Edmundo Paz Soldán
Billie Ruth
Edmundo Paz Soldán, Billie Ruth
Primera edición digital: enero 2017
ISBN epub: 978-84-8393-594-1
Colección Voces / Literatura 175
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Autor representado por Silvia Bastos, S. L. Agencia literaria
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© Edmundo Paz Soldán, 2012
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2017
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A mis padres, Raúl y Lucy
There’s one of these doctors in Atlanta that’s taken a knife and cut the human heart… and held it in his hand… and studied it like it was a day-old chicken, and lady… he don’t know more about it than you or me.
Flannery O’Connor, «The life you save may be your own»
El acantilado
A las cinco de la mañana el padre despertó al hijo y le dijo que se vistiera, había llegado la hora. Con los ojos soñolientos y la voz entrecortada, el niño vio ese rostro barbado, esa mirada azul y penetrante, y le dijo que no quería ir. Su madre le había dicho que no tenía que hacerle caso en todo a él, que incluso no estaba obligado a quedarse con su padre los fines de semana.
El padre le agarró el brazo con firmeza y dijo:
–¿Qué es eso de no querer quedarte conmigo? Ella no sólo se va con ese imbécil, ahora te mete ideas para que no te vea más. Vístete.
El niño se levantó y, mientras se sacaba el pijama y se ponía los jeans y los tenis, se preguntó qué había sido primero. Si su madre había dejado a su padre cuando él comenzó a hablar de platillos voladores, o si el padre había comenzado a hablar de platillos voladores una vez que la madre lo dejó. Cuando ella se fue de la casa, él dijo que la ciudad era muy chica para los dos y dejó su trabajo y vendió la casa y compró una cabaña a tres horas de la ciudad, a quinientos metros del acantilado. Había vistas espectaculares del mar, pero la región era desolada y el niño odiaba los fines de semana en que era el turno de estar con su padre; no había televisión en esa cabaña, ni computadora ni videojuegos. Sólo podía leer y jugar juegos de mesa, cosas que no le llamaban la atención.
Salieron de la cabaña. El niño tenía una chaqueta de cuero, sentía la brisa fría, la piel se le erizaba. En su cabeza rondaban las historias que su padre le había contado desde que tenía memoria, las sirenas y los dragones que habitaban el mar. Tiempos legendarios los de esos relatos, pero, ¿quién podía asegurar que en las profundidades del mar no existían esos peligros? En las últimas semanas, para colmo, el padre se había puesto a hablar de una espera al borde del acantilado, de una luz que los iluminaría y unos extraterrestres que les transmitirían el secreto del universo. Serían otros después de ese encuentro.
El niño no creía en esas historias, pero, ¿qué le quedaba? No había manera de oponerse. Fingiría que le hacía caso, mientras, en silencio, rezaba y contaba los minutos para que pasara ese momento. Cuando volviera a la ciudad, le diría a su madre que no quería volver a pasar los fines de semana con él.
Llegaron al borde del acantilado. Era un espectáculo imponente, el verde turquesa del océano conjuntado en el horizonte con ese azul profundo del cielo, mientras las nubes se abrían como expectantes. Quizás era verdad lo que decía su padre, pensó por un segundo para luego descartarlo.
El niño miró hacia abajo y lo visitó una sensación de vértigo. Sería mejor levantar la vista, o cerrar los ojos.
–Eres lo más hermoso que tengo en la vida –dijo el padre–. Te extraño mucho cuando no estás conmigo.
–Yo también te extraño –dijo el niño, pero en sus palabras no había convicción.
–También eres lo más hermoso que tu madre tiene en la vida.
Vio a su madre esperándolo al salir del colegio, apoyada en la puerta de la camioneta, la cara que se iluminaba apenas él iba a su encuentro. Entonces comprendió.
Casa tomada
A Julio Cortázar y Ryan Adams
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Nos habituamos tanto que entramos a los cuarenta años y seguíamos viviendo en ella y nadie se daba cuenta. Venían algunos hombres a sacar los muebles de la casa, pasaban a nuestro lado y no nos decían nada. Irene se ponía muy triste, se acurrucaba en mis faldas y me pedía que les dijera que la casa no estaba en venta. Yo acariciaba su pelo y le pedía que se calmara.
La casa se fue vaciando de muebles. Los primeros días nos pareció penoso. Tratábamos de recordar cuándo había pasado la casa a posesión de nuestra familia. Yo bailaba solo por el piso de madera y ella hacía como que firmaba los papeles de la compra. A partir de ahora sería sólo nuestra.
