba a sus amigos a tomar el té y luego les formulaba la misma secuencia de preguntas: «[¿Cuál es] su virtud favorita?… Su idea de la miseria… Su estado de ánimo actual», etc. Todos escribían sus respuestas a mano en su pequeño cuaderno rojo.
Posteriormente, Proust, que rellenó dos veces el formulario de Faure con precoz entusiasmo —a los 14 y a los 20 años—, publicaría sus respuestas en un artículo titulado Confidencias de salón escritas por Marcel, que apareció en La Revue Illustrée XV. Su nombre quedaría asociado al cuestionario póstumamente (murió víctima de una neumonía en 1922), cuando la lista de Faure se popularizó en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos por considerarse un formulario que capturaba la psicología pre-pop del siglo XX. De hecho, en los sesenta la publicación musical británica Rave acostumbraba a solicitar con descaro a jóvenes estrellas del rock que respondiesen a las preguntas de Proust. (¿La idea de la felicidad de Jagger a los 23 años? «Arrastrarme entre la hierba.» ¿Y qué decía el rolling stone que era lo que más le gustaría ser? «Beatle»).
Como he mencionado, Vanity Fair empezó a publicar el pasatiempo en 1993. Yo había asumido la dirección un año antes y pedí consejo a Henry Porter (que dirige la edición británica de la revista desde 1992) sobre ideas para posibles columnas. Henry comentó que en 1989, cuando estaba a cargo del lanzamiento de la revista Sunday Correspondent, su amigo, el gran novelista Gilbert Adair (que había sido profesor durante años en Francia), le había recomendado que valorase introducir ese antiguo divertimento de salón en las páginas del fin de semana.
La recomendación «fue recibida con generalizado escepticismo», recuerda Adair, «hasta que señalé con bastante cinismo que, desde el punto de vista económico, la ventaja de los cuestionarios era que los personajes que aceptasen contestarlos no esperarían cobrar por ello. La sugerencia se adoptó de inmediato». La sección, dice Henry, fue un éxito desde el principio «y es una de las cosas que perdura del [desaparecido] periódico» —en los recuerdos proustianos de los lectores.
Les pedí a Henry y a Aimée Bell —una vieja colaboradora de la revista Spy que se había venido conmigo a Vanity Fair y que ahora es una de las subdirectoras de la publicación— que retomásemos una versión actualizada del cuestionario, y elaboramos una lista de las personalidades de todos los ámbitos de la vida pública a quienes creímos dispuestas a someterse a semejante escrutinio. Originalmente la sección se llamaba Estudio social y Nell Scovell, otra veterana de Spy y colaboradora de Vanity Fair, se encargaba de realizar las preguntas por teléfono como si de una entrevista al uso se tratase. Cuatro años después lo rebautizamos Cuestionario Proust y quienes lo respondían no tardarían en enviarlo por fax y, con el tiempo, por correo electrónico.
La sección sigue siendo uno de las señas de identidad de la revista y, al mirar las entradas de este libro, el lector enseguida se dará cuenta de que las respuestas, tanto si son sinceras, irónicas o profundas, constituyen 101 historias que nos descubrieron facetas hasta entonces desconocidas de muchos de los colosos culturales de nuestra época. (Es más, en la era de Internet, las redes sociales han retomado esa compulsión por hacer inventario rápido de nuestras vidas a través de pulcras listas. Por ejemplo, durante una temporada, el cuestionario de Facebook 25 random things about me [«25 cosas aleatorias sobre mí»] se convirtió en una obsesión para cierta élite de jóvenes brillantes y ensimismados).
En Vanity Fair hemos aprendido alguna que otra cosa sobre la naturaleza humana durante todos estos años de recolección de cuestionarios Proust. Si le sorprende la pasmosa sinceridad que en ocasiones honra este volumen (especialmente entre los jerarcas de Hollywood), sepa que no es usted el único sorprendido. A la pregunta «Si pudiera cambiar una única cosa de usted, ¿qué elegiría?», Jane Fonda respondió: «Mi incapacidad para tener una relación íntima duradera». Cuando le interrogaron, «¿Cómo le gustaría morir?», Hedy Lamarr confesó: «Preferiblemente después del sexo». (Por entonces tenía 85 años.) Cuando en 2003 le preguntaron al inminente gobernador de California Arnold Schwarzenegger cuál era su mayor extravagancia este admitió en uno de las cuestionarios más ingeniosos que hemos recibido: «Soy una loca de los zapatos». (¿Su gran miedo? «Me aterroriza la depilación brasileña. Tuve una muy mala experiencia en 1978».)
