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Título original: Whole
Traducido del inglés por Pedro Luis de Luna González
Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.
Composición ePub por Editorial Sirio S.A.
© de la edición original
2013 T. Colin Campbell
Publicado inicialmente en Estados Unidos por Benbella Books
First published in the United States by Benbella Books
© de la presente edición
EDITORIAL SIRIO, S.A.
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E-Mail: sirio@editorialsirio.com
I.S.B.N.: 978-84-7808-9963
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A todos aquellos que pagaron innecesariamente
el alto precio de un sistema de atención sanitaria fracasado,
incluyendo a mi suegra, Mary, y a mi padre, Tom.
Y, como siempre, a mi mujer, Karen, a nuestros hijos,
a sus cónyuges y a nuestros nietos.
En 1965 mi carrera parecía prometedora. Tras cuatro años como investigador asociado al MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), me instalé en mi nuevo despacho de Bioquímica y Nutrición en la Universidad Tecnológica de Virginia. ¡Por fin era un catedrático de verdad! El plan de mis investigaciones no podía ser más noble: acabar con la malnutrición infantil en los países pobres averiguando cómo incrementar las proteínas de alta calidad en sus dietas. Mi campo de trabajo eran las Filipinas, gracias a una generosa beca de la Agencia para el Desarrollo Internacional del Departamento de Estado.
Mi primer reto fue encontrar una fuente barata de proteínas producidas localmente (aunque la malnutrición es en su mayor parte un problema de no ingerir las suficientes calorías en conjunto, a mediados de los sesenta creíamos que las calorías provenientes de las proteínas eran algo especial). El segundo reto consistía en desarrollar una serie de centros por todo el país en los que pudiésemos enseñar a las madres cómo criar a sus hijos alejándoles de la malnutrición usando esa fuente de proteínas. Mi equipo y yo escogimos los cacahuetes, que son ricos en proteínas y pueden crecer en entornos muy diferentes.
Yo trabajaba al mismo tiempo en otro proyecto a petición del jefe de mi departamento, el decano Charlie Engel. Charlie y yo nos habíamos asegurado de recibir fondos del Departamento de Agricultura para estudiar la aflatoxina, un compuesto químico producido por un hongo y causante de cáncer, el Aspergillus flavus. Mi trabajo consistía en saber todo lo que pudiera sobre cómo se desarrollaba el hongo y de esa manera impedir que creciese en diversos alimentos. Estaba claro que era un proyecto importante, ya que había muchas evidencias de que el Aspergillus flavus provocaba cáncer de hígado en ratas de laboratorio (la corriente principal de pensamiento era, y sigue siendo hoy día, que cualquier cosa que provoque el cáncer en ratas o ratones es probable que lo provoque también en humanos).
Pronto descubrí que uno de los principales alimentos que contamina el Aspergillus flavus eran... los cacahuetes. En una de esas coincidencias cósmicas que, asombrosamente, solo aparecen años después, me encontré estudiando los cacahuetes en dos contextos diferentes simultáneamente. Lo que averigüé cuando estudié en profundidad esos dos asuntos aparentemente inconexos (la deficiencia en proteínas entre niños pobres de Filipinas y las condiciones en las que crece el Aspergillus flavus) comenzó a hacer que mi mundo se tambaleara y que me cuestionase los fundamentos hipotéticos sobre los que había edificado mi carrera, al igual que la mayoría de los otros científicos nutricionistas.
He aquí el descubrimiento principal que puso boca abajo mi visión global y, al final, mi mundo: los niños filipinos que ingerían dietas ricas en proteínas eran los que presentaban más probabilidades de desarrollar cáncer de hígado, a pesar de que eran considerablemente más acomodados y tenían mejor acceso a todo aquello que asociamos normalmente con la salud infantil, como la atención médica y el agua limpia.
Elegí seguir este descubrimiento adonde quisiera llevarme. Como resultado de ello mi trayectoria profesional dio un giro hacia direcciones inesperadas e inquietantes. En mi primer libro, El estudio de China, detallo muchas de esas direcciones. Al final fui consciente de dos cosas: la primera es que la nutrición es la llave maestra de la salud humana. La segunda es que lo que la mayoría de nosotros creemos que es una nutrición adecuada, no lo es.
