«La geografía y algunos exploradores» de JOSEPH CONRAD pertenece a Last Essays, ed. R. Curle, J.M. Dent & Sons, London, 1926 § «La aventura» de VLADIMIR JANKÉLÉVITCH se publicó en L’aventure, l’ennui, le sérieux, Ed. Montaigne, 1963 (en castellano, La aventura, el aburrimiento, lo serio, Taurus), 1989 § «El deseo de geografía» de RAFAEL ARGULLOL y «Leer, leer y leer», fueron publicados en el Extra dedicado a «La Aventura» del diario El País, 1987 § «Para una antropología de la aventura» de DAVID LE BRETON apareció en la monografía L’aventure. La passion des Détours. (Ed.), Autrement, col. Mutations nº 160, Paris, 1996 § «Olores, visiones, sabores y canciones» de JAVIER REVERTE pertenece a La aventura de viajar. Historias de viajes extraordinarios, Plaza Janés, 2006 § «La Belle Époque de la aventura» de SYLVAIN VENAYRE apareció en Revue d’histoire du XIXe siècle nº 24, Paris, 2002 § «La aventura» de GEORG SIMMEL, pertenece a Philosophische Kultur, (en castellano, Sobre la aventura. Ensayos de Estética, Península, 2002) § LOS RESTANTES ENSAYOS SON ORIGINALES PARA LA PRESENTE EDICIÓN.
La aventura
— justo una idea —
Título de esta edición:
La aventura. Justo una idea
Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: diciembre de 2016
© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones
www.lalineadelhorizonte.com | info@lalineadelhorizonte.com
© de la edición y prólogo: Pilar Rubio Remiro
© de los textos, sus autores respectivos: Carlos Muñoz Gutiérrez, Isabel Soler, Javier Cacho, Rafael Argullol, David Le Breton, Patricia Almarcegui, Juan Pimentel, Javier Reverte, Sylvain Venayre, Fernando Savater
© de «L’aventure», Vladimir Jankélévitch: Aubier (département des Editions Flammarion), París, 1963
© de las traducciones: La geografía y algunos exploradores, Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye; Sobre la aventura y La aventura, Gustau Muñoz Veiga; Para una antropología de la aventura, Pilar Rubio Remiro; La belle époque de la aventura, Meritxell-Anfitrite Álvarez Mongay
© de la maquetación y el diseño gráfico:
Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá
© de ilustración de cubierta: Fernando González Sitges
ISBN ePub: 978-84-15958-56-7 | IBIC: HP; WTL
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
La
aventura
— justo una idea —
CARLOS MUÑOZ GUTIÉRREZ
JOSEPH CONRAD § ISABEL SOLER § VLADIMIR JANKÉLÉVITCH
JAVIER CACHO § PATRICIA ALMARCEGUI § RAFAEL ARGULLOL
DAVID LE BRETON § JUAN PIMENTEL § JAVIER REVERTE
SYLVAIN VENAYRE § FERNANDO SAVATER
GEORG SIMMEL
edición de:
— Pilar Rubio Remiro —
La aventura es vida.
Una introducción
PILAR RUBIO REMIRO
Justo una idea:
La aventura de pensar
CARLOS MUÑOZ GUTIÉRREZ
La geografía
y algunas exploradores
JOSEPH CONRAD
Venturas en los cabos
de la “carreira de índias”
ISABEL SOLER
La aventura
VLADIMIR JANKÉLÉVITCH
La aventura blanca
JAVIER CACHO
El deseo de geografía
RAFAEL ARGULLOL
Para una antropología
de la aventura
DAVID LE BRETON
Inscribir los movimientos
del corazón en la faz de la tierra
PATRICIA ALMARCEGUI
El Siglo de las Luces
y la aventura del conocimiento
JUAN PIMENTEL
La aventura de viajar.
Olores, visiones, sabores y canciones
JAVIER REVERTE
La Belle Époque
de la aventura
SYLVAIN VENAYRE
Leer, leer y leer
FERNANDO SAVATER
Para una psicología filosófica.