Cuando Irene soñaba en voz alta yo me desvelaba enseguida. Ella me preguntaba qué había pasado en el auto aquella noche. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. ¿Qué pasó en el auto aquella noche? No lo sé, no recuerdo nada. Por favor, diles que la casa no está en venta. Yo la abrazaba y le pedía que se calmara. Cálmate, cálmate, cálmate.
Cuando volvían las parejas jóvenes y las familias y paseaban por el zaguán con mayólica y el comedor, la sala con gobelinos, la biblioteca y los tres dormitorios grandes que quedaban en la parte más retirada, la que miraba hacia Rodríguez Peña, y por el pasillo con su maciza puerta de roble, Irene me insistía que les dijera que la casa no estaba en venta. Yo la besaba y le decía, sonriendo, travieso, que podíamos disfrazarnos con unas sábanas y asustarlos. Después nos echábamos en el piso de nuestro dormitorio y ella, mi amor, se perdía entre mis brazos y besaba mi alma. Luego salíamos a la calle. Nos tentaba irnos, cerrar bien la puerta de entrada y tirar la llave a la alcantarilla. Pero no podíamos. Y volvíamos y les gritábamos a todos que se fueran, que no tomaran la casa, que no estaba en venta. No nos hacían caso, pobres diablos. Y ella lloraba y yo le pedía que se calmara.
Bernhard en el cementerio
A Miguel Sáenz
Estabas en el sanatorio de Grafenhof cuando te enteraste de la muerte de tu madre. Tenías esa incontrolable adicción a los periódicos, leías cuatro o cinco todos los días; leíste en uno de ellos: «Herta Pavian, cuarenta y seis años». No podía ser otra que ella a pesar del craso error, tu madre apellidaba Fabjan y no Pavian. Poco después te lo confirmaron. A tu madre le había llegado la corrección, estabas muy enfermo y a cualquiera de los dos podía haberle llegado primero la corrección. Tenías una sombra en tu pulmón, una sombra que caía sobre toda tu existencia. Grafenhof era una palabra aterradora. Tenías morbus boeck o sarcoidosis, te habían diagnosticado tuberculosis abierta, pero toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma. La esencia de la enfermedad es tan oscura como la esencia de la vida. Te considerabas afortunado por tener sólo un neumoperitoneo, sólo un agujero en el pulmón, sólo una tuberculosis contagiosa y no un cáncer de pulmón. Tu madre tenía un cáncer de matriz. Te habían dado de alta, entrabas y salías del sanatorio, y pudiste despedirte de ella, que estaba en casa, y consideraste que ella era afortunada, los enfermos de muerte deben estar en casa, morir en casa, sobre todo no en un hospital, sobre todo no entre sus iguales, no hay horror mayor. La inteligencia de ella era clara, ella vivía aún, estaba ahí, pero en el piso reinaba ya el vacío de después de ella, todos lo notaban. Volviste a Grafenhof, ahora tu cuerpo estaba hinchado, inflado por el neumoperitoneo, abultado por todos los medicamentos imaginables que te atiborraban, tenías un aspecto debidamente enfermo. Aquellas noches fueron las más largas de tu vida. Fue en Grafenhof que leíste el periódico, Pavian y no Fabjan, grosero error, «pavian» es babuino y tu madre no era un babuino, aunque todos los hombres son quizás poco menos que babuinos mientras esperan que les llegue la verdadera corrección o aplazan ellos su propia corrección. Herta sería enterrada el 17 de octubre de 1950, en Henndorf del Wallersee, su querido, su amado pueblo. Pediste permiso del sanatorio para ir al entierro, para volver a despedirte de tu madre. Estuviste en el cortejo fúnebre, viste todos esos rostros graves, solemnes, rostros de gente en espera de su corrección, gente que debía ser capaz de corregirse a sí misma. Ya en el cementerio, pensaste en las líneas de un poema que algún día escribirías: En la cámara mortuaria yace un rostro blanco, puedes alzarlo/ y llevártelo a casa, pero será mejor que lo sepultes en la tumba paterna,/ antes de que el invierno irrumpa y cubra con su nieve la hermosa sonrisa de tu madre. Luego comenzaste a repetir, Fabjan, Pavian, Fabjan, Pavian, Fabjan, Pavian. Era un error que merecía ser corregido, o quizás no, tú no podías corregirlo, de pronto sólo podías pronunciar Pavian, Pavian, Pavian, y te dio un ataque de risa, todos te miraban y tú no podías dejar de reírte, Pavian, querían que te corrigieras y tú no podías corregirte, querías pero no podías, Pavian, muchos queremos ser capaces de la verdadera corrección y no podemos, y la aplazamos continuamente, o creemos que la aplazamos cuando en realidad lo que ocurre es que no podemos, no somos capaces, tenemos miedo. Como no amainaba el ataque de risa no te quedó otra que irte del cementerio sin volver a despedirte de tu madre. Preferiste no volver al sanatorio, Grafenhof era una palabra aterradora. Fuiste a tu casa de Salzburgo y te acurrucaste en un rincón del piso y esperaste, profundamente asustado, el regreso de los tuyos.
