Primera edición digital: noviembre 2016
Imagen de la cubierta: Matthew Oliphant | Foter.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: Elena Pina
Versión digital realizada por Libros.com
© 2016 Jorge Urreta
© 2016 Libros.com
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ISBN digital: 978-84-16881-80-2
Dedicado a todos aquellos a los que les gusta un buen misterio, y también a los que siempre han creído en mí y me han apoyado para que siguiera escribiendo.
A mi familia y a mi querida Elena.
«Las prisas no son buenas», iba pensando César Hornos mientras, a trompicones, lograba llegar a la terminal. Su avión partiría en sólo media hora y él llegaba cinco minutos después del tiempo límite de embarque, como de costumbre. «Son esos diez minutos del final, que me pierden», hubiera dicho a cualquiera que le preguntara en esos instantes. Pero la verdad es que hasta el último segundo no había tenido claro si realmente quería hacer ese viaje. Las dudas y la mente nublada por falta de sueño habían tenido gran parte de culpa en que estuviera llegando tan tarde.
Seis eran ya los meses que llevaba sin dormir en condiciones. Su médico de cabecera y varios especialistas habían probado con él todo tipo de soluciones médicas sin ningún resultado, y no había psicólogo o psiquiatra de su ciudad que no supiera de su caso; todos ellos habían tenido el mismo éxito.
Por fin, tras largos días con la agonía de tratar de no quedarse dormido en el trabajo, un amigo le había hablado de una clínica de Estados Unidos en la cual aseguraban curar cualquier trastorno del sueño, sin pastillas y sin largos rollos psicológicos. Por lo visto, llevaba meses siendo la sensación en Internet y muchos actores de Hollywood habían estado allí. Todos los antiguos pacientes hablaban maravillas del tratamiento y César ya no veía otra opción. Si tenía que pasar otro mes más en vela, acabaría suicidándose.
Como era habitual, para su suerte y regocijo el embarque del vuelo llevaba mucho retraso. Debido a su propia demora en casa, había optado por preparar rápidamente una pequeña mochila con la ropa justa para una semana. Si el famoso tratamiento realmente funcionaba, ya tendría tiempo de comprar ropa allí. Con el euro todavía algo más fuerte que el dólar renovaría su armario por menos dinero que en casa. En el momento de acercarse al aeropuerto se alegró de no tener que pasar por el mostrador de facturación, por llevar una mochila tan pequeña y haber comprado el pasaje en Internet.
La elección de tan poca ropa no era arbitraria. Aunque no había comprado el billete de vuelta, no concedería al tratamiento antiinsomnio más que esa semana ya planificada. Tantas eran las promesas incumplidas por otros tantos «profesionales» que no podía creer sin más. Sólo estaba en ese aeropuerto, camino de otro país, por lo mucho que su mujer Rebeca le había insistido. Llevaba cerca de un mes y medio oyéndola hablar del método y ya no podía más. Ayudaba el hecho de que ella se hubiera ofrecido a pagar la mitad del viaje y el tratamiento, pero estaba allí más por agotamiento mental que por ninguna otra razón. Si por él fuera no estaría ahí, pero no porque le diera pereza ir a Estados Unidos, sino porque aunque sólo tuviera cinco años y los recuerdos fueran muy vagos, no había olvidado que su hermano, que fue piloto en el Ejército, había muerto en accidente aéreo durante una misión de rescate. Los aviones le daban cierto respeto, pero no tenía mejor ni más rápida manera de llegar a su destino.
Tras pasar los preceptivos controles de seguridad y equipaje sin problemas, pudo por fin relajarse en el avión. Se trataba de un vuelo en clase turista, así que no esperaba que le dieran gratis ni los buenos días. Por suerte, contaba con un par de libros y una videoconsola portátil, entretenimiento de sobra para las largas horas de vuelo.
Álex Mejías, odontólogo de profesión, se dirigía sin prisa, gracias a que siempre iba con suficiente tiempo a los aeropuertos, al mostrador de facturación de la compañía aérea. Llevaba en su maleta unas cuantas muestras del material quirúrgico con el que solía trabajar —incluida alguna pieza fabricada por él mismo— y resultaría un tanto violento tratar de meter sus herramientas, la mayoría afiladas o al menos amenazantes, en un avión dirigido a Estados Unidos. Recordaba lo pesado que había resultado el papeleo que le había permitido llevar todo eso en su maleta, sobre todo las diversas muestras de anestesia. Dicha anestesia era la niña de sus ojos; se trataba del fruto de una década de trabajo, codo con codo, con su amigo y compañero de facultad Martín, especializado en anestesiología y reputado especialista en su campo. Tenían ya el preceptivo permiso para usarla con sus pacientes, y el congreso al que se dirigía sería su presentación en sociedad.
«Dios mío, ¿cuánto más va a tardar el pesado este?», pensaba Daniel Montes. Le había tocado delante en la cola de facturación un tipo que era más lento que el caballo del malo. Encima se ponía a contarle su vida a la rubia del mostrador, a la que seguramente le daba igual que fuera a un congreso de odontología. Si aquella era su manera de ligar, mal iba; si al menos hubiera sido cirujano, tal vez tendría opciones, pero un dentista…
Él era quien tendría que estar hablando con la chica, contándole que era músico y que se dirigía a Estados Unidos nada más y nada menos que a disfrutar de una beca, concedida cada año sólo a un puñado de europeos, en una de las más importantes escuelas de música de aquel país. Y lo mejor de todo: no se iba a dedicar a estudiar a Bach o a tocar el violonchelo, sino que estudiaría con algunos de los mejores músicos de rock de todos los tiempos. No había nada confirmado, ya que la escuela prefería mantenerlo en el mayor secreto posible, pero en Internet hacía ya meses que circulaban rumores y, entre otros, había visto nombres como Peter Frampton o Elvis Costello. En resumen, él sí que merecía estar tratando de ligar con la rubia del mostrador, y no el sacamuelas.
