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TAMARA GUTIÉRREZ PARDO

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TAMARA GUTIÉRREZ PARDO

TERCER LIBRO DE LA SAGA

Castillo Este

LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

— ESTE —

ISBN, DEPÓSITO LEGAL Y REGISTRO


Página web de la saga: www.tgp7904.wix.com/los4pc
Página Facebook: www.facebook.com/LosCuatroPuntosCardinales


Los Cuatro Puntos Cardinales. Este.
Todos los derechos reservados.
© 2014, Tamara Gutiérrez Pardo.

Del diseño de la portada: Equipo de Bubok.

Los personajes y los hechos narrados en esta novela son ficticios. Todo parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia y no es intencionado por parte de la autora.


ISBN formato libro impreso: 978-84-617-1452-0
Depósito legal libro impreso: AS 03032-2014
ISBN formato e-book: 978-84-686-4284-0
Depósito legal e-book: AS 03033-2014


Queda terminantemente prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de la autora, titular de la Propiedad Intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Propiedad Intelectual (arts. 270 y sgts. Del Código Penal).

Este libro está registrado en la Propiedad Intelectual para evitar posibles plagios. Todos los derechos están reservados a Tamara Gutiérrez Pardo, la mala utilización de los mismos por parte de otras personas podría ser objeto de delito.
EN CASO DE COPIA O PLAGIO LA AUTORA TOMARÁ LAS MEDIDAS LEGALES QUE SEAN NECESARIAS.


Para mi pequeña Julia. Eres un regalo del Cielo enviado por tu ángel de la guarda. Gracias papá.

Esta tercera entrega vuelve a estar dedicada a mis mayores fans: mi madre, mi abuela y sobre todo Lucía. Eres mi máximo apoyo, mi hermana y mi mejor amiga. Gracias por tu paciencia, por tus consejos y por corregirme. Si no fuera por ti, me hubiera venido abajo y hubiera abandonado esta aventura de la escritura. ¡Te quiero!

También quiero dedicárselo a mis lectores de verdad, esos que siempre me siguen a través del Facebook y que, a veces sin tener apenas recursos, hacen verdaderas locuras por adquirir los libros de esta escritora aficionada a la que todavía le queda mucho que aprender. Muchas gracias por vuestra gigantesca paciencia, por tener esa fe tan ciega en mí y por vuestro impagable apoyo. Sin vosotros mis novelas no serían absolutamente nada. Muchas gracias.

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PARTE 1

— PULSOS —

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PREFACIO

No es el amor quien muere, somos nosotros mismos.

Luis Cernuda.


Cuando el dolor es tan intenso que la agonía te ahoga, cuando los afilados colmillos del sufrimiento se hunden en tus entrañas, despedazándolas, devorándolas, cuando tu misma existencia se ha convertido en toda una lección de supervivencia, cuando el destino te castiga con una bofetada, transformando lo único que te importa y tu corazón anhela en algo prohibido para tu propia conciencia, cuando tu corazón es desgarrado de un solo chasquido, cuando la oscuridad y el gélido frío se apodera de tu alma, escarchándola, congelándola, cuando estás al límite extremadamente frágil de la rendición, cuando ya no puedes más, cuando sientes que estás muerta en vida, en ese momento, justo en ese momento, todo cambia de una forma fulminante. 
Cuando uno toca fondo solo puede hacer dos cosas: quedarse abajo y ahogarse, o impulsarse hacia arriba y salir a la superficie con más fuerzas.
Y yo elegía impulsarme.
Todo ha cambiado. La antigua Juliah ha muerto. A partir de ahora soy Juliah la sacerdotisa. Solo Juliah la sacerdotisa.