Si quieres estar libre del cáncer, de las enfermedades cardíacas y de la diabetes toda tu vida, tienes en tus manos el poder de hacerlo (y en tu cuchillo y tu tenedor). Tristemente, las facultades de medicina, los hospitales y los organismos sanitarios gubernamentales siguen considerando que la nutrición solo interpreta un papel menor en la salud. Y no hay de qué extrañarse: la dieta común del mundo occidental, junto con sus primos modernos «bajo en grasas» y «bajo en carbohidratos», es realmente la causa de la mayor parte de lo que nos hace enfermar, no su remedio. En resumen, la «cura milagrosa» que la ciencia ha venido persiguiendo desde hace medio siglo no ha resultado en un medicamento nuevo y maravilloso, concienzudamente desarrollado tras décadas de un excelente e incansable trabajo en los laboratorios, ni en una herramienta quirúrgica puntera, ni en una técnica que utilice láseres y nanotecnología, ni en una alteración de nuestro ADN que nos transforme en Apolos y Venus inmortales. En lugar de eso, el secreto de la salud ha estado frente a nosotros todo este tiempo, disfrazado de una palabra sencilla y acaso aburrida: nutrición. En lo que se refiere a nuestra salud, resulta que nuestra mejor baza es el alimento que ponemos en nuestras bocas cada día. En el proceso de aprender esta verdad descubrí también algo muy importante: por qué la mayor parte de la gente no sabe esto todavía.
Lejos de aceptar estos descubrimientos, las instituciones médicas y de investigación científica los han desestimado sistemáticamente, e incluso los han suprimido.
Hay pocos profesionales médicos que sean conscientes de que las elecciones que hacemos de nuestros alimentos pueden ser unos escudos mucho más eficaces contra la enfermedad que las píldoras que prescriben.
Hay pocos periodistas especializados en temas sanitarios que informen de las inequívocas buenas noticias sobre una salud óptima y la prevención de enfermedades por medio de la dieta.
Hay pocos científicos que se especialicen en considerar el «panorama general» y, en lugar de ello, lo hacen en escudriñar simples gotas de datos en vez de abarcar valiosos ríos de sabiduría.
Y para pagar la banda y marcar el paso de todos ellos están las industrias farmacéuticas y alimentarias, que intentan convencernos de que la salvación se halla en una pastilla o en una comida preparada hecha de fragmentos de plantas e ingredientes artificiales.
Este libro trata de la verdad, de cómo esta se mantiene oculta ante nosotros y por qué.
Si has leído El estudio de China, ya habrás oído algo de esto antes. Sabes la verdad sobre la nutrición y conoces un poco la resistencia con la que otros científicos y yo nos hemos enfrentado a la hora de intentar sacar esta verdad a la luz.
Desde su publicación en 2005, millones de personas han leído el libro, o leído sobre él, y han compartido los puntos de vista que ofrece con amigos, vecinos, compañeros y seres queridos. No pasa un solo día en el que no me llegue algún testimonio agradecido por el poder sanador de los alimentos integrales basados en plantas. Aunque esas historias pueden ser anecdóticas, el peso combinado de su evidencia conjunta es considerable; cada una de ellas es una buena compensación por las dificultades y obstáculos colocados en mi camino por los poderosos intereses de los que se lucran con nuestra ignorancia colectiva.
Asimismo, desde 2005 muchos de mis colegas han llevado a cabo estudios variados que muestran, incluso más poderosamente, los efectos de comer bien en los diferentes sistemas del cuerpo humano. En este momento, cualquier científico, médico, periodista o político que niegue o banalice la importancia que tienen las dietas de alimentos integrales basados en plantas para el bienestar individual o social, puede decirse que no considera claramente los hechos. Hay demasiadas evidencias positivas como para seguir ignorándolas.
Y a pesar de eso, muy poco ha cambiado en algunos aspectos. La mayor parte de la gente sigue sin saber que la clave de la salud y la longevidad está en sus manos. Sea por malicia o sea debido a la ignorancia, como ocurre más a menudo, la corriente principal de la cultura occidental está condenada a ignorar, a dudar y, en algunos casos, a trastocar enérgicamente la verdad sobre lo que deberíamos comer. Tanto es así que nos sería difícil creer que durante todos estos años nos hayan estado mintiendo. A menudo es más fácil aceptar simplemente lo que nos han dicho que considerar la posibilidad de que exista una conspiración para controlar, silenciar y desinformar. El único modo de combatir esta percepción es mostrarte cómo y por qué ha sucedido.
Por eso se hacía necesario este nuevo libro. El enfoque de El estudio de China era la evidencia que nos dice que la dieta de alimentos integrales basados en plantas es la más saludable para los seres humanos. Integral (Whole) se enfoca en por qué ha sido tan difícil sacar esta evidencia a la luz y en lo que todavía tiene que ocurrir para que se dé un cambio verdadero.
Este libro está dividido en cuatro partes.
