LA VERDADERA HISTORIA DE
FRANK ZAPPA
M E M O R I A S
Edición y traducción de
Manuel de la Fuente y Vicente Forés
ESTE LIBRO ESTÁ DEDICADO A GAIL,
LOS CHICOS, STEPHEN HAWKING Y KO-KO.
F. Z., 23 de agosto de 1988, 06:39:37
Por expreso deseo de Gail Zappa, en este libro se conservan las peculiares marcas tipográficas empleadas por el autor, se mantienen en inglés los encabezamientos de capítulo y no se traducen las letras de las canciones. hallará una versión castellana de esas letras en www.librozappa.com.
Book?
What
Book?
No me apetece escribir un libro, pero, aun así, voy a hacerlo porque me va a ayudar Peter Occhiogrosso. Es escritor y le gustan los libros. Incluso se los lee. Me parece bien que todavía se escriban libros, pero a mí me dan sueño.
Lo haremos del siguiente modo. Peter vendrá a California a pasar unas cuantas semanas conmigo grabando respuestas a ‘preguntas fascinantes’ y después transcribirá las cintas. A continuación editará el texto, lo meterá todo en disquetes, me lo enviará, yo lo editaré de nuevo y le mandaremos el resultado a Ann Patty, de Poseidon Press. Ella lo convertirá en ‘UN LIBRO’.
Uno de los motivos de meterme en esto es la proliferación de libros estúpidos (en varios idiomas) que, por lo visto, hablan sobre mí. Pensé que debería haber al menos UNO que tratase temas reales. Os aviso de que este libro no intenta ser una especie de historia oral ‘completa’. Su única finalidad es entretener.
DICHO ESTO, UNAS ACLARACIONES PRELIMINARES:
How Weird Am I,
ANYWAY?
“Nunca tuve la intención de convertirme en un tipo extravagante. Fue otra gente la que siempre me endilgó esa etiqueta.”
Frank Zappa (Baltimore Sun, 12 de octubre de 1986)
Este libro parte de la premisa de que hay alguien en alguna parte interesado en saber quién soy, cómo llegué hasta aquí y de qué coño voy.
Para contestar a la Primera Pregunta Imaginaria, voy a explicar LO QUE NO SOY. Aquí van dos conocidas ‘Leyendas de Frank Zappa’…
Como en el disco Hot Rats de 1969 grabé una canción titulada “Son of Mr. Green Genes”, la gente hace años que cree que el personaje llamado así en la serie de televisión Captain Kangaroo (interpretado por Lumpy Brannum) era mi ‘verdadero’ padre. Pues no.
Otra infundada habladuría sostiene que una vez ‘me cagué en un concierto’. Esta historia se ha enriquecido con muchas variantes, de las que me permito destacar algunas:
Hace unos años, en 1967 o 1968, estuve en un club de Londres llamado Speak Easy. Un miembro de The Flock (un grupo que en aquellos tiempos grababa para Columbia) vino y me dijo:
“Eres increíble. Cuando oí lo de que te comiste una mierda en un concierto, pensé: ‘Este tío está muy, muy pasado’.”
Le dije: “Nunca me he comido una mierda en un concierto”. Me miró totalmente abatido, como si le acabara de romper el corazón.
A ver, que conste en acta: Nunca he cagado en un concierto, y lo más cerca que he estado jamás de comer mierda fue en el bufé del Holiday Inn de Fayetteville, Carolina del Norte, en 1973.
No me volvía loco casi nada de lo que me cocinaba mi madre, cosas como la pasta con lentejas. Ése era uno de los platos más odiosos de mi infancia. Nos preparaba en un gran puchero cantidad suficiente para una semana. Después de unos días en la nevera, se ponía todo de color negro.
Lo que más me gustaba comer era la tarta de arándanos, las ostras fritas y las anguilas fritas, aunque también me encantaban los sándwiches de maíz: pan blanco y puré de patatas con maíz de lata por encima. (Volveremos de vez en cuando a este fascinante tema, ya que parece que hay en el público bastante gente interesada.)
“Sé regular y ordenado en tu vida para poder ser violento y original en tu trabajo.”
Gustave Flaubert
¿Qué os parece el epígrafe, eh? Peter, ya me da la risa con tus ocurrencias. Bueno, vamos allá… Mi nombre auténtico es Frank Vincent Zappa (no Francis, ya lo explicaré más adelante). Nací el 21 de diciembre de 1940 en Baltimore, Maryland. Cuando me asomé al mundo, tenía todo el cuerpo de color negro y creyeron que estaba muerto. Ahora estoy bien.
Soy de ascendencia siciliana, griega, árabe y francesa. La madre de mi madre era francesa y siciliana, y su padre era italiano (de Nápoles). Ella era de primera generación. La parte greco-árabe viene de mi padre. Nació en un pueblo de Sicilia llamado Partinico y llegó aquí de crío en un barco de inmigrantes.
Trabajaba en la barbería de su padre, en los muelles de Maryland. Por un penique diario (o semanal, no me acuerdo), se encargaba de enjabonar, de pie sobre una caja, las caras de los marineros para que su padre los afeitara. Bonito trabajo.