— JULIAH —


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EN SU BUSCA

— NATHAN —

El terreno estallaba una y otra vez en violentas nebulosas de polvo que se mezclaban con las briznas de hierba arrancadas bajo los cascos frenéticos de los caballos. La agitada respiración de estos tan solo era acompasada por los sonidos nocturnos y por las ahuecadas pisadas del galope, que parecían arrasar en los propios ecos del bosque. Hacía horas que los árboles se habían transformado en manchas alargadas de distintas tonalidades gracias a la vertiginosa velocidad, que zumbaba con furia mientras nos abríamos paso y esquivábamos diestramente todo cuanto se interponía.
Sí, nada se iba a interponer en mi camino. Nada se iba a interponer entre July y yo. Volví a hacerme ese juramento al tiempo que mi dentadura se apretaba con furia cuando recordaba a ese cabrón de Orfeo. No, él no me la arrebataría. Jamás. 
Sin embargo, inevitablemente, y mezclándose con mi furia en una amalgama extraña y desconcertante, también volví a hacerme las mismas preguntas que había estado haciéndome desde hacía cuatro días, desde que había recibido esa carta. ¿Qué coño quería Orfeo de mí? ¿Para qué me había llamado? ¿No era de locos? Se llevaba a July a la fuerza y después me hacía llamar. ¿Acaso no era eso toda una provocación? Sabía de sobra que yo iría a por ella de todas formas, entonces, ¿para qué esa estúpida invitación? Sí, tenía que ser eso. Quería provocarme. Quería que explotase de cólera en su propio reino a fin de tener la excusa perfecta para apresarme. ¿Qué otra cosa podía ser, si no? Hijo de mala madre… Rechiné los molares de nuevo. No tenía muy claro cómo iba a controlar toda la ira que se revolvía dentro de mí, ni tampoco si lo conseguiría del todo, pero tenía que ser precavido y tener cuidado con eso.
Afortunadamente, y aunque al principio la idea no me había hecho ni pizca de gracia, no estaba solo en este viaje. Mark y los chicos ―todos menos Danny, que seguía curándose de su pierna quemada― habían insistido en venir conmigo, ofrecimiento con el que Igor se mostró totalmente de acuerdo, claro. Creían que así iban a poder controlarme.
―Deberíamos hacer una parada para descansar ―opinó Mark de pronto.
―Nada de paradas. Ya queda menos ―hice crujir mi dentadura mientras mantenía la mirada fija en esa senda que conducía a la pasarela del Sur.
―No conseguiremos nada con las mentes y el cuerpo agotados. Sería mejor…
―Tenemos que seguir, ya estamos llegando ―corté a mi amigo sin quitar la vista del frente.
―Todavía nos quedan unas cuatro horas, por lo menos ―discutió Tom, aunque en tono precavido―. Llevamos muchas horas galopando, todos estamos cansados, incluso tú lo estás. 
―El plazo eran cinco días, y ya es de noche ―rebatí.
―Nathan, los caballos deben descansar y tomar agua ―me recordó Luke.
Fue entonces cuando despegué mis pupilas del camino para llevarlas hacia atrás. La piel de los equinos estaba humedecida por el sudor del esfuerzo, aunque ellos continuarían corriendo hasta morir exhaustos, lo llevaban en las venas. Pero también me percaté de otra cosa. Me di cuenta de cómo se miraban todos entre sí, de cómo me observaban a mí. Se podía ver la preocupación por todo esto en sus caras, sin embargo, el respeto que sentían hacia mí les impedía desobedecerme. Seguirían tras mis pasos hasta caer agotados, al igual que los caballos, me seguirían al mismísimo infierno aun sabiendo que iban a desfallecer, si yo no consentía parar.
Mierda. No podía quitarme a July de la cabeza, ella era lo primero y más importante para mí, pero también sabía que me estaba pasando.
Viré hacia delante y solté un resollado.
―Está bien ―accedí, tirando de las riendas con suavidad para que mi caballo se fuera deteniendo progresivamente.
Él también resolló por los ollares mientras acataba mi petición y mis compañeros me imitaban. 
―Solo será media hora, te lo prometo ―me calmó Mark, mirándome con complicidad―. Echaremos unas meadas, cenaremos algo y cuando los caballos terminen de reponerse, reanudaremos la marcha, ¿de acuerdo?
Asentí, con un suspiro que se sumaba al desborde de intranquilidad que se escapaba por todos mis poros, y Mark concluyó con una palmada en mi espalda.
Nos detuvimos en un rincón situado en el margen de la senda, ocultos tras unos cuantos árboles de copa baja, y nos disgregamos para atender a la primera proposición de Mark. Al final no había sido tan mala idea. No me di cuenta de las ganas que tenía de mear hasta ese momento. Mientras que los caballos bebían toda el agua que podían, yo parecía estar desalojando todo el líquido de mi cuerpo.
Después de estirar un poco las piernas, nos sentamos a cenar. No tenía ni gota de hambre, la ansiedad y los nervios podían conmigo, pero Luke se había molestado en poner los conejos que habíamos cazado a mediodía en las brasas, así que me senté a cenar más por compensarle a él que por otra cosa.
Estábamos cenando aprisa para continuar con el trayecto lo antes posible cuando, de repente, algo interrumpió el mutismo que nos rodeaba. Todos nos pusimos en pie de inmediato y llevamos la mano a la espalda para tentar a nuestras armas. Nos quedamos a la espera.
