Me quedé petrificado, incluso tuve que pestañear varias veces para espabilarme.
―¿Qué… es esto? ―inquirí para mí, aún estupefacto.
―La carta llegó hace doce días de mano de varios de sus mensajeros ―declaró Orfeo, separándose de la mesa un par de pasos en mi dirección―. Seguramente habrá llegado otra invitación a tu reino durante tu ausencia. Unos protectores del Este me visitaron esta tarde a fin de confirmar mi participación y se marcharon hace unas escasas horas para encaminarse al Oeste y el Norte con idéntico propósito.
Alcé la vista con rapidez, enterándome, por fin, del motivo de la presencia de esos protectores que habíamos visto en el bosque. No podía creerlo, no podía creerme nada de esta paranoia, en realidad, si no fuera porque había visto a esos protectores con mis propios ojos, hubiera pensado que todo era una farsa de Orfeo.
―Pero… el fuego se lo llevó Yezzabel, la Bruja Negra ―contrapuse, desconcertado.
―Carezco de información al respecto, pero al parecer, ahora el fuego se encuentra en poder de Damus.
Sacudí la cabeza y espabilé.
―Eso es lo que dice Damus en esta carta, pero no lo sabemos con seguridad ―cuestioné, irritado por este extraño asunto―. ¿Y si está mintiendo? Esto puede tratarse de un engaño o algo así para tendernos una trampa. Metería a todos los leones en una jaula de una sola sentada.
―No es una trampa, Damus dice la verdad ―afirmó, muy seguro de sus palabras.
―¿Y cómo lo sabes?
―Le conozco bien ―volvió a refutar con una expresión inexpugnable―. Damus tiene muchos defectos, pero jamás miente. Es lo bastante necio como para no querer mentir nunca, piensa que no necesita hacerlo. Además, metería a todos los leones en una jaula de una sola sentada, sí, pero invitar a un elevado número de los mejores guerreros de los demás reinos podría resultar peligroso para él. Seríamos mayoría contra sus guerreros más fuertes, no se arriesgaría a que hubiera una batalla si descubriéramos que todo esto es falso. Si Damus ha enviado esta carta, es porque el fuego verdaderamente está en su poder.
Mierda, mal que me pesara, tenía razón. Resoplé por la nariz, ya inquieto.
―¿Y quién se cree que es para hacer algo así? ―me ofendí.
―Se cree un dios, como puedes ver ―dijo él tranquilamente.
―¿Un dios?
―Está completamente convencido de que es el dios de las Tierras del Este. Un dios todopoderoso.
―Joder. Ya se sabía que estaba loco, pero es peor de lo que nos imaginábamos ―exhalé, dejando que mi mirada peregrinara por el suelo mientras mi mano lo hacía por mi nuca―. Ha perdido la chaveta del todo, se le ha ido la olla completamente…
―Llega más allá, diría yo. Cree que su divinidad, su autoridad, alcanza la totalidad de las Cuatro Tierras ―manifestó con cierto aire desdeñoso que mostraba lo mucho que le molestaba eso.
Volví a mirarle.
―¿Y qué demonios pretende? El Fuego del Poder es nuestro, pertenece al Norte por derecho, no tenemos por qué ganarlo con ninguna lucha ni demostración ―bufé, enfadado, tirando la carta en el escritorio.
Bastante teníamos con andar detrás de Kádar y del miserable que se encontraba delante de mis narices.
―Yo creo que tiene razón ―contrapuso este, observándome con altanería―. Es evidente que Eudor no está en condiciones de proteger el Fuego del Poder, yo lo sé mejor que nadie. Damus está demente, es obvio, pero incluso él se ha dado cuenta de ello, aun sin conocer del verdadero estado de tu rey.
Rechiné los dientes. Maldito cabrón.
―A ti lo que te pasa es que todo esto te viene de perlas para conseguir el fuego otra vez ―le acusé.
Su risita jactanciosa fue baja, aunque a mí me retumbó en los oídos.
―Por supuesto que me interesa, ya lo sabes, no hay secretos entre nosotros, ¿no es así? ―admitió sin más, mostrando una sonrisita petulante.
Me obligué a contar hasta diez para no arrojarme a por él.
―Sí, aprovecharás todo esto muy bien, es tu estilo ―gruñí, echándole un repaso con un desprecio rebosante de rabia.
―No soy el único interesado en el fuego, como ya has visto ―declaró, poniéndose más serio―. Todos los reinos anhelan poseerlo, todos lucharán por el ansiado trofeo, incluido el loco de Damus.
