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Nací y fui la primera de cuatro hermanos. Mi madre era una jovencita inexperta de veinticuatro años. Cargada de ilusión y de miedos, pasó un día entero ingresada en la clínica, con contracciones y dolores terribles, antes de darme a luz. Así que soy la que abrí el canal de salida, por así decir. Los partos del resto de mis hermanos, según cuenta mi madre, fueron mucho más rápidos y llevaderos.
Dicen que la primera bocanada que aspira el bebé al pasar por el canal de parto no es aire, sino una infusión de bacterias vaginales e intestinales de la madre. ¡Bienvenidas, bacterias! Gracias a ellas el intestino del recién nacido, que sale al mundo completamente limpio, se poblará de sus primeros inquilinos, que serán fundamentales para sus digestiones y su salud. Los niños que nacen por cesárea no pueden tomar ese cóctel y sus tripitas se van a colonizar con las bacterias que pululen por el medio ambiente hospitalario.
Hoy son muchos los médicos y terapeutas que alertan sobre los riesgos que un parto por cesárea conlleva en el recién nacido. En ocasiones es necesario para salvar la vida del bebé y de la madre, y en este caso la intervención está fuera de cuestión. Pero la mayoría de las veces no es así y la cesárea se practica por comodidad, rapidez o quizá por algún motivo económico. No se contemplan los problemas intestinales y metabólicos que va a sufrir el bebé en el futuro por no haber nacido de forma natural, ingiriendo las bacterias de su madre en el momento del parto. La consecuencia es que millones de niños van a tener o ya sufren problemas de salud vinculados a este nacimiento agresivo: desde alergias hasta enfermedades inflamatorias o autoinmunes. Las madres merecen ser informadas y tener conocimiento sobre las alternativas que hay. Cada vez son más las mujeres que deciden y solicitan tener un parto natural. Algunas incluso eligen parir en casa, con el apoyo sanitario de alguna enfermera o comadrona. En ciertas clínicas privadas se cuidan mucho estos aspectos y se procura un nacimiento dulce para el bebé y la madre, en bañeras, con masajes suaves, con música, en presencia del padre y de algunos familiares… Ojalá esto llegue ser accesible a todas las madres del mundo. Los primeros minutos de vida exterior, cuando el bebé sale del útero materno, ¡son fundamentales para su futuro!
Nací y enseguida mamá se olvidó de sus dolores y me acogió con toda la alegría de una madre primeriza. Me dio de mamar durante los primeros meses. ¡Bendita leche materna! Porque es el mejor alimento para el ser humano en sus primeros años de vida. Todos sabemos que la leche materna es un concentrado de nutrientes que despierta el sistema inmunitario del bebé. Como la leche de todo mamífero, este alimento tiene una misión: conseguir que el retoño crezca y aumente de peso en poco tiempo.
El caso es que, por el motivo que sea, la leche de mamá comenzó a escasear, o quizás yo era un bebé muy voraz… «Pasabas hambre», me ha contado mi madre alguna vez, y el pediatra decidió que empezara a tomar biberón. Parece que no tuve problemas, aunque las leches artificiales suelen dar trastornos y alergias a muchos bebés. Más adelante hablaré de ello.
Muchos años después, escuchando la conferencia de un psicólogo experto en relaciones materno-infantiles, supe que cuando un bebé pasa hambre en la época de la lactancia o en el destete, aunque sea inconsciente de ello, es fácil que en el futuro desarrolle trastornos alimentarios o problemas con la comida. Esa información fue reveladora para mí porque, como verás, mi relación con los alimentos no ha sido siempre placentera.
Por eso es importante que, en lo posible, las madres amamanten a sus hijos todo el tiempo que puedan, y que busquen la manera de estar tranquilas y cuidarse para poder darles mucha y buena leche. Aparte del amor que supone el acto de dar el pecho, es una etapa única en la vida que todas las madres deberían poder disfrutar. Las consecuencias de una lactancia deficiente o problemática van a marcar la salud del bebé en el futuro, de manera mucho más relevante de lo que pueda parecer.
