La vida feroz
Historias cotidianas de un juego sin reglas
HÉCTOR TORRES
@hectorres

Los hombres que se yerguen no son de la misma especie animal que los hombres que son derribados y allí se quedan.

GONҪALO M. TAVARES

¿Qué es un tipo duro? ¿Aquel que golpea a otra persona o el que tiene el valor de aguantar los golpes?

HARVEY KEITEL

Al inexplicable poder de la esperanza.

A los que buscan su lugar en el mundo.

A los que no se creen del todo la palabra derrota.

A Fabrizio, Ariadna y Rodrigo.

Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a Ulises Milla, por vislumbrar el proyecto con tal claridad que hasta le vio el título; a Roberto Gutiérrez, por echarme el cable en el momento preciso para terminarlo en el plazo previsto; a todos aquellos que me regalaron sus testimonios y su tiempo; y, por supuesto, a Lennis, por la afortunada e incesante sintonía.

No en balde se llama La vida feroz

«Podrás ser más talentoso que yo, podrás ser más inteligente que yo, pero si los dos nos subimos a una cinta de correr, va a pasar una de dos cosas: o tú te bajas primero o yo me voy a morir».

WILL SMITH

Dicen que si eliminásemos todas las arañas de la faz de la tierra, al poco tiempo moriríamos aplastados bajo el peso de las nubes de moscas. Exagerada o no la afirmación, si algo sí es cierto es que más allá de las antipatías que, por capricho o arbitrario sentido moral, nos produzcan ciertas especies, en la vida natural no hay buenos ni malos. Cada uno cumple su rol en ese diseño de fino equilibrio. Y lo hace todo lo bien que lo sabe hacer.

La energía que pone a andar al mundo es una infinita lucha de fuerzas que se oponen unas a otras, perdiendo a veces, ganando otras pocas, cambiando de lugar cada tanto, a fin de producir ese equilibrio. Un equilibrio que no siempre se entiende, pero parece estar mejor diseñado de lo que uno creería.

Ni modo, no nos fue concedido leer la letra pequeña del contrato.

Es por eso que a veces la gente ni sabe contra qué lucha. En ocasiones ni siquiera se percata de que lo hace. No se ha detenido a pensar en ello y se levanta todas las mañanas a hacer lo de siempre. Precisamente: luchar, pero como nació haciéndolo, no lo ve de esa manera.

Bien visto, el asunto no es tan malo. Eso de enfrentar adversidades con mínimas posibilidades de éxito resulta tan agobiante que conviene vivir en la inocencia. Sobre todo porque la última de las contendientes ha resultado imbatible en todos sus combates.

(Sí, esa: la Abuela, la Doña, la Vieja, la Patrona, la... Esa misma).

Por tanto, la única estrategia para seguir sobre el ring, volviendo al centro tras cada contienda, es no pensar demasiado en la cuestión.

La lucha por sobrevivir es lo que mantiene el equilibrio. Pero no peleamos en igualdad de condiciones, peleamos contra la máquina. Cualquiera, con un poco de cultura de videojuegos, sabe de qué estamos hablando. Es una lucha diseñada para que sintamos que podemos ganar y, con la carnada correcta, nos engolosinemos con esa posibilidad. No en vano, cuando se le pone la suficiente persistencia, la máquina nos otorga victorias parciales. Pero es la máquina, no lo olvidemos, y tiene –como los casinos– el asunto bajo su control.

Celebraremos cumpleaños, rememoraremos polvos inolvidables, experimentaremos instantes apoteósicos, la buena fortuna nos acompañará un trecho, nos levantaremos a la persona que tanto nos gusta, conseguiremos el cargo por el que tanto nos afanamos, ganará nuestro equipo, le diremos sus tres vainas al que nos tenía hartos, llegaremos a sentirnos gloriosos, plenos, felices... Nos parecerá, en fin, que vamos entendiendo las reglas del juego. Pero jamás debemos olvidar que, no en balde, se llama La vida feroz.

Y tampoco, que nada nos debe quitar las ganas de jugarlo.

Notas

1. Estos pedían comida. Los testimonios de «cobro de vacuna», con pago en dinero, por parte de diversos órganos de seguridad e incluso de grupos parapoliciales de apoyo al gobierno, dan material para un libro. Hay avenidas completas cuyos comercios están bajo el control de un grupo, el cual tiene un bien aceitado sistema de recaudación de impuestos al margen de la ley. Cada nuevo control que se le impone al comercio es una nueva oportunidad de negocio para estos grupos.

