La revolución del sueño
Transforma tu vida, noche tras noche
Título original: The Sleep Revolution, originalmente publicado en inglés, en 2016, por Harmony Books, an imprint of the Crown Publishing Group, a división of Penguin Random House LLC, Nueva York
Primera edición en esta colección: septiembre de 2016
© 2016 by Christabella, LLC
© de la traducción, Isabel de Miquel (primera parte) e Isabel Blanco (segunda parte), 2016
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2016
Plataforma Editorial
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ISBN: 978-84-16820-37-5
Realización de cubierta: Ariadna Oliver
Fotografía de portada: Peter Yang
Fotocomposición: Grafime
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Para todos aquellos que están agotados
y hartos de estar agotados y hartos.
Me crie en Atenas, en un apartamento de un solo dormitorio en el que el sueño se respetaba por encima de todo. Yo tenía once años cuando mis padres se separaron. Mi madre, mi hermana y yo compartíamos el único dormitorio, y cuando una dormía las otras dos hacían lo posible por no despertarla. Cuando mi hermana pequeña dormía, yo estudiaba en la cocina para no encender la luz en el cuarto. Mi madre se tomaba muy en serio la importancia del sueño para la salud, el estado de ánimo y los estudios. Pese a estos principios tan favorables para el correcto descanso, en cuanto me fui de casa –primero para estudiar en Cambridge y luego para vivir y trabajar en Londres– caí en la trampa de creerme ese principio tan extendido de que es preciso privarse de horas de sueño para tener éxito en la vida. El FOMO (Fear of Missing Out, o miedo a perderse algo) se convirtió en una parte de mi vida incluso antes de que existiera el acrónimo (probablemente lo inventaron unos jóvenes que no dormían lo suficiente).
Durante años conservé la idea de que dormir era una tontería, hasta que en abril de 2007 –tal como explico en mi libro La vida plena–, perdí el conocimiento a causa del agotamiento. Acababa de terminar un recorrido por posibles universidades con mi hija Christina, que entonces estaba en el instituto. Una norma que acordamos a partir de ahí –o mejor dicho que mi hija me exigió cumplir– fue que durante el día no estaría pendiente de mi Black Berry. Sin embargo, yo no quería dejar de trabajar (¡qué sacrilegio!). De modo que cenábamos tarde y volvíamos al hotel exhaustas y, como si hubiéramos intercambiado los roles, Christina se dormía a una hora sensata, mientras que yo hacía trampa y me quedaba despierta hasta altas horas de la noche, igual que una adolescente. Cuando mi hija se quedaba dormida yo encendía los ordenadores y los dispositivos Black Berry, respondía a los mensajes «urgentes» y pretendía hacer todo el trabajo de un día en las horas que habría tenido que dedicar al sueño. Trabajaba hasta las 3 de la madrugada, cuando ya no podía mantener los ojos abiertos. Entonces dormía tres o cuatro horas y volvía a ponerme en marcha. Al fin y al cabo, el trabajo era mucho más importante que el sueño, o por lo menos así me lo parecía en 2007. Porque, claro, estaba dirigiendo una start-up que llevaba mi nombre. No cabía duda de que era indispensable, de modo que trabajaba toda la noche para responder a centenares de mensajes y escribir un artículo largo en mi blog, y durante el día me convertía en la madre perfecta. Esta manera de vivir y de trabajar me funcionó, o eso parecía, hasta que… dejó de funcionar.
Lo único que recuerdo con claridad de aquel viaje es una mañana fría y lluviosa en la Universidad Brown, en Providence. Estaba tan cansada que me sentía aturdida como en época de exámenes. Faltaba poco para acabar nuestro recorrido. Christina me dijo: «No pienso pedir plaza en esta universidad. ¿Y si dejamos la visita y nos vamos a tomar un café?». Fue como si me hubieran abierto las puertas del calabozo. ¡Sí, sí! ¿Dónde está el Starbucks más cercano? ¿Cuánto se tarda en llegar? Espero que no encontremos cola, porque quiero mi cuarta dosis diaria de café; es el refuerzo que necesito para empezar mi turno de noche.
Bueno, el recorrido por las universidades había llegado a su fin. Pero no volví inmediatamente a casa. Primero tomé un avión a Portland para dar una charla a la que me había comprometido, porque entonces pensaba que podía con todo. Aquella misma noche volví a Los Ángeles. Llegué tarde a casa, y cuatro horas después estaba de nuevo en pie para una entrevista de la CNN. ¿Cómo había tenido la arrogancia de pensar que podría con todo? Cuando estás tan cansada llega un momento en que ya no recuerdas lo que es no sentir cansancio. Es como una borrachera. El cansancio no solo te lleva a tomar malas decisiones, además, te impide entender que no estás en condiciones de decidir nada. Yo estaba pasando por la vida en estado de sonambulismo.