Crecí sana y gordita. Cuando tenía un año empecé a caminar, con prudencia y siempre buscando una mano amiga. Muy pronto me solté a hablar, ¡en dos idiomas!, las dos lenguas nativas de mis padres. Cuando tenía un año y medio ya controlaba mis esfínteres y por la noche tenía mi orinalito junto a la cama para poder levantarme y no mojar las sábanas. ¿Demasiado pronto? Quizás…
El caso es que cuando dejé los biberones y empecé a comer más sólido di los primeros quebraderos de cabeza a mi madre. ¡No me gustaba ninguna papilla! Ni las de farmacia ni las caseras, hechas con galletas, jugo de naranja y plátano chafado. Mamá, buscando la manera de alimentarme, fue probando hasta que dio con la única papilla que me zampaba sin rechistar: ¡Milupa de chocolate!
¿Vendrá de ahí mi adicción al dulce? ¿O quizá la adquirí en el vientre materno, dada la afición que tenía mamá a los bombones de chocolate? Me pregunto si tuvo muchos antojos mientras estaba embarazada… Sospecho que sí.
Me crie con papilla de chocolate, así que no es de extrañar que las fotos que se conservan en el álbum familiar muestren a una nena regordeta y sonriente. No me gustaba casi nada, ¡era terrible con la fruta! Pero lo que me gustaba me hacía buen provecho.
De mis primeros años conservo diversos recuerdos, como el nacimiento de mi hermana, mi primera muñeca, los juegos en el jardín de infancia… También guardo recuerdos de la comida. Tenía una aversión instintiva a comer fuera de casa. La comida extraña me producía rechazo. Salvo cuando me ofrecían algunos dulces, comer en casa de otros era una tortura para mí. Tenían que convencerme, obligarme, engañarme… Solo comía a gusto lo que preparaba mamá, y no todo. Jamás pude aficionarme a las frutas. La carne me hacía bola. Odiaba los purés de verdura. Hubo temporadas en que cualquier comida me repelía y pasé horas enfurruñada, sentada a la mesa, negándome a terminar el plato que esperaba enfriándose delante de mí.
Cuando mi hermana –que me lleva un año y medio– y yo comenzamos a ir a la guardería, ¡otra tortura! Nos quedábamos a comer allí, con los demás niños, y apenas había un plato del menú que me gustara.
Creo que mi madre perdió la cuenta de todas las veces que le pedí comer en casa. En la guardería hacía trampas. Escondía la comida bajo el plato o la tiraba disimuladamente en los cubos de basura, o convencía a mis compañeros de mesa para que se terminaran mi ración. A veces lo conseguía, otras no… Cada día tenía que trazar una estrategia para esquivar los alimentos que me repelían.
Lo recuerdo bien, pero no puedo explicar por qué sentía esa aversión a la comida. Solo sé que era algo irreprimible, superior a mis fuerzas. Comer fuera de casa, incluso la vista de alimentos en cocinas ajenas, o pasar por delante de las paradas de pescado, frutas y verduras en un mercado, me giraba las tripas.
Lo he explicado a varias personas. Algunas me han dicho que quizá mi cuerpo, de manera instintiva, rechazaba algo que no me sentaba bien o que no necesitaba. Los psicólogos tienen un nombre para designar ese rechazo a la comida desconocida: neofobia. Y la relacionan, como expliqué antes, con posibles problemas durante la lactancia.
La neofobia es más frecuente de lo que se piensa. Dicen los entendidos que afecta hasta a cuatro de cada diez niños a partir de los dos años. Es el resto de algún mecanismo de supervivencia que prevenía a nuestros antepasados prehistóricos ante un alimento potencialmente dañino o venenoso. Hay quienes dicen que es hereditaria, otros la achacan a la dieta de la madre durante el embarazo o a la transición inadecuada entre lactancia y alimento sólido. Lo curioso del caso es que las comidas que le gustaban a mamá no siempre me gustaban a mí –¡salvo los dulces!–. A ella le entusiasman todas las frutas y no tiene fobias alimentarias. A menudo oí decir a mis padres que no sabían de dónde me venían estas manías, cuando ellos comían de todo sin hacer ascos a nada. Mis hermanos tampoco tuvieron problemas en este sentido.
Neofobia. Esa fue mi primera cruz… Y el inicio de mi largo viacrucis digestivo. Las cosas no suceden porque sí, todas están conectadas.
Aparte de mis manías alimentarias, fui una niña sana y razonablemente feliz. Era fuerte, inquieta, creativa y me lo pasaba en grande en el colegio. Comía bastante bien –lo que me gustaba– y crecí siendo más bien rellenita.