El repiqueteo sosegado de una marcha paralizó a los sonidos de la noche. Entonces, un grupo de seis hombres apareció en el camino, montando en sus caballos. Sus ropajes, de tela gruesa y color verde oscuro, eran elegantes, aunque lo que delató realmente su identidad y procedencia fue la bandera que portaban. Un árbol frondoso, de ramas largas y pobladas, regía en el centro del estandarte. Lo reconocimos al instante, por supuesto. Era el emblema de las Tierras del Este. Los protectores no se habían detenido en un principio, sino que proseguían con su misteriosa andadura, pero sus rostros se giraron hacia nosotros cuando nos descubrieron, y terminaron parando.
Tanto ellos como nosotros nos quedamos quietos, mirándonos. Los protectores lo hicieron con curiosidad, y nosotros con cierta tensión. No llevábamos la montera puesta, aunque eso no fue impedimento para que ellos también supieran enseguida que éramos guerreros del Norte. El hombre que iba en cabeza me contempló a mí especialmente, observándome fijamente, con aire arrogante. Le clavé una mirada amenazante, por si acaso. No sabía qué pintaban estos aquí ni qué se traían entre manos, pero no podía dejar que se entrometieran en nuestros asuntos. Sin embargo, el hombre regresó la vista al frente y, sin más, hizo proseguir la marcha, acompañado por sus compañeros.
Observamos cómo se alejaban en silencio, sin quitarles ojo. Me extrañó su presencia por estas tierras, pero al fin y al cabo ninguno de nosotros estábamos en nuestro territorio, así que, fuera cual fuera el motivo de su paso por el Sur, supongo que ambos bandos decidimos evitar preguntas y problemas. 
―¿Qué demonios vendrían a hacer aquí esos protectores de las Tierras del Este? ―inquirió Mark, frunciendo el entrecejo con extrañeza.
―Ni idea ―respondí con la mirada también enrarecida.
Suspiré y me senté de nuevo para terminar con la cena lo antes posible. Mis amigos me imitaron al segundo. Como era mi intención, acabamos con los conejos al poco. Seguidamente, preparamos a los caballos y reanudamos nuestro veloz galope hacia el castillo del Sur.
Tardamos algo más de tres horas en acceder a Boca Escarpada. Al atravesarlo, sus puntiagudos dientes se veían más tenebrosos aún con el fulgor de la luz lunar que ya asomaba desde el exterior. Apreté la dentadura y el paso para salir de la caverna cuanto antes y, por fin, esa maldita pasarela se extendió ante nosotros. El castillo de ese cabrón todavía estaba en lontananza, pero sus luces se vislumbraban como fluctuantes brillos de color anaranjado. Mis ojos no dudaron en fijarse en la torre más alta, en su parte más elevada. La ventana de la celda de July estaba iluminada, pasando a velar a todas las demás luces; ahora esa ventana era todo un faro para mí.
Azucé las riendas de mi caballo, suplicándole que hiciera un último esfuerzo para mí. Pobre amigo, tendría que recompensárselo más adelante, pero tenía que llegar a July ya, no aguantaba más. 
July… ¿cómo estaría? ¿Estaría bien? ¿Le habría hecho algo malo ese hijo de mil zorras? Mis muelas crujieron. Como ese desgraciado hubiera osado a ponerle un solo dedo encima… esta vez no le arrancaría solo una oreja; esta vez sería hombre muerto.
No lo soportaba. No soportaba esta incertidumbre, esta espera… Llevaba cuatro días conteniéndolas dentro de mí, pero ahora ya no estaba seguro de poder seguir haciéndolo. Lo único que podía ver mi mente en estos momentos era el rostro de July, mis últimos recuerdos junto a ella: su cuerpo desnudo, sobre el mío, su largo cabello cayendo sobre su espalda húmeda, sobre sus hombros, sus pechos, su sedosa piel, sus labios, sus preciosos ojos clavándose en los míos, su risa, sus besos… Ella lo era todo para mí, y ese hijo de puta se la había llevado a la fuerza casi delante de mis narices.
Rugí en mi interior. 
Esa endiablada pasarela se me hizo más larga que todo el trayecto al completo, aunque finalmente, ¡al fin!, llegamos a nuestro destino.
Los guardias nos abrieron la verja de la puerta en cuanto nos vieron, ni siquiera tuvimos que frenar. Bien, ya estaban al tanto de mi visita. Pasamos al interior de la fortaleza de inmediato, continuando con el mismo galope, hasta que alcanzamos el patio. Allí, aminoramos la marcha y, justo delante de la torre principal, nos detuvimos.
Me apeé de mi caballo ipso facto, seguido de Mark y los chicos, y, corriendo, me dirigí directamente a la atalaya.
―¡Eh, tú, ¿dónde vas?! ―me increpó un protector del Sur, saltando delante de mí para interrumpir mi rápido paso.
―Apártate de mi camino ―gruñí, notando un rayo de fuego que atravesaba mi estómago y que ya anunciaba la pérdida de la poca cordura que me quedaba.
El protector se envaró, desenvainando su espada, y mis compañeros respondieron a esa amenaza como acto reflejo, sacando sus katanas de la espalda con un chillido metálico. Otros protectores se unieron a la fiesta, acercándose con un brinco espasmódico. La tensión danzó a nuestro alrededor, jugando con una suave brisa que despeinaba nuestros cabellos mientras todos nos clavábamos la mirada.
El robo del Fuego del Poder todavía estaba demasiado presente.
―Basta ―se oyó de repente.