Soy griega, así que debería haber sabido que la arrogancia recibe su castigo. Yo no fui una excepción. Cuando volví al trabajo tras la entrevista, mi cuerpo no resistió más. Me desplomé. Perdí el conocimiento y me desperté en un charco de sangre. De esta manera tan dura descubrí lo que mi madre, que no tenía un título universitario ni una formación científica, sabía instintivamente cuando vivíamos en nuestro minúsculo apartamento en Atenas: tanto si vives en un piso diminuto y abarrotado como si tienes mucho trabajo, debes respetar las horas de sueño porque son una necesidad fundamental del ser humano.
El sueño es lo que nos une y nos hace iguales, nos vincula con nuestros ancestros y con el futuro. Seas quien seas, vivas donde vivas, tienes necesidad de dormir. Y aunque esta necesidad es tan antigua como el ser humano, nuestra relación con el sueño ha sufrido notables cambios a lo largo de la historia. En la actualidad, esta relación está en crisis.
Basta con mirar alrededor. Por ejemplo, ¿qué ocurre cuando tecleas en Google las palabras «Why am I»? La función autocompletar de Google –que se basa en las búsquedas más comunes– te ayudará a acabar la frase. La primera sugerencia será: «why am I so tired? (¿por qué estoy tan cansado?)». Es el espíritu global de nuestro tiempo perfectamente resumido en una pregunta, el grito existencial de la era moderna. No solo en Nueva York, también en Toronto, París, Seúl, Madrid, Nueva Delhi, Berlín, Ciudad del Cabo y Londres. La falta de sueño es la nueva lengua franca.
Es posible que no durmamos lo suficiente, pero desde luego hablamos (escribimos) mucho sobre el sueño. Si buscas «sleep» (sueño), aparecen casi cinco mil aplicaciones en Apple App Store y más de 15 millones de fotos en Instagram con el hashtag #sleep, otros 14 millones con #sleepy (adormilado, soñoliento) y 24 millones si buscamos #tired (cansado). Una búsqueda rápida en Google con la palabra «sleep» arrojará más de 800 millones de resultados. El sueño no solamente está enterrado en nuestro inconsciente; está presente más que nunca en nuestro pensamiento y en las noticias.
Pero aunque hoy conocemos más acerca del sueño que en cualquier otra época en la historia, aunque sabemos que es clave para el bienestar mental, físico, emocional y espiritual, cada vez nos resulta más difícil dormir. Y se da otra paradoja: los mismos adelantos tecnológicos que nos han permitido asomarnos a lo que ocurre en el cerebro cuando dormimos son los responsables de que tengamos una pésima relación con el sueño.
La tecnología no es lo único que nos impide dormir toda la noche de un tirón. También está la ilusión colectiva de que para tener éxito es indispensable trabajar más de la cuenta y agotarse. El camino (equivocado) por el que llegamos a esta situación no es ningún misterio: como nos parece que no tenemos suficientes horas para hacer lo que queremos hacer, decidimos recortar algo. Y lo más fácil de recortar son las horas de sueño. De hecho, es una conclusión inevitable si mantenemos esta idea del éxito.
Por desgracia, esta es una idea del éxito muy incompleta. Para eso escribí La vida plena, para explicar que podemos tener una vida más satisfactoria si consideramos el éxito más ampliamente, más allá del dinero, el estatus y el poder, e incluimos conceptos como la sabiduría, el bienestar, el milagro de la generosidad y la capacidad de regocijarse.
El sueño es un factor esencial en nuestro bienestar, y va estrechamente ligado a los demás elementos. En cuanto empecé a dormir siete u ocho horas diarias, no solo me resultó más fácil meditar y hacer ejercicio, sino que empecé a tomar decisiones más acertadas y a tener una mejor relación conmigo misma y con los demás.
