Fuera de quicio
A la memoria de la maravillosa Wendy Weil,
defensora de los libros, de los animales y
(en ambas categorías) de mi persona
Su condición simiesca, caballeros, en la medida en que ustedes tienen algo semejante en su pasado, no les puede resultar más lejana que a mí la mía, pero cosquillea en los talones de todo aquél que camina sobre la tierra, así del pequeño chimpancé como del gran Aquiles.
FRANZ KAFKA, Informe para una academia.
A quienes me conocen ahora les sorprenderá saber que yo era muy charlatana de niña. En casa hay una película familiar filmada cuando tenía dos años, una de esas antiguallas sin sonido y con los colores ya desvaídos (el cielo blanco, mis zapatillas de un rosa fantasmal), pero aún se puede apreciar cuánto hablaba entonces.
En la filmación estoy haciendo paisajismo creativo: cojo un guijarro de nuestro sendero de grava, me acerco a una gran tina de estaño, lo tiro dentro y vuelvo a por otro. Me esfuerzo lo mío y no lo disimulo. Abro mucho los ojos como una estrella del cine mudo. Sostengo un trozo de cuarzo transparente para que se vea bien, me lo meto en la boca y me lo llevo a una mejilla.
Aparece mi madre y me lo saca de la boca. Enseguida retrocede fuera de campo, pero yo me pongo a hablar con mucho énfasis (se ve claramente por mis gestos) y entonces ella reaparece y arroja la piedra a la tina. La escena dura unos cinco minutos y yo no paro de hablar en todo ese rato.
Unos años más tarde, mamá nos leyó ese viejo cuento de hadas en que una hermana (la mayor) echa sapos y culebras por la boca cuando habla y la otra (la menor), rosas y perlas; ésa fue la imagen que el cuento me evocó: la escena de aquella película familiar donde mi madre me mete la mano en la boca y saca un diamante.
Yo por entonces era rubia, mucho más mona de lo que he resultado ser después, y estaba muy arregladita para salir ante la cámara. Tengo el lacio flequillo repeinado con agua y sujeto en un lado con un pasador curvo que lleva un diamante de imitación. Cada vez que vuelvo la cabeza, el pasador destella a la luz del sol. Paso la manita sobre la tina de los guijarros. Todo esto será tuyo algún día, podría haber dicho.
O algo totalmente distinto. El objetivo de la filmación no son las palabras mismas. Lo que mis padres valoraban era su exagerada abundancia, su flujo inagotable.
Aun así, a veces había que pararme. Cuando se te ocurran dos cosas que decir, elige la que más te guste y di sólo ésa, me sugirió una vez mi madre como consejo de buenas maneras. Ella misma alteró más tarde esa regla: ya no una de cada dos, sino una de cada tres. Mi padre se asomaba todas las noches a la puerta de mi habitación para desearme felices sueños y yo hablaba y hablaba sin respirar siquiera tratando desesperadamente de retenerlo con mi voz. Veía su mano apoyada en el pomo, veía que la puerta empezaba a cerrarse. «¡Tengo que contarte una cosa!», decía, y la puerta se detenía a medio camino.
Empieza por la mitad, respondía él, convertido ahora en una sombra (la luz del pasillo lo iluminaba desde atrás) y con un tono de cansancio, como todos los adultos por la noche. La luz se reflejaba en la ventana de mi habitación como una estrella a la que pedirle un deseo.
Sáltate el principio. Empieza por la mitad.
El vendaval que me expulsó de mi pasado fue amainando.
FRANZ KAFKA, Informe para una academia.
La mitad de mi historia se sitúa en el invierno de 1996. Por entonces, ya hacía mucho que habíamos quedado reducidos a la familia que la vieja filmación familiar presagiaba: mi madre, mi padre (invisible, pero evidente detrás de la cámara) y yo. En 1996 habían pasado diez años desde la última vez que vi a mi hermano y diecisiete desde la desaparición de mi hermana. La parte intermedia de mi historia gira en torno a la ausencia de ambos, pero, si no os lo hubiera dicho, quizá no lo habríais descubierto. Hacia 1996 podía pasarme días enteros sin pensar apenas en ninguno de los dos.
1996. Año bisiesto. Año de la Rata de Fuego. El presidente Clinton acababa de ser reelegido; la cosa terminaría rematadamente mal. Kabul había caído en manos de los talibanes. El cerco de Sarajevo había concluido. Carlos se había divorciado de Diana poco antes.
El cometa Hale-Bopp apareció surcando nuestros cielos. Las primeras afirmaciones de que había en su estela un objeto parecido a Saturno salieron a la luz en noviembre. Dolly, la oveja clonada, y Deep Blue, el programa informático de ajedrez, eran las estrellas del momento. Había pruebas de vida en Marte. El objeto parecido a Saturno en la estela de Hale-Bopp quizá fuera una nave extraterrestre. En mayo del 97 se suicidarían 39 personas como requisito para subir a bordo.
¡Qué vulgar parezco sobre este telón de fondo! En 1996 yo tenía veintidós años y deambulaba por mi quinto año en la Universidad de Davis, todavía en el penúltimo o quizá el último curso, pero tan poco interesada en las complejas sutilezas de los semestres, los créditos y las notas que parecía poco probable una graduación inmediata. Mi educación, como le gustaba señalar a mi padre, era más ancha que profunda. Lo repetía a menudo.
Pero yo no veía motivo para darme prisa. Aparte de llegar a ser una persona universalmente admirada o en secreto influyente (dudaba entre ambas opciones), no tenía ninguna ambición especial. Tampoco importaba mucho: ninguna asignatura parecía garantizar ni lo uno ni lo otro.