Esa asquerosa voz regia y mandona no solo hizo que el protector se quedase inmóvil, sino que también provocó que mi pie se quedase trabado en el sitio. Giré medio cuerpo lentamente, ya sintiendo cómo empezaba a regurgitar la cólera almacenada en mi estómago, y al fin me topé con ese malnacido. Se acercaba hacia mí con paso seguro, levantando el mentón con esa arrogancia suya.
¡Maldito!
Mis compañeros se guardaron las armas con prisas al verme. Me arrojé hacia él, pero el inoportuno de Mark interceptó mi embuste, ayudado por Tom y Luke. Los protectores que había por allí se pusieron alerta otra vez, aunque al ver mi fuerte amarre no intervinieron.
―¡¿Dónde está July?! ―exigí saber, lleno de ira.
―Cálmate ―me pidió Mark, forcejeando con mis hombros.
Ese desgraciado de Orfeo izó su barbilla un poco más, esta vez con autoridad.
―Vendrá conmigo ―le mandó al protector, que se quedó estupefacto.
¿Es que se hacía el sordo?
―¡Ya me tienes aquí, así que quiero ver a July! ―grité.
Orfeo me miró fijamente, hasta que por fin contestó:
―Juliah no está en la torre.
Mi vista se quedó clavada en la suya, recelosa.
―¿Dónde la has encerrado, entonces? ―quise saber, raspando las palabras todavía con furia.
Se quedó callado un par de segundos, observándome con una intransigencia próxima al dominio.
―Acompáñame ―dijo al fin.
Y se dio media vuelta. 
Mis muelas chocaron entre sí. ¿A qué venía tanto misterio?
Me deshice de mis amigos de un brusco tirón y comencé a seguirle. Sentía unas ganas tremendas de aniquilarle, sin embargo, primero tenía que ver a July. Mark y los chicos acompañaron mis pasos.
―Tú solo ―añadió de pronto, sin ni siquiera virar la cara.
Volví a machacar los molares por esa prepotencia.
―Quedáos aquí ―les ordené a mis amigos, yo sesgando el rostro para dirigirme a ellos.
Mis compañeros tuvieron que quedarse en el sitio, mirándose los unos a los otros con resignación, al tiempo que Mark observaba mi marcha y se mordía el labio inferior con inquietud por lo que yo pudiera hacer.
Continué detrás de Orfeo, sin quitarle ojo. Me condujo hasta ese emperifollado palacio y, una vez allí, recorrimos el ancho pasillo del ala derecha del edificio. Empecé a escudriñarlo todo con frenetismo, buscando alguna puerta que diera a la prisión de July, pero la decoración de las paredes era tan sobrecargada, que lo que parecía ser una entrada resultaba ser un simple marco de adorno. A medida que avanzábamos, mi nerviosismo y ansiedad por reencontrarme con July aumentaban. Lo único que deseaba era tenerla entre mis brazos de una vez, a salvo.
Mi impaciencia por fin se vio recompensada cuando se divisó una puerta al fondo. La única puerta de todo el pasillo. Me adelanté a ese desgraciado, aprovechando para darle un intencionado embiste con mi hombro, y corrí hacia ella. La abrí con celeridad, pasando al interior de igual modo.
―¡July! ―exclamé con preocupación, buscándola con la mirada.
Pero ese despacho estaba vacío. 
―Juliah tampoco se encuentra aquí ―declaró ese bastardo a mis espaldas.
Me giré hacia él, furioso.
―¡¿Qué mierda es esto?! ¡¿Por qué me has hecho venir?! ¡¿A qué coño estás jugando?! ―voceé, cerrando las manos en puños apretados que a punto estuvieron de arrojarse a su petulante cara.
No sé cómo me contuve. Bueno, sí, porque en ese instante recordé mis sospechas acerca de una posible trampa para provocarme.
―Calma, guerrero, la verás, pero antes debemos hablar ―dijo, cerrando la puerta con una tranquilidad que hasta me resultó insultante.
Eso esperaba, porque si él no me la traía, iría por todo el castillo cargándome a quien fuera para ir en su busca, incluido él. Sin embargo, el final de su frase llamó ligeramente mi atención.
―¿Hablar? ―mis cejas se extrañaron.
―Créeme, a mí también me resulta muy difícil olvidar nuestro último encuentro… ―aseveró con voz y gesto rabioso, alzando la mano hacia la cabeza.  
No me había fijado hasta este momento. Su peinado había cambiado, ahora lo llevaba de lado, cubriendo el lateral de su cara. Sus dedos retiraron un mechón, donde apareció la ausencia de su oreja y una cicatriz reciente que la delineaba. 
Vaya, al parecer no habían podido injertársela de nuevo. Tengo que reconocer que eso me hizo sentir un poquito mejor, dentro de lo que cabe, claro.
―Por tu culpa perdí la oreja ―masculló con dientes comprimidos.
―Debería haber apuntado a otra zona ―y mi vista bajó a su entrepierna para que lo pillase.
Se recolocó el pelo y respiró hondo.
―No obstante, en la carta que te envié dejé claro que esto era una pequeña tregua ―me recordó, si bien su semblante seguía mostrando su arrogancia y esa mirada que me observaba por encima del hombro―. Solo quiero dialogar contigo de un asunto que te atañe.
―¿Acaso vas a reclamarme una oreja para que te la pongan a ti? ―me burlé, aunque con expresión seria.
Ese desgraciado me fulminó con la mirada, sin embargo, se acercó al escritorio que presidía el despacho y cogió un sobre.
―Mira esto ―dijo, sobrio, y me lo lanzó.
Lo atrapé sin problemas y lo observé. Era un sobre de color hueso, elegante, grueso, áspero, con un sello rojo que ya había sido abierto. Cuando me fijé en el emblema del remitente, mis ojos se abrieron con sorpresa.
―Es… de las Tierras del Este, del… rey Damus ―murmuré sin levantar la vista del sobre.
―Léela ―me exhortó.
Abrí el sobre y, a pesar de que me irritaba obedecer una orden suya, la curiosidad pudo más y leí lo escrito en el rugoso papel.