2. Tuvo suerte. Según un informe de la Fiscalía General de la República, solo en el primer cuatrimestre de 2016 se registraron 74 linchamientos de presuntos delincuentes, 37 de los cuales terminaron en la muerte del ajusticiado. Casi a razón de 10 asesinatos por mes a causa de la llamada «justicia por mano propia».

Contenido
No en balde se llama La vida feroz
Una cruz marcada
Era la ley de la calle y no podía haber excepciones
Hard boiled bolivariano
Princesas
El proceso
Pitbull terrier
Toda primera vez
Treinta velorios y uno
Acerca de la metamorfosis
La sombra de la zorra
Explosivo plástico
Normalidad
Sobre una jornada de liberación
Su lugar en este mundo
Era una noche de viernes
Todo tiene solución
Cadena alimenticia
El mismo fuego
Cine de autor
Lo más delgado
Cambiar de aires
Como en un cuento de Carver
El amor y su ausencia
Para seguir pedaleando
Latitud 10,5 - Longitud 66,91
Alguien fue
Perpetuando a los Morlocks
Notas
Créditos

Una cruz marcada

No hay que haber visitado Valle de la Pascua para imaginarla. Su paisaje no es muy distinto a cualquiera de los pueblos y ciudades pequeñas del país. No es difícil concebirla, con sus 125 m.s.n.m. y sus poco más de 120.000 almas. Sus emisoras de radio con locutores gritones, sus liceístas aburridos en las plazas, sus diarios locales, sus árboles impenitentes, sus barrios de la periferia y su centro, que es más o menos el mismo en todos lados.

Pequeños negocios, embotellamientos, buhoneros en sus tarantines, cajeros saturados, basura, aglomeraciones en sus aceras y colas de gente. Y, por supuesto, motos. No hay rincón de Venezuela que no tenga locales chinos ni motos.

Era el primer miércoles del año. Todavía el centro lucía amodorrado, como negándose a despertar del ratón. Los comercios lucían tranquilos. Aunque les dijeron que iba a ser un año duro, la gente igual gastó su dinero en diciembre.

Ganarse el pan con el sudor de la frente es un destino inevitable cuya frontera se cruza apenas se pasa cierta edad. Y, como con el sexo, una vez que se está allí, no hay regreso. Cada quien decide cómo lo hace, pero es lo que toca.

Eso lo sabía «el Babo» cuando salió esa mañana de su casa, con un compinche, camino al centro. A principios de enero todo el mundo está viendo el 15 como el que ve una liana muy lejana cuando ya soltó la anterior. Planear, agitar los brazos, volar... Cualquier intento es válido. Pero ese no era el problema de «el Babo» y su compinche. Su modo de vida no era el de aquellos que debían esperar la quincena.

«Trabajador por cuenta propia», indicaría en la planilla electrónica del Seniat, si no fuera porque a duras penas tiene cédula de identidad y porque evita dejar rastro de su existencia en espacios oficiales.

¿Nos estamos explicando?

Exacto. No podría decirse que ostentara una conducta intachable. Y aunque eso es cierto, tampoco hubiese sospechado que ese primer miércoles de enero serviría para escribir una crónica con él como protagonista. De haberlo sabido, hubiese recelado al ver que su itinerario en la misma partía del barrio La Tormenta, donde vive desde hace años. Más aún, tomando en cuenta que nunca le ha tocado hacer de protagonista de ninguna película. No fue esa la vida que le tocó.

Pero no lo sabía. No es hombre de estar deteniéndose a otear en el horizonte en busca de señales. Por eso él y su compinche caminaron entre las calles de ese centro de actividad comercial menguada y entraron en una zapatería. Aquí el destino comienza a tejer su madeja. ¿Por qué una zapatería? ¿Por qué esa y no otra? Quizá por tener pocos clientes. Quizá porque tenían información de lo bien que había movido la caja los últimos días de diciembre. Quizá porque ahí había unos zapatos a los que él les tenía el ojo puesto. O quizá –y esto agota todas las especulaciones– porque hasta un analfabeta lee claramente las indicaciones del cuaderno del destino.

Lo cierto es que una vez dentro de ese local de espejos en los muros, anchas poltronas cúbicas forradas de falso cuero y paredes cubiertas de zapatos izquierdos exhibidos de perfil, «el Babo» y su compinche sacaron sus respectivas pistolas y advirtieron a los dueños y a la escasa clientela que aprovechaba las rebajas de enero que se trataba de un atraco.

Desconocía «el Babo» que los dueños del local eran evangélicos. Por tanto, mientras él y su compinche despojaban a los presentes de sus pertenencias y cargaban con varios pares de zapatos, al verse sometidos por esa pequeñas máquinas expendedoras de boletos celestiales, aquellos se dedicaron a orar con fervor.