Cuando hice la gira promocional de La vida plena por Estados Unidos descubrí que el tema que más preocupaba a la gente –y con diferencia– era el sueño: lo complicado que es encontrar el tiempo para dormir, porque el día no tiene horas suficientes; lo difícil que es desconectar; lo duro que resulta conciliar el sueño y dormir de un tirón, incluso cuando reservamos unas horas para el descanso. Ahora que me he convertido en una predicadora del sueño, siempre hay alguien que me lleva a un aparte y me confiesa en voz baja y en tono conspirador: «No duermo lo suficiente. Vivo en un estado de agotamiento». En San Francisco, después de mi conferencia, una mujer joven me dijo: «Ya no recuerdo lo que es no estar cansada». Cada día tenía el mismo tipo de conversaciones con el público asistente. Y lo que todo el mundo pregunta es: «¿Qué puedo hacer para dormir más?».
Si queremos llevar una vida sana y satisfactoria debemos empezar por dormir bien. El descanso es la puerta de entrada al bienestar. Nuestra relación con el sueño dura toda la vida, desde que nacemos hasta el día en que morimos. El sueño del bebé es un tema esencial para los padres. «¿Qué tal duerme el bebé?», les pregunta todo el mundo. O: «¿Podéis dormir por las noches?». A veces, con intención de ayudarte, te dicen: «Aquí tienes veinticinco libros que te explican cómo dormir al recién nacido. Puedes leerlos en tu tiempo libre». A los que tienen hijos no les sorprenderá que el libro de Adam Mansbach Duérmete ya, ¡joder!1 se convirtiera en superventas en 2011. En el otro extremo, al final de nuestra existencia, la frase que resume lo que mucha gente considera la mejor manera de morir es «se durmió tranquilamente y no se despertó».
De modo que tenemos una relación íntima y personal con el sueño, incluso si luchamos contra él. Es como una relación de amor y odio con una expareja de la que no nos hemos librado. En ocasiones es una relación sana que nos apoya en todo lo que hacemos mientras estamos despiertos, y otras veces es destructiva y enfermiza. Parafraseando a Tolstói –que también consideraba el sueño un tema fascinante–, la mala relación con el sueño presenta en cada caso unos problemas distintos. Pero ya nos rindamos al sueño o nos resistamos a él, es un elemento con el que lidiamos cada día, cada noche, en todo momento.
Mi relación con el sueño ha sufrido altibajos. Tuve unos años de bonanza en que cada mañana, nada más despertarme, anotaba mis sueños. Tenía una libretita en la mesita de noche en la que escribía todos los detalles que recordaba antes de que irrumpieran en mi mente las exigencias del día. Era como escribir a una amiga íntima, como una relación con una persona –una versión de mí misma que era a un tiempo esquiva, atemporal y más profunda– a la que veía todas las noches. Y aunque se trataba de un acto que solo realizaba por la mañana, tenía efectos sobre mí a lo largo de todo el día.
Pero un día las cosas cambiaron, como suele ocurrir. En mi caso fue el nacimiento de mi primera hija. No es que se terminara mi relación con el sueño, porque eso es imposible, pero se hizo más complicada. Se acabó lo de despertar de forma natural tras haber dormido toda la noche. Entré en una realidad donde el sueño estaba siempre fuera de mi alcance. La transición entre el día y la noche se difuminó, y ya solo podía dormir en pequeños momentos entre dos tareas. Era como si me alimentara únicamente de lo que podía coger al vuelo y engullir mientras salía por la puerta. Dormir se convirtió en un problema, un obstáculo que evitar, un lujo que no podía permitirme. La situación empeoró al nacer mi segunda hija. Tenía la impresión de que si dormía era a costa de arrebatarles algo a las niñas: el tiempo que podía pasar con ellas o el dedicado a preparar las cosas para el día siguiente. Por supuesto, lo que les arrebataba era mi capacidad de estar de verdad con ellas.
Y aun cuando pasado el tiempo las noches empezaron a ser más tranquilas, nunca regresé al Jardín del Edén que es el sueño antes de tener hijos. Como tantas madres y padres, me construí una vida en la que pensaba que no tenía mucha necesidad de dormir. Y cuando mis hijas ya no me necesitaban tanto llené mi tiempo con otras obligaciones: artículos, conferencias, libros que debía escribir y un nuevo bebé, The Huffington Post. Seguí siendo una mujer perpetuamente agotada, hasta que tuve una revelación.
Es fácil subir al tren, pero es más difícil bajarse de él.
MILAN KUNDERA, El arte de la novela2
Yo ignoraba entonces por qué había perdido el conocimiento (al caer me golpeé la cara contra la mesa y me rompí un pómulo). Fui de médico en médico para intentar averiguar la razón de mi desmayo, y durante aquellas largas horas en las salas de espera tuve tiempo de reflexionar sobre mi vida y de plantearme una pregunta importante, como la que se planteaban los filósofos griegos: «¿En qué consiste la vida buena?».