Mis únicos problemas de salud fueron las típicas enfermedades de la infancia –sarampión, varicela, paperas–, alguna diarrea veraniega debida al cambio de aguas, como se decía, y de vez en cuando anginas y catarros en invierno. Cuando la infección era importante, el medicamento típico que tomaba era Clamoxyl. Es un antibiótico con amoxicilina. Venía en unos sobrecitos llenos de un polvo verde claro que se disolvía en agua y tenía un ligero sabor entre dulce y amargo. Me gustaba. Más tarde he recordado esto y he sabido mucho más acerca de los efectos a largo plazo de tomar esos fármacos… Toda una generación de niños tratados con antibióticos hemos sufrido algún problema intestinal años después.
Recuerdo que desde muy pequeña tuve miedo a todo lo relacionado con el mundo sanitario. Los médicos me asustaban, tenía pánico a las inyecciones y al dentista, cuando escuchaba la sirena de una ambulancia me invadía la angustia. Si me sentía enferma intentaba resistir, disimulando mi malestar hasta que ya no podía más y tenía que acudir a mi madre y confesar, con un hilo de voz, que no me encontraba bien. Muchos días incluso iba al colegio, ocultando las molestias, y aguantaba el ritmo del día. A la hora de comer o de cenar tenía que rendirme: mi cuerpo no podía tragar una cucharada de alimento y me pedía a gritos acostarme… No sé por qué hacía esto. Quizá por miedo al médico o por el rechazo que sentía hacia la enfermedad. Una vez admitía estar enferma, todo cambiaba. Mi madre era cariñosa y nos mimaba, a mis hermanas y a mí, cuando estábamos malitas. Medicinas, dieta especial de arrocito hervido, mucho descanso. Me relajaba, me refugiaba entre las sábanas y me dejaba cuidar. Era una buena enferma. Cuando tuve la varicela, me asustó tanto la idea de que las pústulas me provocaran cicatrices indelebles que resistí heroicamente sin rascarme durante los días que duró la enfermedad. Aún hoy me asombro a mí misma, jamás he logrado tener tal fuerza de voluntad ante los picores como la tuve entonces, con apenas cinco años. Mi madre decía que era estoica… Yo creo que era por pura vanidad. Desde pequeña tuve muy exacerbado el sentido de la belleza física. Me encantaba acicalarme ¡y me encantaban los espejos!
Cuando aprendí inglés me hizo mucha gracia saber que constipation, palabra que nosotros asociamos a catarro, para ellos significa estreñimiento. Porque una cosa que observé, a lo largo de mi infancia, es que cada vez que tenía un catarro fuerte, anginas o faringitis, por lo general este iba acompañado de diarrea o molestias intestinales. Tuberías de arriba inflamadas, tuberías de abajo revueltas. ¿Casualidad? No, no lo era.
Como tampoco fue casual que a partir de los diez años sufriera de mocos crónicos. Un buen día no me recuperé del todo de uno de mis catarros y, durante meses, cada año, comencé a padecer de exceso de mucosidades. Los pañuelos se convirtieron en mis compañeros inseparables.
Hoy no me extraña recordar que durante toda mi infancia y buena parte de la adolescencia fui una gran bebedora de leche. Y comedora de yogures, natillas, flanes, cuajadas y ¡queso! Viví durante varios años en una zona del norte de España y la familia de mi padre viene de tierra de vacas. ¿No íbamos a hacer los honores a los productos lácteos? Pues sí. En mi familia se comía rico y sustancioso. No faltaban las verduras y las frutas a diario, ni la carne, los huevos, la mantequilla y el buen pan. Tampoco los lácteos. Mis padres, con la mejor voluntad del mundo, creían que tomar mucha leche nos ayudaría a crecer fuertes y sanos. Y sí, crecimos fuertes y… relativamente sanos.
Toma nota: mucha leche. Constipados frecuentes. Mocos.
Muchos años después he aprendido algo que debería ser evidente y que ningún animal ignora, y es que la leche es un alimento apto para las crías, y que a cada especie animal le corresponde una única leche idónea: la suya propia. Es decir, que deberíamos tomar leche exclusivamente durante nuestros primeros años de vida, durante la época de la lactancia y, a ser posible, de nuestra madre. Era mucho más sana la opción antigua, buscar nodriza para los niños cuyas madres no podían amamantarlos, que las múltiples alternativas que ofrecen las leches comerciales para bebés.