La primera proporciona un poco más de información acerca de mis investigaciones y las de otros sobre la dieta de alimentos integrales basados en plantas, de mis pensamientos sobre las críticas más prominentes que ha recibido esta investigación desde la publicación de El estudio de China y de mis propios antecedentes y trayectoria, como contexto para conocer de dónde viene la ideología de este libro.
La segunda parte tiene en consideración las razones de por qué es tan difícil para tantos no ya aceptar, sino siquiera darse cuenta de las implicaciones sanitarias de esta investigación: la prisión mental o paradigma en el que actúan la ciencia y la medicina occidentales, que hace que sea imposible ver los hechos evidentes que residen fuera de esa prisión. Por muchas razones, ahora actuamos bajo un paradigma que busca la verdad solo en los detalles nimios mientras ignora el panorama general. La expresión popular «los árboles no nos dejan ver el bosque» lo refleja bien, pero hay mucho más en juego que solo árboles y bosques. La ciencia moderna está tan obsesionada con el detalle que no podemos ver el bosque por causa del cámbium vascular, o del floema secundario, y así sucesivamente. No hay nada malo en estudiar los detalles (me he pasado la mayor parte de mi carrera de investigador haciendo exactamente eso); la dificultad sobreviene cuando comenzamos a negar que hay un panorama general e insistimos tercamente en que la estrecha realidad que vemos, fuertemente cargada con nuestros sesgos y experiencias, es todo cuanto existe.
La palabra de moda para llamar a esta obsesión con los detalles es «reduccionismo». El reduccionismo acarrea su propia lógica seductora, de modo que la gente que trabaja bajo su embrujo no puede ver siquiera que hay otra manera de mirar el mundo. Para los reduccionistas todas las demás formas de ver la vida son acientíficas, supersticiosas, chapuceras, y no merecen atención alguna. Todas las evidencias recopiladas por medios no reduccionistas –suponiendo que la investigación pueda conseguir fondos– se ignoran o se suprimen.
La tercera parte estudia el otro lado de esta ecuación: las fuerzas económicas que reafirman este paradigma y se aprovechan de él por su propio interés persiguiendo el éxito financiero. Estas fuerzas manipulan completamente el diálogo público sobre salud y nutrición para que se adapte a sus balances de resultados. Estudiaremos las muchas maneras en que el dinero afecta a las miles de pequeñas decisiones que en total tienen un gran impacto en lo que tú, como público, oyes (o no oyes) y, por lo tanto, crees acerca de la salud y la nutrición.
Por último, en la cuarta parte estudiaremos la totalidad de lo que está en juego y lo que hay que hacer si queremos que cambien las cosas.
He querido contar esta historia porque os la debo a vosotros, el público. Si eres contribuyente de impuestos en los Estados Unidos, eso significa que has pagado mi carrera de investigador, profesor y diseñador de políticas. He conocido a demasiada gente, incluso amigos y familiares, que han sufrido de mala salud innecesariamente solo porque no sabían lo que yo he llegado a saber, y ellos también eran contribuyentes. Tienes el derecho de saber lo que tu dinero contribuyó a pagar y a beneficiarte de sus hallazgos.
En mi propio descargo: no tengo interés económico alguno en que me creas. No vendo productos, ni seminarios sobre salud, ni soy instructor sanitario. Tengo setenta y nueve años, he disfrutado de una carrera larga y satisfactoria, y no escribo este libro para ganar dinero. Cuando empieces a hablar con tus amigos de lo que has aprendido aquí y te encuentres con un apasionado desdén por mí y mis motivos (¡y lo harás!), simplemente considera la fuente original de las afirmaciones que citan. Pregúntate a ti mismo: ¿qué interés económico tienen?, ¿qué pueden ganar suprimiendo la información que divulgo aquí?
Ha sido un reto contar esta historia. Sé bien que una dieta que consiste solo en plantas le parece una idea absurda a mucha gente, pero eso está empezando a cambiar. Esta idea crece y crece con el paso del tiempo. El sistema actual es insostenible. La única pregunta es: ¿nos liberaremos antes de que nos derrumbe con él, o seguiremos contaminando nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestro planeta con la escoria de ese sistema hasta que se hunda bajo su propio peso económico y bajo la lógica de la biología?
Las generaciones anteriores consideraban la forma de comer de cada cual como un asunto personal y privado. Parecía que la elección de nuestros alimentos no contribuía en gran medida, de una u otra manera, al bienestar o sufrimiento de los demás, por no hablar de los animales, de la vida vegetal y de la capacidad de sostenimiento de todo el planeta. Pero incluso si eso fue cierto alguna vez, ya no lo es. Lo que comemos, individual y colectivamente, tiene repercusiones que llegan mucho más allá de la línea de nuestra cintura o de las tomas de la presión arterial. Lo que está en la balanza es nada menos que nuestro futuro como especie.