Estaba emocionado por el viaje y por compartir clases con algunos de sus ídolos musicales, pero no podía evitar estar triste, ya que nadie iría esa tarde a despedirle. Su familia jamás había tomado en serio lo de la música y él sospechaba que no iban a perdonarle que la hubiera elegido por encima del próspero negocio familiar de la producción de velas y cirios. Por otra parte, aunque temía que se trataba de cochina y mezquina envidia, estaban los compañeros de su banda de rock, Los brutales, que no se habían tomado muy bien que los abandonara durante tanto tiempo. Miki, cantante y carismático líder de la banda, había llegado a usar la típica frase peliculera de «si sales por esa puerta, no te molestes en volver», y esa vez no se trataba de una de sus bromas. Pero ¿qué se puede esperar de un tipo que sólo conoce un puñado de acordes de guitarra y se jacta de haber aprendido en un curso a distancia por fascículos?
«El mundo se ve de otro modo desde aquí», pensaba Óscar Encinar, esperando junto a su mujer, Olga, los primeros de la cola junto a la puerta de embarque. Lejos de ser porque en su posición no tuvieran ya que preocuparse por las prisas o la lentitud de quien les hubiera tocado por suerte —o desgracia— delante en la cola de facturación, era porque veía a la gente moverse con libertad y alegría, mientras que él llevaba ya una hora y media aguantando la incesante cháchara de su esposa, empeñada siempre en llegar a los sitios antes de la hora. Aún quedaban unos quince minutos para la teórica apertura de la puerta de embarque y él ya había pasado una innecesaria eternidad aguantando estoicamente a Olga, capaz sólo de hablar del viaje que él, por cierto, nunca hubiera hecho.
Iban a Estados Unidos porque ella se había empeñado en que no quería dejar pasar un año más sin conocer el país más grande del mundo. Conocedor de la tozudez de su mujer, Óscar ya había desistido de corregirla y decirle que había países más grandes, aunque más adelante tendría tiempo de arrepentirse por no haber discutido esos temas. Una buena discusión a tiempo tal vez le hubiera ahorrado viajar a un país que nunca le había llamado la atención. No era que no le gustara viajar, pero entre viajar y estar tranquilo en casa en un plan de peli y manta, a esas alturas de su vida le llamaba más la segunda opción. Ya había trabajado como un mulo y jugándose la vida durante suficientes años.
Cinco personas, cinco mundos distintos en un mismo avión, con ciento y pico almas más a su alrededor, en sus propios mundos, yendo hacia el mismo sitio: la catástrofe.
—Señores pasajeros, les habla el capitán —dijo una fría voz cuando el avión llevaba ya cuatro horas en el aire y casi todo el mundo se había relajado, algunos incluso dormido—. Nos estamos acercando a una pequeña tormenta que en los últimos minutos ha variado su rumbo. Eso nos obligará a elevarnos unos cuantos metros para evitarla, pero por su propia seguridad y para evitar problemas, les rogamos que permanezcan en sus asientos y se abrochen de nuevo los cinturones de seguridad. Gracias.
César formaba parte del grupo de los dormidos y tuvo que recibir la explicación de manos de una azafata acelerada, lo cual no fue de gran ayuda a la hora de mantener la calma entre los pasajeros; lo que la medida tranquilidad de la voz del piloto había logrado lo deshicieron los asistentes de vuelo en unos pocos segundos.
César tuvo el tiempo justo para abrocharse el cinturón antes de la primera sacudida. Si, como el piloto había dicho, la tempestad había cambiado de dirección de forma repentina, debía de ser la tormenta perfecta de George Clooney, porque no parecía posible que una tormenta recién detectada pudiera alcanzar el avión en tan poco tiempo.
La segunda sacudida tardó un poco más, como si aquel avión fuera una primípara con contracciones previas al alumbramiento. Por desgracia para los pasajeros y la tripulación de aquel vuelo, la nave estaba de verdad de parto e iba a expulsar una gran camada al exterior, de más de cien retoños. Como si del parto múltiple de un animal se tratara, la clave parecía estar en cuántos de esos retoños lograrían sobrevivir al alumbramiento de mamá.
Las sacudidas se fueron sucediendo con más o menos fuerza hasta que una de ellas logró que un motor se parase. El avión pareció comenzar a perder altura, pero el piloto y el copiloto lograron estabilizarlo. Deberían confiar en la suerte y en que bajo esa tormenta no hubiera tráfico aéreo. En el último momento se habían visto obligados a atravesar la borrasca, por lo mucho que cambiaba, y empezaban a temer que no hubiera sido buena idea.
La tormenta no era grande, sino apocalíptica, como algún exagerado publicaría meses después en un periódico de máxima tirada. La gran cantidad y densidad de las nubes obligaron al piloto a descender muy por debajo de la altura normal de vuelo, aunque todavía muy por encima del suelo, océano en ese caso. Por las lecturas y por sus propios ojos, antes de verse de lleno dentro de la tormenta se encontraban en algún punto por encima del océano Atlántico. Tal vez se hubieran desviado ligeramente del rumbo previsto, pero no les preocupaba mucho eso. Más les preocupaba estar demasiado lejos del aeropuerto más cercano, y ese pensamiento es especialmente agobiante cuando tu avión se halla sobre millones y millones de litros de agua salada. Una cosa son los manuales, lecciones y simulaciones sobre amerizajes, y otra muy distinta pensar que tal vez tengas que realizar uno.
No tuvieron que pensar mucho en él, sobre todo desde que perdieron el segundo motor y, para más inri, nada más salir de la tormenta.
Viajar más bajo debía, en principio, permitirles evitar la mayor parte del tráfico aéreo excepto, tal vez, alguna avioneta o avión particular, pero también implicaba la posibilidad de exponerse a otros ocupantes de ese espacio; en ese caso concreto, una bandada de pájaros en plena migración. Fue suficiente con que una media docena de pájaros se introdujeran en los dos últimos motores sanos para que estos fallaran sin remisión. El resto del avión recibió el impacto de unos cuantos pájaros más, pero eso era bastante poco relevante cuando ya empezaba un inevitable descenso en barrena.