Al final fue a la universidad en Chapel Hill, Carolina del Norte, y tocaba la guitarra en un trío de ‘cantantes melódicos ambulantes’ (todavía hoy recibo tarjetas de cumpleaños de la compañía de seguros de Jack Wardlaw, el que tocaba el banjo).
Iban por todas las ventanas de las residencias universitarias cantándoles a las alumnas un repertorio que mezclaba serenatas con canciones como “Little Red Wing”. Mi padre formaba parte del equipo de lucha y, cuando se graduó, se puso a trabajar como profesor de historia en Loyola, Maryland.
Mis padres hablaban italiano en casa cuando no querían que sus hijos se enteraran de la conversación, que normalmente era sobre dinero puesto que, por lo visto, nunca teníamos un duro. Supongo que les resultaba útil tener un ‘código secreto’, pero el hecho de que no nos enseñaran el idioma a lo mejor tenía algo que ver con ese deseo de integrarse (no estaba de moda ser de ‘extracción extranjera’ en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial).
Vivíamos en un complejo de viviendas del Ejército en Edgewood, Maryland. Teníamos de vecinos a una familia, los Knight, a los que mi padre llamaba “ese hatajo de paletos”. Un día, Archie Knight se puso a discutir con mi padre y recuerdo a continuación a mi padre corriendo a casa gritando: “¡Tráeme la pistola, Rosie! ¡Tráeme la pistola!”
Ahí fue cuando supe que teníamos una pistola (una del calibre 38 de acero cromado escondida en el cajón de los calcetines). Mi madre le suplicó que no le disparara. Por suerte, tuvo el sentido común de hacerle caso.
Debido a aquel incidente, descubrí dónde estaba la pistola, así que un día la cogí y recuerdo que pensé: “¡Ésta es la pistola de petardos más guapa que he visto en mi vida!”. A escondidas le metía petardos y también las ‘puntas azules’ que arrancaba de las antiguas cerillas de madera para la cocina.
Mis padres no sabían qué cara poner cuando vieron que me había cargado el percutor.
Los padres de mi madre tenían un restaurante ubicado también en los muelles de Maryland. Mi madre siempre nos contaba la historia de un tío que entró una vez en el restaurante y provocó una pelea. Creo que fue el padre de mi madre quien cogió uno de esos tenedores grandes que se usan para sacar las patatas del agua hirviendo y se lo clavó al tipo en todo el cráneo. No se murió, se fue corriendo con el tenedor clavado en la cabeza como si fuera una antena.
El padre de mi padre casi nunca se bañaba. Le gustaba sentarse en la terraza con un montón de ropa encima. Le encantaba el vino, y empezaba las mañanas tomándose dos vasos de Alka-Seltzer.
La madre de mi madre no hablaba inglés, así que nos contaba historias en italiano. Había una que iba sobre la mano pelusa, la mano peluda. “Mano pelusa! Vieni qua!”, decía con una ‘voz de abuela’ que te ponía todos los pelos de punta. Se supone que eso significa “¡mano peluda, ven aquí!”, y al decirlo me subía sus dedos por el brazo. Esto es lo que hacía la gente cuando no había televisión.
Entre mis primeros recuerdos de infancia también está mi trajecito de marinero con un silbato de madera que llevaba atado con una cuerda alrededor del cuello y las continuas peregrinaciones a la iglesia para practicar la genuflexión.
Durante un tiempo, yo entonces era muy pequeño, vivimos en una pensión. Creo que era en Atlantic City. La dueña de la pensión tenía un perro de raza pomerana que se comía el césped y vomitaba unas cosas que parecían albóndigas blancas.
Después vivimos en uno de esos adosados de la Avenida Park Heights de Maryland. La casa tenía el suelo de madera muy encerado y cubierto de alfombras. La tradición de aquellos días era que había que darle mucha cera a todo hasta que se te reflejase perfectamente la cara (recordad que no había televisión, con lo que la gente tenía tiempo para hacer esas cosas). La otra tradición era: cuando papá llega del trabajo, hay que ir corriendo a la puerta para recibirlo.
Una vez, mi hermano menor, Bobby, corrió más que yo para recibir a mi padre y llegó antes a la puerta (era una puerta con cristales pequeños). La abrió, abrazó a papá y la cerró. Yo, que iba corriendo, resbalé con la alfombra y atravesé el cristal con el brazo izquierdo. Querían llevarme al médico para ponerme puntos en el brazo, pero dije que no sin parar hasta que al final mis padres me pusieron en la herida un montón de tiritas y se me acabó quedando una cicatriz. Todo porque no soporto las agujas.
Además, tenía los dientes muy mal, de modo que mis padres me llevaban a un dentista italiano que tenía un aparato único: una mezcla de sierra mecánica y máquina de coser. Me metía esa cosa en la boca y empezaba a sonar: fuudn-fuudn-fuudn-fuudnnnnnn. Y sin anestesia. Aprendí a temer la palabra ‘dentista’.
Mis padres creían que su obligación era llevarme a un dentista italiano porque no se fiaban de esos dentistas ‘anglosajones’ (que-seguro-que-eran-parientes-de-algún-paleto), y así es como conocí al maligno Dr. Rocca. Le habría quedado perfecto el papel de monje malvado en El nombre de la rosa.