Mis padres, que seguían sufragando mis gastos, me encontraban exasperante. Mi madre se exasperaba muchísimo por aquel entonces. Una novedad en ella: estimulantes dosis de virtuosa exasperación. Eso la rejuvenecía. Hacía poco había proclamado que ya no iba a ejercer más de intérprete e intermediaria entre mi padre y yo; desde entonces, él y yo apenas habíamos hablado. No recuerdo que me importara. Mi padre era profesor universitario y un pedante hasta la médula. Como el hueso de la cereza, cada una de sus conversaciones contenía una lección. Aún hoy, el método socrático me da ganas de morder a alguien.
El otoño llegó ese año bruscamente, como si se abriera de golpe una puerta. Una mañana, cuando iba en bicicleta a clase, pasó por el cielo una gran bandada de gansos del Canadá. No los podía ver (no se veía gran cosa), pero oí sus graznidos sincopados sobre mi cabeza. La niebla que se extendía sobre los campos me envolvía de tal forma que pedaleaba como entre nubes. La niebla de esa región no es desigual o errática como la de otros lugares, sino consistente y estática. Cualquiera habría pensado que era peligroso moverse deprisa a través de un mundo invisible, pero tengo (o tenía de niña) una predilección especial por los trompazos y tropiezos cómicos, así que me zambullí en aquella deliciosa inquietud.
Me sentía purificada por el aire fresco, tal vez algo migratoria yo misma, un poquito salvaje, lo cual significaba que podía coquetear un poco en la biblioteca si me sentaba cerca de alguien coqueteable o ponerme a soñar despierta durante la clase. Entonces me sentía salvaje a menudo y gozaba con aquella sensación, pero siempre sin mayores consecuencias.
A la hora del almuerzo comí algo (seguramente un sándwich de queso fundido; pongamos que era un sándwich de queso) en la cafetería de la facultad. Había adquirido el hábito de dejar los libros en la silla contigua para disuadir a la gente sin interés, pero los quitaba rápidamente si venía alguien interesante. A mis veintidós años manejaba la definición más pueril de interesante y, según mi vara de medir, yo misma estaba lejos de serlo.
Había una pareja en una mesa cercana y la voz de la chica fue subiendo poco a poco de volumen hasta alcanzar el punto en que me vi obligada a prestar atención.
—¿O sea que quieres más puto espacio? —dijo.
Llevaba una camiseta corta azul y un collar con un pez ángel de cristal como colgante. El pelo largo y oscuro le caía por la espalda en una trenza desaliñada. Se levantó y barrió la mesa entera con el brazo. Tenía unos buenos bíceps; recuerdo que pensé que a mí me gustaría tener unos brazos como los suyos.
Los platos cayeron al suelo hechos añicos; el kétchup y la coca-cola se derramaron y mezclaron en medio del estropicio. Debía de haber música de fondo porque ahora siempre hay música de fondo, todas nuestras vidas tienen bandas sonoras (la mayoría demasiado irónicas para ser aleatorias, opino), pero la verdad es que no lo recuerdo. Quizá sólo había un agradable silencio y el chisporroteo de la grasa en la plancha.
—¿Qué te parece? —exclamó la chica—. No me digas que me calme. Te estoy dejando más espacio —derribó también la mesa empujándola hacia un lado y dejándola caer—. ¿Así está mejor? — levantó aún más la voz—. ¿Puede salir todo el mundo, por favor, para que mi novio tenga más espacio? Es que necesita un puto montón de espacio —arrojó su silla sobre la pila de platos con kétchup; más ruidos de destrozo, una inesperada ráfaga de olor a café.
Los demás estábamos petrificados, con los tenedores a medio camino de la boca, con las cucharas hundidas en los cuencos: así encontraron a la gente tras la erupción del Vesubio.
—No hagas eso, cariño —dijo el novio, pero como ella no dejó de hacerlo ni se molestó en repetirlo.
La chica se acercó a otra mesa, una vacía en la que sólo había una bandeja con platos sucios. Metódicamente, rompió todo lo que podía romperse y arrojó al suelo todo lo que podía arrojarse. Un salero llegó rodando a mis pies.
Entonces se levantó un hombre joven y le dijo, con un ligero tartamudeo, que se serenase un poco. Ella le tiró una cuchara, que rebotó en su frente de forma audible.
—No defiendas a los gilipollas —dijo; su voz sonaba muy poco serena.
Él, con unos ojos como platos, volvió a sentarse.
—Estoy bien —aseguró a los presentes, aunque no parecía muy convencido, y añadió aturdido—: ¡Joder! ¡Me ha atacado!
—Ya no aguanto más mierdas —dijo el novio.
Era un tipo alto, con una cara flaca, vaqueros anchos y un abrigo largo. La nariz afilada como un cuchillo:
—Tú sigue y rómpelo todo, ¡zorra psicópata!, pero primero devuélveme la llave de mi habitación.
Ella lanzó otra silla por los aires: no me dio en la cabeza por poco más de un metro (soy benévola, parecía mucho menos), pero sí le dio a mi mesa y la volcó. Sujeté mi plato y mi vaso. Mis libros cayeron al suelo con un estruendo.
—Ven a quitármela —dijo.
A mí me resultó gracioso, algo así como la invitación de una cocinera entre un montón de platos rotos, y me reí convulsivamente con una extraña risotada de pato que hizo que se volvieran todos. Al instante dejé de reírme porque la cosa no era para reírse y todos se giraron de nuevo. Vi a través de las paredes de cristal que algunos de quienes andaban por el patio habían advertido el alboroto y ya estaban mirando. Un trío que iba a entrar a almorzar se detuvo en la puerta.
—Y lo voy a hacer —el novio dio unos pasos hacia ella.
La chica cogió un puñado de azucarillos manchados de kétchup y se los tiró con rabia.
—Se acabó —dijo él—. Hemos terminado. Voy a dejar todas tus mierdas en el pasillo y a cambiar la cerradura.