Resultó que no me pasaba nada, aunque en realidad todo estaba mal. Me diagnosticaron agotamiento agudo, lo que el filósofo belga Pascal Chabot denomina «enfermedad de la civilización».3 Todo se reducía a las horas de sueño. Si quería cambiar lo que necesitaba cambiar en mi vida, tenía que empezar por dormir. De modo que me armé de paciencia para recomponer mi maltrecha relación con el sueño, y me alegra proclamar que volvemos a estar juntos. Aunque, como dicen en los programas de rehabilitación, es un proceso que se hace día a día (o noche a noche).
Este proceso me dio una lección: vivimos en un mundo en el que, si no tomamos medidas concretas para evitarlo, lo más fácil es que caigamos en el hábito de privarnos de horas de sueño. Nunca ha sido tan difícil dormir toda la noche de un tirón. Entre las exigencias del trabajo, la familia y nuestro creciente arsenal de pantallas parpadeantes y dispositivos sonoros, a menudo estamos superconectados con el resto del mundo, desde el momento en que nos despertamos hasta el instante en que conciliamos el sueño. Si no tenemos cuidado, podemos acabar por desconectarnos de nosotros mismos.
¿Qué hay más acariciador que la brisa del estío?
¿Qué nos da más placidez que el abejorro que se detiene un instante en una flor y sigue su feliz zumbido por la enramada?
¿Qué puede haber más sereno que la rosa silvestre que florece en el verdor de una isla, lejos de los hombres?
¿Qué hay más refrescante que un valle frondoso, más secreto que un nido de ruiseñor?
… ¿qué hay más evocador que un amor romántico?
Solamente tú, sueño, que dulcemente nos cierras los párpados.
JOHN KEATS, «Sueño y poesía»4
Si contemplas tu vida como un viaje espiritual, el sueño se convierte en una paradoja, porque cuanto más te identificas con tu rol en este mundo –con tu trabajo, tu apariencia y tu cuenta bancaria–, más dormido estás para las dimensiones profundas de la existencia. Las protagonistas de los cuentos de hadas, como La bella durmiente o Blancanieves, se sumen en un sueño profundo a causa de un maleficio, y despiertan por el acto de gracia que encarna un Príncipe Encantador. Todos necesitamos a alguien que nos salve, pero no podemos esperar al príncipe. Tenemos que convertirnos en nuestro propio Príncipe Encantador para despertar, apartar la vista de los proyectos y las distracciones del mundo exterior para centrarnos en los milagros que se producen en nuestro interior. Este es el gran despertar que nos proporciona el sueño. Como escribió Carl Jung: «Los sueños te dan información sobre tu vida interior y te desvelan facetas ocultas de tu personalidad».5
La ciencia del sueño vive su edad dorada; ahora sabemos que el sueño y los sueños tienen un papel importante en la capacidad de tomar decisiones, la inteligencia emocional, las funciones cognitivas y en la creatividad. Y sabemos también que la falta de sueño puede provocar ansiedad, estrés, depresión y un sinfín de problemas de salud. Hace relativamente poco que entendemos las consecuencias médicas de la falta de sueño. En la década de 1970 solo había tres centros en Estados Unidos que estudiaran los problemas del sueño.6 En la de 1990 eran más de 300, y hoy en día hay más de 2.500 centros del sueño acreditados.7
A pesar de todo, prevalece la idea engañosa de que podemos hacer nuestro trabajo igual de bien si dormimos cuatro, cinco o seis horas diarias que si dormimos siete u ocho. Es una equivocación que no solo afecta a la salud, sino también a la productividad y a la capacidad de tomar decisiones. En otras palabras, es posible que la falta de sueño nos impida tener mejores ideas y llegar a soluciones creativas para resolver los problemas, puede que nos ponga de mal humor o nos lleve a hacer las cosas de forma mecánica, sin pensar. En algunas situaciones –en un hospital, en la carretera, en un avión– la falta de sueño puede ser un asunto de vida o muerte.
Pese a que avanzamos en la ciencia del sueño, cada vez tenemos más necesidad de redescubrir su misterio. Cada noche es una ocasión para recordar que eres algo más que la suma de tus éxitos y fracasos, que detrás de tu lucha y tus afanes diarios hay un centro de silencio al que puedes acceder, un silencio que proviene de un lugar más profundo, anterior al ruido constante que te rodea. A través del sueño conectas con ese lugar silencioso, puedes entrar en él incluso tras un día de acción frenética. «Deberíamos saber soltar antes de aprender a obtener», dijo Ray Bradbury.8 Y el mejor ejemplo de lo que es soltarse, dejarse ir, lo tenemos cada noche cuando nos rendimos al sueño.