Mi padre trabajaba de meteorólogo en la base militar de Edgewood. Allí fabricaban gas venenoso durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que supongo que su labor consistiría en saber en qué dirección soplaría el viento cuando iban a soltar el gas.
Muchas veces me traía material del laboratorio para jugar: vasos de precipitados, balones de destilación, plaquitas de Petri llenas de mercurio, y pegotes de mercurio. Me pasaba el día en casa jugando con eso. Tenía todo el suelo de la habitación lleno de esa ‘mugre’ de mercurio mezclada con bolas de polvo.
Una cosa que me encantaba era verter el mercurio en el suelo y darle con un martillo, con lo que lo salpicaba todo. Yo vivía en mercurio.
Cuando salió el DDT, mi padre trajo un poco a casa. Teníamos una bolsa llena en el armario. No me lo comí ni nada de eso, pero él decía que se podía comer: se suponía que era ‘seguro’ y que sólo mataba a los bichos.
Los padres sicilianos siempre lo hacen todo de manera diferente. Si me quejaba de dolor de oídos, mis padres calentaban un poco de aceite de oliva y me lo ponían en la oreja: eso hacía un daño de la hostia, pero me decían que era para curarme. Cuando eres crío, no discutes esas cosas.
Me pasé los primeros cinco o seis años de mi vida con bolas de algodón en las orejas, amarillas por el aceite.
Aparte de los dolores de oídos y del asma, también tenía sinusitis y en mi barrio se empezaba a hablar de un ‘nuevo tratamiento’. Consistía en meter radio en las fosas nasales (¿alguna vez habíais oído una cosa similar?). Mis padres me llevaron a otro médico italiano y, aunque yo no sabía lo que me iban a hacer, aquello no pintaba muy bien. El médico tenía una cosa que era como un alambre (de unos 30 cm de largo o más aún) con una bola de radio en la punta. Me lo metió por la nariz y por dentro de las dos fosas nasales (debería comprobar ahora mismo si mi pañuelo brilla en la oscuridad).
Uno de los remedios maravillosos que acababa de salir por entonces era la sulfamida. En invierno hacía un frío que pelaba en aquella casa del número 15 de la calle Dexter. Las paredes eran tan finas como las de una caja de cartón. Nuestros pijamas de franela eran de aquellos antiguos de una pieza, con una abertura con botones en la parte trasera. Por las mañanas, para calentarnos, nos poníamos junto a la estufa de carbón de la cocina.
Pues bien, una vez, empezó a arder la abertura del pijama de mi hermano. Mi padre vino corriendo y apagó el fuego sólo con las manos. Se le quemaron totalmente, igual que la espalda de mi hermano. El médico les puso sulfamida y no les quedó ninguna marca.
Con el objetivo de llegar a fin de mes, mi padre se presentaba voluntario a los experimentos para estudiar los efectos de determinadas sustancias químicas (puede que incluso biológicas) diseñadas para el arte de la guerra. Se llamaban ‘tests de parches’.
El Ejército no te revelaba qué iban a ponerte en la piel, y tenías que comprometerte a no rascarte ni mirar bajo la venda. Pagaban diez dólares por parche y te los quitaban después de llevarlos durante un par de semanas.
Mi padre llegaba cada semana con tres o cuatro parches en los brazos y en diferentes partes del cuerpo. No tengo ni idea de qué sustancias eran o qué efectos podrían haberle causado a largo plazo (a él o a alguno de los hijos que tuvo después de ponerse a hacer eso).
Había bidones de gas mostaza a unos dos kilómetros de donde vivíamos, por lo que todos los vecinos de aquellos bloques teníamos que tener en casa una máscara de gas para cada miembro de la familia.
El gas mostaza hace que se te revienten los vasos de los pulmones, lo que provoca que uno se ahogue en su propia sangre.
Teníamos una percha al final del pasillo donde estaban todas las máscaras de gas de la familia. Yo siempre iba con la mía por el patio trasero de la casa: era mi casco espacial. Un día decidí comprobar cómo funcionaba, así que cogí un abrelatas y abrí el filtro (destrozando, de esta forma, la máscara). El caso es que descubrí lo que había dentro: carbón vegetal, filtros de papel y diferentes capas de cristales, incluido, creo, permanganato de potasio.
Pero antes de desparramar el gas mostaza en el campo de batalla, se usaba otra cosa llamada cloropicrina, una sustancia en polvo para inducir el vómito (lo llamaban “el vomitador”). El polvillo se colaba por los bordes de la máscara del soldado y le hacía vomitar. Si no se quitaba la máscara se podía ahogar en su propio vómito y, si se la quitaba (para tirar los restos del vómito), se le metía el gas mostaza.
Siempre me ha fascinado que haya gente a la que se le paga por averiguar estas cosas.
La segunda parte de mi infancia (¿de veras queréis que os cuente este rollo?) transcurre casi toda en California, cuando contaba diez o doce años. Para empezar, os diré cómo llegamos allí.
Dado que yo siempre estaba enfermo en Maryland, mis padres querían que nos mudáramos. La primera vez que hui de allí fue cuando a mi padre le dieron un trabajo en Florida: otro puesto en la administración pública, esta vez en balística, en algo sobre trayectorias de proyectiles (estábamos todavía en la Segunda Guerra Mundial).