―E incluido tu querido Kádar ―apostillé, sarcástico.
Su boca volvió a retorcerse en una asquerosa sonrisa que daba a entender que ya estaba al tanto.
―Kádar y yo seguimos siendo buenos aliados, aunque en estos juegos participemos de manera individual.
―¿Quieres decir que si uno de los dos ganara el fuego iba a compartir el premio con el otro? ―cuestioné con un gesto de incredulidad―. No me hagas reír.
―Ambos nos respetamos mutuamente.
―Ya ―dudé de nuevo, dirigiéndome a él con algo de chulería que se evidenciaba por otro ademán de mi cara―. Me parece que tú le tienes más respeto a él que él a ti. Tienes miedo de que Kádar se lleve el fuego para él solo.
Para mi sorpresa, mi interpretación le gustó. Así me lo dejó patente el aumento de la curvatura en sus labios.
―Eres rápido, guerrero ―me concedió―. Evidentemente esta es una ocasión excepcional, ninguno podemos desaprovecharla, desde luego. Sin embargo, él goza de más privilegios entre sus filas con sus espectros sobrenaturales.
―¿Ah, sí? Pues tengo malas noticias para ti. Ninguno va a conseguir el fuego, porque el fuego sigue siendo nuestro, como debe ser ―afirmé, rechinando los dientes.
―Te guste o no, el Fuego del Poder está en posesión de Damus. Te guste o no, tendrás que luchar en la arena para conseguirlo.
Su marcada entonación hizo que sostuviera la mirada en la suya durante unos segundos, analizándole. Las infinitas preguntas que me había hecho en el bosque durante el viaje regresaron a mi cabeza de un solo pelotazo.
―No me has hecho venir por July, ¿verdad? ¿Qué es lo que quieres de mí? ―interrogué, observándole con desconfianza y sospecha a la vez―. Dices que Damus ha enviado la misma carta a los demás reinos, incluso al mío. Me iba a enterar de esto igualmente, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué me has enseñado la carta y me cuentas todo esto?
Orfeo dejó que el silencio se paseara a sus anchas por la habitación. Hasta que por fin habló.
―Quiero que ganes el fuego para mí.
Mis cejas se enarcaron solas con estupefacción ante tal proposición.
―¿Cómo dices? ―no daba crédito.
Desvió la vista al frente y, llevando los brazos a la parte trasera de su cintura, comenzó a caminar alrededor con una pausa y normalidad que ya me sacaban de quicio.
―Dispongo de guerreros muy fuertes y resistentes que podrían vencer con facilidad a cualquier otro rival, gigante o espectro ―se paró y se giró hacia mí para mirarme―. Pero he de admitir que ninguno se equipara a ti. Cuando vi cómo explotaba tu don de dragón, cuando vi cómo luchabas con los trillizos, me di cuenta de que no eras un guerrero común.
Me forcé a reaccionar otra vez.
―¿Tú también te has vuelto loco o qué te pasa? Yo jamás traicionaría a mi reino, y menos por un cabrón como tú ―afirmé, clavándole unas pupilas agresivas e insultadas.
¿Por quién me tomaba?
―Por supuesto que no lo traicionarías jamás ―hizo una pequeña pausa en la que me observó con intención. Entonces, sonrió con autosuficiencia―. Excepto por Juliah.
Iba a rebatírselo, pero mi garganta enmudeció de repente. Sin quererlo, mi mirada fija y agresiva se tornó en toda una concesión. Él se dio cuenta.
―Ya te lo dije una vez ―prosiguió, iniciando otro paseíllo―, Juliah es tu talón de Aquiles, tu debilidad, te has convertido en su esclavo.
―Y yo te repito que no soy el esclavo de nadie ―mascullé con los dientes apretados.
―Eres capaz de matar a quien sea por ella, de la forma que sea, ¿acaso no traicionarías a tu reino por ella? ―polemizó con una chispa de sarcasmo mientras se detenía de nuevo.
Una vez más, no fui capaz de debatir eso, maldita sea. Sí, ella lo era todo para mí, era lo más importante, estaba por encima de cualquier cosa, de cualquiera. Incluso de mi reino. Una sacudida estremecedora hizo cimbrear todo mi cuerpo inopinadamente por ese inusitado e inesperado pensamiento.
