Mi decisión estaba tomada.
James continuaba mirándome, esperando mi contestación, mientras el resto de alumnos seguían danzando en el baile de disfraces de la universidad, ajenos a todo esto.
Tragué saliva para hundir el nudo de mi garganta y tomé aire para poder articular las palabras.
―Lo… lo siento, James, yo…
De repente, se abalanzó hacia mí, cortando mi murmullo, y me agarró por los brazos con brusquedad.
―¡No, no puedes hacerme esto! ―voceó, zarandeándome.
Me asusté por su reacción, aunque otro sentimiento lo superó.
―No puedo evitarlo ―escupí, rompiendo a llorar.
―¿Pero qué está pasando aquí? ―preguntó Lucy, mosqueada, colocándose a nuestro lado con precipitación.
Sin embargo, James mantenía esa mirada airada en mí.
―No lo permitiré ―me aseguró, crujiendo la mandíbula.
―Suéltala ―le exigió mi prima, intentando separarnos.
―Quiero hablar con ella ―le dijo sin dejar de mirarme.
―Hablaremos, pero cálmate, por favor ―le pedí, nerviosa por la violenta situación, tratando de zafarme de sus apretadas manos.
Ya empezaban a hacerme daño.
―Creo que es mejor que te tranquilices y dejéis esa conversación para mañana ―sugirió Liam, serio, intermediando con su brazo para que James me soltase.
Este por fin apartó sus ojos tirantes y obstinados de mí y pasaron a observar a Liam, al cual no le gustaban nada las peleas, pero que mantuvo el tipo como pudo y sostuvo la mirada.
―¿Ocurre algo? ―inquirió un chico con una voz que ya advertía.
Giré el rostro y vi que era uno de los compañeros del equipo de Liam. Venía acompañado por más miembros.
James también cambió la vista hacia ellos, aunque después se fijó en el corrillo que se había formado a nuestro alrededor. Algunos estudiantes habían dejado de bailar al ver la crispada situación que se había iniciado a su lado, atentos a una posible pelea.
―No ―respondió el propio James, liberándome.
Los amigos de Liam se posicionaron a su lado, sin dejar de mirar a James con unas poses amenazantes.
―Será mejor que hablemos mañana ―coincidí, llevándome la mano a mi flequillo para desocupar un poco mi turbada frente.
―Espero que así sea ―reclamó, clavándome una mirada punzante.
Estaba dolido, y no le culpaba.
―Sí, no te preocupes. Hablaremos, te lo prometo ―asentí, deseando que esto terminase de una vez.
―Llevamos dos años juntos, no los tires por la borda, Juliah ―me pidió, rígido.
Volví a sentir esa flecha impregnada de culpabilidad y recriminación hacia mí misma, y eso hizo que me quedara en silencio, intentando mantenerme entera.
James no comprendió mi mutismo. Bufó el aire por la nariz, enfadado, y empezó a caminar para marcharse.
―El trato era solo una vez más, no lo olvides ―masculló, apretando las muelas con rabia, de la que pasaba a mi lado.
Y se perdió a mis espaldas, entre la curiosa muchedumbre.
Exhalé con una mezcolanza de indignación y desazón cuando terminé de recordar toda la escena, sobre todo la última frase de James. No sabía qué sensación era la ganadora de esas dos, porque comprendía su furia, frustración y su sentimiento de traición, pero la sola idea de no volver a ver a Nathan me helaba el alma, y ese recordatorio final de James ya era toda una amenaza. Sin embargo, prefería achacarlo a su exasperación desesperada del momento. Confiaba en que mañana ya estaría más calmado y en que sería más razonable, como siempre había sido James, aunque también sabía que esto iba a ser difícil y duro para él. Eso sí, no tendría más remedio que aceptarlo.