La elección es nuestra. Mi esperanza es que este libro te anime a escoger sabiamente, por tu salud, por las generaciones siguientes y por todo el planeta.
T. Colin Campbell,
Lansing, Nueva York,
noviembre de 2012
Primera parte
1
Aquel que cure una enfermedad será el médico más hábil, pero el que la prevenga será el más prudente.
Thomas Fuller
¡Qué gran época para estar vivo! La medicina moderna promete salvarnos de los flagelos que han acosado a la humanidad desde el principio de los tiempos. Enfermedad, padecimientos, envejecimiento, todos ellos serán erradicados gracias a los avances en la tecnología, la genética, la farmacología y la ciencia de los alimentos. La cura del cáncer está a la vuelta de la esquina. Las uniones en el ADN reemplazarán nuestros genes autodestructivos o dañados por otros perfectamente sanos. Prácticamente cada semana se descubren nuevos medicamentos milagrosos. La manipulación genética de los alimentos, combinada con técnicas avanzadas de procesamiento, pronto será capaz de convertir un simple tomate, una zanahoria o una galleta en una comida completa. Demonios, quizá pronto algún día no tengamos que comer en absoluto, sino simplemente tragarnos una pastilla que contenga todos los nutrientes que necesitamos.
Solo hay un problema con esa imagen tan halagüeña: que es totalmente falsa. Ninguna de esas promesas idealistas está cerca siquiera de llegar a realizarse. «Corremos en busca de la cura» vertiendo miles de millones de dólares en tratamientos peligrosos e ineficaces. Buscamos nuevos genes como si aquellos con los que hemos evolucionado durante millones de años fuesen insuficientes para nuestras necesidades. Nos medicamos con brebajes tóxicos, de los cuales un pequeño número trata la enfermedad mientras que los demás tratan los nocivos efectos secundarios de los medicamentos que tomamos anteriormente.
Hablamos del sistema de atención sanitaria en los Estados Unidos, pero ese es un nombre mal puesto, porque lo que verdaderamente tenemos es un sistema de atención a la enfermedad.
Afortunadamente, tenemos una forma mucho mejor, más segura y más barata de conseguir buena salud, una que solo tiene efectos secundarios positivos. Es más, esta estrategia previene la mayoría de las enfermedades y padecimientos que nos afligen antes de que se manifiesten, de manera que no necesitemos hacer uso del sistema de atención a la enfermedad.
Los Estados Unidos gastan más dinero per cápita en atención «sanitaria» que cualquier otro país de la Tierra, y sin embargo, cuando comparamos la calidad de nuestros servicios sanitarios con la de cualquier otra nación industrializada, nos colocamos casi los últimos.
Como nación, estamos muy enfermos. A pesar del alto índice de gastos en salud, no estamos más sanos. De hecho, los índices de muchas enfermedades crónicas no han hecho más que crecer con el tiempo y, basándonos en biomarcadores sanitarios como la obesidad, la diabetes y la hipertensión, esos índices pueden seguir ascendiendo. El predominio de individuos con sobrepeso y obesidad se ha incrementado desde el 13% de la población en los Estados Unidos en 1962 hasta un impactante 34% en 2008.[1] Los Centros para el Control y la Prevención de la Enfermedad (CDC, por sus siglas en inglés) informan que el índice de la diabetes tipo 2, ajustado a la edad, es casi el triple en 2010 que en 1980, ya que ha pasado del 2,5 al 6,9% de la población.[2] La hipertensión (presión arterial alta) entre los adultos estadounidenses ha aumentado un 30% entre 1997 y 2009.[3]
Los medicamentos y los avances quirúrgicos mantienen la tasa de mortalidad más o menos constante, a pesar de los mayores factores de riesgo (excepto para la diabetes, cuyo índice de mortalidad se ha incrementado en Norteamérica en un sorprendente 29% entre 2007 y 2010).[4] Los datos dejan claro que ninguno de nuestros avances en medicina se ocupa de la prevención primaria, y que ninguno nos hace fundamentalmente más sanos. No mejoran la tasa de mortalidad, y el precio que pagamos por ellos es muy alto.
Durante muchos años el coste de los fármacos recetados por los médicos ha aumentado a un ritmo mayor que la inflación. ¿Crees que recibimos lo que pagamos? Si tu respuesta es afirmativa, piénsalo otra vez.
Los efectos secundarios de esos mismos medicamentos recetados constituyen la tercera causa principal de muerte, tras las enfermedades cardíacas y el cáncer. ¡Sí, el dato es correcto!, los medicamentos con receta matan a más gente que los accidentes de tráfico. Según lo que la doctora Barbara Starfield escribió en el Journal of the American Medical Association en el año 2002, los «efectos adversos de los medicamentos» (en aquellos que fueron correctamente prescritos y tomados) matan 106.000 personas al año.[5] Y eso no incluye sobredosis accidentales.