Pero ese no fue el final de las desgracias. En la cabina, una azafata que se había confiado y se había soltado el cinturón de seguridad al ver que salían de la tormenta, provocó el caos. Antes de la tormenta, se había acercado a la cabina con una humeante jarra de café, que fue la causa del comienzo del fin.
La última gran sacudida dio con la azafata caída sobre el copiloto, quedando ambos inconscientes por el golpe. La en principio apetecible jarra de café se encargó de dejar fuera de combate al piloto al abandonar las manos de la mujer, que cruzó la cabina volando. La azafata, abrumada y desplazándose ella también por el aire al mismo tiempo, fue incapaz de advertir a los dos tripulantes. El piloto fue el primero en notar algo, cuando un chorro de humeante café le quemó la nuca y parte de la espalda, pero no tuvo opción de reaccionar. En cuanto se giró para ver qué sucedía, recibió un impacto directo en su cara, lo que acabó con él inconsciente sobre su panel de mandos.
La azafata también continuó avanzando hacia delante sin poder controlarlo y provocó el estado de inconsciencia del copiloto en cuanto sus cabezas chocaron de forma muy violenta. El copiloto cayó a plomo sobre el cuadro de mandos de una manera muy similar a la de su compañero, mientras que el cuerpo de la azafata fue hacia atrás por la inercia del impacto, tras lo cual trastabilló y acabó junto a la puerta.
En ese momento, el descenso en picado de aquel avión fue un hecho innegable y nadie podría ya evitarlo. Con el pánico extendiéndose entre los pasajeros, el único suficientemente decidido fue un fornido asistente de vuelo, que trató de acceder a la cabina en cuanto se hizo patente que los pilotos habían perdido el control. No pudo entrar, pero lo que él desconocía era que lo que se lo impedía no era ni más ni menos que una desafortunada mujer que yacía en el suelo. Después, una nueva sacudida hizo al asistente golpearse la cabeza con una de las paredes del avión, con lo que el último y mínimo atisbo de poder recuperar el control de aquella nave, aunque sólo fuera para hacerla planear durante sus últimos metros e intentar el amerizaje, se esfumó. Un destino incierto, agua o tierra, esperaba a las casi ciento treinta almas que volaban en aquel IB387 de Iberia a Nueva York.
Para cuando el avión encontró su destino en forma de océano Atlántico, una parte del pasaje ya había muerto, la mayoría a causa de fulminantes infartos.
Una treintena de pasajeros murieron por no haberse abrochado sus correspondientes cinturones de seguridad o por haberlo hecho de forma deficiente. La gran velocidad a la que se desarrollaron los acontecimientos tuvo como principal consecuencia que el personal de vuelo no tuviera la oportunidad de verificar cada cinturón, lo que contribuyó a magnificar la desgracia, porque esos treinta mataron a otros quince, al menos, al golpearlos sin remedio. En unos pocos segundos y sin que el avión hubiera aún impactado contra el agua, más de la tercera parte del pasaje estaba formada por cadáveres. En unos cuantos minutos más, el número de cadáveres y el de ocupantes del avión estaban ya casi a la par.
César se encontró a sí mismo en la orilla de una playa en lo que aparentaba ser una isla desierta. A duras penas recordaba lo sucedido, pero sí era vagamente consciente de que ese no era el lugar en el que se suponía que debía estar. Tenía el recuerdo de estar en un avión, y dicho recuerdo le parecía bastante reciente. Además, nunca se había emborrachado tanto como para despertar en una isla desierta. Tal vez en el banco de una estación de autobuses, pero nunca en una isla.
El recuerdo del avión y lo sucedido dentro y fuera del mismo regresó a su cabeza de repente, en cuanto vio al fondo, en el mar, los restos del aparato siniestrado partido por la mitad.
El impacto con el agua fue tan violento como cabía esperar. El propio César recordaba haber visto un documental sobre lo dura que resulta el agua si se impacta contra ella a la suficiente velocidad, e incluso recordaba cierto anuncio publicitario con Bruce Lee, pero no fue consciente de la fuerza del agua hasta que lo vivió él mismo.
Había estado inconsciente durante casi toda la caída hasta el momento del impacto, y no porque se desmayara, sino porque fue uno de los que recibió el golpe de alguien que, llevado por el miedo, se había desabrochado el cinturón de seguridad. Recordaba con bastante claridad el momento de ver que algo —que luego resultaría ser un alguien y no un algo— se le acercaba a gran velocidad. No entendía que se hubiera salvado, si al haber perdido el conocimiento no tuvo posibilidad de soltar su cinturón de seguridad. Supuso que se lo había quitado de forma instintiva y decidió no darle más vueltas. Bastante tenía con sobrevivir en una isla que no sabía dónde estaba. Nunca había sido boy scout ni era un experto en supervivencia, así que le quedaba mucho trabajo por delante, asumiendo —por si acaso— que aquella fuera una isla desierta.
Y así iba a empezar su jornada, como un Robinson Crusoe moderno, cuando notó que al fondo, donde estaban los restos del avión, se veía gente que trataba de nadar. Se veían algunas personas claramente muertas, flotando inmóviles, pero también distinguía gente que se agitaba de algún modo y no parecía llevada por la corriente. En ese momento, movido por un sentimiento de heroicidad impropio de él, se lanzó al mar en busca de los demás náufragos.
Estuvo nadando durante unos cuantos minutos, en parte por lo lejos que estaban los restos del avión y en parte porque no quería agotarse. Si debía volver a la orilla arrastrando a alguien, no era buena idea desfondarse en el viaje de ida.
Cuando llegó al lugar indicado tuvo que hacerse fuerte. Había algunas personas —veía dos o tres— tratando de salvarse yendo hacia la orilla, pero lo que más abundaba eran los cadáveres, flotando inertes e inexpresivos. Al menos no parecía que hubieran sufrido al morir, pero no era una escena que le apeteciera seguir observando. En cuanto pudo, se acercó a una mujer que a duras penas se sujetaba a un trozo del fuselaje del avión, intentando mantenerse a flote. Como si fuera un socorrista de los de la tele se acercó a ella; sólo le faltaba un gran flotador rojo.