Se me encogió el alma de nuevo. Me dolía profundamente por James, odiaba hacerle daño, pero mi corazón ya había elegido a Nathan hacía muchos años, y ahora que por fin me había dado cuenta ya no podía evadirlo ni ignorarlo. ¿Cómo iba a hacerlo? Le amaba, estaba enamorada de él, no podía cambiar mis sentimientos, y tampoco podía seguir engañándome a mí misma. Y eso también incluía a James. Tenía que ser justa y sincera con él, por mucho que nos doliese a los dos. Ahora ya no necesitaba pensar nada, ya no tenía ninguna duda, así que había llegado esa conversación que tanto me había estado reclamando James estas pasadas semanas. Pero el día de mañana me daba tanto miedo… Iba a romper con James después de dos años de relación, y eso era una situación de lo más desagradable. No era plato de buen gusto, también era duro para mí.
Además, ¿cómo decirle que ya no le quería, que en realidad nunca le había querido de verdad? ¿Cómo decirle que lo había idealizado, que mi cerebro se había obligado a idealizarle, que había hecho de él otra persona para que me gustase? ¿Cómo decirle que él había sido la excusa que mi mente había encontrado para tratar de olvidar a Nathan? Era muy difícil, mucho. Era imposible. Aunque quisiera ser sincera con James, no podía serlo totalmente. Había cosas que no podría explicarle, porque ni yo misma las entendía, y eso me dolía el triple.
Suspiré otra vez. Me sentía mal por James, pero, y añadiendo otra pizca más de culpabilidad a mis cargadas espaldas, solo una persona ocupaba mi mente en estos momentos, no podía evitarlo.
Nathan.
Necesitaba verle, estar con él, no soportaba su ausencia, y menos ahora. Parecía mentira que le hubiera visto hacía tan solo unas pocas horas, pero necesitaba tanto su presencia, que su falta me destrozaba. Como todos estos días, me había puesto su camiseta de béisbol para dormir, intentando suplir esa soledad helada que había tomado mi corazón desde que él se había ido. Alcé la parte que cubría mi pecho e inspiré los resquicios que aún quedaban de su maravilloso aroma. Agoté la capacidad de mis pulmones y una lágrima terminó por desbordarse y rodar por mi mejilla.
Nathan, mi ángel…
Unos nudillos tocaron a la puerta, obligándome a bajar de las nubes.
―Juliah, ¿puedo pasar? ―preguntó Lucy.
Me sequé la cara, prendí la luz de la lamparita y me incorporé en la cama.
―Sí, pasa.
Eso hizo. Mi prima cerró la puerta a sus espaldas y se sentó junto a mis piernas.
―¿Cómo estás? ―inquirió, mirándome con preocupación.
―Bueno, no puedo dormir, así que… ―y suspiré.
―Eso es normal, te has acostado muy temprano ―hizo una pausa en la que me dedicó otra mirada inquieta y continuó hablando―. Me refiero… Bueno, ya sabes a qué me refiero. ¿Qué ha pasado en el baile? ¿Ha pasado algo con Nathan?
Mi vista se fue hacia ella, asombrada.
―¿Cómo… cómo sabes que fue con Nathan?
Su labio por fin se curvó en una sonrisa.
―Porque no eras la misma cuando Nathan se fue del baile. Y, bueno, la cara de James era todo un poema.
Mis pupilas descendieron, destilando culpabilidad.
―Sí, pobre James… ―suspiré con desazón.
―Así que… Nathan, ¿eh? ―entonó con una voz insinuante que ya lo decía todo.
Odiaba darle la razón a Lucy, sin embargo, ya no podía seguir ocultando lo evidente, y creo que lo era bastante, incluso Liam se había dado cuenta de lo que pasaba, aunque había guardado silencio durante todo el trayecto de regreso a casa, dando muestras de su discreción.
―Mierda, sí, Nathan me gusta. Me gusta mucho, demasiado ―confesé con un gemido, dejando caer mi espalda sobre el colchón a la vez que mis brazos tapaban mi sonrojado semblante.
El chillido tonto de Lucy sonó tan alto, que incluso me sobresaltó.