ALGUNOS RECUERDOS DE FLORIDA
Edgewood, Maryland, estaba más o menos en el campo. Tenía un bosquecillo y, justo al final de la calle Dexter, había un riachuelo con cangrejos donde me pasaba el tiempo jugando con Leonard Allen.
Pese a que siempre estaba enfermo, me lo pasaba bien en Edgewood, pero cuando volvimos a Maryland no fuimos allí, sino a una especie de adosado en la ciudad que me parecía horrible.
Creo que a mis padres tampoco les gustaba mucho porque recuerdo que al instante ya estaban hablando de mudarnos a California. A mi padre le había salido otro trabajo en el Campo de Pruebas de Dugway, en Utah (donde fabricaban gas nervioso), pero nos libramos con mucha suerte: al final no lo aceptaron. Donde se colocó fue en la Escuela Superior de Estudios Navales de Monterrey, impartiendo clases de metalurgia. Yo no tenía ni puta idea de lo que era eso.
Así que, en pleno invierno, nos fuimos allá, a California, tomando la ruta del sur en un ‘Henry-J’ (un coche que ya no se fabrica, pequeño, cutre y tremendamente incómodo de la marca Kaiser). El asiento trasero del ‘Henry-J’ era de contrachapado, con un relleno de un dedo de fibra y tapizado de un material rígido con un poco de algodón. Me pasé dos semanas maravillosas montado en esa tabla de planchar salida del infierno.
Mi padre creía, como todos los de la Costa Este, que California era sol y calor todo el año. Hasta tal punto que, de camino hacia allí, nos paramos un momento en la zona de las Carolinas y le dio toda nuestra ropa de invierno a una familia de negros que estaban cerca de la autopista y que se quedó totalmente alucinada. Mi padre estaba convencido de que nunca nos volvería a hacer falta aquella ropa.
Cuando llegamos a Monterrey (una población costera al norte de California), hacía un frío que pelaba, con viento y niebla todo el rato. ¡Vaya!
El trabajo de mi padre me obligaba a cambiar de colegio con cierta frecuencia. No es algo que me gustara especialmente, pero es que en aquella época no había nada que me pareciera divertido. Un ‘fin de semana fuera’ consistía en meterse en el ‘Henry-J’ e ir hacia Salinas, donde había muchos campos de lechugas. Íbamos detrás de los camiones, mirando si se caía alguna lechuga del remolque. Cuando caía una, mi padre paraba el coche, la recogía, le quitaba la suciedad del asfalto, me la tiraba al asiento trasero y nos íbamos a casa para hervirla.
No me gustaba ser pobre. Parecía que todo lo que quería hacer y que tenía pinta de ser divertido era demasiado caro, y cuando eres crío y no te diviertes, o te aburres o estás insatisfecho o todo a la vez.
Por ejemplo, me habría encantado tener un juego de química. En aquellos días, si tenías el juego de química Gilbert completo, el libro de instrucciones de ese juego te enseñaba a fabricar cosillas como gas lacrimógeno.
A los seis años de edad aprendí a hacer pólvora: me sabía los ingredientes y me moría de ganas de conseguirlos y ponerme a ello. Tenía toda la parafernalia química por casa, y jugaba a fingir que mezclaba los ingredientes, soñando que lograba que uno de mis mejunjes explotara de verdad.
En una ocasión creí haber dado con la fórmula para un nuevo gas venenoso cuando un líquido con el que estaba trabajando (compuesto en su mayor parte de limpiacristales) entró en contacto con un poco de zinc.
Mi padre quería que fuera ingeniero. Creo que se le fue la idea cuando vio que sacaba malas notas en matemáticas y en las asignaturas de ciencias.
Cuando ibas a sexto te hacían una especie de test de preferencias que se llamaba Kuder. Tenías que seleccionar una serie de casillas en una página y pinchar en ellas con un alfiler. Se suponía que el test indicaba cuál era el trabajo más adecuado para ti durante toda la vida. Mis resultados decían que mi destino era ser oficinista. Saqué la máxima puntuación en ‘estudios administrativos’.
El problema principal de mi etapa en el colegio era que todas aquellas cosas que intentaban enseñarme no coincidían con las que me interesaban a mí. Yo había crecido con gas venenoso y explosivos, con los hijos de quienes se dedicaban a fabricar esas sustancias. ¿Qué coño me importaba a mí el álgebra?
Nos mudamos de Monterrey a un pueblo muy tranquilo que está cerca de allí, Pacific Grove. Me pasaba el tiempo libre haciendo muñequitos y maquetas de avión, así como explosivos con cualquier ingrediente que llegara a mis manos.
Un día, me dijo un amigo mío: “¿Ves ese garaje de enfrente? Lleva años cerrado. Me gustaría saber qué hay dentro”.
Nos colamos escarbando por debajo de la pared lateral. En el garaje había un montón de cajas llenas de balas de metralleta del calibre cincuenta. Robamos unas cuantas, les quitamos la parte superior con unos alicates y extrajimos la ‘pólvora’. Pero aquella supuesta ‘pólvora’ estaba formada por unas lentejuelas pequeñitas de color negro verdoso (creo que eso se llamaba balistita). Pertenecía a la familia de la pólvora que no produce humo (nitrato de celulosa). Era la primera vez que la veía.