Olga Encinar llevaba varios minutos agarrada a su improvisado salvavidas. No conocía el destino de su marido Óscar, pero tampoco se atrevía a intentar comprobarlo. Lo último que recordaba era haberse aferrado con gran fuerza a la mano de él, pero también recordaba haber perdido contacto con dicha mano en el momento en que el avión impactó con el agua.
Hasta el momento del golpe el vuelo estaba siendo relativamente placentero. Ella trataba de dormir, aunque lo conseguía a ratos. Tenía bastante sueño por no haber dormido bien la noche anterior gracias a los nervios de visitar un país que consideraba fascinante, y parecía que, pese al cansancio, los mismos nervios iban a torturarla durante todo el viaje.
Aprovechando que su mujer dormía y por un rato parecía que estaría callada, Óscar leía tranquilamente una típica revista de avión, llena de artículos sobre lugares que no deseaba visitar y cosas que no deseaba comprar. De repente, una pequeña sacudida hizo que casi perdiera la revista. Instintivamente, alargó la mano para tocar a su mujer. Esta lo miró de reojo, con los ojos aún entreabiertos, y sólo dijo un escueto y seco «¿vas a hacer lo mismo cada vez que pasemos por turbulencias?», y sonrió como burlándose del miedoso de su marido. Óscar pensó, durante una fracción de segundo, en contestar algo, pero no tuvo tiempo. Para cuando pudo entender lo que sucedía, lo que volaba por la cabina del avión no era su revista, sino él mismo. Acabó recibiendo un fuerte golpe en la cabeza contra una de las paredes. Minutos más tarde, yacía inconsciente sobre un gran trozo del fuselaje del aparato. Estaba bastante magullado, pero vivía y no tenía fracturas ni heridas internas que hicieran peligrar su vida. Al otro lado, sin que ninguno de los dos lo supiera, su mujer Olga estaba siendo rescatada por otro superviviente y llevada a una isla cercana. Por fortuna para él, César estaba ya metido de lleno en su papel de héroe rescatador, lo cual le permitió volver nadando hasta el avión y encontrarlo. Para entonces en la isla eran ya bastantes, ya que Álex Mejías se había unido al grupo por sus propios medios.
En su afán por buscar supervivientes, César había visto a otro tipo, un muchacho joven, nadando de un lado a otro, sumergiéndose de vez en cuando; supuso que se trataba de otro pasajero que, como él mismo, trataba de encontrar supervivientes.
Nada más lejos de la realidad. Aquel joven al que César había confundido con otro abnegado socorrista improvisado era Daniel Montes, obsesionado por acceder como fuera a la bodega de carga del avión, donde reposaba su querida Mary Lou, nada más y nada menos que una desvencijada guitarra acústica que su padre le regaló al cumplir los diez años. Llevaba otros tantos con él y mostraba los inequívocos signos de haber pasado tiempos mejores, pero para él era su joya, su tesoro. Era consciente de que quizá no hubiera sobrevivido al impacto, pero no quería pensar en eso. Mary Lou tenía que estar bien. Su padre ya no estaba con él y era lo único que tenía para recordarlo.
La falta de un equipo de buceo le impedía sumergirse durante mucho tiempo, pero tenía un problema mayor: cada vez que se metía bajo el agua debía esquivar todo tipo de obstáculos. Algunos, como trozos del avión o maletas pesadas, eran fáciles, pero los cadáveres atrapados eran otra cosa. Muchos eran los que habían logrado abrocharse el cinturón de seguridad y, paradójicamente, eso había supuesto su muerte. La mayoría estaba todavía dentro de los restos sumergidos, pero algunos flotaban entre el avión y la superficie del mar, y cualquier mínimo roce podía liberarlos hacia arriba. Eso a Daniel le daba igual, pero la simple idea de tocarlos le repugnaba. En cuanto se acercaba a unos centímetros de algún cadáver volvía a ascender. Tras una decena de inmersiones fallidas, tenía ya en su cabeza un pequeño plano de la situación de los cadáveres, pero estaba desesperado. Así pues, cuando vio que en el interior del propio avión flotaba una guitarra con mejor aspecto que su Mary Lou, no dudó en entrar a por ella. Para cogerla, tuvo que dejar a un lado sus escrúpulos y tocar algún que otro muerto, pero la guitarra parecía merecer la pena. Cuando llegó a la isla y se unió al resto de supervivientes, no tenía ni idea de si aquella guitarra serviría para algo, pero al menos parecía un buen flotador.
En la playa, César Hornos y Olga Merino, señora de Encinar, reposaban tumbados sobre la arena, agotados. César por el esfuerzo de rescatar a otras personas y Olga por lo abrumada que se sentía al pensar que había perdido a su marido, sin saber que él también se estaba quedando dormido, tan sólo a unos cinco metros de ella. Álex Mejías deambulaba por la playa, desorientado y con la mente en blanco, dando vueltas en círculo. Aún no había salido del shock provocado por el accidente y, si alguien le hubiera preguntado, habría sido incapaz de decirle cómo había llegado desde los restos del avión hasta la playa.
Durante cerca de tres horas la situación no cambió y ningún otro superviviente, si lo había, llegó a la playa. La primera persona en reaccionar fue Óscar Encinar quien, de repente, recordó que tenía una esposa a la que buscar, aunque no tuviera ni idea de que esta se encontraba, literalmente, a sus pies. Lo sabría unos segundos después, tras tropezar con ella, que todavía estaba adormilada, y caer al suelo.
—¿Te importaría mirar por dónde vas? —dijo Olga con voz de estar todavía bastante dormida.
—¿Olga? —dijo Óscar, todavía en el suelo, mientras trataba de volver a incorporarse—. ¿Eres tú?
—¿Óscar?
La pareja se reconoció mutuamente al instante y se fundió en un fuerte abrazo. Ambos lloraban, al tiempo que se estrujaban con una inusitada fuerza. No se trataba, ni mucho menos, de un matrimonio mal avenido, sino de uno que llevaba mucho tiempo —demasiado, si se le preguntaba a ella— instalado en la rutina. Aquel abrazo llevó a ambos recuerdos de tiempos en los que eran más jóvenes y apasionados.