Yo, Damus, el gran Damus, el grandísimo Damus, el omnipotente, excelentísimo y divino Damus, Rey y dios todopoderoso de las ilustres, grandiosas, poderosas y excepcionales Tierras del Este, escribo esta carta de mi propio puño y letra para hacerle una revelación a las Cuatro Tierras.
Yo, Damus, por la autoridad que me otorga mi linaje divino, y ante los lamentables acontecimientos ocurridos en las últimas fechas de los cuales he tenido constancia, revelo que me he visto obligado a hallarme en posesión del Fuego del Poder. De todos es sabido, y yo tomo parte en dicha aseveración, que el fuego siempre ha pertenecido a las Tierras del Norte, no obstante, la incompetencia e impericia manifiestas en sus funciones del Rey Eudor para velar y conservar su propio elemento, así como la peligrosa avaricia y ambición de quienes han osado robarlo, me han forzado a tomar la determinación que relataré más adelante a fin de evitar males mayores, he aquí, pues, expuestos mis motivos. Es de ley que el poderoso Fuego del Poder pertenezca a quien merezca tal honor de verdad, cuyo hecho debería quedar demostrado de forma fehaciente y palpable ante los pueblos de las Cuatro Tierras. 
Por tanto, resuelvo lo siguiente:
Yo, Damus, Rey y dios todopoderoso de las Tierras del Este, anuncio que en la próxima luna nueva tendrá lugar el inicio de unos juegos de lucha que se celebrarán en el anfiteatro de mi castillo. Los reyes y representantes de las Cuatro Tierras, entre los que se incluye mi reino, deberán llevar un séquito de sus guerreros más fuertes y audaces para combatir en la arena, los cuales lucharán entre sí a muerte. El número de dicho séquito será de doce guerreros máximo. Solo el vencedor será digno de llevarse el Fuego del Poder. Así pues, quedáis convidados a participar con esta misiva. 
Espero vuestra participación. Atentamente,