Ese desgraciado dedicó un instante a analizar mi patético semblante. El suyo enseguida salió victorioso, cosa que me enrabietó el doble, pero ¿qué podía hacer? No es que tuviera razón del todo, y tampoco iba a permitir que me llevase a su terreno, sin embargo, yo… bueno, no es que quisiera traicionar a mi reino, jamás lo haría, era una cuestión de honor y odiaría hacerlo, sería como obligarme a cortarme las manos, pero…, por otra parte, July…
―Vi cómo el Fuego del Poder titubeaba ante Juliah, pero también vi cómo observó al Dragón ―continuó Orfeo, y de pronto, sus ojos parecieron refulgir con una tétrica maravilla mientras me miraba a mí y parecía recordar aquella escena en la que yo me plantaba delante de esa enorme cara de fuego para proteger a July.
Esto no me gustaba ni un pelo.
―¿Qué quieres decir? ―inquirí, más que molesto―. Yo no puedo dominar al Fuego del Poder, si es eso lo que intentas insinuar.
Sus pies se pusieron a pasear otra vez.
―El fuego pareció mostrar cierto asombro y temor hacia ti.
―¿Se te ha ido la pinza? Por si se te ha olvidado yo no gozo de ningún poder supremo, solo Juliah podría controlarlo, creo que eso ya lo sabes demasiado bien ―le reproché con acidez.
―Si te paras a pensar, eso no lo sabemos a ciencia cierta ―arguyó, deteniéndose frente a un cuadro de esos horteras que proliferaban por la estancia―. Nunca había aparecido el Dragón, no tenemos constancia alguna porque no existe ningún caso anterior con el que comparar ―se dio la vuelta hacia mí―. Hasta que llegaste tú. Tú eres el elegido para ser el Dragón, y el fuego lo vio.
No entendía nada, ¿qué se proponía?
―Sigo siendo un guerrero, estoy en el escalafón más bajo de esta estúpida pirámide social, no pertenezco a un estatus superior ni gozo de ningún poder supremo solo porque sea el dichoso Dragón ―le recordé.
―Eso ya lo sé, no digo que goces de ningún poder supremo ―me corrigió, soltando otra risita arrogante que hizo rechinar mi dentadura una vez más―. Pero algo me dice que puedes influir en el fuego.
―¿Influir?
―Reitero lo dicho, el fuego mostró cierto respeto por ti cuando te vio, se quedó sorprendido. Tal vez el Fuego del Poder no pueda vencerte a ti con tanta facilidad, quizá tu condición de Dragón de los Guerreros te haga más resistente a su poder.
―No digas gilipolleces ―espeté, repasándole de arriba abajo con una expresión que le demostraba lo tarado que me parecía―. Además, ¿qué tiene que ver July con todo esto?
―Es lo que te ofrezco ―manifestó, levantando el mentón con un gesto que pretendía ser solemne.
Lo reconozco, mi careto reflejó el estado petrificado y sorprendido en el que me dejó.
―¿Lo que… me ofreces?
El rey hizo una pausa y me miró fijamente.
―Si ganas el fuego para mí, romperé mi compromiso con Juliah delante de todos los pueblos de las Cuatro Tierras ―aseveró.
Me quedé a cuadros cuando terminé de digerir bien esas palabras.
―¿Qué? ―solo pude hablar con un estúpido murmullo.
¿Había oído bien? ¿Orfeo estaba dispuesto a… romper el compromiso?
―Juliah será una mujer libre. Podréis ser amantes, yo guardaré vuestro secreto, me lo llevaré a la tumba ―y sonrió con una jactancia sarcástica que intentaba recalcarme su eternidad.
Bajé de esa dulce nube temporal que a punto había estado de cegarme y engullirme.
―Mientes ―mascullé, machacando las muelas―. Necesitas a July para controlar el fuego.
―No miento. Sí, la necesito, pero si os unís a mí y ambos me servís lealmente, no tendré ningún inconveniente en permitir vuestro amor secreto ―afirmó sin titubear lo más mínimo―. Te doy mi palabra de honor de que romperé mi compromiso con Juliah si tú ganas el Fuego del Poder para mí. Lo pondré por escrito, si lo prefieres, firmado de mi puño y letra.
Le observé fijamente, buscando el engaño en su mirada, y tengo que admitirlo, no lo encontraba. Me quedé sin palabras, así que le solté lo primero que se me ocurrió para salir del paso.
―Necesito… pensármelo.
Orfeo esbozó una sonrisa autosuficiente.
―No, no necesitas pensar nada. Ya lo has decidido en cuanto te he formulado mi proposición, ¿me equivoco? ―se quedó en silencio, contemplándome con esa asquerosa expresión, mientras mis ojos me jugaban otra mala pasada y avalaban esa afirmación. Orfeo amplió su estúpida sonrisita, satisfecho―. Has aceptado sin dudarlo ni un instante.