La aventura
GEORGE SIMMEL
AUTORÍA
PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS
Inveniam viam
aut faciam
Encontraré un camino
o lo haré
SÉNECA
PILAR RUBIO REMIRO
Si existe una palabra capaz de transmitir el hechizo de una vida plenamente vivida es, sin duda, la aventura. Pero empecemos por el principio, porque en su etimología aventura procede del latín adventure, ad-venire-urus, «las cosas que han de llegar», así la aventura adviene, es destino, es «lo que sucede», es aquello imprevisible que rompe el proyecto humano, que desata lo atado y por ello nos reta a hombres y mujeres a encararnos a ella o guarecernos; a aceptar el desafío de lo que acontece y crecer abriendo posibilidades vitales, o lo contrario, negar el cambio, lo que parece protegernos de sus funestos augurios construyendo defensas a menudo inexpugnables. Existe la buenaventura, esa aceptación gozosa de la posibilidad que llega y existe la malaventura, porque el azar así lo quiere y ninguna voluntad escapa al peligro cierto de su desafío último que es la muerte. Así pues tomemos una primera definición que nos brinda Fernando Savater: «¿Qué es la aventura? Es el salto hacia la plenitud: la aventura es el tiempo lleno. El afán y el encanto de la aventura provienen de la convicción, quizá supersticiosa, de que no estamos hechos para ver pasar el tiempo, para ver cómo nuestra energía se desangra y gotea en el vacío —calculable, incalculable— del tiempo».
La palabra aventura es hoy, en nuestras predecibles y seguras vidas, una voz reverenciada que, aun desprovista de su capacidad terrorífica o dramática, invoca un deseo de libertad y experimentación controlada muy propia de nuestro afinado individualismo y de una exacerbada fe en la capacidad de transformación de ese sentimiento de insatisfacción permanente que acaba en los estantes imaginarios de un supermercado que nos vende una variedad sin fin de sensaciones, experiencias, o emociones inocuas, por controladas y predecibles, pero excitantes siempre. Aunque es inherente a cualquier época nuestra cultura la sigue idolatrando porque es, sobre todo, un anhelo de libertad, de mutación sin fin.
Y por encima de todo la aventura es un imaginario, una idea vinculada a un deseo que dirige los pasos a un horizonte incierto pero en el que habita la posibilidad. Justo una idea, justo «dar un sentido a lo que pasa —explica Carlos Muñoz Gutiérrez— […] pues la aventura, donde quiera que se actualice, quienquiera que la efectúe, es siempre encontrar un sentido a esa particular disposición del estado de cosas de donde emerge el acontecimiento». Por ello antes que acción es la ideación de las circunstancias de un nuevo hecho que nos acontece, al que damos forma con el pensamiento y resolvemos sus desafíos mediante un quehacer posterior. Algunos de los textos de este volumen, como los ya clásicos de los filósofos Georg Simmel y Vladimir Jankélévitch, junto al de Carlos Muñoz Gutiérrez o Fernando Savater nos ofrecen una visión desde el pensamiento y la categorización de un concepto que se expande a otras disciplinas. Para Simmel, el filósofo es el gran aventurero del espíritu: «Emprende la tentativa carente de perspectivas, aunque no por ello de sentido, de conformar conocimiento conceptual a partir de la conducta vital del alma, de su disposición hacia sí misma» y para Muñoz Gutiérrez, «la aventura del pensar es encontrar justo una idea en la multiplicidad de acontecimientos que cada día ocurren entre diversidades variables, a través de fuerzas contrarias, de intereses encontrados».