Extraños en la noche
–Felipe, ¡despierta!
–Eh, eh… –abrió los ojos sobresaltado.
–Escuché ruidos abajo –susurró Rita–. Tengo miedo.
–Los muebles hablan entre ellos de noche. Vuélvete a dormir.
–Es en serio, Felipe. ¿Y qué si nos roban?
–Eso. ¿Y qué?
Felipe terminó de despertarse. Había babeado en la almohada y en su polera con un dibujo del Demonio de Tasmania, el sueño muy profundo, el trabajo en el banco lo dejaba listo para el uppercut final de una hora de televisión y después a dormir. Ese era el precio de tanto triunfo. No podía quejarse. No debía quejarse.
Hubo un silencio y ahora sí escuchó, nítido, un ruido como de objetos de metal entrechocando. Pasos sigilosos. Edipo no había ladrado, para eso uno compraba perros.
–¿Vas a bajar? ¿Vas a bajar? ¡Ten cuidado!
No hubiera querido bajar: ¿para qué arriesgar su vida? No le quedaba otra alternativa: la voz y la mirada de Rita habían decidido por él. Se dirigió al armario, estuvo a punto de tropezar con los controles del Super Nintendo en una esquina. Buscó el revólver de cacha nacarada, que jamás había usado. Colocó las balas con torpeza. Ah, Rita, tan obsesionada por el estéreo y las porcelanas de Lladró y los cuadros de Gíldaro y la alfombra persa y etcétera. Debía reconocerlo, había de qué preocuparse: los objetos se acumulaban, agresivos en su materialidad, ya tan imprescindibles en su universo que se tornaban naturales: formas convertidas en fondo.
Se detuvo en el umbral de la habitación. Antes de continuar miró ansioso a Rita, quizás esperando que ella lo liberara de su obligación. Sentada sobre sus piernas en la cama, el pijama de seda blanca y transparente por el que se adivinaban sus senos erguidos, batalladores, Rita lo empujaba al enfrentamiento.
–¿Y?
–Ya voy.
Buscó la escalera en la oscuridad. La conocía de memoria, cuántas veces había subido borracho por ella, jamás un accidente. Se detuvo en el primer escalón. Ah, Rita. Estas cosas debían ocurrir para que se diera cuenta de cómo y cuánto lo había cambiado. No era sólo su culpa, algo debía haber en él muy receptivo a sus sugerencias, que no eran malas, después de todo.
Distinguió dos siluetas. Habían abierto la puerta principal y vaciaban el living metódicamente, como si se tratara de empleados de una compañía de mudanzas. No era difícil sospechar un camión aparcado en la puerta. Tanto cinismo escandalizaba. Ni siquiera se habían molestado en trepar la verja, seguro habían conseguido las llaves de la empleada o el jardinero. Ya no se podía confiar en nadie. Y el pobre Edipo, acaso despatarrado en el jardín.
Tuvo frío. Deseó haberse puesto al menos las pantuflas. ¿Y ahora qué? Había leído que si uno tenía entre sus manos un revólver, debía estar decidido a usarlo. En las películas, disparar parecía tan fácil como mascar chicle o ignorar mendigos en la calle. Ni siquiera sabía cómo empuñar el revólver. Capaz que disparaba y la bala se le metía por la sien, ¿no que las armas las disparaba el diablo?
El primer piso de la casa se vació. Era una operación concienzuda: para llevarse el refrigerador, aparecieron dos individuos corpulentos más, bien vestidos, el aire despreocupado. Ya ni siquiera se molestaban en disimular el ruido, confiados en que la pareja en el piso de arriba, despierta y todo, estaría demasiado intimidada como para hacer algo. ¿Llamar a la policía? No sería de extrañar que los ladrones fueran policías. Había en ellos cierto alarde de impunidad que sólo procuraba el comercio con las autoridades.