Mientras tanto, César Hornos observaba el reencuentro con cierta emoción —era consciente de estar siendo tal vez testigo de un milagro—, Daniel Montes se afanaba en tratar de limpiar su nueva Mary Lou, aún llena de agua, y Álex Mejías yacía boca abajo sobre la arena, agotado de tanto dar vueltas. Cada uno veía sólo su pequeño mundo, que no abarcaba más allá de diez centímetros a su alrededor.
—Siento interrumpir vuestros respectivos momentos especiales —dijo César Hornos—, si se puede llamar momento especial a comer arena tumbado en una playa, pero no sé si os habéis percatado de que seguramente somos los únicos supervivientes de un accidente aéreo.
—Vale, lumbrera —dijo Daniel Montes mientras sacudía las últimas gotas de agua del interior de su nueva guitarra—. Ahora que ya has repetido en voz alta lo que ya sabemos todos, ¿qué crees que va a pasar? ¿Por ser el primero en hablar te vamos a nombrar líder y luego vamos a ser como Robinson Crusoe? ¿O vamos a jugar a Perdidos?
—Yo sólo sé que viviremos mejor si colaboramos —dijo César—. No tardarán en ver que no hemos llegado a nuestro destino y cuando lo deduzcan, mandarán una expedición de rescate. Si queremos volver a casa, tendremos que organizarnos para sobrevivir hasta que nos puedan rescatar.
—Vale, ¿y qué sugieres que hagamos, si tanto sabes de esto? —dijo Daniel, que ya había terminado con la guitarra y había decidido que ya sólo podía confiar en que la poca agua que todavía quedaba se secara al sol.
—No te voy a engañar —dijo César—, lo que sé de esto lo sé por haberlo visto en el cine o la televisión, pero debería ser tan útil como si lo hubiera sacado de otro sitio, puesto que es lo único que tenemos: lo primero que deberíamos hacer es subir a un lugar elevado desde el cual hacernos una idea de la forma y envergadura de esta isla.
—Me parece muy bien y muy bonito todo eso —dijo Álex, que ya había dejado de escupir arena—, pero ¿no sería más simple llamar por teléfono a alguien? No creo que estemos tan alejados de una zona con cobertura. Además, seguro que los aviones tienen algo que lo permita y tal vez no se haya jodido del todo en el accidente.
—Eso está muy bien, pero no me parece posible —dijo Óscar, que ya no estaba tan acaramelado con su mujer—. Aunque el avión tuviera funcionando algo como lo que has dicho, dudo que fueras capaz de encontrar tan sólo un teléfono que sirva. Están todos mojados y, por si esto te parece poco, con agua de mar. La sal que hay en esa agua acabaría con cualquier aparato, así que podéis también olvidaros de vuestros mp3.
—¿Y qué me dices de la radio del avión? —dijo Olga—. Yo no tengo ni idea de cómo se usa, pero no puede ser muy complicado. Supongo que esas cosas estarán preparadas para situaciones como esta y deberían ser fáciles de encender.
—No es mala idea, pero se te olvida que está sumergida —dijo Óscar—. Sin el equipo adecuado, yo no me arriesgaría a sumergirme ahí. Además, todos habéis podido comprobar lo fría que está el agua. Como ya ha comentado antes el compañero, creo que lo más prudente será que averigüemos primero qué nos ofrece esta isla y que lo hagamos antes de que anochezca. Ya tendremos mañana más tiempo para ver si podemos rescatar algo del avión. Supongo que podríamos tratar de sacar maletas y ver si hay algo útil, pero la verdad es que sólo pensarlo me da ya bastante pereza.
—Yo sigo diciendo lo mismo de antes —dijo César—, lo mejor es que exploremos un poco la isla, al menos los alrededores de la playa. ¿Quién viene conmigo? Seguro que cuatro ojos ven más que dos.
—Yo mismo —dijo Daniel—. A mi guitarra le queda todavía un buen rato hasta que se seque, y aquí me puedo aburrir como una ostra. Los tortolitos están muy entretenidos y el capitán Comearena no parece una muy buena compañía. Por cierto, me llamo Daniel Montes. Como ya habréis imaginado, soy músico.
—Buena idea, aún no nos hemos presentado. Yo soy César Hornos y soy pintor de los de brocha gorda, aunque ahora estoy en paro.
—Yo soy Óscar Encinar y esta es mi mujer, Olga. Acabamos de jubilarnos y este iba a ser nuestro primer viaje de placer en varios años. De momento viaje ha habido, pero no veo el placer por ninguna parte.
—Yo soy Álex Mejías y no capitán Nosequé, como dice aquí el amigo. Soy dentista, aunque aquí no seré útil por mi profesión.
Durante unos minutos se deshicieron en apretones de manos y abrazos y Olga repartió besos entre todos, aunque especialmente para su marido y para César, del que no olvidaba que la había salvado, aunque todavía no hubiera tenido ocasión de agradecérselo. Después, César y Daniel partieron en su misión de exploración; mientras, Óscar trataba de organizar a sus dos compañeros en la playa en la tarea de construir algún tipo de refugio para la noche. No disponían de casi nada, pero tendrían que improvisar. Por lo menos deberían procurarse un techo que los protegiera en el caso de que empezara a llover. Estaban en pleno mes de mayo y las lluvias podían hacer acto de presencia en cualquier momento.
Ninguno de los dos, ni César ni Daniel, eran expertos montañeros, por lo que no tenían gran idea de cómo o por dónde empezar. César llevaba la iniciativa y lo único que conocía sobre supervivencia era lo que había visto en televisión, aunque esperaba ser capaz de suplirlo con unas cuantas dosis de imaginación e improvisación. Lo que sabía era que tenían que subir al punto más alto que encontrasen, o al menos uno que se le acercara, para tener una visión de aquel lugar en perspectiva. Podría darse el caso de que se encontraran, sin saberlo, en una isla habitada, y no era cuestión de pasar el tiempo allí desconociéndolo, jugando a los náufragos.