Hoy los médicos y los pediatras ya reconocen que la leche materna es esencial, y que otras leches pueden provocar reacciones indeseadas en los niños. La plaga de niños con alergias, intolerancias y trastornos que antiguamente apenas se conocían es, en buena parte, debida al consumo de leches artificiales y leche de vaca.
Lo peor es que no solo los bebés y los niños pequeños toman leche vacuna. La toman los adolescentes, la tomamos los adultos y la toman las personas ancianas. Nos pasamos la vida enganchados a la leche, como bebés grandes. Y las industrias lácteas lanzan mensajes para que nos hagamos adictos al blanco néctar, ideando cientos de productos atractivos para cautivar nuestro paladar, desde los yogures de sabores hasta los quesos más suculentos, pasando por las leches desnatadas, semi, con calcio, sin lactosa, con fibra, con omega 3…
La leche de vaca es para los terneros, afirman muchos dietistas. Y así es. Tomar leche de un animal de otra especie a una edad inapropiada es tomar una sustancia que a la mayoría de las personas no nos sienta bien y nos perjudica.
En otro capítulo hablaré con detalle de cómo la leche puede perjudicarnos. Baste decir que es un alimento riquísimo en azúcares, grasas y otros nutrientes. También en hormonas. Ideal para crías en desarrollo, letal para adultos que ya no lo necesitan. Y fuente de complicaciones digestivas y de trastornos de la salud. Entre otros: acidez de estómago, estreñimiento, asma, problemas respiratorios, sobrepeso, arteriosclerosis y, en algunos casos, cáncer. Como un día me dijo una dietista, los adultos no somos bebés, ¡ya tenemos edad para soltar el biberón y dejar de mamar!
Tenía unos doce años cuando mis intestinos quisieron salir a escena. Todo comenzó con un día de malestar estomacal. Como solía hacer, callé y fui al colegio estoicamente. Cuando a mediodía no pude aguantar más, me escapé al lavabo y vomité. Regresé a casa al terminar las clases y allí confesé mi malestar. Mi madre me tocó la barriga, resultó que me dolía el lado derecho y me llevó de inmediato al médico.
Del médico fui al hospital. Parecía una apendicitis. Estuve ingresada varios días, sin comer, mientras me tenían en observación porque los síntomas no eran claros. No tenía fiebre y el dolor y el malestar fueron remitiendo. De hecho, al cabo de dos días me encontraba mucho mejor y tenía un hambre canina.
Me dieron de alta sin operarme. No era un caso de apendicitis aguda, estaba claro. Podía haber sido una obstrucción temporal del apéndice, podía ser que tuviera apendicitis crónica. Quizá con el tiempo tuvieran que operarme, quizá no. Volví a casa encontrándome bien, pero el especialista en medicina digestiva quiso hacerme un examen a fondo de los intestinos para ver qué pasaba.
Durante una semana tuve que tomar papilla de bario con agua de Carabaña cada noche, y al día siguiente, muy temprano, antes de ir al colegio, acudir a la consulta del médico para que me hiciera las exploraciones. ¡Qué semana! Tomar la papilla con el agua de Carabaña era una tortura nocturna. Las caminatas matinales a la consulta me gustaron. Iba sola, andando a toda marcha, y me distraía. Llegaba al colegio muy justa de tiempo –se lo expliqué a los profesores y fueron comprensivos–, pero henchida de vitalidad después de haber movido mi cuerpo vigorosamente de buena mañana. En la consulta, el digestólogo me hacía tender en una camilla y me examinaba por medio de radiografías abdominales mientras manipulaba mi tripa con las manos enguantadas.
Veredicto final: no tenía nada grave. Mi apéndice resultó ser retrocecal ascendente, o sea, situado en la parte de atrás del intestino, y vuelto hacia arriba. El médico había intentado girarlo sin conseguirlo. «Y esto –dijo– puede darte molestias cuando el apéndice se llena de residuos.» De momento no era necesario operarme porque no había infección. El especialista acertó: he tenido molestias. Y hasta hace poco he conservado mi precioso apéndice escondido y girado hacia atrás.
Luego he sabido que durante una época hubo una especie de fiebre quirúrgica: se consideraba que el apéndice era un residuo evolutivo y se extirpaba a la menor ocasión. Más tarde los investigadores descubrieron que, como todo en nuestro cuerpo, no hay nada inútil, todo tiene su razón de ser. El apéndice tiene una función en el metabolismo y en él habitan unas bacterias que ayudan a activar el sistema inmune. Por tanto, si no es estrictamente necesario, mejor no quitarlo. El criterio prudente y conservador de aquel digestólogo, en aquel momento, fue el más adecuado.