Se dio media vuelta y ella le lanzó un vaso. Le rebotó en la oreja. Él vaciló, se tambaleó; se tanteó con la mano y se miró los dedos por si tenía sangre
—Me debes dinero de la gasolina —dijo sin volverse—. Mándamelo por correo —y desapareció.
Hubo una pausa mientras se cerraba la puerta. Luego ella se volvió hacia todos nosotros.
—¿Qué estáis mirando, mamones?
Cogió una de las sillas. Yo no sabía si iba a ponerla derecha o también iba a tirarla. No creo que ella misma lo tuviese decidido.
Entonces llegó un policía del campus y se acercó cautelosamente hacia mí con la mano en la funda de la pistola. ¡Hacia mí! Yo seguía de pie ante mi mesa y mi silla volcadas, todavía sujetando mi inofensivo vaso de leche y mi plato con el sándwich de queso igualmente inofensivo y a medio comer.
—Déjalo todo, cielo —dijo—, y siéntate un momento.
Dejarlo... ¿dónde? Sentarme... ¿dónde? No había nada de pie en las inmediaciones, sólo yo misma.
—Lo podemos hablar. Me puedes contar lo que pasa. Todavía no te has metido en un lío.
—No es ella —le dijo la mujer de detrás del mostrador.
Era una mujer gruesa, una vieja (cuarenta años o más) con una peca en el labio superior y un exceso de delineador acumulado en los rabillos de los ojos. «Aquí todos os comportáis como si fuerais los amos —me dijo en otra ocasión cuando yo le devolví una hamburguesa para que la hiciera más—, pero vosotros vais y venís. Y ni siquiera se os ocurre pensar que soy yo la que se queda.»
—Es la alta —le dijo la mujer al policía señalando a la infractora con el dedo, pero él no le prestaba atención, tan concentrado estaba en mí y en mi próximo movimiento.
—Cálmate —volvió a decir con tono suave y amistoso—. Aún no te has metido en un lío.
Avanzó pasando junto a la chica de la trenza, que seguía sujetando la silla a media altura. Por encima del hombro del agente vi los ojos de ella.
—Nunca hay un poli cuando lo necesitas —me dijo; sonrió con una bonita sonrisa: grandes dientes blancos—. No hay paz para los malvados —alzó la silla por encima de su cabeza—. No hay sopa para vosotros.
La lanzó lejos del policía y de mí, hacia la puerta. La silla se estrelló en el suelo con el respaldo por delante.
Cuando el policía se volvió a mirar, yo dejé caer mi plato y mi tenedor. No tenía intención de hacerlo, sinceramente, pero los dedos de mi mano izquierda se aflojaron de pronto. El estrépito hizo que el poli se girase de nuevo hacia mí.
Yo aún sujetaba mi vaso, medio lleno de leche. Lo levanté unos centímetros como si estuviera proponiendo un brindis.
—No lo hagas —dijo el poli, ahora con un tono mucho menos cordial—. No estoy de broma. No me busques las cosquillas, ¡joder!
Y entonces tiré el vaso al suelo. Se hizo añicos y la leche me salpicó en un zapato y en el calcetín. No es que lo soltara simplemente: tiré el vaso al suelo con todas mis fuerzas.
Cuarenta minutos más tarde, la zorra psicópata y yo estábamos apretujadas en la parte trasera de un coche de policía del condado de Yolo, pues aquello ya rebasaba la jurisdicción de los cándidos agentes que vigilaban el campus. Apretujadas y también esposadas, lo cual dolía mucho más en las muñecas de lo que jamás había imaginado.
El hecho de estar arrestada había mejorado enormemente el humor de la chica.
—Ya le he dicho a ese gilipollas que no estaba bromeando, ¡joder! —dijo; era casi exactamente lo que me había dicho a mí el poli del campus, sólo que éste había usado un tono compungido, no triunfal—. Me alegro de que hayas decidido apuntarte. Me llamo Harlow Fielding. Departamento de Teatro.
Increíble.
—Nunca había conocido a una Harlow —dije.
A nadie que tuviera Harlow como nombre de pila, quería decir. Sí había conocido a una persona con el apellido Harlow.
—Es el nombre de mi madre, se lo pusieron por Jean Harlow, porque Jean Harlow tenía belleza y cerebro, no porque mi abuelo fuese un viejo verde. Ojo. ¿Pero de qué le sirvió tener belleza y cerebro? No es que sea un gran modelo para las mujeres, ¿no?
Yo no sabía nada sobre Jean Harlow, dejando aparte que salía (quizá, no estaba segura) en Lo que el viento se llevó, una película que ni he visto ni me ha apetecido ver nunca. Esa guerra ya pasó. Olvidémosla.
—Yo me llamo Rosemary Cooke.
—Rosemary, un nombre para el recuerdo[1] —dijo Harlow—. Encantadísima.
Deslizó los brazos por debajo del trasero, luego por debajo de las piernas y así sus manos esposadas acabaron frente a ella. Si yo hubiera sido capaz de imitarla, nos habríamos dado la mano, como parecía ser su intención, pero no era capaz.
Nos llevaron a la cárcel del condado, donde esa maniobra de contorsionista causó auténtica sensación. Varios agentes se reunieron allí mismo para ver cómo Harlow ejecutaba amablemente esos movimientos unas cuantas veces pasando primero las piernas por encima de las manos esposadas y luego al revés. Ella se quitó méritos y aplacó el entusiasmo general con la modestia propia de una triunfadora.
—Tengo los brazos muy largos —dijo—. Nunca encuentro mangas de mi talla.
El policía que nos detuvo se llamaba Arnie Haddick. Al quitarse la gorra vi que las apreciables entradas del agente Haddick describían una curva impecable y dejaban sus rasgos totalmente despejados, como el emoticono de una carita sonriente.