En este libro quiero indagar en este misterioso y antiguo fenómeno desde todos los ángulos para averiguar cómo lograr que el sueño nos ayude a recuperar el control y el equilibrio en la vida. Espero que llegues al capítulo de las técnicas y las herramientas plenamente convencido de que es necesario actuar, de que hay que pasar de la teoría a la acción. En los primeros dos capítulos presento pruebas abrumadoras de que nos encontramos en una crisis del sueño. Más del 40 por ciento de los estadounidenses duermen menos de las 7 horas mínimas diarias recomendadas.9 Ylas estadísticas del resto del mundo son similares o peores. Veremos de qué manera esto afecta a distintos sectores, desde el transporte y la medicina hasta la política y las fuerzas del orden. En el tercer capítulo doy un repaso a la historia del sueño. Estamos saliendo de una era que empezó con la Revolución Industrial, cuando el sueño era un mero un obstáculo para el trabajo.10 En aras del progreso y la productividad sacrificamos la consideración del sueño como umbral de transición a lo sagrado. Y en el siglo xx el movimiento obrero intentó impedir la intrusión del trabajo en la vida privada.11 Más tarde, el nacimiento de la ciencia del sueño nos descubrió que el descanso es esencial para la salud física y mental.12 Afinales del siglo XX surgieron los avances tecnológicos que permiten que la jornada laboral no se termine nunca, y en este momento nos encontramos. En el capítulo dedicado a la ciencia del sueño describo lo que ocurre cuando dormimos. En resumen: muchas cosas. Dormir no es un tiempo de inactividad; en realidad provoca una actividad febril en diversas partes del cerebro, y lo que hacen estas partes –o dejan de hacer si no dormimos lo suficiente– tiene graves consecuencias. Aprenderemos que la falta de sueño está relacionada con un mayor riesgo de padecer diabetes,13 paro cardiaco,14 derramecerebral,15 cáncer,16 obesidad17 y alzhéimer.18 Examino a continuación los desórdenes del sueño, desde la apnea hasta el insomnio y lo que se denomina «síndrome de la cabeza explosiva» (¡sí, es su nombre científico!).
En la segunda parte del libro, «El camino hacia delante», hablo de las innovaciones, las reformas, los inventos y la tecnología que impulsa la revolución del sueño. La gente demanda dormir más, y el mercado responde. Los hoteles transforman sus habitaciones en templos del sueño, los colegios cambian sus horarios para adecuarse a las necesidades de descanso de los adolescentes, y han aparecido un sinfín de artilugios tecnológicos para monitorizar el sueño, así como una amplia variedad de dispositivos inteligentes: desde colchones hasta auriculares. Sin embargo, queda mucho por hacer. Como sostengo en la segunda parte, para resolver la crisis del sueño no solo debemos cambiar nuestros días y nuestras noches, sino reevaluar las prioridades y decidir qué nos parece más importante. Al fin y al cabo, el sueño es crucial para estar en forma. Cuando duermes bien te sientes mejor, y viceversa. Tal vez eres lo que comes, pero no hay duda de que también eres como duermes.
Estoy convencida de que este libro te llevará a conceder al sueño la importancia que tiene. Y tal vez incluso te enamores de él. Debes recuperar esta parte de tu vida, no solo porque dormir te permite hacer las cosas mejor cuando estás despierto (aunque eso es importante), ni porque sea bueno para la salud (aunque también debamos tenerlo en cuenta), sino porque te conecta con una parte más profunda de ti mismo. Durante el sueño, las cosas que te definen en la vigilia –el trabajo, la familia, tus esperanzas y tus temores– se difuminan. Así se hace posible uno de los efectos más beneficiosos (uno de los milagros, más bien) del sueño. Porque así regresamos a nuestra vida diurna recuperados, con una mirada fresca sobre el mundo y nuevos ánimos. Sueño y vigilia son dos hilos que tiran de nosotros en direcciones opuestas: uno nos lleva al mundo de la acción y los resultados, y el otro nos aparta de él para que nos restauremos. Puede parecer que son dos fuerzas que luchan entre sí, pero en realidad se refuerzan la una a la otra.
Confío en que este libro te lleve a establecer una nueva relación con el sueño, con todo su misterio y su plenitud, y que te unas a la revolución del sueño. Una revolución que, noche a noche, transformará nuestra vida y nuestro mundo.