Nuestras vísceras no son ajenas en absoluto a lo que se cuece más arriba, en el corazón y en el cerebro. Nuestra mente y nuestras emociones afectan al proceso digestivo. Los nervios y el estrés bloquean la producción de jugos y enzimas digestivos, los movimientos intestinales y la secreción de hormonas que favorecen una digestión tranquila y completa.
Hay una serie de emociones que afectan a nuestro estómago y a nuestra tripa. Incluso podría decir que ciertas personalidades y temperamentos somos más propensos a padecer molestias digestivas. En las mujeres, especialmente, hay un factor de riesgo: el perfeccionismo.
Como tantas niñas de mi generación, crecí en una familia estable, con mucho amor y también con disciplina. Considero que ambos son necesarios, pero a veces es difícil encontrar la dosis equilibrada de ambos. Si tus padres también fueron educados con mucha autoridad y sentido del deber y si, además, poseen un carácter fuerte y luchador, es muy probable que heredes de ellos sus valores y su afán de perfección.
Desde pequeña fui una niña ansiosa por complacer a quienes más amaba. Y esto, en el caso de los padres, significaba ser la mejor. ¿La mejor en qué? ¡En todo! Como eso no es posible, por supuesto, me apliqué a aquello en lo que podía sobresalir: los estudios, las tareas de casa y mi conducta social. Me esforzaba, y a esta constante lucha por superarme debo agradecer muchos logros en mi vida. Y también muchos dolores de tripa. Aun así, los doy por bien empleados por todo lo que he aprendido.
El caso es que durante mi infancia y mi primera adolescencia, hasta los catorce años, fue creciendo en mí un deseo de perfección total. No solo en los estudios, sino en todas las facetas de mi vida. Quería un cuerpo perfecto, un alma perfecta, una mente perfecta… y, más tarde, una vida perfecta. Un psicólogo diría que esto es una neurosis con todas las letras. Para mí llegó a ser algo connatural.
Aprendí a ponerme el listón muy alto. ¡No podía defraudar! Los maestros les decían a mis padres que era casi una niña modelo y que solo tenía dos defectos: era muy nerviosa y tenía un enorme amor propio.
¿Cómo podía ser de otra manera? Los nervios son innatos en mí, y los heredo del dinamismo creativo de mi madre y de la preocupación responsable de mi padre. Soy activa y ansiosa: si no canalizo mis energías, los nervios me comen. El amor propio es una consecuencia de mi educación y mi vanidad: quiero ofrecer una buena imagen al mundo. Hasta hace poco me ha importado mucho lo que dicen, piensan y creen de mí. ¡Cuánto me ha costado liberarme! Casi tanto como empezar a entender mis dolores de vientre…
¿Te reconoces, lector o lectora? Si eres una persona activa, superresponsable y perfeccionista, es muy posible que sufras dolores de vientre o molestias digestivas. ¿Es así?
Bien, no sufras. Hay esperanza. El camino de curación pasa por un proceso muy hondo de ir reconociendo todas esas cadenas internas que nos hemos ido imponiendo y, a la vez, aprender a conocer y amar nuestra barriga… y algo más. La sanación de las entrañas es una sanación de cuerpo y alma. Es posible iniciarla, a cualquier edad y en cualquier momento.
A los quince años inicié mi gran crisis de la adolescencia. Fueron unos años críticos, duros y apasionantes, en los que se forjó la futura mujer que he llegado a ser. En sus comienzos la crisis se enfocó en mis dudas y mis temores sobre el futuro. Me debatía entre lo que quería ser, desde lo más hondo de mí, y lo que mi educación me proponía como ideal. En realidad, no debo culpar a nadie. Ya no eran mis padres ni mi entorno social los que me ponían el listón alto: era yo misma. Había aprendido bien y la presión venía de mi propia autoexigencia.