Si ese era el día de su viaje, era conveniente congraciarse con el comité de recepción.

Se puede imaginar Valle de la Pascua. Se puede imaginar su centro y sus emisoras de radio y sus liceístas aburridos. Pero lo que sucedió luego requiere una imaginación «pro». Según asevera la prensa local, en momentos en que la oración iba por «la sangre de Cristo tiene poder», «el Babo» cayó a los pies de sus víctimas, fulminado por un ataque al corazón.

Se dice que esa forma de García Márquez –«el Gabo», para hacer juego de palabras con nuestro protagonista– de contar lo sobrenatural como si fuese normal, era prácticamente una transcripción literal de los cuentos de su abuela, Tranquilina Iguarán Cotes, allá, en su Aracataca natal. Quien no viva en Venezuela creerá que ese universo absurdo, surrealista, violento, ridículo, increíble, que cuenta su día a día, sale de la mente atormentada y paranoica de un escritor adicto al ácido lisérgico (o, en su defecto, de la mente ávida de una abuela de escritor), y no que se trata de una transcripción literal de nuestra realidad cotidiana.

Sucedió en Valle de la Pascua, una pequeña población de los llanos centrales, una versión libre de Aracataca, pero malandra y con un guion de Tarantino. Sería esa la razón por la que el compinche, al ver a «el Babo» en el piso, le quitó la pistola y salió de escena junto con todo lo robado, incluyendo los zapatos que aquel pretendía estrenar ese viernes, con rumbo desconocido.

No iría muy lejos. Quien vive en La Tormenta lleva una cruz marcada.

Era la ley de la calle y no podía haber excepciones

A Manuel Llorens

No es ese animal repulsivo que todo el mundo cree ver. No, señor. Ese del cual alguien escribió, con innegable mala leche, que nadie pondría a su equipo «Los Zamuros de Ningunaparte». Lo que pasa es que, como el matrimonio, el pobre tiene pésima prensa. Pero lo que el prejuicio no deja ver es que este animal, una de las siete especies de buitre americano existentes, tiene un vuelo elegante y majestuoso. Con unos pulmones superdotados para aguantar el aire enrarecido, aprovecha las corrientes cálidas y planea a alturas que ninguna otra ave alcanza.

En 1973, por ejemplo, un pariente lejano –el buitre de Rupell– se estrelló en los cielos de Costa de Marfil contra un avión, a unos once mil metros de altura. Si eso no es volar alto...

El zamuro es un animal de fino olfato que, además de desinfectar sus patas con el amoníaco contenido en su orina, degusta sus platos cocidos en el fermento de sus propios jugos. Y usualmente come en grupo. Eso de comer carne cruda se lo deja a los bárbaros depredadores, quienes, valga decirlo, consumen apenas 36 % de las presas que aniquilan. Si fuera por ellos lo demás se perdería. Semejante desperdicio no se consuma gracias, precisamente, a los zamuros. No en vano forman parte, junto con zopilotes y cóndores, de la familia de los catártidos, palabra que viene de kathartes, la cual, traducida del griego significa, literalmente, «los que limpian».

Incomprendida especie que, lejos de recibir agradecimientos, carga encima los prejuicios del mundo solo por hacer bien lo que le toca: limpiarlo de carne en descomposición. Pero ese es otro tema. Lo que viene al caso es que el zamuro es un animal de hermoso vuelo, refinado gusto gastronómico y –salvo a la hora de comer– carácter usualmente manso, al punto de no poseer garras filosas.

Resulta curioso que gente sensible no pueda ver esas virtudes con la misma claridad que la banda del Rabipelao. Claro que, en honor a la verdad, a nadie le consta que este irregular grupo de muchachos de entre 13 y 17 años, que ya comenzaba a abultar un prontuario por los lados de Mesuca, en Petare, se haya detenido a pensar en ello. Posiblemente se sentían afines a su condición de carroñeros. Compartían, eso sí, la misma mala prensa. Aunque ellos, todo hay que decirlo, sí daban material para la fama que se les endilgaba.

La banda del Rapibelao opera en Mesuca desde hace un par de años. El líder es un menor de 16 años que se hizo célebre por su habilidad para huir y esconderse en los meandros de las quebradas. Se dice que las conoce a la perfección y que, en más de una ocasión, llegó a esconderse varios días en ellas, huyendo del fuego enemigo.