Como metáfora espacial, decimos que la aventura sobreviene en un horizonte que es siempre una línea imaginaria que representa el allá, el afuera, un lugar siempre distinto al espacio cotidiano. Requiere de un territorio mental que se proyecta sobre el geográfico, por ello la traslación figurada por ese espacio traza una cartografía sobre la que circula el deseo. En palabras de Rafael Argullol: «La aventura en su sentido más desnudo requería únicamente un punto de fuga, resultado de la fricción entre un estado presente y una imagen futura, y una línea de horizonte, tras la cual se ocultara una promesa de otredad». Por eso afirmamos que la aventura tiene una dimensión espacial. Desde el tiempo en el que acompañó el desplazamiento humano, desde la caverna al horizonte, y dio sus primeros pasos en un allá desconocido, no ha dejado de hollar nuevos territorios que han ensanchado la comprensión del mundo como lo ajeno y opuesto al micromundo conocido. En palabras de Vladimir Jankélévitch: «La aventura es extravital, extraterritorial, extraordinaria, es decir, fuera del orden (extra ordinem), excepcional y literalmente excéntrica. Todo lo que empieza por extra o por ex se le aplica». Por ello lo que está fuera, lo que pertenece a lo otro, lo que aún no tiene forma, ni es conocido porque es extemporáneo, es un «exclave», precisa Georg Simmel, otra realidad espacial que escapa al enclave donde transcurre la normalidad, el hábito.
Con todo, más allá de lo que conforma la materia de la aventura, nuestra fascinación dibuja una figura sobre la que proyectamos una necesidad de modelo, una figura de autoridad a la que imitar, alguien capaz de medirse de tú a tú con el sino que mueve los hilos de las marionetas que somos y esta figura, héroe a escala humana, es el aventurero, retrato descaradamente masculino que atraviesa la historia de nuestra cultura y que nos ofrece un patrón posible. Aventurero es quien se ad-ventura desafiando a la suerte y corriendo peligros; aceptando la incomodidad y la inseguridad, pues desecha la seguridad, lo dado; coquetea con el destino, se mide con el azar; confía en extraer de sí los recursos para transformar su futuro. Se alimenta de pasión, enaltecimiento, vitalidad. Opone el movimiento a la quietud, el desorden al orden, la novedad a la rutina de lo conocido. Es la celebración de la magia y el sueño. La apoteosis de una forma de vivir en la exaltación y la certeza del tiempo pleno, vivido con avaricia y deleite. Es excepción y originalidad, lo opuesto a la banalidad. Se le admira y se le teme porque se confronta a la muerte y no porque la busca deliberadamente, sino porque asume su posibilidad y se reta con ella. El aventurero es la estrella que más brilla en este firmamento de anodinas identidades. «Es un héroe —explica Muñoz Gutiérrez—. En toda mitología un héroe es alguien a quien su nobleza, su virtud, su areté decían los griegos, le obliga a enfrentarse a un destino que le supera, la autoridad. Sabe que su empresa no tendrá un final feliz, porque un simple hombre, aunque sea un semidios, no podrá con el fatum inmisericorde que los hados poderosos han ordenado. Sin embargo emprende la lucha». Sin embargo, significa aquí más que nunca, a pesar de todo.
Aquí van algunas claves que explican esta seductora figura en nuestro imaginario, porque evidencian un modelo por el que trascender la condición humana imitando lo heroico, esa lucha desigual contra el azar y lo intempestivo en el que poner a prueba los resortes de un épica individual capaz de retar al destino, desarmar su previsibilidad y rendir culto a la imaginación transformadora. Y para colmo es un jugador. Si la aventura es una circunstancia que desordena el presente, un quiebro en la línea recta de nuestro devenir, una disrupción a la que nos enfrentamos con atributos osados o ciertamente cobardes, con decisión o vacilación, esperanza o desaliento, confianza o aprensión, este apostador propicia el éxito o el fracaso de una batalla contra lo incierto en la que la ganancia supone redoblar vida y la pérdida, disolución y muerte. ¿Qué busca siempre este personaje?: «Jugar en todos los tableros, multiplicar la existencia», nos dice David Le Breton. Como apunta Georg Simmel: «Esto evoca el parentesco del aventurero con el jugador. El jugador se entrega, ciertamente, a la falta de sentido del azar; solo en la medida en que cuenta con su favor, en la medida en que considera posible y se representa una vida condicionada por este azar, el azar se le aparece inserto en un contexto dotado, sin embargo, de sentido». Así pues es un personaje conectado con su propio poder hacedor, pues cree en su buena estrella, como nos recuerda David Le Breton; cree en un extraño poder capaz de desactivar el caos de lo imprevisible y reducirlo en su favor, pero a veces no es sino el afinamiento intuitivo de reconocer una situación favorable entre mil y atraparla al vuelo.