La angustia por decidir qué hacer con mi vida me bandeó durante unos años. No sabía lo que quería ser, ni qué estudios elegir. Tenía atisbos, tenía algunos principios muy claros… Poco a poco lo fui dilucidando. Aprendí que no solo se puede decidir con la mente: el corazón debe entrar en juego. Alguien dijo que a la hora de tomar grandes decisiones en realidad elegimos con la tripa. En algún momento logramos unificar el intelecto, la pasión y el instinto y vamos dando con respuestas. ¡Quien busca encuentra! Pero vislumbrar el camino único e irrepetible de cada cual requiere un ejercicio de exploración interior y de sinceridad con uno mismo. Este proceso me llevó su tiempo. Recuerdo que lo fui plasmando en un diario que escribía cada noche. Años más tarde, cuando ya había encontrado mi camino, lo quemé.
Esa crisis coincidió con la primera gran revolución de mi sistema digestivo. El conflicto se inició en el estómago. Comencé a sufrir ardores, náuseas y estreñimiento. Mis digestiones se hicieron larguísimas y pesadas. Entre esto y mis nervios, se despertó mi manía hacia la comida, durante largos años latente, y se sumó a mi afán por tener un cuerpo perfecto. Comencé a hacer gimnasia en casa, concentrándome en mis abdominales. Adelgacé mucho, hasta alarmar a familiares, amigos y conocidos. Mi madre me llevó al médico, al digestólogo, al ginecólogo, incluso a un naturópata, el primero que conocí. No me encontraron nada. Solo nervios. ¿La receta? En resumen, tranquilidad, distracción, alegría y buenos alimentos. Suplementos y jarabes para engordar y ganar apetito, y paciencia.
Me tomé religiosamente las pastillas y los elixires, sin que hicieran gran efecto. Mi estómago seguía en pie de guerra. El problema sin duda estaba muy asociado a las emociones, puesto que cuando salía de excursión con mis amigos las molestias remitían y hasta ganaba regularidad en mis evacuaciones.
Seguí comiendo lo que se comía en casa de mis padres: una dieta muy variada y rica en verduras, arroz, pasta, carne y pescado, huevos, lácteos… Me aficioné a los yogures y las cuajadas, ¡eran mi tabla salvadora por las noches! Incluso, cosa paradójica, en esa época le tomé el gusto a la repostería y de vez en cuando me lanzaba a experimentar con recetas de tartas, pasteles y otros dulces. Mi apetito por el dulce se compaginaba de manera insólita con mis manías, mis indigestiones y mis forzosos ayunos de noche, cuando la comida me sentaba tan mal que me iba a la cama sin cenar.
¡Qué años tan contradictorios! No ha sido hasta mucho más tarde que he podido comprender las claves de lo que me estaba ocurriendo y por qué ciertos alimentos no hicieron más que perjudicar mis sistemas digestivo y nervioso… En esa época de delgadez, sufrimiento y vaivenes emocionales se consolidaron dos de las adicciones que más me ha costado vencer: al azúcar y a los lácteos.
Cuando empecé a sufrir del estómago leí bastante sobre dietética, nutrición y remedios naturales para la indigestión. Probé algunos. La verdad es que los resultados fueron muy pobres. ¿No resulta curioso que las personas con problemas digestivos que siempre toman su remedio, su infusión, sus hierbas… sigan padeciendo esos problemas? Si el remedio funcionara, ¡deberían poder dejarlo en poco tiempo! Lo cual quiere decir que la mayoría de esas recetas caseras solo sirven para aliviar o atajar síntomas. A veces, ni siquiera eso.
Cada persona es única y tiene su propia experiencia. Esta es la mía, pero imagino que a muchos más puede haberles sucedido igual… ¿Es tu caso?
Remedio número 1. Manzanilla, tila, anís o infusiones digestivas después de comer. Bien calentitas, pero no demasiado, con miel. Suena bien, ¿verdad? La verdad, para mí, es que después de una comida copiosa, o antes de una situación estresante, ninguna infusión me ha arreglado el dolor de estómago. Incluso algunas me han agudizado los síntomas. La menta, por ejemplo, no siempre es digestiva, a veces es irritante. Quizá debí probar lo que algunos terapeutas recomiendan: tomar la infusión antes de comer y no después. Pero a veces, por horario o faena, resulta difícil hacerlo así. Las infusiones digestivas sientan bien cuando te encuentras bien y no tienes problemas, esa es mi experiencia.
Remedio número 2. Un vasito de leche tibia para la acidez de estómago. Cuando lo tomas, la primera impresión es que calma el ardor. Al cabo de varios minutos, ¡la quemazón es mucho peor! Y cuanta más leche, peor. Es como querer apagar el fuego echándole alcohol o aceite. Tomar leche para la acidez responde a cierta lógica: el calcio es antiácido. Pero los azúcares y la grasa que lleva producen el efecto contrario, incrementan la irritación. La evidencia, en mi caso, es que la leche contra la acidez es totalmente contraproducente.