Tras quitarnos las esposas, nos puso en manos de los funcionarios del condado para que tomaran nuestros datos.
—Como en una cadena de montaje —comentó Harlow; daba toda la impresión de ser una veterana en esas lides.
Yo no lo era. El espíritu salvaje que sentía por la mañana se había desvanecido hacía mucho rato, dejando en su lugar algo indefinido, como una sensación de pena, tal vez de nostalgia. ¿Qué demonios había hecho? ¿Por qué lo había hecho? Los fluorescentes zumbaban como moscas en lo alto del techo y realzaban las sombras que se dibujaban bajo nuestros ojos, dándonos un aire avejentado, desesperado y algo verdoso.
—Disculpe, ¿cuánto tiempo tardará en resolverse esta situación? —pregunté con toda la educación posible.
No tenía intención de perderme la clase de la tarde. Historia Medieval Europea. Damas de hierro, mazmorras, condenados a la hoguera.
—Cuanto sea necesario —la funcionaria me dirigió una mirada verdosa y desagradable—. Acabaré mucho antes si no me incordia con preguntas.
Me lo podría haber dicho antes. Acto seguido me envió a una celda para librarse de mí mientras hacía el papeleo de Harlow.
—No te preocupes, jefa —me dijo Harlow—. Enseguida voy.
—¿Jefa? —repitió la funcionaria.
Harlow se encogió de hombros.
—Jefa. Líder. Cerebro gris —me lanzó su sonrisa deslumbrante—. La capitana.
Quizá llegue el día en que los policías y los universitarios dejen de ser enemigos naturales, pero no creo que yo llegue a verlo. Hicieron que me quitara el reloj, los zapatos y el cinturón y me llevaron descalza a una jaula con barrotes y con el suelo pegajoso. La mujer que se quedó con mis cosas era definitivamente siniestra. Había un olor fétido, una intensa combinación de cerveza, lasaña precocinada, desinfectante y pis.
Los barrotes llegaban hasta el techo. Lo comprobé para asegurarme. Para ser una chica, trepar se me da bastante bien. También allí había fluorescentes y todavía hacían más ruido. Uno de los tubos parpadeaba, de modo que la celda se iluminaba y oscurecía como si fueran pasando días enteros a toda velocidad. Buenos días, buenas noches, buenos días, buenas noches. No me habría ido mal llevar los zapatos puestos.
Había dos mujeres en la celda. Una sentada en un colchón desnudo. Joven y frágil, negra y borracha. «Necesito un médico», me dijo. Alzó el codo, le salía sangre lentamente de un estrecho corte: una sangre que pasaba del rojo al púrpura bajo la luz parpadeante. Súbitamente dio un grito y yo me sobresalté. «¡Necesito ayuda! ¿Por qué nadie me ayuda?» Nadie (yo tampoco) respondió, y ella no volvió a decir nada más.
La otra mujer era de media edad, blanca, nerviosa y delgada como un palillo. Tenía el pelo tieso y rubio oxigenado; vestía un traje chaqueta de color salmón demasiado elegante en aquel contexto. Acababa de embestir por detrás a un coche de policía y me dijo que sólo una semana antes la habían detenido por birlar burritos y salsa en el supermercado para montar una merendola dominical de fútbol en su casa.
—¡Qué desastre! —me dijo—. Tengo malísima suerte, la verdad.
Al fin me tomaron los datos. No puedo deciros cuántas horas habían pasado porque no llevaba reloj, pero ocurrió bastante tiempo después de que yo hubiera abandonado toda esperanza. Harlow aún estaba en la oficina meciéndose en una silla y golpeando el suelo con la pata mientras daba los últimos toques a su declaración. La habían acusado de daños y desórdenes públicos. Una bobada de acusación, me dijo. Ni le preocupaba ni debía preocuparme. Hizo una llamada a su novio, el chico de la cafetería, que la recogió en coche y se la llevó antes de que acabaran de tramitar mis diligencias.
Me percaté de lo útil que podía resultar un novio. Y no era la primera vez.
Yo afrontaba las mismas acusaciones que Harlow, pero con un importante añadido: a mí me acusaban, además, de agresión a un agente, y nadie dio a entender que esa acusación fuese una bobada.
Para entonces, ya me había convencido a mí misma de que no había hecho absolutamente nada, salvo estar en el lugar y el momento equivocados. Llamé a mis padres, ¿a quién podría haber llamado si no a ellos? Esperaba que respondiera mi madre, como de costumbre, pero resultó que había salido a jugar al bridge. Y, dicho sea de paso, por más fama de tramposa que se haya ganado, todavía hay gente dispuesta a jugar con ella, algo sorprendente, pero al parecer algunas personas se mueren por echar una partida al bridge, ese juego debe de ser como una droga. Volvería a casa en una hora o dos, con sus beneficios mal ganados tintineando en un monedero de plata y más contenta de lo normal. Hasta que mi padre le diera la noticia.
—¿Qué demonios has hecho? —la voz de mi padre sonaba descompuesta, como si lo hubiera interrumpido en medio de algo muy importante, pero se esperaba algo parecido.
—Nada. Gritarle a un poli del campus.
Sentí que mi angustia se desprendía de mí como la piel de una serpiente. Mi padre solía tener ese efecto en mí. Cuanto más se irritaba él, más me calmaba y divertía yo, lo cual, claro, le irritaba todavía más. A cualquiera le habría irritado, la verdad.
—Los polis, cuanto más abajo en el escalafón, más resentidos están —me dijo: con esa facilidad convirtió mi arresto en una ocasión para aleccionarme—. Siempre he pensado que sería tu hermano quien terminaría llamando desde la cárcel —añadió.
Me sobresaltó esa inusual alusión a mi hermano. Mi padre solía ser más circunspecto, sobre todo cuando hablaba por el teléfono de casa, que según él estaba intervenido.