Y la aventura, tal como se explicita, tal como nos llega en su relato, es otra apropiación de sus posibilidades vitales restringidas en cuanto a género. No hay que recurrir al diccionario para constatar una realidad: aventurero es quien vive aventuras; aventurera es una mujer de moral incierta. Y se atribuye a un escritor famoso esta frase: «Los hombres tienen los viajes; las mujeres los amantes» que evidencia hasta qué punto el viaje, o el simple movimiento, ha sido, hasta tiempos bien recientes, un fortín inexpugnable de la masculinidad. El mundo como espacio exterior es varonil, es acción, independencia, afirmación de sí; el espacio interior es femenil, pasivo, dependiente, contingente, en él solo puede darse la aventura emocional. El varón sale, se mueve, explora, anda lejos; la mujer se ha desenvuelto hasta ahora en un imago mundi circunscrito al encierro, al asfixiante interior que solo la literatura ha podido explicitar evocando una persistente fantasía de espacios abiertos a los que se oponen imágenes recurrentes de angustia y encierro. Como apunta Patricia Almarcegui hora es de «que a nadie sorprenda que la mujer viaje sola, que no tema ser vejada ni ultrajada, que pueda ir a los mismos lugares que los hombres, que no tenga que dar explicaciones de su vida personal, que no tenga que justificar por qué viaja. En definitiva, que el viaje deje ya de ser un a-venturarse para la mujer y que se relacione para siempre con él». Aún hoy la que se adentra en ese afuera se confronta a una experiencia múltiple: la del deambular en un espacio prohibido a su condición (el mundo), la de adecuar un espacio interior que posibilite la transgresión de salir al exterior (la ruptura con el orden normativo patriarcal), la confrontación a una realidad cultural especular que es la de la subordinación cultural de las mujeres en el mundo. Tanto Jankélévitch («Para la mujer la aventura es un acontecimiento fisiológico que afecta directamente al cuerpo y concierne al ser femenino en su totalidad, y luego, progresivamente, al porvenir biológico de la especie».) como Simmel («La actividad de la mujer en las novelas amorosas aparece ya entreverada de la pasividad que le ha conferido a su carácter la naturaleza o la historia») dan por hecho que la aventura es un imaginario netamente masculino sin adentrarse en las causas que subordinan a las mujeres, en todo tiempo y circunstancias, a su papel periférico, (acompañantes, enfermeras, musas, o bien personajes descentrados, extravagantes y alocados), y para ambos la aventura femenil es, sencillamente, una posibilidad contra natura. Por eso urge articular una figura de la heroína que transita el mundo para evidenciarse como sujeto que elije y controla la aventura de su propio destino y la libertad de movimientos necesaria.