Añádanse a esto las 7.000 muertes anuales por errores de medicación en los hospitales, las 20.000 por errores sin relación con la medicación en hospitales (como operaciones chapuceras y máquinas programadas y monitorizadas incorrectamente), las 80.000 por infecciones adquiridas en los hospitales y las 2.000 producidas por intervenciones quirúrgicas innecesarias..., y el viaje en la ambulancia de ruedas chirriantes empieza a parecer la parte más segura de toda la experiencia hospitalaria.[6]
Sin embargo, cuando se le pregunta al gobierno de los Estados Unidos sobre esto, la respuesta es una negación ensordecedora. Observa las principales causas de muerte en esta página web de los CDC:[7]
¿No notas nada raro? No se dice nada de que el sistema médico sea la tercera causa principal de muerte en los Estados Unidos. Admitamos que eso sería malo para los negocios, y si hay algo que le preocupe al gobierno de este país, ese algo son los intereses económicos de la institución médica.
Pero ¿qué ocurre cuando los cuidados médicos no matan? ¿Estamos seguros de que los beneficios que reciben millones de pacientes superan a unos pocos cientos de miles de muertes al año?
Ve de visita a un asilo o un centro geriátrico y observa por ti mismo lo bien que les sirve el sistema a aquellos que más lo necesitan. Sentirás el dolor físico y emocional de los que una vez fueron personas dinámicas y que ahora sufren innecesariamente de trastornos y enfermedades provocados en su mayor parte por los cócteles farmacéuticos que toman. ¿Quién puede culparlos? Los médicos saben lo que hacen, ¿verdad? ¿Cuántos anuncios de esos que dan publicidad a medicamentos para reducir el colesterol en su sangre, bajar su nivel de azúcar y aumentar su impulso sexual han visto en la televisión?
Podría seguir y seguir, pero creo que ya lo ves claro: cuanto más gastamos en cuidados de la enfermedad, tanto más enfermos y abatidos parece que estamos.
Ninguno de nuestros billones de dólares (sí, con «b») mejora los resultados de nuestra salud. Los descubrimientos prometidos están siempre a una década de distancia, y se alejan de nosotros tan rápidamente como los perseguimos. La investigación genética nos ha llevado a situaciones de pesadilla en nuestra intimidad, así como a malentendidos trágicos en los que las madres hacen que les extirpen los pechos a sus hijas adolescentes simplemente porque algún genetista les ha pinchado la punta de los dedos, ha comprobado su ADN y las ha asustado de muerte con sus predicciones de futuros cánceres de mama.
Admito que todo esto es muy deprimente. Las buenas noticias son que no necesitamos descubrimientos médicos ni manipulación genética para lograr, mantener y restaurar una salud enérgica. Medio siglo de investigación –mía y de muchos otros– me ha convencido de lo siguiente:
En pocas palabras: cambia tu manera de comer y cambiará tu salud para mejor.
Por alguna razón, la «comida saludable» tiene fama de ser insípida y aburrida. En este momento debes de estar pensando que la dieta milagro para la salud humana posiblemente sea la comida más triste que se pueda imaginar. Por fortuna, no es ese el caso: la evolución nos ha programado para que busquemos y disfrutemos los alimentos que estimulan nuestra salud. Todo lo que tenemos que hacer es volver a nuestras raíces dietéticas, no se necesita nada que sea drástico o deprimente.
La dieta humana ideal se parece a esto: consume alimentos basados en plantas que estén en formas lo más cercanas que sea posible a su estado natural (alimentos «integrales»); come una variedad de verduras, frutas, frutos secos y semillas crudos, legumbres y cereales integrales; evita alimentos muy procesados y productos de origen animal; aléjate de la sal añadida, del aceite y del azúcar; intenta obtener un 80% de tus calorías de los carbohidratos, el 10% de las grasas y el otro 10% de las proteínas.
Ya está, todo en unas cuantas palabras. En este libro lo llamo la dieta de alimentos integrales basados en plantas (dieta AIBP), y a veces el estilo de vida AIBP (no me gusta mucho la palabra «dieta» porque implica un esfuerzo heroico y temporal, más que una manera de comer sostenible y placentera).