No respondí lo más obvio: que mi hermano podía perfectamente terminar en la cárcel y que eso probablemente ocurriría algún día, pero que él jamás llamaría a casa.
Había unas palabras garabateadas con bolígrafo azul encima del teléfono: «Piensa con la cabeza». Me dije que aquél era un buen consejo, pero que quizá llegaba un poco tarde para quienes usaban aquel teléfono. Me pareció que sería un buen nombre para un salón de belleza.
—No tengo la menor idea de lo que debo hacer ahora —dijo mi padre—. Habrás de explicarme los pasos que debo dar.
—También es mi primera vez, papá.
—No estás en condiciones de hacerte la ingeniosa.
Y entonces, bruscamente, me sorprendí llorando de tal modo que no podía hablar siquiera. Inspiré agitadamente varias veces, hice varios intentos, pero no me salía una palabra.
El tono de papá cambió.
—Supongo que alguien te habrá incitado a hacer vete a saber qué —dijo—. Tú siempre has sido de las que van con el rebaño. Bueno, no te muevas de ahí —como si tuviera alternativa—, veré qué puedo hacer.
La rubia oxigenada fue la siguiente en llamar por teléfono.
—¡Adivina dónde estoy! —dijo.
Hablaba con voz alegre y entrecortada... y resultó que se había equivocado de número.
Por ser quien era, un profesional acostumbrado a salirse con la suya, mi padre consiguió que se pusiera al teléfono el poli que nos había detenido. El agente Haddick también tenía hijos y lo trató con toda la comprensión que mi padre creía merecer. Enseguida empezaron a llamarse Vince y Arnie y el cargo de agresión a un agente quedó primero reducido al de «interferencia en la acción de un agente durante el cumplimiento de su deber» para, finalmente, ser retirado. Quedaban sólo las acusaciones de daños a la propiedad privada y desórdenes públicos. Y más tarde también fueron retiradas porque la mujer de la cafetería (la de los rabillos de los ojos superdelineados) fue a declarar y habló en mi defensa. Afirmó que yo era una testigo inocente y que no había tenido la intención de romper el vaso.
—Estábamos todos conmocionados —dijo—. Aquello fue un espectáculo increíble, no se lo puede imaginar.
Pero para entonces yo me había visto obligada a prometerle a mi padre que iría a casa a pasar todas las vacaciones de Acción de Gracias para que pudiéramos hablar del asunto cara a cara durante esos cuatro días. Era un alto precio por derramar un vaso de leche. Sin contar el tiempo que estuve detenida.
La idea de que nos pasaríamos las vacaciones hablando sobre algo tan potencialmente explosivo como mi arresto era una mera ficción, eso lo sabíamos todos incluso mientras yo me veía obligada a prometerlo. Mis padres seguían fingiendo ser una familia muy unida, una familia habituada a las conversaciones con el corazón en la mano y siempre dispuesta a ayudarse en los momentos delicados. Y eso, teniendo en cuenta a mis dos hermanos desaparecidos, era un asombroso ejemplo de lo que es vivir de fantasías. Casi resultaba digno de admiración. Y, al mismo tiempo, para mí todo está muy claro. Nosotros nunca fuimos una de esas familias.
Un ejemplo al azar: el sexo. Mis padres se consideraban científicos, gente versada en los crudos hechos de la vida, también hijos de los orgásmicos años sesenta, pero todo lo que yo creo saber al respecto lo aprendí en los documentales sobre naturaleza y vida salvaje de la televisión pública, en novelas cuyos autores no debían de ser expertos en la materia y en algunos de esos experimentos ocasionales en carne viva que aportan más preguntas que respuestas. Un día apareció sobre mi cama un paquete de tampones, junto con un folleto que parecía más bien técnico y aburrido y que, por tanto, no leí. Nunca me dijeron nada sobre los tampones. No me los fumé de pura chiripa.
Yo me crie en Bloomington, Indiana, la ciudad donde vivían aún mis padres en 1996. No era fácil viajar hasta allí sólo para pasar el fin de semana y, de hecho, no pude quedarme los cuatro días como había prometido. Ya no había asientos baratos para el miércoles ni para el domingo, así que llegué a Indianápolis el jueves por la mañana y tomé un vuelo de vuelta el sábado por la noche.
Dejando aparte la cena de Acción de Gracias, apenas vi a mi padre. El Instituto Nacional de Salud le había concedido una beca y la inspiración lo mantenía felizmente recluido. Se pasó la mayor parte de mi visita encerrado en su estudio, llenando su pizarra de ecuaciones como éstas: 0’= [001] y P (S1n + 1) = (P (S1n) (I-e) q + P (S2n) (1-s) + P (S0n)cq. Apenas comía. No sé si dormía. No se afeitaba, cuando antaño se había afeitado dos veces al día. Ahora lucía una barba exuberante. La abuela Donna solía decir que su barba incipiente era exactamente igual que la de Nixon; mi padre fingía tomárselo como un cumplido, pero yo sabía que a él aquello lo sacaba de quicio. Únicamente emergía para tomarse un café o para salir al patio delantero con su caña de pescar con mosca. Mientras fregábamos y secábamos los platos, mamá y yo veíamos por la ventana de la cocina cómo lanzaba el sedal y cómo volaba la mosca por encima de los bordes helados del patio. Ésa era su actividad meditativa preferida y debía practicarla allí delante porque en la parte trasera había demasiados árboles. Los vecinos aún se estaban acostumbrando.
Cuando trabajaba con esa intensidad no bebía, cosa que todos agradecíamos. Le habían diagnosticado una diabetes unos años antes, y no debería haber bebido en ninguna circunstancia, pero él bebía a hurtadillas, lo cual mantenía a mamá en una alerta constante. Yo me temía a veces que su matrimonio se hubiera convertido en una relación parecida a la del inspector Javert y Jean Valjean.