Remedio número 3. Una infusión o agua con azúcar a media tarde, unas horas después de comer, cuando el estómago se declara en guerra. ¡Desastre total! Si la papilla anda revuelta, añadir un vaso de lo que sea, por más digestivo que lo etiqueten, no hace más que aumentar el caos.
Lo tengo comprobado. Cuando sufro una indigestión, o una digestión larguísima y pesada, lo único que me funciona es la terapia CCA: cama, calor y ayuno. Descanso, tiempo y no tomar absolutamente nada es lo único que me restaura. El cuerpo se regenera por sí solo si le das un respiro y dejas que repose. Al día siguiente me levanto nueva.
¿Conclusión? Para emergencias y a corto plazo, de todos los remedios naturales que conozco, el único que me ha ido bien es el ayuno.
Durante mis años jóvenes el único remedio que alivió mis ardores estomacales, de manera parcial, fue un conocido antiácido: el Almax.
¡Qué recuerdos! Siempre que salía de excursión o de viaje llevaba mi botella de Almax. Mis amigos bromeaban conmigo. A veces compartía con ellos mi superremedio, a algunos les encantaba su sabor mentolado. ¡Dios mío, qué locos éramos! Nos bebíamos el Almax como si fuera un licor digestivo… Cuando acabábamos una botella, compraba otra.
La verdad es que el Almax, a corto plazo, casi siempre me funcionó. Aliviaba de inmediato el ardor y la sensación fresca y con sabor a menta deslizándose por mi tubo digestivo era muy agradable. Pero no mejoraba la digestión ni el tránsito intestinal, y en situaciones muy dolorosas el alivio era insuficiente.
Me volví adicta al Almax y me costó años dejarlo. Incluso cuando más tarde cambié de vida, gané peso y me encontré mejor, solía tener una botella en casa para las emergencias.
Pero, como todo antiácido, el Almax no es inocuo. Rosario, una doctora amiga, me ha explicado los efectos secundarios de este producto y de otros muy populares, como el omeprazol. Son eficaces de inmediato, pero a la larga sus efectos secundarios son devastadores: impiden que el estómago haga bien la digestión, pues se comen los ácidos estomacales, y pueden llegar a favorecer la aparición de úlceras. Además, su consumo prolongado provoca carencias nutricionales: la comida no llega bien digerida al intestino y no se asimila bien. Sin hablar del aluminio, uno de sus componentes, que se asocia con riesgo de cáncer y alzhéimer… ¡Dios mío! Cuando Rosario me explicó todo esto decidí cortar para siempre con los antiácidos de farmacia.
No he vuelto a tomar Almax. Cuando he sufrido acidez he preferido aguantar. Solo de pensar en sus efectos, y sabiendo que ya lo tomé durante tantos años, la tentación de comprar una botella desaparece. Con el tiempo he aprendido que el mejor remedio contra el reflujo ácido es evitarlo: ¡no echemos leña al fuego! Volveré a hablar de esto.
A los veinte años era una joven entusiasta y rebosante de energía. Ya sabía lo que quería hacer con mi vida y me entregaba con pasión a mis estudios y a mis tareas. Continuaba delgada y, de vez en cuando, sufría unos terribles dolores intestinales: eran los ataques de gases, que comenzaron a los dieciocho años y he sufrido desde entonces, durante más de veinticinco años.
Los dolores de gases eran lo que he llamado mi parto. Terribles, me doblegaban y duraban horas, a veces toda la noche. La única forma de soportarlos era arrebujarme en un sofá, en posición fetal, entre cojines –tumbarme los empeoraba–. En ocasiones eran tan fuertes que no podía reprimir el temblor y los gemidos. Las primeras veces me asusté, incluso en alguna ocasión fui a urgencias. El único diagnóstico: obstrucción intestinal y gases. ¿Remedio? Un enema y esperar. Evacuar, descansar y dejar que remitiera. Después de los primeros sustos, cada vez que me asaltaba el dolor ya sabía lo que tenía que hacer. Correr a casa, refugiarme en el sofá, armarme de paciencia y dejar pasar las horas.
Muchos años después supe que todos esos ataques de dolor eran las señales inequívocas de que algo se cocía en mis intestinos, algo que llevaba años gestándose. Nada es por casualidad.
