De entre toda la obra literaria de Annemarie Schwarzenbach puede que El valle feliz sea la obra que mejor revela su profundo desgarro íntimo expresado en un largo soliloquio. A juzgar por la reelaboración del texto a partir de la primera redacción de Muerte en Persia y del cariz simbólico y dramático que adquiere esta nueva versión de su estancia en el valle persa del río Lahr, Annemarie quiso dar a este relato un tono confesional, una explicación de sus tormentos psíquicos y físicos, que eran muchos y esquivos. Si en Muerte en Persia describe en un tono más o menos objetivo ese tiempo que coincide con una profunda crisis existencial, la versión que plasma en El valle feliz, y que publica cuatro años después, es una versión subjetiva que trata de explicar el infierno que la consume, llevando el relato de la historia a un endeble basamento ficcional que no consigue despegarse de la armazón biográfica y a un tono exaltado y alegórico, que más parece un soliloquio desesperado.
Cuando en 1938 vuelve sobre el manuscrito de su estancia en el valle tres años antes, en 1935, su intención es transformarlo en el mapa figurado de la peor crisis de su vida y los demonios que la esclavizan. «En toda mi vida —escribe en una carta— no había trabajado con tanto ardor… Me hallo al borde del agotamiento, pero […] mis recuerdos de Oriente se han clarificado, han sido interpretados, transformados en símbolos. Todo esto se asemeja a un grito de desolación y es terriblemente duro». El valle feliz se despega de esta manera de la redacción más ortodoxa de Muerte en Persia, no solo en el estilo autoconfesional, sino en el simbolismo con que reviste su experiencia en Persia y el Oriente, una vez cerrado ese capítulo biográfico que la lesiona de forma tan honda. Aún no sabe que un año después volverá a la región en compañía de Ella Maillart, pero lo que describe de este largo viaje, la mayoría sobre todo en artículos de viaje para revistas y medios, de ningún modo reviste el cariz revelador de sus fantasmas íntimos que recrea en El valle feliz.
Parece que 1935 fuera el año en que se concentran las experiencias más dolorosas de una búsqueda de sentido que parece no anidar en ninguna parte. En enero ingresa en la clínica suiza del doctor Ruppanner en Samedan, donde intenta suicidarse tras una crisis aguda provocada por las drogas y por el remordimiento de no haber ayudado a su gran amiga Erika Mann en un momento de crisis ante las consecuencias del avance nazi. Por el contrario, había huido a Persia en septiembre del año anterior para trabajar como arqueóloga en el yacimiento de Ray, en un viaje en el que conoce a Claude Achille Clarac, cinco años mayor que ella y por aquel entonces segundo secretario en la Embajada de Francia en Teherán. Su estancia en Persia se le hace opresiva y aumenta esa desazón interior que no sabe racionalizar pero que le causa una angustia destructiva como le explica en carta a Klaus Mann: «Este país es demasiado grande; la vida aquí, lejos de la ciudad, demasiado centrada en una actividad insólita y monótona; y en las grandes avenidas de la capital hay demasiada gente. Una se siente desorientada en medio de esta confusión».
Unas semanas después de salir de la clínica decide casarse con Claude, a quién ve como un puerto fiable en medio de la tempestad y ante la consternación de su difícil madre, Renée Schwarzenbach, que no confía en el éxito de esta extraña alianza. A ambos, Annemarie y Claude, solo les interesa su mismo sexo pero comparten un sentimiento de marginalidad y una sensibilidad ante el desarraigo que parece ensamblarlos como almas gemelas, de hecho Claude Clarac dirá de Annemarie: «ha sido la única mujer que he amado». El 16 de abril de 1935, la suerte está echada y Annemarie emprende su tercer viaje a Persia para casarse con Claude que le espera en Beirut. De allí parten a Teherán por tierra haciendo escala en Palmira, donde se alojan en el hotel a pie de las ruinas que pertenece a Marga D’Andurain, esta mujer de origen español que le impresiona tanto como para inmortalizarla en un relato; y dando un largo rodeo por Mosul y el Kurdistán iraní. El 21 de mayo tiene lugar la boda en la embajada francesa en Teherán. Se instalan en una casita en Farmanié, a veinte kilómetros de la capital, con jardín y un gran estanque, que con la llegada del verano será el causante de una malaria que deja a Annemarie profundamente afectada. En julio tiene lugar un encuentro que marcará a la escritora: se enamora de forma romántica de Yalé, la hija mayor del embajador turco en la ciudad, un hombre de carácter difícil y que no había encajado el abandono de su primera mujer, la madre de la muchacha. Yalé proyectará una dulcísima presencia en ese tiempo estival desencajado por la angustia, las drogas, el calor y los estragos de la malaria. La joven ya estaba gravemente enferma de una dolencia pulmonar irreversible y el tiempo que pasan juntas es para Annemarie motivo de una exaltación romántica a cuyo recuerdo volverá siempre con los años.