Esta vez le tocaba a la abuela Donna invitarnos para Acción de Gracias, junto con el tío Bob, su esposa y mis dos primos, ambos menores que yo. Alternábamos entre abuelos. Era lo justo y, además, ¿por qué tenía que disfrutar sólo un lado de la familia? La abuela Donna es la madre de mi madre; la abuela Fredericka, la de mi padre.
En casa de la abuela Fredericka, la comida era pesada y rica en carbohidratos. Bastaba con comer un poco para quedarte saturada y las cantidades eran enormes. En su casa se veían por todas partes trastos asiáticos: abanicos pintados, figuritas de jade, palillos lacados. Había un par de lámparas a juego, con pantallas de seda roja y pies de piedra tallada que representaban a dos sabios ancianos. Los sabios tenían unas barbas largas y afiladas y unas uñas humanas reales incrustadas de forma espeluznante en sus manos de piedra. La abuela Fredericka me había dicho, hacía unos años, que el Salón de la Fama del Rock era el sitio más bonito que había visto en su vida. Hace que te entren ganas de ser mejor persona, me dijo.
La abuela Fredericka era la clase de anfitriona que creía que servir a la fuerza a los invitados una segunda y hasta una tercera ración era una muestra de cortesía, pero aun así todos comíamos más en casa de la abuela Donna, donde teníamos la libertad de llenarnos el plato o no y donde la masa de los pasteles era hojaldrada y los muffins de naranja y arándanos parecían deliciosamente ligeros. Allí había velas plateadas en candelabros de plata y un centro de mesa de hojas otoñales, todo de un gusto exquisito.
La abuela Donna pasó el relleno de ostras y le preguntó a bocajarro a mi padre en qué estaba trabajando en ese momento, pues era evidente que sus pensamientos volaban muy lejos. Se lo preguntó a modo de reprimenda. Él fue el único en la mesa que no lo advirtió, quizá simplemente no quiso hacer caso a ese tono. Respondió que estaba haciendo un análisis de una cadena de Markov sobre conducta de evitación condicionada. Carraspeó. Se disponía a contarnos más.
Nosotros maniobramos para evitarlo. Viramos como un banco de peces sincronizados. Un espectáculo precioso. Pavloviano. Una maravillosa danza de evitación condicionada.
—Pásame el pavo, madre —dijo mi tío Bob antes de enzarzarse con naturalidad en su tradicional diatriba sobre la forma de criar a los pavos para que tengan más carne blanca y menos oscura—. Los pobres animales apenas pueden caminar. Los convierten en unos monstruos desdichados.
Eso, además, pretendía ser una pulla contra mi padre a propósito de los excesos de la ciencia, como la clonación o la modificación genética para producir un animal a medida. Los antagonismos, en mi familia, se expresan en clave, con golpes de soslayo y la posibilidad siempre abierta de negar toda mala intención.
Lo mismo puede decirse de muchas otras familias, creo.
Bob se sirvió ostentosamente una loncha de carne oscura.
—Los pobres bichos andan a trompicones con esas enormes y atroces pechugas.
Mi padre soltó un chiste grosero. Soltaba ese chiste o una variante del mismo siempre que Bob le daba pie, algo que sucedía cada dos años. Si el chiste fuese ingenioso, lo incluiría aquí, pero no lo era. Os formaríais una mala imagen de él y formarse una mala imagen de mi padre es cosa mía, no vuestra.
El silencio que se produjo estaba preñado de compasión por mi madre, quien habría podido casarse con Will Barker si no hubiera perdido la chaveta por mi padre, un fumador y bebedor empedernido, aficionado a la pesca con mosca y ateo redomado de Indianápolis. La familia Barker poseía una tienda de material de escritorio en el centro y Will era abogado del estado, pero de hecho no importaba tanto lo que era como lo que no era, a saber: psicólogo como mi padre.
En Bloomington, para una persona de la edad de mi abuela, la palabra «psicólogo» hacía pensar en Kinsey y sus lascivos estudios, en Skinner y sus absurdas incubadoras. Los psicólogos no se dejaban el trabajo en la oficina. Se lo llevaban a casa. Hacían experimentos en la mesa de la cocina, convertían a sus familias en fenómenos de feria. Y todo para hallar respuesta a preguntas que la gente normal ni siquiera se planteaba.
«Will Barker creía que tu madre era la octava maravilla», solía decirme la abuela Donna, y yo me preguntaba si se habría parado a pensar que una servidora no existiría de haberse producido esa boda tan ventajosa. ¿Le parecía que mi no-existencia era una pega o un atractivo?
Ahora pienso que mi abuela era de esas mujeres que quería tanto a sus hijos que no le quedaba espacio para nadie más. Sus nietos le importaban muchísimo, pero sólo porque eran importantes para sus hijos. Y no lo digo como una crítica. Me alegro de que mi madre haya sido una hija tan querida.
Triptófano: una sustancia química de la carne del pavo que, según decían, te producía somnolencia y te volvía negligente. Uno de los numerosos campos minados en el paisaje familiar de Acción de Gracias.
Campo minado 2: la vajilla buena. Cuando tenía cinco años, arranqué de un bocado un trozo del tamaño de un diente de una de las copas Waterford de la abuela Donna, sólo por comprobar si era capaz de hacerlo. Desde entonces me habían servido la leche en un vaso de plástico con una imagen estampada (aunque cada año más desvaída) del payaso de McDonald’s. En 1996 ya tenía edad suficiente para tomar vino, pero me pusieron el mismo vaso de plástico. Una de esas bromas familiares que nunca se agotan.
No recuerdo apenas nada de lo que hablamos ese año, pero puedo proporcionar con toda seguridad una lista incompleta de las cosas que no se hablaron:
Miembros de la familia desaparecidos. Ojos que no ven.