―¡Lo sabía, lo sabía! ―exclamó acto seguido, levantando los brazos como signo de victoria―. ¡Sabía que Nathan te gustaba!
Me incorporé con rapidez, quedándome erguida.
―Shhhh, haz el favor, te va a oír todo el barrio ―la regañé con un cuchicheo, aunque no pude evitar reírme.
Bajó los brazos y pasó a observarme con ese entusiasmo tan suyo.
―¿Tenía razón o no? Tengo mucha intuición para estas cosas, no se me escapa ni una ―presumió, sonriente.
―Sí, vale, vale, tenías razón, lo reconozco, la tenías desde el principio ―le concedí, riéndome.
Como para no hacerlo.
―Fíjate, si incluso llevas su camiseta ―siguió, enardecida―. Eso canta un montón, llevas toda la semana poniéndotela.
―Sí, es que me encanta; me encanta su camiseta, no pienso quitármela nunca ―afirmé, entonando la frase con animosidad, mientras llevaba la prenda a mi nariz para olerla un poco más.
Lo admito. Me comportaba como una quinceañera que conoce el amor por primera vez, aunque eso es lo que era realmente, para qué nos íbamos a engañar. Además, ese entusiasmo de Lucy era muy contagioso, y el poder contárselo a alguien me daba una especie de alas, me sentía libre, por fin desahogaba esto. Era una sensación maravillosa, como recuperar unos años perdidos de mi adolescencia.
―Dios mío, es peor de lo que me imaginaba. Estás loquita por él ―rio Lucy, dándole un meneo a mis piernas.
―Estoy enamorada hasta las trancas.
―¡Lo sabía, lo sabía! ―aclamó, dando pataditas en el suelo, de la emoción.
―Shhhh, baja la voz, van a oírte ―la regañé otra vez, riéndome.
Lucy soltó una risilla.
―Bueno, entonces, esa conversación que tendrás con James mañana será para romper con él, ¿no?
―Sí ―asentí, un poco cabizbaja.
―Ahora entiendo su reacción.
Ella no había dejado de sonreír, pero a mí la culpabilidad casi me aplasta.
―Odio hacerle daño ―admití―, pero no puedo evitar sentir lo que siento por Nathan. No puedo engañarle.
―Por supuesto que no. Será duro para él, lógicamente, a nadie le gusta que le dejen por otra persona, pero James tendrá que aceptar tu decisión.
―La verdad es que es mucho más complejo que eso ―murmuré, bajando la mirada.
Sí, lo bastante complejo como para ponerme a explicarle a Lucy los embrollos mentales que había creado mi cabeza durante todos estos años.
―No tienes que sentirte culpable, tú no has hecho nada malo ―me alentó mi prima―. Estas cosas pasan, no se pueden evitar. Y lo mejor que puedes hacer es ser sincera y dejarlo con James. Puede que ahora le duela, pero dentro de un tiempo tendrá la oportunidad de conocer a otra chica más acorde a él y de rehacer su vida. Estás haciendo lo correcto.
―Sí, eso ya lo sé ―coincidí, suspirando―. Es lo que voy a hacer.
―Tú tienes que disfrutar tu vida junto a Nathan. Dime, ¿le quieres? ¿Le quieres de verdad?
Alcé la vista.
―Con toda mi alma ―aseveré, mirándole con seguridad.
Aunque un sonrojo tiñó mi rostro.
―Entonces, ¿a qué esperas? ―sonrió, llevando la mano a mi pómulo para acariciarlo con dulzura―. Si le quieres, lánzate a por todas. La vida es corta, Juliah, y encontrar a tu media naranja es muy, muy difícil. Y yo creo que vosotros dos estáis hechos el uno para el otro desde que erais unos críos.
Sonreí, emocionada, y no sé por qué, la abracé. Era cierto, Lucy parecía tener un sexto sentido para estas cosas. Había dado en el clavo.
―Gracias, prima, eres la mejor ―musité, dándole un beso en la mejilla.