Pusimos un poco de pólvora dentro de un rollo de papel de váter, lo metimos en un montón de basura de un descampado y lo encendimos usando de mecha cordones de colores (esa cosa de plástico brillante para hacer llaveros en las acampadas de verano).
Cuando la balistita no está bien apretada produce una lluvia de pequeñas bolas de fuego de color naranja amarillento.
Pero lo mejor fue que había otra cosa que también explotaba: las pelotas de pimpón rellenas de pólvora. Nos pasábamos horas limando pelotas de pimpón con una lima redonda hasta convertirlas en polvo. Se me ocurrió hacerlo así cuando leí un artículo sobre un tío que se había escapado de la cárcel fabricando una bomba con naipes. En el artículo ponía que los naipes estaban recubiertos de una especie de material de celulosa, y el preso había raspado todas las cartas y había acumulado la pólvora extraída del plástico.
La carcasa que usó para fabricar la bomba era un rollo de papel de váter envuelto en cinta adhesiva negra (que contiene alquitrán). Consiguió que explotara y salió de la cárcel, y eso a mí me dio una idea.
En las tiendas de maquetas vendían pistolas de petardos de un disparo. Eran mejores que las que tenían tamborcito porque contenían más pólvora y hacían más ruido. Me pasé horas con el cúter quitando el papel que estaba pegado y guardando las cargas de los petardos en un bote. Además, tenía otro bote lleno de la pólvora semiletal de las pelotas de pimpón.
Una tarde, estaba yo en el garaje de mi casa, un garaje destartalado y viejo, con un suelo de barro, como el sitio de las balas de metralleta. Acababa de pasar la fiesta del 4 julio y los desagües de las calles estaban aún llenos de tubos de fuegos artificiales. Había recogido unos cuantos, y estaba rellenando uno con mi fórmula secreta.
Tenía un tubo justo entre las piernas y le estaba metiendo una capa de esto y una capa de aquello, introduciendo cada capa en el tubo usando la punta de una baqueta de batería.
Cuando llegué a la capa de los petardos de un disparo, se ve que apreté demasiado fuerte y la carga prendió. La explosión dejó un gran cráter en el suelo de tierra, llegó a abrir las puertas y me tiró hacia atrás unos pocos metros, con los huevos por delante. Cielos, casi podría haber escapado de la cárcel con esa explosión.
A pesar de aquel incidente, aún seguía mi interés por las cosas que hacían pum.
Hacia 1956, tenía un amigo en San Diego al que también le gustaban los explosivos. Llevábamos como un mes haciendo experimentos cuando nos dio por coger un bote de mayonesa de un litro y rellenarlo de combustible sólido para cohetes (con zinc en polvo y azufre al cincuenta por ciento) y polvo de bomba fétida.
En el instituto se celebraba la Jornada de Puertas Abiertas y fuimos en autostop al colegio. Habíamos cogido el bote de mayonesa y algunas tazas de cartón de la cafetería. Las rellenamos, se las pasamos a nuestros amigos y las encendimos (mientras íbamos por los pasillos, con todos los padres sentados en las aulas mirando los horarios del curso de sus retoños).
Al día siguiente tenía la taquilla (donde había almacenado la jarra con los restos de la fórmula) cerrada con un alambre.
Al poco tiempo, en la clase de inglés de la Srta. Ivancic, recibí la invitación de ir al despacho del director para conocer al responsable de incendios del colegio.
Me expulsaron del colegio, y me iban a poner en libertad vigilada, pero mi madre le suplicó al agente de libertad vigilada (que, por casualidad, era italiano) para que no lo hiciera, explicándole que iban a trasladar a mi padre de San Diego a Lancaster: de modo que me libré. Es así como acabó la primera fase de mi carrera científica.
There Goes the
Neighborhood
Cuando tenía unos doce años (en 1951 o 1952), empecé a sentir curiosidad por tocar la batería. Ya sé que a muchos chicos les apasiona, pero yo no tenía en mente ser batería de rock and roll ni nada parecido, ya que el rock and roll aún no se había inventado. A mí me llamaban la atención los sonidos de cosas con las que se puede marcar un ritmo.
Empecé con la percusión orquestal, estudiando todos los rudimentos: términos arcanos como redobles, paradiles y mordientes. Asistí a un curso de verano en el colegio de Monterrey con un profesor llamado Keith McKillop. En lugar de usar tambores, nos hacía ensayar en tablas de madera. Teníamos que ponernos frente a las tablas y ensayar los rudimentos que se usan en Escocia.
Al acabar el curso supliqué a mis padres que me alquilaran un tambor con bordonera y enseguida me puse a ensayar en el garaje. Cuando se acabó el dinero para alquilarlo, empecé a tocar sobre los muebles, con notables desperfectos en la pintura de la cómoda.