¿Cómo de saludable es la dieta AIBP? Supongamos que todos sus efectos pudiesen conseguirse por medio de un medicamento. Imagínate que una gran compañía farmacéutica da una rueda de prensa para presentar una nueva pastilla llamada Eunutria. En ella revelan toda una lista de efectos probados científicamente de la Eunutria, que incluyen los siguientes:
Y te preguntarás qué ocurre con los efectos secundarios. Claro que tiene efectos secundarios. Son estos:
Estos son solo los efectos secundarios para personas individuales que toman la pastilla. También hay efectos medioambientales:
¿Cómo de saludable es la dieta AIBP? Resulta difícil imaginar nada que sea más sano ni nada más eficaz a la hora de enfrentarse con nuestros problemas sanitarios más graves. No solo es la manera más sana de comer que se haya estudiado, sino que a la hora de fomentar la salud y prevenir la enfermedad es mucho más eficaz que los medicamentos, la cirugía, los suplementos herbales y de vitaminas y la manipulación genética.
Si la dieta AIBP fuese una pastilla, su inventor sería la persona más rica de la Tierra, pero, puesto que no lo es, no hay fuerzas de mercado que se confabulen para defenderla. Ninguna campaña la promueve en los medios de difusión; ningún seguro la cubre. Puesto que no es una pastilla, y nadie ha averiguado cómo hacerse enormemente rico enseñando a la gente cómo tomarla, la verdad ha sido enterrada en medias verdades, afirmaciones sin verificar y mentiras absolutas. Hasta ahora ha funcionado el esfuerzo concertado de muchos intereses poderosos para ignorar, desacreditar y esconder la verdad.
Me he pasado las últimas décadas estudiando los efectos de la dieta AIBP. A mi parecer, basándonos solamente en los datos, los resultados que nos proporciona son convincentes pero ayuda investigar la cuestión de por qué. ¿Por qué es la dieta AIBP la más saludable que los seres humanos pueden comer? Basándome en mi capacitación como bioquímico, tengo unas cuantas hipótesis que pueden reducirse a un solo concepto: oxidación incorrecta.
La oxidación es el proceso por el que los átomos y las moléculas pierden electrones al entrar en contacto con otros átomos y moléculas. Es una de las reacciones químicas más básicas del universo. Cuando cortas una manzana y se pone marrón al contacto con el aire, o cuando se te oxida el guardabarros del coche, eres testigo de cómo trabaja la oxidación. Este fenómeno ocurre también en nuestros cuerpos. Parte de la oxidación es natural y positiva, ya que facilita la transferencia de energía dentro del cuerpo y libera de sustancias extrañas potencialmente peligrosas para el organismo al hacerlas solubles en agua (y, por lo tanto, capaces de excretarse en la orina). Sin embargo, una oxidación excesiva sin control es la enemiga de la salud y la longevidad en los seres humanos, lo mismo que una oxidación excesiva transforma tu coche nuevo en chatarra y tu manzana en abono. La oxidación produce algo conocido como radicales libres, que sabemos que son los responsables de provocar la vejez, de fomentar el cáncer, y de la rotura de placas que termina en derrames cerebrales y ataques cardíacos. Esto, entre otros efectos desfavorables que tienen impacto en una multitud de enfermedades neurológicas y autoinmunes.
Así pues, ¿cómo puede protegernos de los radicales libres causantes de enfermedades una dieta basada en plantas? Por un lado, hay evidencias de que las dietas ricas en proteínas aumentan la producción de radicales libres, estimulando de esta manera daños indeseados en los tejidos. Pero es prácticamente imposible seguir una dieta rica en proteínas si consumes mayoritariamente alimentos integrales basados en plantas. Incluso si te deleitaras comiendo legumbres y frutos secos todo el día, lo tendrías difícil para conseguir más del 12% aproximadamente de tus calorías de las proteínas.
Sin embargo, hay mucho más en los alimentos integrales basados en plantas que en los alimentos animales ricos en proteínas a los que reemplazan. Resulta que las plantas también producen radicales libres dañinos, en su caso durante la fotosíntesis, pero han desarrollado durante la evolución un mecanismo de defensa para contrarrestar esa producción: toda una batería de componentes capaces de prevenir los daños al combinar y neutralizar los radicales libres. A esos componentes se los conoce, no muy poéticamente, como antioxidantes.
Cuando nosotros y los otros mamíferos consumimos plantas, consumimos también los antioxidantes de esas plantas. Y nos prestan servicio tan fiel y eficazmente como se lo hacen a las plantas, protegiéndonos de los radicales libres y ralentizando el proceso de envejecimiento de nuestras células. De forma extraordinaria, no tienen efecto alguno en los procesos oxidantes útiles de los que hablaba antes; tan solo neutralizan los productos dañinos de la oxidación excesiva.