La vida toda es aventura, lo sabemos, personifica la capacidad individual de crear un nuevo orden y es también mito sobre el que la antropología cultural ordena su propia historia. David Le Breton nos ofrece este viaje por el tiempo que toma en la figura de Ulises la incertidumbre del camino que es el propio decurso vital. En nuestra cultura occidental la aventura prodiga una lectura de la historia simbolizada en la imagen del explorador y el viajero a lo largo de todos los tiempos. Una figura crucial, a la que nos acerca la especialista en la cultura marítima portuguesa del Renacimiento, Isabel Soler, es la del navegante en la época dorada de las grandes gestas transoceánicas que sortean los peligros geográficos por el afán de saber que hay tras ellos: «El que se aventura por el océano, el que se adentra por propia voluntad en el espacio del peligro, el hombre de los Cabos, el nuevo héroe de la desgracia del mar, con su forma nueva de experimentar el temor y la muerte, el que se sabe en el núcleo de ese sentimiento crecientemente abstracto de inseguridad se aleja definitivamente de la armónica mesura renacentista para explicar el mundo, y explicarse a sí mismo, desde unos parámetros ya plenamente barrocos construidos desde la falta de serenidad. El náufrago, el hombre de los Cabos, pertenece ya a un mundo cambiante e inestable en el que no puede ser por más tiempo un mero espectador o un organizador privilegiado de ese mundo». El viaje traza en esta época una caligrafía humanística que transforma nuestra mirada sobre el mundo y nos obliga a repensar lo conocido. Una época que se funde después en la aventura de la objetividad y el conocimiento cierto que solo puede ser aprehendido en la experiencia directa, en el lugar, en el escenario donde ocurre todo, pero especialmente en la página en blanco de la naturaleza. El naturalista ilustrado se sumerge en los reinos perdidos de la creación, abre una Edad Dorada con el despliegue exploratorio que precede al colonialismo y «el viaje —según Juan Pimentel— escenificaba, como ninguna otra actividad, la aventura del conocimiento, una empresa necesitada de hechos o gestas físicas capaces de transmitir su profundo significado». El aventurero ilustrado es una figura de acción que se mueve por el mundo para recabar un orden real, pero también se aventura en el interior pues —como nos dice Pimentel—, «un acontecimiento extraordinario es precisamente lo que tiene lugar también en un laboratorio: un hecho insólito, imprevisto, un fenómeno que altera el curso habitual de la naturaleza o desdice lo que las leyes anunciaban, lo que estaba escrito o preescrito. Aquello que tenía que suceder, no sucede. Y aquello que era impensable, sucede. Eso es ciencia. Eso es también aventura».
El viajero se diluye después en la aventura no ya para conocer, sino para experimentar. Si la anterior era una tarea colectiva, la del viajero romántico recala en la individualidad de la experiencia y precede, como decíamos más arriba, a la figura del agente vinculado a la misión de colonización o de mera apropiación. Destaca la figura del explorador polar como héroe de los hielos, un personaje que no puede sobrevivir por sí mismo, sino en el refugio y la alianza del grupo y cuya suerte, como nos muestra Javier Cacho, está vinculada colectivamente a uno de los capítulos en los que el azar y la ferocidad de la naturaleza dibujaron una epopeya polar que aún nos conmueve.
Con Sylvain Venayre revisitamos lo que esta figura en general ha aportado a la literatura y que confluye en un periodo de brillante despliegue, la Belle Époque: «El libro y el personaje nacen de una meditación sobre aquello que el hombre puede hacer contra la muerte. De ahí este tipo de héroe sin causa, preparado para arriesgarse a la tortura solo por la idea que tiene de sí mismo, y quizá por una especie de apropiación fulgurante de su destino». Un periodo en el que se populariza la novela de aventuras, con las que se educarán, extasiados, los niños y jóvenes de las siguientes generaciones en una cadena sin fin que nutre el anhelo de subvertir lo dado, o de aceptar lo que adviene, por el placer de trasmutar una realidad que no se ajusta a un deseo de plenitud. Y en nuestro tiempo se abre paso la figura baudeleriana del flâneur. Si hasta entonces el viaje era privilegio de unos pocos, ahora este paseante impertinente deambula por las culturas del mundo porque sí, por curiosidad, por aburrimiento, o por medirse a sí mismo; también por coleccionar o sacudir la rutina, que es propósito de esa figura atrabiliaria del turista en la que nos reconocemos todos. Viajar en nuestro tiempo es jugar a la aventura, pero obviando el dramatismo de su zarpazo inconveniente, pues todo está convenientemente calculado para evitar el riesgo, relegando la aventura a la propia vida, y a su inventario sin fin de discordancias azarosas.