―Y tú una tonta ―respondió, dándome otro.
―Sí, creo que sí ―reí.
Las dos nos separamos y nos miramos sonrientes, yo con timidez.
Se hizo un mutismo que duró un par de segundos, pero fueron suficientes para que los ojos de Lucy pasaran a ser pícaros y brillantes. No tardé en descubrir qué era lo que se le acababa de pasar por la cabeza. Algo muy típico en ella.
―Bueno, creo que por fin podrás saber lo que es un orgasmo ―bromeó, insinuante―. Un buen orgasmo ―y su sonrisita se amplió.
―Por Dios, Lucy, yo no… ―mi boca se trabó―. No… no pienso en esas cosas ―escupí con una risa, dándole un manotazo en el brazo.
―Ya, seguro ―dudó, riéndose con travesura―. Vamos, ya eres universitaria, no me digas que nunca se te ha pasado por la imaginación algo así con Nathan, porque entonces empezaré a creer que, además de ser una mojigata, estás ciega.
He de admitir que por mi mente pasó el flash de esa imagen. Esa imagen en la que Nathan y yo aparecíamos juntos, desnudos, acariciándonos, besándonos… Fue corto y fugaz como la estela de un cometa, sin embargo, esa leve raspadura bastó para que mi corazón se acelerase y mis mejillas se ruborizaran.
―No soy una mojigata, pero no estoy pensando en eso todo el día como tú ―bromeé para salir del paso.
―¿Acaso Nathan no te pone? ―cuestionó, alzando las cejas con una incredulidad burlona.
¿Que si no me ponía? Solo pensar en él, en ese cuerpazo, ya hacía que palpitase todo mi cuerpo.
―Un montón ―confesé, sonriendo y bajando la vista con vergüenza.
También era la primera vez que me lo confesaba a mí misma.
―Orgasmo asegurado ―bromeó Lucy, esbozando una sonrisa más amplia.
―Lucy ―la reñí, pegándole otro manotazo en el brazo mientras se me escapaba una risa―. Venga, déjalo ya.
Ella se carcajeó aún más y yo terminé haciendo lo mismo sin remedio. Lucy siempre se las ingeniaba para conseguir animarme.
―¿Ya estás mejor? ―me preguntó.
―Sí ―contesté, curvando mi labio―. Lo único que necesito es ver a Nathan y decirle todo lo que siento ―suspiré al final.
―Volverá pronto, ya lo verás ―me calmó.
―Eso espero ―volví a exhalar.
―Lo hará ―aseguró, metiéndome el pelo detrás de la oreja, tal y como haría su madre. Eso hizo que mi boca se arqueara en una sonrisa cerrada―. Bueno, pues ahora que ya estás mejor me voy a la cama ―concluyó, levantándose. Se encaminó hacia la salida de mi dormitorio―. Te veo mañana en el desayuno. Hasta mañana.
―Hasta mañana.
Lucy abrió la puerta, me dedicó otra sonrisa y comenzó a salir de mi cuarto, aunque cuando se disponía a cerrar la hoja, la dejó entreabierta y se detuvo.
―No te preocupes. Mañana será un día difícil, pero todo se arreglará ―me animó.
―Lo sé ―asentí, sonriéndole―. Gracias, prima.
Ella amplió su sonrisa y terminó de cerrar la puerta, dejándome a solas.
Suspiré.
Apagué la luz de la pequeña lámpara y me dejé caer sobre el colchón una vez más, llena de inquietud.
No sé cuánto tiempo me pasé en vela, puede que unas tres horas. No le quitaba ojo a la empuñadura con forma de dragón de mi bastón, el cual había apoyado en el borde de la cama. Apenas había claridad en la habitación, sin embargo, me resultaba imposible no observarlo. Mi cabeza y mi abdomen eran una olla que no era capaz de soltar su hirviente vapor compuesto de pensamientos y emociones. No podía dejar de pensar en cómo le iba a decir a James que lo nuestro se había terminado, pero sobre todo no podía dejar de pensar en Nathan.