Parece razonable suponer que nuestros cuerpos nunca se tomaron la molestia de producir antioxidantes porque ya estaban fácilmente disponibles en lo que en la mayor parte de nuestra historia fue nuestra fuente principal de alimentos: las plantas. Solo cuando hicimos el cambio a una dieta rica en alimentos procesados y de base animal, fue cuando inclinamos la balanza en favor de la oxidación. El exceso de proteínas en nuestra dieta ha fomentado la oxidación excesiva, y ya no consumimos suficientes antioxidantes producidos por las plantas para frenar y neutralizar los daños.
Sin embargo, es importante recordar que esto es solo una teoría. Lo más significativo no es por qué funciona la dieta AIBP, sino el hecho de que funciona. La evidencia de su eficacia está clara, sean cuales sean las razones específicas que hubiere.
Cuando doy conferencias me preguntan muy a menudo por los números. Mucha gente quiere fórmulas y reglas precisas: «¿Cuántos gramos de verduras de hoja debo comer al día?», «¿Qué proporción de mi dieta debe consistir en grasas, proteínas o carbohidratos?», «¿Cuánta vitamina C y magnesio necesito?», «¿Hay ciertos alimentos que deban consumirse con otros y, si es así, en qué proporción?». Y la pregunta número uno que me hacen es: «¿Necesito alimentarme totalmente de plantas para obtener los saludables beneficios de los que usted habla?».
Si ahora mismo te planteas esas preguntas, esta es mi respuesta: relájate. Soy reacio a ser demasiado preciso en relación con los números, principalmente porque, en primer lugar, todavía no tenemos evidencias científicas que respondan por completo a esas preguntas; en segundo lugar, porque no hay prácticamente nada en la biología que sea tan preciso como intentamos que parezca y, en tercer lugar, porque hasta ahora, por lo que las evidencias indican en este momento, seguir el estilo de vida AIBP elimina la necesidad de preocuparse por los detalles. Tú simplemente come muchos alimentos de diferentes plantas; ¡tu cuerpo hará las cuentas por ti!
En lo que respecta a si uno debe esforzarse en comer alimentos basados en plantas al 100% en lugar de algo menos –digamos un entre un 95 y un 98%–, mi respuesta es que no conozco evidencias científicas fiables que demuestren que sea absolutamente necesaria tal pureza, al menos en la mayoría de las situaciones (las excepciones incluirían a pacientes con cáncer, enfermedades cardíacas y otros males potencialmente mortales para los que cualquier desviación puede conducir a un empeoramiento o una recaída). Sin embargo, creo que cuanto más nos aproximemos a una dieta AIBP, tanto más saludables estaremos. No digo esto porque tengamos evidencias científicas infalibles sobre ello, sino por el efecto en nuestras papilas gustativas. Cuando hacemos el camino completo, nuestras papilas gustativas cambian, y así siguen según vamos adquiriendo nuevos gustos que son mucho más compatibles con nuestra salud. No le aconsejarías a un gran fumador que quiera dejarlo que siga fumando un cigarrillo al día. Es mucho más fácil ir al 100% que al 99%, y tienes muchas más probabilidades de éxito al final.
También me preguntan a menudo si considero la dieta AIBP como vegetariana o como vegana. Cuando describo la dieta AIBP prefiero no usar palabras con «v». La mayoría de los vegetarianos siguen consumiendo lácteos, huevos, demasiado aceite añadido, carbohidratos refinados y comidas procesadas. Aunque los veganos eliminan todos los alimentos de origen animal, también ingieren a menudo grasas añadidas (incluyendo todos los aceites de cocina), carbohidratos refinados (azúcar y harina refinada), sal y alimentos procesados. La expresión «alimentos integrales basados en plantas» es la que les presenté a mis colegas como miembro de un panel de estudio para concesión de subvenciones de los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) desde 1978 hasta 1980. Ellos, como yo, eran reacios al uso de las palabras «vegetariano» y «vegano» y a atribuir un valor concreto a la ideología que yace tras muchas de las prácticas vegetarianas y veganas. Me interesaba describir los notables efectos en la salud de esta dieta en referencia a la evidencia científica, más que en referencia a ideologías personales y filosóficas, por nobles que sean.
Te hablaré de mi vida personal y de mi trayectoria profesional más adelante, pero ahora quiero hacer una breve recapitulación de mi carrera de investigador de manera que puedas decidir enseguida si tengo alguna credibilidad en los asuntos que toco aquí.