—¿Vas mucho al monte? —preguntó Daniel al ver lo decidido que se mostraba César.
—Pues en realidad hace mucho que no, lo confieso —dijo César—. Hace años iba de vez en cuando con mi padre, pero reconozco que lo hacía más por pasar tiempo con él que por el monte en sí mismo. No es que hiciéramos escalada ni nada parecido, pero supongo que algo aprendí.
—Ya, claro, es como montar en bicicleta, no te jode.
—Muy gracioso, chaval. Bueno, yo te he contado algo de mí. Ahora te toca a ti. ¿Qué te llevó a ese avión?
—La guitarra que he dejado en la playa.
—Entonces, ¿eres músico?
—Eso pretendo. Llevo años tocando la guitarra en mi propio grupo, aunque nunca hemos llegado a destacar. Como dicen los americanos, somos la típica banda de garaje. De hecho, siempre hemos ensayado en el garaje del chalé de los padres del batería.
—No me digas que ibas a Estados Unidos a grabar tu primer disco en solitario o algo así.
—Ojalá, aunque lo que iba a hacer no es malo. Me han concedido una plaza, gracias a una beca, en una especie de máster de rock.
—Hostia, pues eso suena muy bien.
—Cojonudo, diría yo, pero me temo que me voy a quedar sin nada.
—Bueno, tal vez nos rescaten pronto. ¿Cuándo tendrías que empezar las clases?
—Dentro de una semana. Estos días iba a dedicarlos a instalarme. Ni siquiera iba a tener que buscar alojamiento gracias a que la beca lo incluye. Quería instalarme y hacer un poco de turismo.
—Ánimo, que seguro que en menos de una semana nos han rescatado y puedes llegar a tiempo. A estas alturas ya hemos tenido que desaparecer de los radares y no pueden tardar en empezar a buscarnos. No hemos podido alejarnos mucho de la ruta prevista, así que deberían tener fácil el rescate.
—Dios te oiga.
—Como si es Dios o el monstruo Espagueti Volador, pero que alguien nos oiga.
—¿Qué?
—Nada, chorradas mías. Sigamos buscando un punto elevado.
Durante otra hora más estuvieron dando vueltas por una típica selva hasta que se rindieron, convencidos de que no iban a encontrar fácilmente ni siquiera un pequeño montículo de tierra.
—Yo ya me he cansado —dijo Daniel—, ¿y si subimos a alguno de estos árboles? Tiene que haber por lo menos una docena que miden cerca de veinte metros. Eso debería ser suficientemente alto, ¿no te parece?
—Supongo que sí, pero ¿cómo piensas subir tan alto?
—Tranquilo, sé lo que hago —respondió Daniel, con una pícara sonrisa—. No siempre he sido músico. Bueno, en realidad supongo que sí lo he sido siempre, pero las alubias me las ganaba reparando postes telefónicos. He subido a postes más altos que cualquiera de estos árboles y sé cómo fabricar un arnés casero. Tendremos que entrar en los restos del avión y tratar de sacar alguna maleta para ver si hay algo que podamos aprovechar, pero no debería ser imposible. Creo que podría hacerlo incluso con algunas camisas o pantalones.
—¿Estás seguro? No me gustaría tener que contar a tu familia que te desnucaste tratando de subir a un árbol con un arnés hecho a base de bragas y calzoncillos.
—Tranquilo, ya te he dicho que sé lo que hago. ¿Bragas y calzoncillos? —Daniel empezó a reír a carcajadas—. ¿Y por qué no tangas y, de paso, hacemos puenting?
—Tú ándate con ojo —dijo César, tratando de reprimir su propia carcajada—, no tiene que ser fácil decirle a un padre: «Lo siento, su hijo murió tratando de subir a un árbol con una ristra de calzoncillos sucios».
—Pues en ese caso, procuraremos dar con la maleta de alguien que llevara limpia toda la ropa. Yo no tengo la más mínima intención de tocar la ropa interior sucia de nadie.
—Ni yo, ni yo.
Cuando volvieron a la playa, la situación de sus ocupantes no había cambiado excesivamente. Óscar y Olga seguían bastante acaramelados y Álex todavía estaba sobre la arena, aunque ya no boca abajo ni tragándola.
—Bueno, creía que habíamos quedado en que ibais a empezar a organizar un campamento mientras nosotros explorábamos —dijo César, visiblemente enfadado—. ¿A qué estáis esperando? ¿A que os caiga del cielo una tienda de campaña?
—Venga ya, hombre, no seas pesado —dijo Álex, ya bastante más despejado que antes—. Sabes tan bien como todos nosotros que nos rescatarán en nada. Seguro que ya tienen claro dónde estamos. Además, ¿quién necesita un refugio con el tiempo que hace? Con esta temperatura yo prefiero dormir al raso.
—Tú duerme como te dé la gana, como si lo quieres hacer en pelotas sobre la rama de un árbol, como un mono —interrumpió Daniel—, pero yo prefiero tener algo que me proteja cuando le dé por llover o haga un viento insoportable.
—Ningún refugio que nosotros podamos construir podrá con el viento, ni siquiera con una brisa —respondió Álex.
—El que estáis construyendo ahora seguro que no —dijo César tratando de no enfadarse demasiado—. Sólo os pido vuestra colaboración. No sé si estaremos aquí dos horas o dos semanas, pero me gustaría que al menos nuestra estancia en este sitio fuera llevadera.
—Lo siento —dijo Óscar—, nos pondremos a ello lo antes posible.
—Yo también lo siento —dijo Olga—. Y hablando de vosotros, ¿habéis encontrado algo?
—Todavía no —respondió César—. Los árboles son demasiado altos, hemos decidido ver si podemos acceder a alguna maleta en la bodega de carga del avión y buscar algo para fabricar un arnés que nos permita trepar.
—En ese caso, dejad que vaya yo —dijo Óscar—. Tengo mucha experiencia en buceo, llegué incluso a competir.
—¿Estás seguro? —dijo Daniel—. No te veo aguantando mucho bajo el agua.