Vanidoso de mierda.
―Yo no he aceptado nada ―contradije de forma inopinada, firme.
Su boca se desfiguró poco a poco hasta adquirir una expresión algo más seria.
―¿No vas a aceptar? ―dudó en un tono irónico mientras levantaba las cejas con una exagerada y sobreactuada incredulidad.
―Ya te lo dije, jamás traicionaría a mi reino.
―¿Ni siquiera por Juliah?
―Juliah será mía de una forma u otra, nunca se casará contigo, no necesito tus sucios tratos ―aseguré, arrastrando los vocablos con confianza y determinación―. Ya encontraré la forma de que eso sea así, puedes creerme.
Cómo me apetecía restregarle en la cara a ese zorro que en realidad July ya era mía… Pero, por desgracia para mí, aunque Orfeo ya supiera de mi amor por ella, no podía desvelar nuestro secreto. Mis labios debían permanecer sellados. Sellados para siempre.
―¿Estás seguro? ―cuestionó de nuevo, arqueando el ceño una vez más, aunque ahora con prepotencia. Entonces, sin más, se puso a aplaudir―. Bravo, si es una actuación, es de las mejores que he visto. Por poco consigues engañarme.
―No es ninguna actuación.
Le observé con un rostro duro como la piedra y él, contrariamente a lo que me esperaba, esbozó otra sonrisa, repentinamente pagado de sí mismo.
―¿Y si Juliah ya no quisiera nada contigo? ―sus pupilas chocaron con las mías, en esta ocasión inyectándolas toda una amenaza, si bien continuaba sonriendo―. ¿Qué pasaría si supiera toda la verdad sobre ti? ¿Si supiera que, bajo ese ser despiadado que aniquila a sus rivales sin compasión, todavía se esconde algo más?
De pronto, todo mi cuerpo se puso rígido, alerta. No podía ser…
―¿A qué… te refieres? ―mascullé, temiendo por dónde iban los tiros.
―¿Qué percepción tendría Juliah de ti… ―hizo una pausa medida en la que la curvatura de su boca cesó y su tono pasó a ser extremadamente grave― si supiera que eres tú quien mató a su padre?
El relámpago súbito y aterido atravesó mi pecho, ratificando mis temores. Me quedé petrificado.
―¿Cómo sabes eso? ―pregunté, poniéndome nervioso―. Dime, ¿se lo has dicho a ella?
Ese miserable adoptó una expresión tiesa, férrea.
―O sea que es cierto. Tú mataste a su padre, a tu Maestro ―entornó los ojos, como si estuviera censurándome por ello.
¿Y ahora a qué venía esa extraña actitud? ¿Qué era esto, un juicio? Me cabreé aún más, sobre todo porque venía de un hijo de perra como él.
―Si le cuentas esto a July…
No pude terminar mi advertencia.
―¿Tan obsesionado estabas ya entonces con ella, que mataste a su padre? ―volvió a condenar.
―No estoy…
―¡Sí, estás obsesionado con ella desde que eras un niño, la querías para ti solo! ―me gritó.
Maldito cerdo, ¿cómo se atrevía a chillarme y juzgarme?
―Solamente hice lo que tenía que hacer ―declaré con la voz rasgada, clavándole una mirada rebosante de odio.
―¡¿No te arrepientes de lo que has hecho?!
―¡No, no me arrepiento! ―voceé sin un atisbo de duda.
Orfeo se echó hacia atrás y se quedó mudo ante mí. Hasta que, de repente, esa indignación se transformó en otra sonrisa triunfal.
¿Qué era esto? No tardé en descubrirlo.
―Bien, veamos qué opina Juliah de todo esto ―dijo, pisando con ahínco una de las baldosas. Esta se hundió ligeramente con el pisotón.
Otro rayo gélido salió por mi columna vertebral al percatarme de su jugarreta. Pero ya era demasiado tarde.
―¿Cómo? ―musité, en shock.
Sesgué la mirada rápidamente en la misma dirección que observaba Orfeo y exhalé con conmoción.
Noté cómo mi cuerpo era arrasado por un glacial frío y catastrófico cuando vi que una de las estanterías se corría y July aparecía tras ella. Pero lo que más me impactó fueron sus ojos. Estaban desfigurados por el desconcierto y un profundo dolor, se clavaron en mi alma, helándome del todo. Lo había oído todo, y estaba horrorizada, no se lo podía creer.
Y yo tampoco. Esto no podía estar pasando…