Nathan…
¿Dónde estaría ahora? ¿Qué estaría haciendo en estos momentos? ¿Cómo estaría? ¿Estaría bien? ¿Estaría luchando con algún espectro de Kádar? ¿Y qué era de ese matón que quería…? Cerré los ojos y apreté los párpados, obligándome a no pensar en esas cosas, aunque eso solamente provocó que su imagen se proyectara en mi cabeza con más claridad.
No era capaz de olvidar la expresión de su rostro en el baile de disfraces, ni de sus palabras. “Solo una cosa podría retenerme aquí, pero lo que yo quiero no puedo tenerlo”. Todavía temblaba al evocar sus manos aprisionando mi cintura, sus labios tan cerca de los míos, su susurro rozando mi boca… Otras palabras se plantaron instantáneamente. “Lo único que sé es que yo siempre seguiré esperando por ti, July, siempre. Te esperaré toda mi vida”. Volví a palpitar, pero esta vez con un enardecimiento lleno de esperanza y urgencia.
Levanté los párpados de sopetón. “Siempre seguiré esperando por ti, July, siempre. Te esperaré toda mi vida”. Espiré, invadida por la misma energía que había arrollado mi ser en el baile y había hecho que fuera tras él. Nathan había… había esperado por mí todos estos años, e iba a seguir haciéndolo. Nathan también me… amaba.
Jadeé.
Dios mío, ¿y qué hacía yo aquí? ¿Por qué seguía aquí? ¿Por qué no me levantaba de la cama y me iba en su busca, a las Tierras del Norte? No había podido ir tras él en el baile, pero ¿por qué no iba a poder hacerlo ahora? ¿Qué me lo impedía? Nada. Nada me lo impedía. Podía hacerlo, e iba a hacerlo. Sí, iba a hacerlo. Tenía que decirle que no tendría que esperar por mí, porque ya era suya desde siempre. Tenía que decirle que le amaba, que estaba enamorada de él, que quería estar con él, que me moría por que estuviéramos juntos.
Las mariposas estallaron en mi estómago al pensar en esas últimas palabras, en su significado, espabilándome con el aleteo de sus alocadas alas. Sí, necesitaba verle, decirle todas esas cosas, y también abrazarle, besarle…
Retiré la manta hacia atrás de un bandazo y me levanté de la cama con un arrebato urgente. No sabía cómo iba a hacer para llegar al reino de las Tierras del Norte, pero tenía que hacerlo como fuera. Con un poco de suerte, mi precioso caballo plateado estaría esperándome al otro lado y sería de día. Esperaba que eso fuera suficiente para saber guiarme.
Una minúscula parte de mí volvió a sentirse mal por James, pero mañana iba a dejarlo con él, así que ¿qué sentido tenía esperar más para ver a Nathan? Además, la emergencia que sentía dentro de mí hacía que todo mi cuerpo ardiera con ansias de ir tras él, ya era demasiado tarde para pararla.
Me puse en pie y me quité la camiseta de béisbol, sacándomela por arriba para no perder el tiempo desabrochando botones. Después, me puse la primera ropa que encontré, cogí mi bastón, me metí mi diadema en el bolsillo de la chaqueta y salí a hurtadillas de mi cuarto, tratando de hacer el menor ruido posible. Atravesé el pasillo de la misma guisa y conseguí bajar las escaleras sin que nadie me oyera, hasta que dejé el vestíbulo atrás y por fin salí de casa.
Avancé por el lateral de la vivienda con toda la presteza que me permitía mi pierna lisiada. El jardín de la parte posterior se dejó ver pronto, así como el bosque que aguardaba unos pocos metros más allá. Sus hojas bermejas se agitaron con la brisa, como si me estuvieran animando en mis propósitos. Sí, Nathan esperaba al otro lado.