Damus, Rey y dios todopoderoso de las Tierras del Este.

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LA PROPUESTA

Me quedé petrificado, incluso tuve que pestañear varias veces para espabilarme.  
―¿Qué… es esto? ―inquirí para mí, aún estupefacto.
―La carta llegó hace doce días de mano de varios de sus mensajeros ―declaró Orfeo, separándose de la mesa un par de pasos en mi dirección―. Seguramente habrá llegado otra invitación a tu reino durante tu ausencia. Unos protectores del Este me visitaron esta tarde a fin de confirmar mi participación y se marcharon hace unas escasas horas para encaminarse al Oeste y el Norte con idéntico propósito.
Alcé la vista con rapidez, enterándome, por fin, del motivo de la presencia de esos protectores que habíamos visto en el bosque. No podía creerlo, no podía creerme nada de esta paranoia, en realidad, si no fuera porque había visto a esos protectores con mis propios ojos, hubiera pensado que todo era una farsa de Orfeo. 
―Pero… el fuego se lo llevó Yezzabel, la Bruja Negra ―contrapuse, desconcertado.
―Carezco de información al respecto, pero al parecer, ahora el fuego se encuentra en poder de Damus.
Sacudí la cabeza y espabilé.
―Eso es lo que dice Damus en esta carta, pero no lo sabemos con seguridad ―cuestioné, irritado por este extraño asunto―. ¿Y si está mintiendo? Esto puede tratarse de un engaño o algo así para tendernos una trampa. Metería a todos los leones en una jaula de una sola sentada. 
―No es una trampa, Damus dice la verdad ―afirmó, muy seguro de sus palabras.
―¿Y cómo lo sabes? 
―Le conozco bien ―volvió a refutar con una expresión inexpugnable―. Damus tiene muchos defectos, pero jamás miente. Es lo bastante necio como para no querer mentir nunca, piensa que no necesita hacerlo. Además, metería a todos los leones en una jaula de una sola sentada, sí, pero invitar a un elevado número de los mejores guerreros de los demás reinos podría resultar peligroso para él. Seríamos mayoría contra sus guerreros más fuertes, no se arriesgaría a que hubiera una batalla si descubriéramos que todo esto es falso. Si Damus ha enviado esta carta, es porque el fuego verdaderamente está en su poder.
Mierda, mal que me pesara, tenía razón. Resoplé por la nariz, ya inquieto. 
―¿Y quién se cree que es para hacer algo así? ―me ofendí.
―Se cree un dios, como puedes ver ―dijo él tranquilamente. 
―¿Un dios? 
―Está completamente convencido de que es el dios de las Tierras del Este. Un dios todopoderoso.
―Joder. Ya se sabía que estaba loco, pero es peor de lo que nos imaginábamos ―exhalé, dejando que mi mirada peregrinara por el suelo mientras mi mano lo hacía por mi nuca―. Ha perdido la chaveta del todo, se le ha ido la olla completamente… 
―Llega más allá, diría yo. Cree que su divinidad, su autoridad, alcanza la totalidad de las Cuatro Tierras ―manifestó con cierto aire desdeñoso que mostraba lo mucho que le molestaba eso.
Volví a mirarle.
―¿Y qué demonios pretende? El Fuego del Poder es nuestro, pertenece al Norte por derecho, no tenemos por qué ganarlo con ninguna lucha ni demostración ―bufé, enfadado, tirando la carta en el escritorio.
Bastante teníamos con andar detrás de Kádar y del miserable que se encontraba delante de mis narices.
―Yo creo que tiene razón ―contrapuso este, observándome con altanería―. Es evidente que Eudor no está en condiciones de proteger el Fuego del Poder, yo lo sé mejor que nadie. Damus está demente, es obvio, pero incluso él se ha dado cuenta de ello, aun sin conocer del verdadero estado de tu rey.
Rechiné los dientes. Maldito cabrón.
―A ti lo que te pasa es que todo esto te viene de perlas para conseguir el fuego otra vez ―le acusé.
Su risita jactanciosa fue baja, aunque a mí me retumbó en los oídos.
―Por supuesto que me interesa, ya lo sabes, no hay secretos entre nosotros, ¿no es así? ―admitió sin más, mostrando una sonrisita petulante.
Me obligué a contar hasta diez para no arrojarme a por él.
―Sí, aprovecharás todo esto muy bien, es tu estilo ―gruñí, echándole un repaso con un desprecio rebosante de rabia.
―No soy el único interesado en el fuego, como ya has visto ―declaró, poniéndose más serio―. Todos los reinos anhelan poseerlo, todos lucharán por el ansiado trofeo, incluido el loco de Damus.
―E incluido tu querido Kádar ―apostillé, sarcástico. 
Su boca volvió a retorcerse en una asquerosa sonrisa que daba a entender que ya estaba al tanto.
―Kádar y yo seguimos siendo buenos aliados, aunque en estos juegos participemos de manera individual.
―¿Quieres decir que si uno de los dos ganara el fuego iba a compartir el premio con el otro? ―cuestioné con un gesto de incredulidad―. No me hagas reír.
―Ambos nos respetamos mutuamente. 
―Ya ―dudé de nuevo, dirigiéndome a él con algo de chulería que se evidenciaba por otro ademán de mi cara―. Me parece que tú le tienes más respeto a él que él a ti. Tienes miedo de que Kádar se lleve el fuego para él solo.
Para mi sorpresa, mi interpretación le gustó. Así me lo dejó patente el aumento de la curvatura en sus labios.
―Eres rápido, guerrero ―me concedió―. Evidentemente esta es una ocasión excepcional, ninguno podemos desaprovecharla, desde luego. Sin embargo, él goza de más privilegios entre sus filas con sus espectros sobrenaturales.
―¿Ah, sí? Pues tengo malas noticias para ti. Ninguno va a conseguir el fuego, porque el fuego sigue siendo nuestro, como debe ser ―afirmé, rechinando los dientes.