Hacia 1956, ya tocaba en una banda de R&B del instituto que se llamaba los Ramblers. Ensayábamos en la sala de estar del pianista, Stuart Congdon (su padre era predicador). Yo ensayaba tocando sobre tarros y cazuelas, que sostenía entre mis piernas como si fueran bongos. Al final convencí a mis padres para que me compraran una batería de verdad (por unos cincuenta dólares, era de segunda mano, de un tío que vivía en nuestra misma calle). No la recibí hasta una semana antes de nuestro primer bolo. Como no había aprendido a coordinar manos y pies, no se me daba muy bien marcar el ritmo con el pedal del bombo.
El líder del grupo, Elwood “Junior” Madeo, nos había encontrado un sitio para tocar que se llamaba el Uptown Hall, en la calle 40 con Mead, en el distrito Hillcrest de San Diego. Nuestro caché: siete dólares… la banda entera.
Yendo al concierto, me di cuenta de que me había dejado en casa las baquetas (y eran las únicas que tenía), con lo que tuvimos que volver y atravesar toda la ciudad para cogerlas. Al final me despidieron diciéndome que tocaba demasiado los platillos.
Resulta bastante difícil ser batería-en-prácticas porque hay muy pocos apartamentos con la insonorización adecuada para poder ensayar. (¿De dónde salen los buenos baterías de verdad?)
Los discos de rock and roll no salieron al mercado hasta algunos años después de que se inventara el rock. A principios de los años 50, los chicos se compraban discos de 78 o de 45 r. p. m.
Fue en 1957 cuando vi el primer disco de rock and roll de mi vida: Teenage Dance Party. En la portada se veía a un grupo de CHICAS MUY BLANCAS bailando, con todo lleno de confeti y refrescos. El disco era una colección de canciones de grupos negros de doo-wop.
Mi colección de discos consistía en cinco o seis singles de R&B de 78 r. p. m. Como era un joven de clase media baja, cualquier vinilo de alta fidelidad de rotación lenta tenía un precio que estaba completamente fuera de mi alcance.
Un día, me econtré con un artículo en la revista Look donde se hablaba de lo buena que era la tienda de discos de Sam Goody. El autor de aquella pieza decía que allí el Sr. Goody vendía de todo y ponía como ejemplo que había llegado incluso a vender un disco llamado Ionisation.
El artículo seguía diciendo algo así como que “en este álbum no hay nada más que batería, es disonante y horrible, la peor música del mundo”. ¡Ahh! ¡Sí! ¡Eso es lo mío!
Me puse a pensar dónde podría conseguir ese disco, porque yo vivía en El Cajón, California, un pueblo que parecía de vaqueros, cerca de San Diego.
Había otro pueblo, llamado La Mesa, situado justo al otro lado de la colina y que estaba a un nivel ligeramente superior al nuestro (donde había una tienda de música). Pasado un tiempo, me quedé a dormir en casa de Dave Franken, un amigo que vivía en La Mesa, y acabamos visitando esa tienda, que tenía singles de R&B de oferta.
Después de revolver en las estanterías y encontrar un par de discos de Joe Huston, me dirigí a la caja y, por casualidad, le eché un vistazo a un cajón de elepés. Me fijé en la portada de un disco, en blanco y negro y con pinta extraña, en la que había un tipo con el pelo encrespado y gris que parecía un científico loco. Me encantó que por fin un científico loco hubiera grabado un disco, así que lo cogí… y allí tenía conmigo el disco con “Ionisation”.
El autor del artículo de Look no lo había explicado bien del todo: el título correcto era The Complete Works of Edgar Varèse, Volume I, que contenía “Ionisation” entre otras piezas, y estaba publicado en un oscuro sello denominado EMS (Elaine Music Store). El disco tenía el número 401.
Dejé los discos de Joe Huston y me metí la mano en el bolsillo para ver cuánto dinero llevaba: creo que llegaba a los 3,75 dólares. Era la primera vez que me compraba un álbum, pero sabía que debían de ser caros porque los compraba, sobre todo, la gente mayor. Le pregunté al dependiente cuánto costaba el EMS 401.
“¿Ese gris que hay en la caja?”, dijo, “5,95 dólares”.
Llevaba casi un año buscando ese disco y no me pensaba rendir. Le dije que tenía 3,75. Se lo pensó durante un momento y dijo: “Ese disco lo usamos aquí para mostrar a los clientes el sonido hi-fi, y nadie se compra un disco usado. Si tienes tanto interés, te lo dejo por 3,75 dólares”.
Tenía muchísimas ganas de escucharlo. En casa teníamos un auténtico tocadiscos de baja fidelidad: un Decca. Era una pequeña caja de unos 10 cm de grosor que se apoyaba sobre unas patas bajas de metal (puesto que el altavoz estaba colocado debajo) y con uno de esos antiguos brazos de tocadiscos que hay que desplazar un cuarto de disco para luego bajar la aguja. El tocadiscos tenía las tres velocidades, pero nunca nadie lo había puesto a 33⅓.
Estaba en un rincón de la salita, donde mi madre planchaba la ropa. Al comprarlo, nos habían regalado el disco con “The Little Shoemaker”, de un grupo del sello Mercury que tenía un cantante blanco de mediana edad. Se lo ponía cuando planchaba, de manera que ése era el único lugar de la casa donde podría escuchar el nuevo disco de Varèse.