—Chaval, no sé cuál es tu nivel físico aunque, por tu juventud y aspecto, no parece malo, pero te apuesto lo que quieras a que soy capaz de aguantar más tiempo que tú bajo el agua. Mi capacidad pulmonar está especialmente entrenada y aguanto más que unos pocos segundos.
—Yo también aguanto —dijo Daniel, herido en su orgullo.
—Y no lo niego, chaval, pero yo aguanto más. De todos modos, no es el momento de retos ni machadas. Como voy a necesitar un compañero que me ayude con las cosas que vaya sacando y vele por que no me pase nada, puedes venir conmigo si quieres. Pero luego no te quejes si te hago quedar mal.
—Vale, abuelo, iré contigo.
—De acuerdo, pero como me llames abuelo otra vez quizá no vuelvas —dijo Óscar con una mueca extraña en la cara que no dejaba ver claro si hablaba en serio o en broma—. Soy Óscar, no abuelo, ¿entendido?
—Entendido.
Sin más dilación, Óscar dio un beso a su mujer y se levantó para después quitarse casi toda la ropa —en una escena que César posteriormente calificaría como innecesaria— y quedarse sólo en calzoncillos. Daniel hizo lo mismo y en ese caso fue Olga la que no perdió detalle, aunque no por considerarlo innecesario.
Después se introdujeron de nuevo en el mar que, pasado el susto inicial por el accidente, no se notaba tan frío como parecía estar y comenzaron a nadar. En la playa los demás descansaban, abstraído cada uno en sus pensamientos. Álex incluso se había dormido de nuevo. Viendo esto, Daniel nadaba con una mueca de sorpresa en la cara, mientras Óscar no ocultaba, con una gran sonrisa, que aquello le resultaba increíblemente gracioso.
Por fortuna para los dos nadadores quedaba un rato largo de sol y, con un poco más de suerte, acabarían rápido. Lo malo era no tener ni idea de si las maletas que encontrasen les servirían para algo. Como no podían detenerse a abrirlas antes de regresar a la playa, se iban a llevar unas cuantas desilusiones.
—Bien —dijo Óscar en cuanto llegaron al lugar donde reposaban los restos del avión—, ¿qué te parece si empezamos por el interior del avión y, si no encontramos nada, intentamos acceder a la bodega de carga?
—¿Estás seguro? Las mejores maletas estarán sin duda facturadas y viajando en las tripas del aparato.
—Tal vez, pero olvidas dos cosas: primero, recuerda que en este avión viajábamos en clase turista, lo que seguramente significa que la mayoría pretendíamos ahorrar. Eso a su vez implica viajar sólo con equipaje de mano. Y segundo, no será sencillo abrir la bodega de carga de un avión, y menos la de uno que está parcialmente sumergido. Yo voto por empezar por lo que la gente llevara en cabina. Es más, incluso antes de eso, daría una vuelta por los alrededores; estoy seguro de que alguna de esas maletas o bolsas de viaje ha tenido que salir flotando tras el impacto.
—Me has convencido. ¿Quién entra en el avión y quién se queda por arriba? No es plato del gusto de nadie entrar en un avión lleno de cadáveres. Además, recuerdo bien que alguno salió disparado de su asiento por no llevar abrochado el cinturón. Esos ahora estarán flotando libremente. La verdad es que parece una imagen que no me gustaría ver.
—En ese caso —dijo Óscar sonriendo—, me parece que ese es un trabajo para mí.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada. Simplemente, he visto más cosas que tú y estoy curado de espanto. Empecemos, tú arriba y yo abajo. Si veo que necesito ayuda para sacar algo te lo haré saber, y tú deberías hacer lo mismo.
—De acuerdo. Suerte.
—Lo mismo digo. Nos vemos dentro de un rato. Esperemos que no sea mucho tiempo.
—Y no lo será, siempre que dejes de divagar y empieces a nadar.
Los dos hombres se alejaron el uno del otro, Óscar sumergido y Daniel rodeando el avión, mientras desde la playa los demás, exceptuando a Álex, que ya hasta roncaba, los observaban atentamente.
—Tienes un marido valiente —dijo César a Olga, a la cual notaba ligeramente preocupada—. ¿Tiene mucha experiencia en eso del buceo?
—Bastante —respondió Olga escuetamente, oprimida por el nudo que tenía en el estómago.
—¿En qué competía? —insistió César, aunque él mismo se había dado cuenta de la situación de Olga.
—Bueno, era una especie de competición no oficial. Era buceador en el Ejército y solían competir con los bomberos o la Guardia Civil.
—Ah, sí, entiendo. Me suena de haberlo visto alguna vez en la tele. Entonces deduzco que era de los buenos.
—El mejor —dijo Olga orgullosa y más animada—. Cuando se retiró dejó un puñado de récords por batir. Algunos todavía no han sido superados.
—Bueno, entonces no tienes que estar preocupada. Seguro que ahora está gozando.
—Probablemente, pero no puedo dejar de pensar en que hemos estado a punto de morir. Ese avión que ves al fondo está lleno de gente que no merecía morir. Supongo que nosotros no lo merecíamos, pero ellos tampoco. ¿Te das cuenta?
—Me doy cuenta —dijo César con firmeza—, pero eso no va a devolver la vida a los que no han sobrevivido, ni va a hacer que volvamos atrás en el tiempo, como si nada hubiera sucedido. No sé si esto que nos ha pasado es obra de la suerte, la casualidad o la providencia, pero tengo muy claro que no pienso quedarme aquí a lamentarme.
Óscar estaba de verdad gozando, pero no tanto como debería, o al menos como él hubiera deseado. Lo que su mujer había omitido contar —por su propia seguridad y la de su marido— era que su verdadera ocupación en el Ejército no era la de buceador. En realidad, había pasado treinta años de su vida en operaciones encubiertas, lo que el gran público y, sobre todo, los aficionados al cine bélico, llamaban ser un espía. Su trabajo, por una u otra circunstancia, le había llevado a convivir con la muerte, pero nunca se había encontrado con tantas personas inocentes muertas. Además, no le importaba ni repugnaba ver el cadáver de alguien que hubiera muerto a sus manos, y menos si se lo merecía, pero esas personas no merecían morir. Haciendo uso de su gran habilidad para abstraerse de los pensamientos negativos y centrarse en el trabajo, siguió sumergido buscando lo único que en ese momento debía importarle: maletas y bolsas de viaje.