Crucé el jardín y me interné entre los árboles del bosque sin ningún titubeo ni duda. La noche cerrada lo engullía todo con su tenebrosa oscuridad, pero a mí ya no me daba ningún miedo. Ni siquiera la niebla baja ni las tétricas ramas me infundían respeto.
Divisé el árbol retorcido donde había dejado mi ropa por última vez y me aproximé hasta allí. Nathan y los chicos cambiaban de árbol constantemente, así que encontrar esas improvisadas y secretas taquillas ninja resulta imposible, por lo que hacía tiempo que había desistido de buscarlas y me agenciaba un árbol propio. Como yo no podía escalar, escondía la bolsa en los huecos de los troncos. La saqué de uno de ellos y me cambié de ropa con rapidez. Cuando terminé de ponerme el vestido morado oscuro y me calcé, adorné mi frente con la diadema de piedras anaranjadas. Su fuego interior flameó al contacto con mi piel, recordándome a dónde pertenecía. Volví a guardarlo todo y me dispuse a marcharme de este mundo.
Busqué la puerta mágica con la mirada y, aunque había luna nueva, no tardé en encontrarla. Se presentó ante mí, mostrándome el camino hacia las Cuatro Tierras. Me acerqué a ella, con el único y acuciante pensamiento de buscar a Nathan, y la atravesé.
Un afilado rayo de sol se incrustó en mis ojos de repente, obligándome a taparme durante el breve instante que mis pupilas reclamaron para acostumbrarse a la inopinada luz del día. Pero enseguida me puse en marcha.
Clavé el bastón en ese terreno húmedo y comencé a caminar por el Bosque de los Cuatro Puntos Cardinales sin un rumbo claramente definido. Pertenecía a las Tierras del Norte, así que, como siempre que atravesaba la entrada, estaba en ese territorio. La pregunta era: ¿hacia dónde tenía que dirigirme? ¿Qué dirección tenía que tomar para no desviarme y llegar al reino? Nunca lo había hecho sola, desconocía el camino.
Un movimiento en los arbustos próximos hizo que saliera de mis pensamientos con brusquedad. Giré la cabeza en esa dirección, algo alarmada, pero terminé soltando el aire con alivio cuando vi a mi caballo plateado saliendo de entre los matorrales.
―Hola, precioso ―sonreí, acercándome a él.
Como siempre, mi caballo me estaba esperando al otro lado, fiel y leal. Le abracé, pasando la mano por su flequillo negro, y le di un beso en la parte frontal de la cara. El animal correspondió mis muestras de cariño empujándome levemente con su frente.
―Llévame al reino del Norte ―le susurré.
El caballo soltó un suave resollado por los ollares, como si hubiera entendido mi petición. Le di otro beso y me despegué de él para montarme sobre su lomo.
El bosque se veía de otra forma desde esa altura, y por supuesto yo podía moverme de otro modo con la ayuda de mi caballo. Azucé las riendas y el trote inicial se transformó en un galope vivo y veloz. Desconocía si el camino que había tomado mi caballo era el correcto, pero él sabía llegar al reino del Norte, así que confiaba plenamente en mi amigo.
Nathan, ¿dónde estaría? Ni siquiera sabía dónde se encontraba, pero si iba al reino del Norte, me darían respuestas, aunque no pudiera preguntar por él expresamente. Podía fingir que iba de visita y aprovechar la hospitalidad que seguramente Igor y Eudor me ofrecerían para quedarme y esperarle. O tal vez él ya estuviera allí, con lo que le vería más pronto.
Mis mariposas se revolvieron con ímpetu e impaciencia. Dudaba que pudiera reprimir mis ansias por arrojarme a sus brazos y decirle todas las cosas que se atropellaban en mi cabeza y en mi corazón por salir, pero no iba a quedarme más remedio que hacerlo. Eso sí, en cuanto consiguiera estar a solas con él, nada ni nadie podría impedírmelo.