Subí el volumen al máximo (para conseguir sacarle al tocadiscos la mayor ‘fidelidad’ posible) y puse con mucho cuidado la aguja polivalente con punta de osmio al principio de la espiral de “Ionisation”. Mi madre es una buena mujer católica a la que le gusta ver partidos de roller derby. Cuando escuchó lo que salía de aquel pequeño altavoz situado debajo del tocadiscos, pensó que yo estaba mal de la chola.
En el disco se oían sirenas, tambores, el rugido de un león y todo tipo de sonidos extraños. Me prohibió volver a ponerlo en la salita. Yo le dije que a mí me parecía una maravilla y que quería escucharlo sin parar. Me dijo que me llevara el tocadiscos a mi habitación.
Mi madre jamás volvió a escuchar “The Little Shoemaker”.
Me quedé con el tocadiscos y me puse el EMS 401 una vez y otra y otra, analizando con detalle toda la información que venía en el disco. Aunque no entendía los términos musicales, también los memoricé.
En el instituto, cuando llevaba amigos a casa, les obligaba a escuchar el disco de Varèse porque pensaba que era el mejor test de inteligencia. Ellos pensaban que a mí me faltaba un tornillo.
Cuando cumplí quince años, mi madre me dijo que me iba a hacer un regalo de cinco dólares (era mucho dinero entonces) y me preguntó qué quería. Yo le dije: “Bueno, en vez de comprarme algo, ¿podría hacer una llamada de larga distancia?” (era la primera vez que se hacía en casa una llamada de larga distancia).
Decidí que iba a llamar a Edgar Varèse. Deduje que una persona que tenía el aspecto de un científico loco sólo podía vivir en Greenwich Village. Así que llamé al teléfono de información de Nueva York y les pedí el número de Varèse. Me lo dieron. También me dieron la dirección: calle Sullivan, 188.
Me cogió el teléfono su esposa, Louise. Era una mujer encantadora: me dijo que su marido no estaba, que se había ido a Bruselas a trabajar en una composición para la Exposición Universal (se trataba de la obra “Poème électronique”) y me pidió que volviera a llamar un par de semanas más tarde. No recuerdo muy bien lo que le dije cuando al final hablé con él: supongo que algo muy elaborado en plan “me chifla su música”.
Varèse me contó que estaba trabajando en una nueva pieza llamada “Déserts”, y me causó un cierto impacto porque Lancaster, California, estaba en el desierto. Cuando tienes quince años y vives en el desierto de Mojave, y descubres que el Compositor Más Grande Del Mundo (que encima tiene pinta de científico loco) está trabajando en un laboratorio secreto de Greenwich Village en una ‘canción sobre tu pueblo’ (por decirlo así), todo eso te parece una auténtica pasada.
Con todo, creo que “Déserts” está inspirada en Lancaster, pese a que en las notas del elepé se insista en que es algo más filosófico.
En los años del instituto, no paré de buscar información sobre Varèse y su música. Encontré un libro en el que había una foto suya de joven y una cita en la que decía que sería más feliz trabajando en la vendimia que como compositor. Me gustó esa frase.
El segundo disco de 33⅓ que me compré era uno de Stravinsky. Di con una edición barata (de Camden) de La consagración de la primavera, a cargo de algo así como la ‘World-Wide Symphony Orchestra’ (¿a que suena como muy oficial?). La portada lucía una cosa indescriptible abstracta verde y negra, con una funda morada con letras negras. Me encantaba Stravinsky, casi tanto como Varèse.
El otro compositor que me sobrecogió (puesto que no me podía creer que se pudiera escribir ese tipo de música) fue Anton Webern. Escuché una de las primeras grabaciones del sello Dial, con una portada realizada por un artista llamado David Stone Martin, que recogía uno de los dos cuartetos de cuerda de Webern en una cara, y en la otra, la sinfonía op. 21. Me encantaba ese disco, aunque era muy diferente de Stravinsky y Varèse.
Yo no tenía ni idea de música dodecafónica, ni siquiera sabía lo que era, pero me encantaba lo que escuchaba. Como no había estudiado música, para mí era lo mismo escuchar los discos de Lightnin’ Slim o los de un grupo local llamado The Jewels (que tenían una canción titulada “Angel in My Life”) que los de Webern, Varèse o Stravinsky. Para mí todo era buena música.
Tuve algunos profesores muy buenos en el instituto. El Sr. Kavelman, el instructor de la banda de música en el instituto de Mission Bay, respondió a una de las preguntas musicales más candentes de mi juventud. Le pasé un día el disco con “Angel in My Life”, que era mi tema favorito de R&B. Yo no entendía por qué me gustaba tanto pero, como él enseñaba música, pensé que me ayudaría a dar respuesta a ese enigma.
“Escuche esto”, le pedí, “y dígame por qué me gusta tanto”.
“Cuartas paralelas”, concluyó.
Fue el primero en hablarme de música dodecafónica. No es que le apasionara, pero al menos mencionó su existencia y le estoy agradecido. De no haber sido por él, nunca habría escuchado a Webern.
El Sr. Ballard era el profesor de música en el instituto de Antelope Valley. Me dejó dirigir la orquesta un par de veces, y me hizo escribir música en la pizarra para que la tocara la orquesta.