Lo cierto es que, aunque nadie sabe cómo ocurrió el asunto, la banda del Rabipelao adoptó un zamuro, que hacía las veces de mascota y estandarte. A raíz de eso, en el barrio se decían muchas cosas. Que era una contra, que el animal estaba embrujado, que era un ángel de la guarda disfrazado para convivir con esos pichones de hampones... De todo cuanto se decía, lo comprobable era: a) que el animal bajaba a comer con ellos y se posaba manso en su compañía, y b) que esa curiosa situación –en buena parte gracias a las leyendas que despertaba– les confería una reputación siniestra, lo que les resultaba útil para disuadir a las bandas rivales.

Hay quien dice que lo habían domesticado con carne humana, para deshacerse de sus víctimas. Pero, nuevamente, nadie podría asegurarlo. Lo que sí podían constatar en el barrio es que, cuando estaban reunidos, el animal describía círculos en torno y que, cada tanto, mataban ratas para convidarlo a comer. Era una escena que se veía con frecuencia cuando estaban en el plan fumándose un tabaco y, quizá, repartiendo un botín. Se podía saber que estaban allí por el vuelo del animal, cuyos círculos cerrados hacía, como ya se dijo, de estandarte. Esa rareza los envanecía. Saberse temidos, no solo por sus fechorías, sino por su mascota, les hacía sentir únicos.

Esa fama siguió remontándose, como el vuelo del zamuro –que, por cierto, nunca se supo si llegaron a ponerle nombre–, y se derramó más allá de sus dominios. Era su GPS.

Una tarde, luego de un enfrentamiento con Los Raticas, la banda del Rabipelao se enconchó en un sitio no determinado, en previsión de una represalia de aquellos que, aunque más jóvenes, eran más salvajes. Estando allí, donde nadie podía sospechar que estaban, escucharon una andanada de tiros que atravesó las paredes del rancho. Cuando alcanzaron a asomarse se supieron rodeados por unos veinte sujetos, que escupían plomo sin compasión y parecían muy dispuestos a completar la tarea. De hecho, «Miguel Hambre» y «Carenueve» cayeron abatidos en un intento de responder el ataque. Solo la legendaria pericia del «Rabipelao» en la huida a través de las quebradas salvó a la banda de la aniquilación total.

Al día siguiente, los sobrevivientes se reunieron convocados por el espíritu de la venganza. Alguien les había echado paja, alguien debía morir. El «Rabipelao» miró a todos los miembros de la banda a los ojos, uno a uno, detenidamente, buscando una mirada que se delatara, un gesto que se quebrara. De pronto, «Chatarra» elevó su mirada al cielo. Cuando el «Rabipelao» estaba a punto de leer en ello el signo de la traición, vio que aquel encontraba lo que estaba buscando en las alturas.

Coñuesumadre, dijo con dolor, ya que le había cogido verdadero cariño al animal.

Era la ley de la calle y no podía haber excepciones. Por tanto, muy a su pesar, lo invitó a comer y, mientras el noble animal se devoraba su ración de rata, el «Rabipelao» tomó un cuchillo y, con sus propias manos, lo degolló.

Hard boiled bolivariano

Cultivar, en la Venezuela del siglo XXI, ese subgénero literario conocido como hard boiled, que Raymond Chandler definiría como «la novela del mundo profesional del crimen», supondría lidiar con la desleal competencia de la realidad.

Basta asomarse a Twitter, un día cualquiera, y hacer seguimiento a cualquiera de esas palabras que de pronto persisten en el timeline, para asistir a tramas colmadas de situaciones turbias, datos imprecisos, generosas dosis de pólvora, versiones que se contradicen y la elusiva presencia del poder, intuyéndose en la trastienda de los hechos, incrementando la sospecha de todo suceso. Balas, drogas, crímenes retorcidos, declaraciones insólitas... Siguiendo el hilo de una noticia cualquiera, uno se hallaría ante una historia que superaría cualquier intento profesional de novelar el mundo del crimen.

Y sin necesidad de poner ni un gramo de imaginación al servicio de la trama.

Como el caso de los sucesos que se desencadenaron luego de un allanamiento del CICPC a un edificio ubicado en la avenida Baralt, cerca de Quinta Crespo, durante la madrugada de un 7 de octubre, a esa hora en que la avenida exhibe una soledad de basura, oscuridades metafísicas y fluidos escapados al vacío de la tristeza.

Según se deduce de la escasa y fragmentaria información que circuló por las redes, el CICPC allanó el edificio en busca de un hombre que se enfrentó a una comisión de ese cuerpo policial. Por lo categórico de la diligencia se intuye que de ese lado se produjeron bajas que debían ser respondidas de forma clara. Eso parece confirmarse con un dato: el sujeto solicitado es abatido. En el argot de la novela policial esto se entiende como un recado.