He hecho investigaciones experimentales sobre los complejos efectos que los alimentos y la nutrición tienen en la salud, y he dado conferencias sobre ello durante más de cincuenta años. A lo largo de aproximadamente cuarenta de esos años he realizado experimentos de laboratorio con muchos alumnos y colegas. Durante veinte de esos mismos años fui miembro de comités de expertos que evaluaban y formulaban políticas nacionales e internacionales de alimentos y salud, y establecía a cuáles ideas de investigación debían concedérseles fondos (a menudo mis puntos de vista estaban en minoría y acabaron por no tener la repercusión en las políticas que me hubiera gustado; de hecho, esa fue una de las razones por las que dejé los estamentos académicos y empecé a escribir libros «populares»). He publicado más de trescientos cincuenta artículos de investigación en las mejores revistas científicas, la mayoría de los cuales fueron revisados por colegas. En pocas palabras, durante el pasado medio siglo he estado sumergido profundamente en el desarrollo de la evidencia científica, desde su origen experimental hasta la presentación de los resultados en las aulas, las salas de consejo de políticas de salud y alimentación, y las palestras públicas.
En mi libro anterior, El estudio de China, compartí la investigación (la mía y la de otros) que me llevó a abogar por la dieta AIBP como la óptima para los seres humanos. Debo admitir cierta ingenuidad cuando ese libro llegó a las estanterías a principios de 2005. Me ilusionaba que la incuestionable (desde mi punto de vista) evidencia presentada en ese volumen le daría un cambio radical a la forma de comer de los norteamericanos. Pensé inocentemente que la verdad por sí misma cambiaría la política gubernamental, modelaría las decisiones de las industrias y cambiaría el debate público sobre los alimentos.
Ocurrieron todas esas cosas, con un alcance limitado. Algunos exfuncionarios muy poderosos (incluido el antiguo presidente Bill Clinton) elogiaron El estudio de China y la nutrición basada en plantas en general. Compañías progresivas e influyentes como Google y Facebook ofrecen muchos platos AIBP en sus comedores de personal. Es mucho más fácil que nunca comprar ingredientes, comidas y tentempiés AIBP en los supermercados, los restaurantes y las tiendas online. Y la reciente locura «sin gluten» (sobre la cual aún está encendido el debate científico) ha apartado a mucha gente de panes, galletas y pastas altamente procesados y la ha llevado hacia alternativas menos refinadas y más naturales.
Pero la cultura establecida no ha aceptado la forma de comer basada en plantas. El gobierno sigue enseñando y subvencionando lo incorrecto. Las empresas todavía dan servicios de comidas basadas en la Standard American Diet (dieta americana estándar), que se abrevia acertadamente como dieta «SAD» (que se traduce como «triste»), compuesta en gran parte de harina y azúcar blancos, carne y lácteos inyectados de hormonas y bañados en antibióticos, y colorantes, potenciadores de sabor y conservantes artificiales. Los partidarios de la dieta «baja en carbohidratos» abogan generalmente por una alimentación consistente en una cantidad desmesurada de proteínas y grasas animales. Este libro es, en parte, un intento mío de responder a una pregunta muy alarmante: ¿por qué? Si la evidencia a favor de la dieta AIBP es tan convincente, ¿por qué se ha hecho tan poco?, ¿por qué hay tan poca gente que la conozca?
Antes de divulgar lo que creo, basado en décadas de mi trabajo en el campo de la nutrición, están las respuestas, respuestas que tienen repercusiones no solo en la elección de nuestra comida y en el sistema sanitario, sino también en la vitalidad de nuestra democracia y en nuestro futuro como especie. Quiero asegurarme de que eres consciente de la evidencia a favor del estilo de vida AIBP. En el próximo capítulo comentaré esa evidencia y explicaré cómo evaluar la eficacia de las intervenciones sanitarias propuestas.
[1] Nanci Hellmich, «Se nivela la tasa de obesidad en los Estados Unidos, aproximadamente a una tercera parte de los adultos», USA Today, 13 de enero de 2010.
[2] Centros de Control y Prevención de la Enfermedad de los Estados Unidos, «Porcentajes brutos y ajustados a la edad de la población civil no institucionalizada con diagnóstico de diabetes, Estados Unidos, 1980-2010», última modificación el 21 de abril de 2012
[3] Agencia de Protección Medioambiental de los Estados Unidos, «Prevalencia de las enfermedades cardiovasculares y su mortalidad», última modificación en junio de 2011.
[4] Federación Internacional de la Diabetes, «Morbilidad y moralidad», 3 de agosto de 2009.
[5] B. Starfield, «¿Es la salud de los Estados Unidos realmente la mejor del mundo?», Journal of the American Medical Association 284, n.º 4 (2000): 483-485..
[6] Ibidem.
[7] Centros de Control y Prevención de la Enfermedad, «Las 10 causas principales de muerte por grupos de edad, Estados Unidos – 2010», consultado el 2 de diciembre de 2012