La reelección de Clinton. Dos años atrás, el día se había ido al traste por la forma de reaccionar de mi padre ante la afirmación del tío Bob de que Clinton había violado a una mujer (o seguramente a varias) en Arkansas. El tío Bob ve el mundo entero como en un espejo de feria, como si en su abombada superficie hubiesen escrito con pintalabios: NO TE FÍES DE NADIE. Basta de política, había dicho la abuela Donna, estableciendo así una nueva norma, por nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo sobre nuestros desacuerdos (y por tener todos acceso a los cuchillos).
Mis problemas con la ley, de los que sólo mis padres tenían conocimiento. Mis parientes llevaban mucho tiempo esperando verme acabar mal; no les haría ningún daño seguir esperando. De hecho, la espera los mantenía en forma.
Las desastrosas notas de mi primo Peter en el examen de admisión a la universidad, de las que estábamos todos enterados, aunque fingiéramos no saber absolutamente nada. Peter había cumplido dieciocho años en 1996, pero desde el día en que nació era más adulto de lo que yo lograré serlo jamás. Su madre, mi tía Vivi, encajaba en la familia tanto como mi padre más o menos: sí, al parecer, somos un club muy selecto. Vivi sufre palpitaciones, llantinas y ansiedades misteriosas, de modo que cuando Peter tenía diez años, podía volver a casa del colegio, echar un vistazo a la nevera y preparar una cena para cuatro con lo que hubiera encontrado. Sabía preparar una salsa blanca a los seis años, un hecho que con frecuencia alguno de los adultos me hacía notar con intenciones tan claras como inicuas.
Peter era también, probablemente, el único violonchelista en la historia de la humanidad que había sido escogido «alumno más guapo» en la escuela secundaria. Tenía el pelo castaño, pecas en los pómulos y una antigua cicatriz que le contorneaba el puente de la nariz y terminaba peligrosamente cerca del ojo.
Todo el mundo adoraba a Peter. Mi padre lo adoraba porque eran compañeros de pesca y hacían frecuentes escapadas a Lemon Lake para amenazar a los róbalos de sus aguas. Mi madre lo adoraba porque Peter adoraba a mi padre, cosa de la que no era capaz ningún otro miembro de su familia.
Yo lo adoraba por cómo trataba a su hermana. En 1996, Janice era una chica de catorce años enfurruñada, granujienta y rara como la que más (es decir, rara de narices), pero Peter la llevaba en coche al instituto todas las mañanas y la recogía las tardes en que no tenía ensayo con la orquesta. Cuando ella contaba un chiste, él se reía. Cuando estaba triste, la escuchaba. Le regalaba joyas o perfumes por su cumpleaños y la defendía ante sus padres o sus compañeros de clase cuando era necesario. Era tan bueno que daba no sé qué mirarlo.
Veía algo en ella... ¿Y quién te conoce mejor que tu propio hermano? Que tu hermano te quiera cuenta lo suyo, eso creo yo.
Justo antes del postre, Vivi le preguntó a mi padre qué pensaba de los test estandarizados. Él no respondió. Miraba fijamente sus boniatos y trazaba círculos con el tenedor como si estuviese escribiendo en el aire.
—¡Vince! —dijo mi madre; él dio un respingo—. Los test estandarizados.
—Son muy poco precisos.
Ésa era justamente la respuesta que Vivi quería escuchar. Peter tenía unas notas excelentes. Estudiaba mucho. Las notas que había sacado en el examen de admisión eran una tremenda injusticia. Se produjo un momento de agradable complicidad y llegó el final de la magnífica cena de la abuela Donna. Sirvieron el pastel de calabaza, manzana y pacana.
Y entonces papá lo estropeó todo.
—Rosie sacó notas excelentes en el examen de admisión —dijo.
Como si no hubiéramos estado todos evitando el tema; como si a Peter le apeteciera oír lo bien que me había ido a mí. Mi padre, con el pastel educadamente arrinconado en un carrillo, me sonrió orgulloso, todavía con visiones de cadenas de Markov de evitación orbitando por su cabeza.
—No quiso abrir el sobre durante dos días y resultó que lo había bordado. Sobre todo, la parte oral —leve inclinación hacia mí—, por supuesto.
El tenedor del tío Bob se posó con un clic en el plato.
—Eso es por haber hecho miles de test de pequeña —dijo mamá dirigiéndose a Bob—. Los test se le dan bien. Y les pilló el truco —y luego, mirándome como si yo no hubiera oído lo anterior, añadió—: Estamos muy orgullosos de ti, cariño.
—Esperábamos grandes cosas —dijo mi padre.
—¡Esperamos! —la sonrisa de mi madre no flaqueó; su tono era de una jovialidad desesperada—. ¡Esperamos grandes cosas! —miró a Peter y Janice—. ¡De todos vosotros!
La tía Vivi tenía la boca tapada con la servilleta. El tío Bob miraba fijamente la naturaleza muerta que había colgada en la pared: montones de fruta reluciente y un faisán inerte. Con pechuga no modificada, según la voluntad de Dios. Muerto, claro, pero eso también forma parte del plan divino.
—Una vez —dijo mi padre— jugaron al ahorcado en clase durante el recreo porque estaba lloviendo y, cuando le tocó el turno a ella, la palabra que eligió fue «fúlgido». ¿Te acuerdas? Tenía siete años. Vino a casa llorando porque la maestra le dijo que había hecho trampa y se había inventado una palabra.
(Mi padre recordaba mal la anécdota: ninguna maestra de mi escuela habría dicho eso. Lo que dijo la maestra fue que estaba segura de que yo no había pretendido hacer trampas. Y lo dijo con tono indulgente y gesto beatífico.)