También me hizo un gran favor sin saberlo. Como yo tocaba la batería, me encargaron la horrible tarea de estar en la banda de música. Teniendo en cuenta lo poco que me gusta el fútbol americano, me parecía insoportable ir por ahí todos los fines de semana con un uniforme estúpido haciendo ‘Da-ta-da-da-ta-ta-taaaa; ¡ADELANTE!’ cada vez que alguien le daba una patada al puto balón, y encima con un frío que te congelaba los huevos. El Sr. Ballard me echó de la banda de música por fumar yendo de uniforme, y por eso le estaré eternamente agradecido.
Mi profesor de inglés en Antelope Valley era Don Cerveris. Nos hicimos amigos. Se cansó de dar clases y lo dejó porque quería ser guionista de cine. En 1959 escribió el guión de una película del Oeste muy barata que se titulaba Run Home Slow, y me ayudó a meterme en la película para que compusiera mi primera banda sonora.
Mientras todos los chicos del instituto se gastaban el dinero en coches, yo me lo gastaba en discos (no tenía coche). Me iba a tiendas de discos de segunda mano a comprar los que ponían en los bares con canciones de rhythm and blues.
Había una tienda en San Diego, en la planta baja del hotel Maryland, donde vendían singles de R&B totalmente inencontrables: eran todos aquellos de Lightnin’ Slim y Slim Harpo de la compañía Excello (el motivo por el que esos discos no estaban en las ‘tiendas para blancos’ era que Excello tenía la política de que si una tienda quería vender sus discos de R&B, estaba obligada también a vender su catálogo góspel). La única manera de conseguir un disco de Lightnin’ Slim era hacerme unos cientos de kilómetros y comprarlo de segunda mano, todo rayado.
En San Diego había pandillas de barrio, y cada una tenía su propia ‘banda de música enrollada’, el equivalente al ‘equipo local’ de fútbol. Estas bandas competían entre sí: cuál tenía el mejor músico, vestuario, coreografía.
Una ‘buena banda’ tenía que tener, al menos, tres saxos (y uno tenía que ser barítono), dos guitarras, bajo y batería. Se consideraba que la banda era más seria si los músicos llevaban chaquetas deportivas de algodón de un botón y de color rosa. Si los músicos encima llevaban los pantalones a juego, entonces la banda era muy buena, y ya era magnífica si los músicos de la fila delantera hacían los mismos pasos y se ‘agachaban y levantaban’ a la vez en las canciones rápidas.
La gente iba a ver estas bandas porque les gustaban de verdad. No eran simplemente ‘conciertos de rock’ organizados por ‘promotores’. De hecho, en las pandillas había chicas que se encargaban de alquilar la sala, decorarla, contratar a la banda y vender las entradas (mi primera actuación, en la que olvidé las baquetas en casa, estaba patrocinada por una de estas pandillas, las “BLUE VELVETS”).
Con Don Van Vliet (Captain Beefheart) me pasé más tiempo cuando estaba en el instituto que después de meterse en el ‘show business’.
Dejó los estudios en el último año de instituto porque su padre, que era camionero para el pan Helms, tuvo un infarto y ‘Vliet’ (así le llamábamos entonces) le sustituyó en su ruta una temporada (aunque casi siempre estaba en casa escaqueándose del cole).
Su novia, Laurie, vivía con él en casa de sus padres, con su madre (Sue), su padre (Glen), su tía Ione y su tío Alan. Su abuela Annie vivía en la casa de enfrente.
¿De dónde sacó Don su ‘nombre artístico’? El tío Alan tenía la costumbre de exhibirse constantemente ante Laurie: meaba con la puerta del baño abierta y, cuando ella pasaba por delante de él, se ponía a murmurarle a su protuberancia cosas como: “¡Qué preciosidad! Parece un grande y hermoso corazón de vaca”.
Don también era un enfermo del R&B, así que me llevaba a su casa mi colección de singles y nos pasábamos horas escuchando canciones desconocidas de Howlin’ Wolf, Muddy Waters, Sonny Boy Williamson, Guitar Slim, Johnny “Guitar” Watson, Clarence “Gatemouth” Brown, Don and Dewey, los Spaniels, los Nutmegs, los Paragons, los Orchids, los etc., etc., etc.
Siempre había montones de bollos en la cocina, como bollos de piña que no se habían vendido ese día (el lugar estaba inundado de almidón) y comíamos montañas mientras escuchábamos los discos. De vez en cuando, Don le gritaba a su madre (que siempre iba con un albornoz azul de felpa): “¡Sue! ¡Tráeme una Pepsi!”. No había nada más que hacer en Lancaster.
Nuestra principal diversión, aparte de escuchar discos, era ir por la noche a tomar café al Denny’s, que estaba en la carretera.
Si Don iba mal de pasta (esto era antes de sustituir a su padre en la ruta del pan), abría la puerta trasera de la furgoneta, sacaba una de las bandejas largas con los bollos y hacía que Laurie se colara por la rendija a la cabina cerrada, donde trincaba unos cuantos pavos de la caja para el cambio de su padre.
Después de tomarnos un café, nos íbamos con su coche Oldsmobile (era de color azul claro y le había puesto en el volante un adorno que era la cabeza de un hombre lobo hecha a mano) a dar vueltas por ahí hablando de la gente que tenía las orejas grandes.