En lo que a absoluto descaro se refiere, no cabe duda de que los humoristas se llevan la palma. El gran logro de Martin Short: «La invención de la fusión fría». El rasgo que más desagrada de los demás a David Steinberg: «Que descubran a un agente de la CIA cuando están cabreados por otros asuntos». Las frases de las que más abusa Elaine May: «Estás de broma» y «Coño», y «Coño, estás de broma». (Fran Lebowitz se lleva el premio al Mejor cuestionario en su totalidad, página 122 que respondió en un cómico staccato».)
De vez en cuando ha habido incluso consenso. Ocho personajes contestaron que estaban locamente enamorados de París. Dos que se identificaban con Jesús, otros dos con Moisés y uno con [el urbanista] Robert Moses (Donald Trump). ¿La persona más citada en la categoría de las más admiradas? Nelson Mandela (nueve veces). ¿La virtud más sobrevalorada? La virginidad, por abrumadora mayoría.
Hay hasta referencias cruzadas. Robert Altman citó a Harry Belafonte como la persona a la que más respetaba; Belafonte, devolviendo el favor, recordó cariñosamente su aparición en su película Kansas City. Ray Charles —el «héroe» de Willie Nelson— habló de su amistad con Quincy Jones, y este a su vez reconoció estar en deuda con Sidney Poitier. Timothy Leary elogió a Yoko Ono, y ella a la pregunta «¿Quiénes son sus héroes en la vida real?» contestó simplemente «Yo».
Como se desprende de la respuesta de Ono, prácticamente todos tuvieron al menos uno o dos momentos de franqueza absoluta y sin reservas. ¿Qué cambiaría Karl Rove? «Sería más paciente». (Y que lo digas.) ¿Ted Kennedy? «Hubiera ganado en 1980.» Y varios, naturalmente, admitieron que la muerte era su gran miedo. «Hazme caso», insistía Larry King, que sobrevivió a un ataque al corazón en 1987, «no vi ni luces, ni ángeles, nada». (Podrá apreciar que varios de estos personajes ya no están entre nosotros: Altman, Leary, Claudette Colbert y Norman Mailer murieron poco después de que se publicasen sus cuestionarios.)
Entre el tumulto y el pavor, entre estos numerosos intentos de abordar asuntos tan universales como el amor, la muerte y el significado de la vida, hay destellos de poesía proustiana. Allen Ginsberg reconoció que su rasgo más característico era su «elocuencia incriminatoria». Lo que más detestaba Julia Child era «una comida horrorosa y mal servida», y William F. Buckley Jr. decía odiar «las pésimas argumentaciones que se defienden con ferocidad». Cuando se le preguntó dónde había sido más feliz Joan Didion hizo referencia a un personaje de su novela Democracy: «Recordó haber sido extremadamente feliz comiendo sola en una habitación de hotel en Chicago, con la nieve amontonándose en el alféizar de la ventana». Y Johnny Cash ofreció su descripción del paraíso en seis palabras: «Esta mañana, con ella, tomando café». (Puede intentarlo usted mismo y jugar una mano de Proust. Invite a sus amigos, vaya a las últimas páginas de este libro —hay un cuestionario en blanco— y que corran la tinta y las magdalenas.)
Finalmente verá que cada conjunto de respuestas de este volumen se acompaña de una ilustración, obra de la fecunda mente y del impecable pincel de Robert Risko. En lo que a caricaturas de celebridades se refiere, nadie sabe comprimir mejor que él la esencia de un personaje en unos cuantos trazos llenos de vitalidad. De hecho, el genio compresor de Risko evoca la Vanity Fair de los felices años veinte que en el periodo de entreguerras publicaba unas ilustraciones tan osadas como las de Risko firmadas por artistas como Miguel Covarrubias, Will Cotton y Paolo Garretto. Es esta economía expresiva la que hace de los dibujos de Risko el complemento perfecto de las concisas preguntas que Faure y Proust perfeccionaron en los albores de la Belle Époque, hace ya 120 años.
Graydon Carter
New York City, 2009