Es su marido Claude quién decide llevar a Annemarie por unas semanas al campamento de la legación inglesa con espaciosas tiendas blancas —tiendas suizas, las llamaban— montadas con toda clase de comodidades en el fresco valle del río Lahr para así huir del tórrido verano en Teherán y conseguir que se repusiese de la malaria y la tensión de sus cuitas, siempre atenazantes en lo tocante a su serenidad anímica. El valle se encuentra a dos mil quinientos metros sobre el nivel del vecino mar Caspio y a cuarenta y cinco kilómetros de Teherán, pero para llegar hasta allí había que franquear numerosos pasos de montaña y valles ensimismados atravesados por los nómadas, en el que siempre asoma, como un faro, la pirámide del Damavand. Como si el propio lugar diera la medida de sus contradicciones íntimas, se refiere a él como el valle feliz —tanto por la fresca temperatura, como por la placidez del paisaje y la vida sosegada de los nómadas que lo habitan dedicados al ganado y los caballos—; pero también como el fin del mundo pues se alza por encima de otros altiplanos de la Tierra «y no puede conducir sino a lo extraterrestre, a lo inhumano que roza el cielo». Un valle de transición al más allá figurado donde acaban todos los caminos y en el que la dulzura de la vida pugna por exorcizar la muerte, lo que siempre se desvela como metáfora de su cartografía interna, que se debate por volver a la vida y encontrar una salida a su caos vital: «No he cambiado desde mi niñez: los mismos anhelos, las mismas dudas. Pero ahora estoy prevenida. Hubo un tiempo en que todos los caminos estaban abiertos. ¿Y cómo es que no me conformé con eso? ¿Por qué me empeñé con tanta obstinación en dar rodeos, en seguir caminos equivocados? Todos acabaron aquí arriba, en este "Valle feliz" del cual ya no podemos salir». La figura del ángel, introduce, no obstante, un hálito de esperanza.
A pesar de la malaria, a pesar de la cura de desintoxicación que había realizado a comienzos de año, la seducción por la magia negra, que es como nombra a la droga, se hace demasiado tentadora en estas tierras donde encuentra sin dificultad hachís y donde prueba de nuevo el opio que consumen los nómadas que visitan el chaiján y al que ya se había habituado en Farmanié: «Llegaron corriendo para traerme una bandeja hermosamente dispuesta con zumos de frutas y el veneno que yo les pedí. ¿Ya lo he llamado magia negra? No es mejor que la pipa de kif, pero tampoco peor… Este veneno no está nada mal: resina de amapola, flores esplendorosas revoloteando, ascuas al viento y consuelo para mi vista, el corazón se enfría y se desliza como la sombra de un delfín entre las ondas aceitosas, de isla en isla, hasta los polos, y sube y baja, con calma, en un puerto, entre los arrecifes y los moluscos. ¡Ah, por una vez puedo contar con ayuda!».
Con este paisaje interior no es extraño que el diario que escribía en la blanca tienda del campamento lo califique tiempo después como de “Diario impersonal”, porque impersonal es la mera descripción del entorno, sus montañas, valles, sus gentes, sus rutinas cotidianas en ese sanatorio que nada sana sino enaltece su angustia… «incluso cuando hablo de la vida que hacíamos en la expedición el relato dista mucho de ser una confesión personal», anota en Muerte en Persia. Y es que Annemarie vive dos vidas: la que relata al exterior en ese diario que no fue publicado en vida, y la que vive para sí, en un chapoteo autista del que ha de sobrevivir a los dramas que la acucian en ese año tan especial: la angustia de la deriva política en Europa a la que no responde de forma clara por la presión familiar abiertamente pronazi; la esclavitud de esa magia perversa de la que no se puede liberar; el amor y la muerte, eros y tánatos fundidos en la hermosa y trágica Yalé, y en otras muertes como la del fotógrafo de la expedición Jan Bibenski y el suicidio del arqueólogo Carl Bergner; la propia enfermedad, con los estragos de una malaria que la somete a episodios febriles delirantes; la memoria de sus experiencias en otros viajes por Oriente y Asia, sin olvidar la conciencia del fracaso de su matrimonio que, como era de esperar, no podía ni debía ser refugio de nada y acaba meses después. Una herida infectada en un pie la devuelve a Teherán y en el hospital recibe la visita de Yalé, tan visiblemente desmejorada que muere unas semanas después. En septiembre ya definitivamente en Farmanié recibe la visita de su amiga Barbara Hamilton Wright, a la que lleva a visitar Persépolis, pero entrado el otoño ya ha decidido que nada la retiene y que ha de enderezar el rumbo hacia cualquier otro lugar que, de momento, es su casa de Sils. Allí recala en octubre para ingresar un mes después en el sanatorio de Prangins, dirigido por el doctor Alfred Forel, para llevar a cabo otro de los intentos de desintoxicación que jalonan su corta vida.