Y, finalmente, la aventura es arte refinado. Se gesta en la niñez. Es consecuencia desatada de la imaginación y de la creencia en la magia de lo posible, o de la posibilidad sin cortapisas. David Le Breton nos dice que se trata de «uno de los nombres modernos de la nostalgia», la que siempre vuelve a los sueños de grandeza en la niñez, en esa edad fértil de escapatoria sin compromiso en la que se da una imaginación aún no constreñida por la responsabilidad de existir. «Por mi parte —nos cuenta Javier Reverte—, nunca he dejado que se desvanezca el niño que fui y lo trato de mantener contra viento y marea. Lo que quiero decir es que nací con un alma deseosa de aventura y no he aceptado casi nunca disfrazarla de otra cosa». La infancia es una etapa en la que la figura del aventurero labra una elección posterior, un diseño de quién se quiere ser en el futuro y para hacerlo no hay mejor modelo que quién supo afrontar la vida de un modo nada convencional. Las lecturas y los mapas llevan a Conrad a una existencia aleatoria llena de acción y de bien pertrechados personajes provenientes de las gestas y lecturas de juventud: «Uno de los aspectos interesantes del estudio de los descubrimientos geográficos, y no el menor, es escudriñar las personalidades de esa clase especial de hombres que dedicaron la mejor parte de sus vidas a la exploración de tierras y mares». Siempre reconocerá esa deuda para con los hacedores de su imaginación literaria pues eran «ellos» el objeto de inspiración y «no los personajes de ficción». El aventurero de carne y hueso es artista de sí mismo y crea otra realidad alternativa que a su vez abre nuevas posibilidades para otros. Es relato cuando toma voz y reconstruye una realidad o la recrea en la ficción. Es género narrativo (cine, literatura). Genera una nueva mirada sobre el mundo y crea formas impensables de representación. La aventura, como arte vital, trasciende al aventurero y se hace inmortal que es aquello a lo que siempre aspira la obra artística. Nada mejor que esta hermosa cita extraída del texto de Jankélévitch para corroborarlo: «La aventura es la manera que tienen las naturalezas poco artísticas de participar, en alguna medida, de la belleza; en muchas vidas de no artistas la aventura es el único medio de tener una existencia estética y de mantener una relación desinteresada con lo ideal; la época de la aventura es la única en la que los hombres más sórdidos, así como también aquellos que no son capaces de ser ni pintores, ni músicos, ni poetas tendrán la fuerza y la posibilidad de vivir el mundo de los valores y de hacer cosas que no sirven para nada”.
Por eso la aventura es la propia vida. Ayuda a enfrentarnos con nuestra personalidad caleidoscópica, con todos esos yoes que relegamos a los suburbios de nuestra identidad, pero que de vez en cuando se rebelan y toman el mando de nuestras vidas. Reclaman una oportunidad, a veces efímera, sí, pero que resucitan al señuelo del deseo de todos esos instantes que podríamos vivir en nuestra periferia existencial y que acallamos, atados como estamos a nuestro yo dominante que nos acapara, nos tiraniza, ridiculiza y menosprecia toda posibilidad de experimentarnos en la otredad pues yo, podría ser también otro, otra y debo saberlo. De los sótanos oscuros de la previsibilidad hay que rescatar siempre la aventura como la posibilidad de trascender la condición humana imitando lo osado, porque la aventura reivindica la posibilitad de lo nuevo y distinto en detrimento de lo conocido e inamovible. Un camino oculto por la maleza tiene un don: la obligación de buscar otro, o fabricarlo, que diría Séneca (Inveniam viam aut faciam). Recordemos con Jankélévitch: «La aventura da pie y realidad a oasis de fervor y de intensidad. Reaviva el elemento picante, exalta la ruptura y el delicioso desbarajuste de la existencia». A su práctica van destinadas estas páginas.