―Te guste o no, el Fuego del Poder está en posesión de Damus. Te guste o no, tendrás que luchar en la arena para conseguirlo.
Su marcada entonación hizo que sostuviera la mirada en la suya durante unos segundos, analizándole. Las infinitas preguntas que me había hecho en el bosque durante el viaje regresaron a mi cabeza de un solo pelotazo.
―No me has hecho venir por July, ¿verdad? ¿Qué es lo que quieres de mí? ―interrogué, observándole con desconfianza y sospecha a la vez―. Dices que Damus ha enviado la misma carta a los demás reinos, incluso al mío. Me iba a enterar de esto igualmente, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué me has enseñado la carta y me cuentas todo esto?
Orfeo dejó que el silencio se paseara a sus anchas por la habitación. Hasta que por fin habló.
―Quiero que ganes el fuego para mí. 
Mis cejas se enarcaron solas con estupefacción ante tal proposición.
―¿Cómo dices? ―no daba crédito.
Desvió la vista al frente y, llevando los brazos a la parte trasera de su cintura, comenzó a caminar alrededor con una pausa y normalidad que ya me sacaban de quicio.
―Dispongo de guerreros muy fuertes y resistentes que podrían vencer con facilidad a cualquier otro rival, gigante o espectro ―se paró y se giró hacia mí para mirarme―. Pero he de admitir que ninguno se equipara a ti. Cuando vi cómo explotaba tu don de dragón, cuando vi cómo luchabas con los trillizos, me di cuenta de que no eras un guerrero común.
Me forcé a reaccionar otra vez.
―¿Tú también te has vuelto loco o qué te pasa? Yo jamás traicionaría a mi reino, y menos por un cabrón como tú ―afirmé, clavándole unas pupilas agresivas e insultadas.
¿Por quién me tomaba?
―Por supuesto que no lo traicionarías jamás ―hizo una pequeña pausa en la que me observó con intención. Entonces, sonrió con autosuficiencia―. Excepto por Juliah.
Iba a rebatírselo, pero mi garganta enmudeció de repente. Sin quererlo, mi mirada fija y agresiva se tornó en toda una concesión. Él se dio cuenta.
―Ya te lo dije una vez ―prosiguió, iniciando otro paseíllo―, Juliah es tu talón de Aquiles, tu debilidad, te has convertido en su esclavo.
―Y yo te repito que no soy el esclavo de nadie ―mascullé con los dientes apretados.
―Eres capaz de matar a quien sea por ella, de la forma que sea, ¿acaso no traicionarías a tu reino por ella? ―polemizó con una chispa de sarcasmo mientras se detenía de nuevo.
Una vez más, no fui capaz de debatir eso, maldita sea. Sí, ella lo era todo para mí, era lo más importante, estaba por encima de cualquier cosa, de cualquiera. Incluso de mi reino. Una sacudida estremecedora hizo cimbrear todo mi cuerpo inopinadamente por ese inusitado e inesperado pensamiento.
Ese desgraciado dedicó un instante a analizar mi patético semblante. El suyo enseguida salió victorioso, cosa que me enrabietó el doble, pero ¿qué podía hacer? No es que tuviera razón del todo, y tampoco iba a permitir que me llevase a su terreno, sin embargo, yo… bueno, no es que quisiera traicionar a mi reino, jamás lo haría, era una cuestión de honor y odiaría hacerlo, sería como obligarme a cortarme las manos, pero…, por otra parte, July… 
―Vi cómo el Fuego del Poder titubeaba ante Juliah, pero también vi cómo observó al Dragón ―continuó Orfeo, y de pronto, sus ojos parecieron refulgir con una tétrica maravilla mientras me miraba a mí y parecía recordar aquella escena en la que yo me plantaba delante de esa enorme cara de fuego para proteger a July.
Esto no me gustaba ni un pelo. 
―¿Qué quieres decir? ―inquirí, más que molesto―. Yo no puedo dominar al Fuego del Poder, si es eso lo que intentas insinuar.
Sus pies se pusieron a pasear otra vez.
―El fuego pareció mostrar cierto asombro y temor hacia ti.
―¿Se te ha ido la pinza? Por si se te ha olvidado yo no gozo de ningún poder supremo, solo Juliah podría controlarlo, creo que eso ya lo sabes demasiado bien ―le reproché con acidez.
―Si te paras a pensar, eso no lo sabemos a ciencia cierta ―arguyó, deteniéndose frente a un cuadro de esos horteras que proliferaban por la estancia―. Nunca había aparecido el Dragón, no tenemos constancia alguna porque no existe ningún caso anterior con el que comparar ―se dio la vuelta hacia mí―. Hasta que llegaste tú. Tú eres el elegido para ser el Dragón, y el fuego lo vio.
No entendía nada, ¿qué se proponía? 
―Sigo siendo un guerrero, estoy en el escalafón más bajo de esta estúpida pirámide social, no pertenezco a un estatus superior ni gozo de ningún poder supremo solo porque sea el dichoso Dragón ―le recordé.
―Eso ya lo sé, no digo que goces de ningún poder supremo ―me corrigió, soltando otra risita arrogante que hizo rechinar mi dentadura una vez más―. Pero algo me dice que puedes influir en el fuego.
―¿Influir? 
―Reitero lo dicho, el fuego mostró cierto respeto por ti cuando te vio, se quedó sorprendido. Tal vez el Fuego del Poder no pueda vencerte a ti con tanta facilidad, quizá tu condición de Dragón de los Guerreros te haga más resistente a su poder.
―No digas gilipolleces ―espeté, repasándole de arriba abajo con una expresión que le demostraba lo tarado que me parecía―. Además, ¿qué tiene que ver July con todo esto?
―Es lo que te ofrezco ―manifestó, levantando el mentón con un gesto que pretendía ser solemne.
Lo reconozco, mi careto reflejó el estado petrificado y sorprendido en el que me dejó.
―¿Lo que… me ofreces?
El rey hizo una pausa y me miró fijamente.