Con la excepción de su cuarto viaje a Persia con Ella Maillart en 1939, que emprende con la secreta esperanza de que la compañía serena y equilibrada de esta gran viajera le devuelva a un objetivo claro: el propio viaje y el trabajo de articulista y hasta su casi olvidada otra profesión que es la arqueología, a la que volverá sin mucho entusiasmo en la etapa final de Afganistán, en realidad es en este valle suspendido frente al Caspio donde acaba su búsqueda persa. «He ensayado en Persia todas las formas de vida posibles, pero siempre he fracasado», confiesa en este relato, y cuando André Malraux le pregunta por la razón de sus reiterados viajes a este país —«¿Es solo para estar más lejos?»—, la respuesta sigue siendo evasiva. Persia era algo más que una fijación, era la materialización simbólica de un espacio de creación que se imbrica con la escritura, pero también de huida, como expresa en estas páginas: «Perdida, apátrida, paseante ociosa, a merced del viento, del frío, del hambre… Siempre sola, empujada hasta el mismo borde del abismo…», pues «ya no queda una casa en la que me estén esperando; ya no queda una lámpara encendida junto a una puerta para mostrarme el camino a casa». Persia era conciencia de su desarraigo, un erial íntimo en el que solo la escritura podía desvelar un sentido y esa es la razón por la que reconstruye la primera redacción de Muerte en Persia con el objetivo de desvelar en este libro la épica de su drama interior, el pathos de una catarsis literaria.
La reescritura de El valle feliz pone broche a un largo periodo, no exento de dolorosos cataclismos psíquicos, pero en el que se reconfirma como escritora y cronista, una experiencia que a la postre se convertirá en su verdadera profesión. En el intervalo de la reescritura de la segunda versión de su estancia en el valle del Lahr, viaja a Mallorca con Erika y Klaus Mann y allí encuentran a André Gide, al que visitan; y luego vendrá el largo y fecundo periodo norteamericano en el que recorre el país para hacer reportajes sobre las precarias condiciones de vida en sus rincones profundos y que firma con el apellido Clark, una forma sincopada del apellido Clarac, para desviar la atención del de su marido, pero también del suyo de soltera, en ese momento enfangado por la adscripción nazi de su familia. Viaja por trabajo a los Balcanes, a Moscú, y hace estancias en Nueva York donde tienen lugar tormentosas relaciones con la escritora Carson McCullers y la millonaria Margot von Opel a quien en una trifulca en el hotel Bedford intenta, incluso, estrangular. Es el periodo final de una secuencia dramática que la hace pasar por el manicomio, por otro intento de suicidio, y por la expulsión definitiva del país.
Cuando la editorial Morgarten de Zurich publica finalmente El valle feliz en 1940, lo firma como Annemarie Clark-Schwarzenbach. Dos años después fallece en un estúpido accidente de bicicleta y su madre destruye buena parte de su obra y su correspondencia. Más tarde, cuando Ella Maillart está a punto de culminar el manuscrito del viaje emprendido por ambas, El camino cruel, Renée Schwarzenbach impide, junto a otras imposiciones, la mención tanto en el libro, como en la bibliografía final, de El valle feliz, tal vez por considerarlo el testamento desgarrador de las obsesiones más dolorosas de la trágica Annemarie, a la que Thomas Mann había bautizado una vez como «el ángel devastado».
PILAR RUBIO REMIRO
CUADERNOS DEL HORIZONTE
El valle feliz
ANNEMARIE SCHWARZENBACH
TRADUCCIÓN DE JUAN CUARTERO OTAL
Título de esta edición:
El valle feliz
Título de la edición original:
Das glückliche Tal
Primera edición en
LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:
septiembre de 2016
© de esta edición:
LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:
www.lalineadelhorizonte.com | info@lalineadelhorizonte.com
© de la traducción: Juan Cuartero Otal
© de la maquetación y el diseño gráfico:
Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá
Imagen de cubierta:
Annemarie Schwarzenbach en Persépolis.
Autor desconocido
© Schweizerische Nationalbibliothek, Bern
ISBN ePub: 978-84-15958-51-2 | IBIC: FA;WTL;BG;1FBN
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El valle feliz
NOTA DEL TRADUCTOR
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Un intento de amar
El rechazo de la magia
El ángel
POSFACIO
¿Dónde acaban los caminos?
Entre octubre de 1938 y febrero de 1939, Annemarie Schwarzenbach permaneció internada en la clínica Bellevue de Yverdon. Ello supuso un efímero periodo de calma en su atormentada vida, que aprovechó para reescribir el manuscrito inédito de Tod in Persien y darle una forma más literaria, un tono marcadamente íntimo. El resultado fue Das glückliche Tal, cuya traducción tiene ahora en sus manos y que, para el crítico Charles Linsmayer, han sido las mejores páginas escritas por Schwarzenbach.
La autora, consciente de que esa obra sí la vería publicada, tomó la decisión de desdoblarse en un juego literario y –aunque a lo largo del relato original apenas se percibe– ceder la voz a alguien que, aunque solo en un par de pasajes muy concretos, se nos revela como masculino. No obstante, la necesidad perentoria de marcar desde la primera página la concordancia de género en español, unida al manifiesto carácter testimonial de esta novela corta y a la ausencia de prejuicios por parte del público al que hoy va dirigida, han llevado a tomar la decisión de convertir al narrador esta vez en narradora, esperando contar con toda la complicidad y consideración de los lectores.
JUAN CUARTERO OTAL