El caso es que a los veintidós años, a insistencia de amigos y familiares, acudí a una endocrinóloga para que me hiciera engordar. ¡Y lo hizo! Me prescribió unas pastillas para aumentar el apetito –que dejé de tomar, pues me provocaban una somnolencia insoportable– y me recetó comer de todo y mucho, incluidos caprichos. «Bollería y pastelería: sin restricción», así se podía leer en su hoja de recomendaciones dietéticas. Tal como lo escribo.
Engordé. Engordé más de quince kilos en menos de dos años, hasta que yo misma me alarmé y vi que me había pasado de raya… Lo malo es que engordé de la peor manera posible: volviéndome adicta a alimentos insanos que, después, me ha costado sangre dejar.
Como puedes imaginar, mi afición a los dulces y a los lácteos no hizo más que dispararse. A esto sumé otro ingrediente clave en mi engorde: el pan blanco. ¡Rico, crujiente, tierno y delicioso pan!
Pan con aceite, pan con mantequilla, pan con queso, pan con chocolate… Con todo está bueno el pan, y sin nada de eso, también. Dios mío, cuando pienso en mis excesos panarios no puedo menos que echarme las manos a la cabeza. ¡Cuánta ignorancia!
El caso es que gané peso, dejé de tener estreñimiento, mi estómago comenzó a digerir lo impensable y durante unos años fui una joven llena de fuerza y vitalidad. Para contrapesar mi voracidad, hacía gimnasia y empecé a correr por las mañanas. Por supuesto, esto no me hizo adelgazar, pero sí me aportó fortaleza y buen humor. Las caminatas y las carreras matinales se convirtieron en mi espacio de desahogo, de relajación en movimiento, incluso de meditación y oración. Descubrí la belleza del correr, del moverme en la naturaleza, de saludar al sol con el cuerpo despierto y los pulmones llenos de oxígeno. Con la gimnasia aprendí a ser consciente de todas las partes de mi cuerpo.
Aunque toda cara tiene su cruz. Los vaivenes emocionales no cesaron, ni tampoco mi afán de perfección. Y los dolores de gases cada vez eran peores y más frecuentes… Tardé muchos años en tomar medidas serias.
A los veintiséis años experimenté un cambio importante: me trasladé a vivir a otra ciudad y cambiaron mi trabajo, mi entorno y mis relaciones. Comencé colaborando en una fundación y terminé dirigiéndola y ocupándome de su economía.
El cambio fue positivo. Tanto que dejé por un tiempo mis adicciones alimentarias –salvo una, los lácteos–, adelgacé de nuevo hasta alcanzar un peso adecuado, empecé a ir al gimnasio cada mañana y experimenté un impulso de energía vital y creativa desbordante. De los veintiséis a los cuarenta años ha sido la etapa más productiva de mi vida. Una etapa de intenso aprendizaje, creatividad, muchísimo trabajo, amistades, proyectos… Pero también de enorme estrés, responsabilidades y una creciente e imparable autoexigencia. Yo no era consciente de ello, pero mi afán de perfección seguía muy vivo en mí, tanto en mi mente como en mi cuerpo.
Creía gozar de excelente salud, si exceptuamos los episodios periódicos de indigestiones y ataques de gases. Ahora lo sé: mi salud no era tan espléndida como parecía. Mi barriga me estaba enviando avisos y mis hábitos y mi estilo de vida, que yo juzgaba sanos, no lo eran tanto.
En las buenas digestiones hay dos ingredientes básicos: el emocional y el corporal. Aunque tu vida sea maravillosa y sepas manejar el estrés, aunque tu trabajo te apasione pese a la responsabilidad, aunque estés ejerciendo tu vocación de manera creativa y tus relaciones personales sean gratificantes, si no cuidas tu cuerpo, te pasará factura. Si no comes lo que debes, tu estómago se declarará en huelga. Y si no te alimentas bien, tus intestinos protestarán.
Esto es lo que me sucedió. Yo era una mujer realizada y feliz… con problemas digestivos. Algo no encajaba en mi vida. El cuerpo es sabio y envía señales de alerta. He descubierto que llegar a ser consciente de esto y decidirse a tomar medidas es algo muy profundo y trascendental. Casi tanto como decidir a qué quieres dedicarte o con quién eliges compartir tu vida. No exagero.
Lo iré explicando por partes.