Aguileta, Gabriela.Cuentos del derecho... y del revés; Ilustraciones de Carlos Vélez – 1ª ed. – México: Ediciones SM, 2016
Formato digital – (El Barco de Vapor. Roja)
ISBN: 978-607-24-2433-3
1. Literatura mexicana – Literatura infantil 2. Cuentos mexicanos – Literatura infantil 3. Antología – Literatura infantil 4. Derechos del niño – Literatura infantil
Dewey 808.83 C84
PRESENTACIÓN
Para que los principios fundamentales, como la libertad, la justicia y la paz, se cumplan, todos de los seres humanos deben tener los mismos derechos y el reconocimiento de su dignidad.
La Convención sobre los Derechos del Niño es el tratado internacional que enuncia los derechos humanos de los niños, niñas y jóvenes en cualquier lugar del mundo. Una nutrición adecuada, ir a la escuela, ser protegido y contar con atención médica, tener un nombre, es decir, una identidad, son entre muchos otros los derechos que considera este tratado internacional. Para los países que se han adherido, su cumplimiento es obligatorio. México forma parte de la Convención desde 1990.
Siete autores mexicanos escribieron los cuentos que vas a leer a continuación con el propósito de acercarte a tus derechos desde la literatura, de una manera divertida, porque es importante que los conozcas, pues los compartes con todos los niños y niñas con quienes convives.
HAMBURGUESA, PAPAS Y REFRESCO
Juan Carlos Quezadas
HAMBURGUESA
EL ESTUDIO DE LA FAMILIA Hawaiana (así se apellidaban, yo no tengo la culpa) quedaba en el tercer piso de su casa. Tres paredes estaban cubiertas por libros, mientras que el cuarto muro era dominado por un ventanal que mostraba una preciosa vista del jardín. Paisaje que lamentablemente ya nadie parecía disfrutar. En medio de la habitación había un sillón rojo, y en el sillón, una niña.
Natalia era su nombre.
Y si escribí era es porque ya no es: ahora Natalia tiene otro nombre que ya pronto conocerás.
Los padres de Natalia, es decir, los señores Hawaiana, eran dueños de la única fábrica de maniquíes del país y siempre estaban hasta el tope de trabajo. Salían de su casa a las siete de la mañana y volvían hasta más allá de las diez de la noche, por lo que los fines de semana eran la única ocasión para reunir a la familia.
De lunes a viernes la casa de los Hawaiana era un páramo triste y solitario. Por eso nada más llegar de la escuela la niña subía al estudio y se lanzaba de panza al sillón rojo para quedarse allí buena parte del día. Como si aquel sillón fuera en realidad una pachoncita máquina del tiempo que tuviera como único fin conducirla hasta la otra orilla. Hasta la playa del dulce sueño que empezaba a aparecer en el horizonte por allí de las nueve de la noche.
Si esto fuera un cómic y no una película veríamos cómo, cuando los señores Hawaiana llegaban a casa, de la boca de su hija brotaba un desfile interminable de ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ. Ya estaba profundamente dormida y no tenía caso despertarla. Así que mejor le daban las buenas noches desde la puerta, pero ella no se daba cuenta.
En medio de la habitación había un sillón rojo, y en el sillón, una niña. Natalia era su nombre. Era, era, siempre era...
En los brazos de la niña había un libro. Digamos que el libro se llamaba Momo y digamos que en los ojos de la niña había un brillo que podría ser provocado por la emoción que surgía de aquellas páginas.
Digamos también, y aquí es cuando esta historia se empieza a torcer, que en la mesita junto al sillón se podían ver los inconfundibles restos que quedan al comer una hamburguesa: un cartoncillo manchado con residuos de queso y grasa, un sobrecito abierto de salsa cátsup, algún pepinillo.
Una hamburguesa de vez en cuando es una maravilla. El problema es que Natalia se alimentaba los trescientos sesenta y cinco días del año solo de hamburguesas. Sus padres no tenían tiempo de cocinarle nada saludable, y la solución era encargar diariamente desde la fábrica de maniquíes un combo triple para su hija. Nada de verduras ni fruta ni pescado.