―Si ganas el fuego para mí, romperé mi compromiso con Juliah delante de todos los pueblos de las Cuatro Tierras ―aseveró. 
Me quedé a cuadros cuando terminé de digerir bien esas palabras.
―¿Qué? ―solo pude hablar con un estúpido murmullo.
¿Había oído bien? ¿Orfeo estaba dispuesto a… romper el compromiso?
―Juliah será una mujer libre. Podréis ser amantes, yo guardaré vuestro secreto, me lo llevaré a la tumba ―y sonrió con una jactancia sarcástica que intentaba recalcarme su eternidad.
Bajé de esa dulce nube temporal que a punto había estado de cegarme y engullirme. 
―Mientes ―mascullé, machacando las muelas―. Necesitas a July para controlar el fuego.
―No miento. Sí, la necesito, pero si os unís a mí y ambos me servís lealmente, no tendré ningún inconveniente en permitir vuestro amor secreto ―afirmó sin titubear lo más mínimo―. Te doy mi palabra de honor de que romperé mi compromiso con Juliah si tú ganas el Fuego del Poder para mí. Lo pondré por escrito, si lo prefieres, firmado de mi puño y letra.
Le observé fijamente, buscando el engaño en su mirada, y tengo que admitirlo, no lo encontraba. Me quedé sin palabras, así que le solté lo primero que se me ocurrió para salir del paso.
―Necesito… pensármelo.
Orfeo esbozó una sonrisa autosuficiente.
―No, no necesitas pensar nada. Ya lo has decidido en cuanto te he formulado mi proposición, ¿me equivoco? ―se quedó en silencio, contemplándome con esa asquerosa expresión, mientras mis ojos me jugaban otra mala pasada y avalaban esa afirmación. Orfeo amplió su estúpida sonrisita, satisfecho―. Has aceptado sin dudarlo ni un instante.
Vanidoso de mierda. 
―Yo no he aceptado nada ―contradije de forma inopinada, firme.
Su boca se desfiguró poco a poco hasta adquirir una expresión algo más seria.
―¿No vas a aceptar? ―dudó en un tono irónico mientras levantaba las cejas con una exagerada y sobreactuada incredulidad.
―Ya te lo dije, jamás traicionaría a mi reino.
―¿Ni siquiera por Juliah? 
―Juliah será mía de una forma u otra, nunca se casará contigo, no necesito tus sucios tratos ―aseguré, arrastrando los vocablos con confianza y determinación―. Ya encontraré la forma de que eso sea así, puedes creerme.
Cómo me apetecía restregarle en la cara a ese zorro que en realidad July ya era mía… Pero, por desgracia para mí, aunque Orfeo ya supiera de mi amor por ella, no podía desvelar nuestro secreto. Mis labios debían permanecer sellados. Sellados para siempre.
―¿Estás seguro? ―cuestionó de nuevo, arqueando el ceño una vez más, aunque ahora con prepotencia. Entonces, sin más, se puso a aplaudir―. Bravo, si es una actuación, es de las mejores que he visto. Por poco consigues engañarme.
―No es ninguna actuación.
Le observé con un rostro duro como la piedra y él, contrariamente a lo que me esperaba, esbozó otra sonrisa, repentinamente pagado de sí mismo. 
―¿Y si Juliah ya no quisiera nada contigo? ―sus pupilas chocaron con las mías, en esta ocasión inyectándolas toda una amenaza, si bien continuaba sonriendo―. ¿Qué pasaría si supiera toda la verdad sobre ti? ¿Si supiera que, bajo ese ser despiadado que aniquila a sus rivales sin compasión, todavía se esconde algo más?
De pronto, todo mi cuerpo se puso rígido, alerta. No podía ser…
―¿A qué… te refieres? ―mascullé, temiendo por dónde iban los tiros.
―¿Qué percepción tendría Juliah de ti… ―hizo una pausa medida en la que la curvatura de su boca cesó y su tono pasó a ser extremadamente grave― si supiera que eres tú quien mató a su padre?
El relámpago súbito y aterido atravesó mi pecho, ratificando mis temores. Me quedé petrificado.
―¿Cómo sabes eso? ―pregunté, poniéndome nervioso―. Dime, ¿se lo has dicho a ella?
Ese miserable adoptó una expresión tiesa, férrea.
―O sea que es cierto. Tú mataste a su padre, a tu Maestro ―entornó los ojos, como si estuviera censurándome por ello.
¿Y ahora a qué venía esa extraña actitud? ¿Qué era esto, un juicio? Me cabreé aún más, sobre todo porque venía de un hijo de perra como él.
―Si le cuentas esto a July…
No pude terminar mi advertencia.
―¿Tan obsesionado estabas ya entonces con ella, que mataste a su padre? ―volvió a condenar.
―No estoy…
―¡Sí, estás obsesionado con ella desde que eras un niño, la querías para ti solo! ―me gritó.
Maldito cerdo, ¿cómo se atrevía a chillarme y juzgarme?
―Solamente hice lo que tenía que hacer ―declaré con la voz rasgada, clavándole una mirada rebosante de odio.
―¡¿No te arrepientes de lo que has hecho?!
―¡No, no me arrepiento! ―voceé sin un atisbo de duda.
Orfeo se echó hacia atrás y se quedó mudo ante mí. Hasta que, de repente, esa indignación se transformó en otra sonrisa triunfal.
¿Qué era esto? No tardé en descubrirlo.
―Bien, veamos qué opina Juliah de todo esto ―dijo, pisando con ahínco una de las baldosas. Esta se hundió ligeramente con el pisotón.
Otro rayo gélido salió por mi columna vertebral al percatarme de su jugarreta. Pero ya era demasiado tarde.
―¿Cómo? ―musité, en shock.
Sesgué la mirada rápidamente en la misma dirección que observaba Orfeo y exhalé con conmoción. 
Noté cómo mi cuerpo era arrasado por un glacial frío y catastrófico cuando vi que una de las estanterías se corría y July aparecía tras ella. Pero lo que más me impactó fueron sus ojos. Estaban desfigurados por el desconcierto y un profundo dolor, se clavaron en mi alma, helándome del todo. Lo había oído todo, y estaba horrorizada, no se lo podía creer. 
Y yo tampoco. Esto no podía estar pasando… 

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