Daniel lo llevaba un poco mejor gracias a que le había tocado estar por fuera. Recordaba haberse mantenido a flote gracias a una maleta grande tras salir del avión, así que se dirigió hacia donde recordaba haber estado y lo que vio le dio muchas esperanzas. Daba la impresión de que dentro del avión no podían quedar muchas maletas, ya que el mar estaba plagado de ellas; algunas abiertas y rodeadas de su propio contenido, pero la mayoría cerradas.
Daniel no sería capaz de llevar todas a la orilla, así que hizo ostensibles gestos a los de la playa para que se acercaran donde él estaba. Al principio parecieron no darse cuenta, pero tras varios gestos y agitar los brazos con más fuerza, César pensó que algo malo pasaba, tras lo que se lanzó al agua y nadó a gran velocidad. No tenía ni idea de que en realidad no pasaba nada, pero tampoco tenía posibilidad de saberlo.
—¿Qué pasa? —dijo un extenuado César al llegar a la altura de Daniel—. ¿Cuál es el problema?
—Tranquilo hombre, no pasa nada malo, sólo es que voy a necesitar ayuda con todo lo que hay por aquí flotando. Algunas de estas maletas son verdaderamente enormes y dudo que pueda llevarlas yo solo.
—¿Y por qué no pides ayuda a Óscar? Seguro que él también podría ayudarte.
—Está buceando, ocupándose de revisar la cabina del avión, y no le haría mucha gracia. Bastante tiene con lo suyo.
Sin esperar a que Óscar apareciera, César y Daniel empezaron a empujar lo más pesado que encontraron flotando: era un gran baúl que, con total seguridad, tenía que haberse escapado de la bodega de carga. Parecía unos de esos baúles de las compañías de teatro, llenos de trajes de época y espadas falsas, pero merecería la pena llevarlo a la playa. Por su tamaño tenía que estar lleno de objetos y resultaba interesante, incluso aunque sólo fuera ropa lo que albergase. Unas cuantas camisas limpias les vendrían bien, pero también serían una materia prima perfecta para construir tiendas de campaña y otros enseres útiles. Incluso el baúl en sí mismo podría resultar útil para guardar cosas, lo cual, no en vano, era su utilidad principal.
Óscar emergió a tiempo para verlos alejarse con el baúl. Él había recogido un par de bolsas de viaje de mediano tamaño y confiaba en contar con Daniel para que le ayudara a llevarlas a la orilla, pero supuso que él no era el único capaz de encontrar cosas grandes. Como una vez fuera del agua vio que las dos bolsas flotaban con facilidad, decidió que las llevaría él mismo con cuidado. No en vano seguía siendo un gran buceador, recordado por muchos como el mejor que había pasado en los últimos años por los cuerpos especiales.
Para cuando Óscar logró llegar a la orilla, Daniel y César llevaban ya unos minutos intentando abrir el baúl, sin ningún éxito. Lo habían intentado con zapatos, cocos y hasta con un par de piedras, pero no se iba a abrir con tanta facilidad. Se notaba que debía de contener algo importante o caro, ya que el candado que hasta el momento les había impedido abrirlo no era precisamente una baratija comprada en el bazar chino de la esquina. El desánimo empezaba a apoderarse de ellos.
—Déjalo —dijo Olga a Daniel, que se disponía a golpear el candado con una nueva piedra bastante más grande que las cinco anteriores—. Eso no lo vas a romper a golpes tan fácilmente.
—¿Y qué sugieres que hagamos? —dijo Daniel, mientras trataba de resistir el impulso de arrojar la piedra al mar.
—Tengo una idea —dijo Olga mientras miraba a su marido.
—Lo sé —dijo Óscar, mientras rebuscaba entre el pelo de su mujer y sacaba una horquilla—: cerrajero al rescate.
Sin mediar palabra, Óscar desdobló la horquilla y la introdujo en la cerradura. Antes de que nadie tuviera tiempo siquiera de pensar en asombrarse, ya lo había abierto.
—¿Cómo demonios has hecho eso? —preguntó Álex, que ya no descansaba sobre la arena y estaba de pie junto al baúl—. ¿A qué dices que te dedicas?
—Instructor en el Ejército —dijo rápidamente Olga—, aunque, como puedes ver, nuestros soldados están preparados para bastantes más cosas de las que parece.
—Está bien saber que nuestro ejército, además de defendernos, sería capaz de abrir nuestras casas —dijo César sonriendo—. Si tenéis un precio mínimamente competitivo, la próxima vez que tenga un problema con la puerta de casa me voy a un cuartel en lugar de a una cerrajería. Bueno, dejando eso a un lado, ¿qué hay en el baúl? Me muero de curiosidad desde hace demasiados minutos.
Sin más dilación, Óscar abrió el baúl.
Pese a que César y Olga, sin saberlo el uno del otro, lo habían deseado con todas sus fuerzas, aquel no era el baúl de una compañía de teatro, sino que contenía lo que parecía el vestuario de un payaso de circo. Estaba lleno de cosas que en ese momento les resultaban especialmente inútiles, como narices falsas, pantalones ridículamente anchos y zapatos exageradamente largos, además de botes de maquillaje, pinturas y accesorios varios.
—Eh, tal vez podamos usar esos zapatones como balsas para salir de aquí flotando —intervino Daniel, rompiendo la tensión del ambiente.
—Claro, hombre —Álex dijo las primeras palabras que pronunciaba después de su nueva siesta—, y las narices postizas para escribir un SOS en la montaña más alta. Seamos serios, no vamos a salir de aquí con un baúl de circo.
—Pues ya es un baúl de circo más que lo que tú has sacado del accidente —dijo Olga, visiblemente contrariada.