En el rellano de la escalera, protegido por las sombras, Felipe fue descubriendo que le era más fácil no hacer nada que hacer algo. Había algo de despojamiento budista en su postura inmóvil, con un fulgurante revólver que parecía de juguete entre sus manos. Admirable, por lo meticuloso, el trabajo de los muchachos: gente que acaso no le hubiera caído mal, con quien podría haberse ido a emborrachar. De niño, en los juegos de policías y ladrones en el barrio, prefería estar del bando de los malos. Y las películas lo desilusionaban siempre al final, con ese empeño por ordenar el desorden, darle un inmerecido y muchas veces irreal triunfo a quienes no se lo merecían.
Después de todo, nunca le habían gustado los payasos de Lladró. Y el estéreo había sido un regalo de su deplorable suegra. Rita lloraría por la mesa, cuánto se vanagloriaba ante sus amistades de su auténtica Nathan Allen. ¿Los casetes para el Super Nintendo recién comprados y ni siquiera abiertos? Tarde: los había dejado sobre la mesa. Le daban pena los gallos de Gíldaro. Sin refrigerador ni platos no habría desayuno por la mañana. La falta de alfombra dejaría ver el estado lamentable del parquet. La ausencia de muebles agrandaría la casa y le daría un rostro vertiginoso al vacío. Habría más silencio. Quizás ya era hora de tener hijos. Debía ser realista: con Rita en la inmobiliaria y él en el banco, no había mucho tiempo para nada. Las plantas se secaban, Edipo se moría de hambre (había que despedir a la empleada).
Las luces se encendieron y dos pistolas lo encañonaron.
–Así que el amigo quería sorprendernos –dijo un hombre de voz gangosa, la camisa impecablemente blanca.
–¡Ta ta ta chín tachín, cazador cazado! –dijo un enano pecoso.
–¡El demonio de Tasmania, qué susto! Eso no se hace, amigo. Fíjese que fuimos buenos.
–Nada de ruidos, nada de sangre.
–Ni siquiera matamos al perro.
–Nos hubiera sido fácil subir al cuarto y atarle las manos y dejar que nos mire haciéndola gozar a su esposa.
–Porque ella tiene cara de que algo le falta, ¿no?
Felipe quiso abrir la boca. La voz gangosa lo ponía aún más nervioso.
–Tanta gentileza, ¿para qué? Para que nos venga con una cosa tan lamentable como un arma en la mano.
–¡Un arma de fuego!
–Lamentable.
–¿Qué castigo se le dará, mandandirundirundán?
–Lo que usted diga, su señoría, mandandirundirundán.
Felipe balbuceó unas disculpas.
–Me quedé admirando su trabajo. Muy profesional. Tanto, que pensé que no podían irse sin este revólver. ¿Cómo irse sin lo más importante?
–Bromista, el amigo –los revólveres seguían encañonándolo.
–La verdad que es caro –dijo el pecoso tomándolo entre sus manos–. Ni debe funcionar, pero es de esas antigüedades que te pagan un montón.
–Regalo de mi abuelo. Y arriba hay mejores cosas. Pasen, siéntanse como en su casa.
Los otros dos aparecieron en el umbral de la puerta.
–¿Qué pasa? ¿Por qué tardan tanto?
–Miren lo que encontramos –dijo el pecoso.
–Nos vio las caras. Hay que limpiarlo.
–Es bromista el amigo –dijo el gangoso–. Eso lo salva. Nos vamos. Si sabemos de alguna denuncia, volveremos. ¿Vio que no nos cuesta nada entrar a su puta casa?
–Y su esposa. Recuerde a su esposa.
–Gracias –dijo Felipe–. Muchas gracias.
Los hombres se fueron llevándose su revólver. Felipe subió lentamente al cuarto. La voz del gangoso repiqueteaba en sus oídos. ¿Qué castigo se le daría? Lo que usted diga, su señoría, mandandirundirundán.
–¿Qué pasó? Te escuché hablar con ellos.
–Nada, amor –dijo Felipe echándose al lado de Rita en la cama, dándole la espalda–. Duerme, mañana será otro día.
–Felipe, por Dios, ¿qué pasó? ¡No me puedes dejar así!
–Duerme, carajo.