Había sido una estúpida durante todo este tiempo por intentar apartarle de mi vida, incluso en el baile, por no haber sabido retenerle, pero ahora estaba decidida a arreglarlo. Me moría por decirle que entre James y yo ya no había nada, que era totalmente libre, que mi corazón ya le había elegido a él desde el primer día en que le había visto, de muy, muy niños, que este le pertenecía solamente a él, que no podía vivir sin él. Quería explicarle las cosas, por qué esta idiota no había reaccionado antes. No tenía ni idea de cómo iba a responder él, de qué íbamos a hacer, pero ahora mismo lo único que me importaba era Nathan, lo único que ansiaba era abrirle mi corazón y que él supiera que yo le amaba, que quería estar con él. Quería decirle todo lo que no había sabido decirle en el baile.
Mi ángel, mi guerrero…
Una inusitada alegría se instaló dentro de mí, iluminándome, llenándome de una vida y una felicidad que hacía mucho tiempo que no sentía. A pesar de la lástima que me daba James, por fin estaba haciendo las cosas bien, lo sabía, por primera vez en mi vida estaba haciendo las cosas bien, y eso me hacía sentir genial.
Las ramas de los árboles se arrojaban hacia nosotros sin cesar, abriéndose paso después para permitirnos el acceso. Era un día soleado, y esa brillante luz solar que penetraba por entre el techo arbóreo parecía querer sumarse a mi alegre y entusiasmado estado de ánimo. Mi vestido volaba hacia atrás, acompañando a la ligera y templada brisa que también corría entre los troncos. Sí, estaba feliz. Por fin iba a ver a Nathan, por fin me había liberado.
Solté las riendas y alcé los brazos para que mi desbordante alegría se escapase en forma de grito, sin embargo, este se atascó en mi garganta de forma súbita.
Mis brazos se cayeron, al igual que mi boca, cuando dos protectores del Sur salieron de la nada, posicionándose a ambos flancos con sus caballos. Mi alegría se estampó contra el suelo y fue sustituida por una irrefrenable y brusca indignación. Tiré de las riendas, enfadada, y obligué a mi equino a que se detuviese, cosa que hizo mal a gusto. Ellos también se pararon, haciendo derrapar a sus caballos.
―¿Qué… qué demonios estáis haciendo aquí? ―les reproché.
―Mi señora ―uno de ellos me hizo una reverencia a modo de saludo.
―No soy tu señora ―gruñí.
―Tenemos órdenes de que nos acompañéis ―siguió el mismo protector.
―¿Órdenes?
No sé ni para qué lo preguntaba.
―Orfeo nos ha ordenado que viniéramos a buscaros.
―¿Que vinierais a buscarme? ¿Y cómo sabía él que iba…? ―exhalé con una mezcla de estupefacción e irritación cuando me di cuenta de que James ya había sospechado de mis intenciones y de que estaba tratando de impedírmelo―. No pienso irme con vosotros, ya quedé con Jam… con Orfeo dentro de unos días.
Unas ocho o nueve horas del mundo de ahí fuera, lo que equivalía a ocho o nueve días de aquí.
Los dos hombres estrecharon su cerco un poco más, pegándose a los costados de mi caballo plateado.
―Solo cumplimos órdenes, mi señora ―repitió el mismo protector, usando un tono tirante.
Empecé a ponerme nerviosa. Esto no me gustaba nada.
―Este no es vuestro territorio, no podéis actuar aquí ―dije, intentando sonar firme.
El metal de sus espadas resonó en los troncos contiguos cuando las desenvainaron.
―Pero vos nos acompañaréis, ¿verdad? ―soltó con un marcado y fingido eufemismo, dirigiendo el arma hacia mi pecho.
Volví a exhalar, aunque en esta ocasión con conmoción, y mi caballo se agitó, sin embargo, no me dio tiempo a más. Sentí un repentino pinchazo en mi brazo y en un par de confusos y desconcertados segundos, en los que ni siquiera pude girar la cabeza para mirar, todo ennegreció de forma súbita, hundiéndome en un profundo sueño.