Hamburguesas y hamburguesas y hamburguesas.
Cuando Natalia Hawaiana se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se descubrió sobre su cama convertida en una monstruosa hamburguesa. Una hamburguesa idéntica a la que a diario comía, pero que en lugar de pesar unos cuantos gramos pesaba cerca de cincuenta kilos.
Ya no era una niña, ahora era una Maxi Burguer Súper Queso Triple con piña.
Ya no se llamaba Natalia, ahora se llamaba Hamburguesa. Nombre que, hay que decirlo, pegaba mucho mejor con su apellido: Hamburguesa Hawaiana.
Ya no podía leer Momo ni ninguna otra historia, porque las hamburguesas no tienen muy desarrollada la imaginación. De un momento a otro la pequeña había perdido la posibilidad de hacer aquello que tanto le gustaba.
Al principio la transformación de Hamburguesa fue un duro golpe para los señores Hawaiana. Sin embargo, con el paso del tiempo fueron aceptando la situación, e incluso, gracias a sus contactos, le consiguieron un trabajo. Hamburguesa abandonó la escuela y se internó de lleno en el mundo laboral: fue aceptada como botarga publicitaria dentro de la misma cadena de hamburguesas que había provocado su transformación.
“¡Qué hamburguesa más real!”, exclamaban los clientes impresionados antes de entrar al local y exigir, por una simple asociación de ideas, una Maxi Burguer Súper Queso Triple con piña.
Como es de suponer, Hamburguesa sufría mucho por su nueva situación.
¿Pero a quién podía importarle?
¿Quién podía adivinar el estado de ánimo de una simple hamburguesa?
PAPAS
La situación de Papas fue muy parecida a la de Hamburguesa, excepto porque en un principio se llamaba Paolo y no Natalia, y sus padres, los señores Amarillas, eran fabricantes de pelucas y no de maniquíes.
Si esto fuera una película y no un poema épico podríamos ver ahora cómo Paolo llega a su solitaria casa para sentarse frente a la televisión a jugar con su consola de video. Para darnos la idea del paso del tiempo, en la pantalla se irían difuminando los diferentes juegos: luchas de marcianos contra terrícolas, terrícolas contra venusinos, venusinos contra marcianos, perros terrícolas contra marcianos perros, y así un largo etcétera.
Después, para acentuar aún más el correr de las horas, el director de esta imaginaria película nos presentaría tomas de la gigantesca bolsa de papas que Paolo va consumiendo a lo largo de la tarde. Al principio aún con la luz del sol la bolsa se vería rebosante, para ir adelgazando poco a poco al morir la tarde. Dejando en el rostro de Paolo una amarillenta máscara de grasa y sal, una triste sonrisa que más bien parece una mueca de dolor.
No me sorprende que el extraño caso del pequeño Paolo haya suscitado tantas discusiones. A fin de cuentas que un niño se convierta de un día para otro en una bolsa de papas fritas no es algo muy común. Lo que en verdad llama la atención es la rapidez con la que el caso se olvidó y que las personas empezaran a ver de lo más normal cómo una hamburguesa gigante y una bolsa de papas descomunal, espantosos alimentos que un día fueron niños de carne y hueso, se dedicaran a invitar a los clientes a entrar en la cadena de comida rápida.
REFRESCO
La vida de Refresco, en cambio, muy poco tenía que ver con la de Hamburguesa y Papas. Sus padres no tenían una fábrica ni de maniquíes ni de pelucas. Eran campesinos. Tampoco tenía una vida solitaria. Al contrario, siempre estaba rodeado de personas, ya que toda su familia, incluidos sus cuatro hermanos y sus padres, vivían en un minúsculo cuartito, y cuando no estaban allí se encontraban todos juntos trabajando en el campo.
Ignacio Moreno, ese fue su primer nombre, habría sido muy feliz yendo a la escuela y disfrutando las tardes libres para jugar o leer, pero los niños campesinos, por desgracia, casi nunca gozan de esos derechos.
En el pueblo de Ignacio no había agua potable, y para mitigar la sed tomaban refrescos. Extraño, ¿no? Al pueblo de Ignacio, como a muchas pequeñas poblaciones de México y el mundo, podían llegar litros y litros de refresco, pero no se podía contar con unas cuantas gotas de agua potable.
Todos los días, en medio de la siembra, cuando el calor agobiaba, Ignacio consumía más de dos litros de refresco. Como la comida también escaseaba, unas cuantas tortillas —y los días de suerte, frijoles— eran los únicos alimentos que el pequeño campesino y su familia podían disfrutar. De este modo el azúcar de la bebida se convertía en un combustible necesario para poder aguantar las duras jornadas de trabajo.
Una verdadera lástima.
“Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes una señal de algo o si ves una luz en alguna parte”, le pidió su padre una madrugada en la que iban rumbo a la fuente de agua potable. Sin embargo, Ignacio nada contestó. Su padre repitió la petición dos o tres veces más pero el resultado fue el mismo: un absoluto silencio.
Asustado, el padre subió la pequeña cuesta para encontrar a su hijo convertido en una gigantesca botella de refresco de cola.
“Yo sabía que tanto refresco no era sano”, dijo el hombre para sí mismo y profundamente apenado retomó, junto con su hijo-refresco, el camino de regreso a casa. Si esto fuera una radionovela y no el primer acto de una obra de teatro costumbrista, ahora escucharíamos el ladrar lejano de unos perros y el arrullo de un riachuelo.
Al principio, como ocurrió con Hamburguesa y Papas, todo fue tristeza. Sin embargo con el paso del tiempo la gente se fue acostumbrando a la presencia de la botella gigante. Un día, alegando que el envase le pertenecía, el repartidor de la marca de refresco en que se había convertido el niño se lo llevó del pueblo.
Al llegar a la ciudad lo vendió, a cambio de un buen dinero, a la cadena de comida chatarra en la que ya trabajaban el par de víctimas de una mala alimentación que con anterioridad habían sufrido la metamorfosis.
Y por fin, de esta manera, el gran combo se había completado: Hamburguesa, Papas y Refresco.
EL PAQUETE TRIPLE
Para pasar la noche, encerraban a los tres niños-comida en una gigantesca bolsa de papel café, idéntica a la que sirve para guardar los combos de las cadenas de hamburguesas. Era el único momento del día en que disfrutaban cierta tranquilidad.
Hamburguesa les hablaba de su pasado de niña lectora. Les contaba algunas de las historias que aún recordaba (cada vez con menos viveza, como si el recuerdo fuera una salsa cátsup rebajada en agua). La favorita de Papas era la de una niña que se llamaba Lyra, o ¿Mayra?, y tenía un amigo oso polar, o ¿era oso hormiguero? La historia que más le gustaba a Refresco era la de un niño aprendiz de ¿plomero?, ¿mago?, ¿tenista? Hamburguesa no podía recordar muy bien a qué se dedicaba aquel niño inglés, ¿o acaso era brasileño? Y entonces la historia poco a poco iba perdiendo su encanto (al igual que los recuerdos de Hamburguesa).
Papas, por su parte, fantaseaba queriendo creer que de alguna forma los tres se habían metido dentro de un videojuego y que ahora eran accionados por un niño que, desde la comodidad de su cuarto, regía sus vidas. Al principio imaginaba que el objetivo del juego era liberarse de aquel hechizo y así poder regresar a sus antiguas existencias de niños normales. Por desgracia el juego imaginario de Papas se tornaba cada vez más aburrido y sin gracia.
Refresco, a pesar de vivir empacado junto a sus nuevos amigos, se sentía solo. Abandonado. Añoraba el contacto con su familia y con la naturaleza. Extrañaba el río y el sol. Por las mañanas miraba el cielo para tratar de adivinar el clima que reinaría durante el día, pero cada vez era menos capaz de interpretar qué querían decirle la forma de las nubes o el color del cielo.
El espíritu de los tres pequeños estaba cayendo en la trampa de la grasa, el azúcar y los conservadores artificiales.