—Recuerdo las notas que sacó Rose —Peter dio un silbido de admiración—. Yo entonces no sabía si debía estar impresionado o no. Es un examen muy difícil. Al menos a mí sí me lo pareció.
Un chico sin duda adorable, pero no os encariñéis con él: no pertenece propiamente a esta historia.
Mamá entró en mi habitación el viernes, mi última noche en casa. Yo estaba subrayando un capítulo de mi libro de Economía Medieval. Era puro teatro: ¡Mira cómo estoy estudiando! ¡Todo el mundo de vacaciones menos yo! Hasta que me distrajo un cardenal posado en el alféizar de la ventana. Estaba peleándose con una ramita, buscando algo que yo no conseguía adivinar. No hay pájaros rojos en California: una carencia empobrecedora, sin duda.
Oí a mi madre en la puerta y mi lápiz dio un saltito. Mercantilismo. Monopolios gremiales. La Utopía de Tomás Moro.
—¿Sabías —le pregunté— que todavía hay guerra en Utopía? ¿Y esclavos?
No, mamá no lo sabía.
Mariposeó un poquito por la habitación, alisando el edredón, toqueteando algunas de las piedras que había sobre el tocador: sobre todo geodas, abiertas por la mitad como huevos Fabergé para mostrar sus interioridades cristalinas.
Esas piedras son mías. Las encontré en mis excursiones infantiles a las canteras y los bosques y las partí con un martillo o arrojándolas al sendero desde una ventana del segundo piso. Pero ésta no es la casa donde me crie, ni esta habitación es mi habitación. Nos hemos mudado tres veces desde que yo nací y mis padres se instalaron aquí cuando ya me había ido a la universidad. Las habitaciones vacías de la antigua casa, me dijo mi madre, la deprimían. Nada de mirar atrás. Nuestras casas, como nuestra familia, se fueron haciendo más y más pequeñas; cada casa habría cabido en la anterior.
Nuestra primera casa estaba fuera de la ciudad: se trataba de una granja enorme, con ocho hectáreas de cerezos silvestres, zumaques, varas de oro y hiedra venenosa; con ranas, luciérnagas y gatos asilvestrados de ojos azules. No recuerdo tan bien la casa como el granero y recuerdo menos el granero que el arroyo y el arroyo menos que el manzano por el que trepaban mi hermano y mi hermana para entrar o salir de sus habitaciones. Yo no podía trepar por allí porque no llegaba a la primera rama, así que al cumplir cuatro años, subí al segundo piso y descendí por el árbol. Me rompí la clavícula... «Y podrías haberte matado», dijo mi madre, lo cual habría sido cierto si me hubiese caído desde el segundo piso. Pero yo logré superar casi todo el recorrido hasta abajo, proeza que nadie pareció advertir. «Dime, ¿qué has aprendido de todo ello?», me preguntó mi padre, y yo no disponía de palabras suficientes para responder, pero ahora, retrospectivamente, creo que la lección era, al parecer, que lo que consigues nunca importa tanto como tus fallos.
Por esa misma época, me inventé una amiga. Le puse la mitad no utilizada de mi nombre, Mary, y le cedí varias partes de mi personalidad que no necesitaba por aquel entonces. Mary y yo pasábamos mucho tiempo juntas y así fue hasta que un día, al salir para la escuela, mi madre me dijo que Mary no podía ir conmigo. Aquello fue gravísimo. Como si me dijera que no podía ser yo misma en la escuela: no con todo mi ser.
Una advertencia razonable, según descubriría: el jardín de infancia sirve justamente para aprender qué partes de ti son bien recibidas en la escuela y qué partes no lo son. Allí, para daros un ejemplo entre miles, se espera de ti que pases mucho más tiempo callada que hablando, aunque lo que tengas que decir sea más interesante para todos que lo que dice la maestra.
—Mary puede quedarse conmigo —me propuso mi madre.
Y aquello era todavía más grave: una astuta maniobra de Mary. A mi madre no le gustaba demasiado mi amiga y el hecho de que a ella no le gustara resultaba para mí el mayor atractivo de Mary, pero de repente se me ocurrió que la opinión de mamá sobre ella podía cambiar y que quizá Mary le acabase gustando más que yo, así que, mientras estaba en la escuela, dejaba a Mary durmiendo en una alcantarilla que había cerca de casa para que no pudiese encandilar a nadie. Y así fue hasta que un día no volvió a casa y, siguiendo la tradición familiar, nunca más se habló de ella.
Nos fuimos de la granja un verano, cuando yo había cumplido cinco años. Con el tiempo, el núcleo urbano la alcanzaría y se la llevaría por delante en una oleada de urbanizaciones. Ahora todo son calles sin salida y casas nuevas, sin campos, huertos ni graneros. Mucho antes de que llegaran esos cambios, nosotros nos trasladamos a una casa con tejado a dos aguas junto a la universidad, supuestamente para que mi padre pudiera ir a pie al trabajo. Ésa es la casa en la que pienso cuando pienso en mi hogar; para mi hermano, en cambio, su hogar es la anterior, se llevó un gran disgusto cuando nos mudamos.
It’s a Wonderful Life
Finalmente llegó a donde quería llegar.
—Tu padre y yo hemos estado hablando de mis viejos diarios —dijo— y de lo que debería hacer con ellos. A mí aún me parecen un poco íntimos, pero él cree que deberían ir a parar a una biblioteca. Tal vez como uno de esos legados que no pueden abrirse hasta cincuenta años después tu muerte, aunque tengo entendido que eso no les gusta demasiado a las bibliotecas. O tal vez podríamos hacer una excepción con la familia.
Me había pillado desprevenida. Mi madre estaba hablando, aunque no del todo, de cosas de las que no hablábamos en absoluto. Deliberadamente. O sea, del pasado. Con el corazón palpitándome, respondí de un modo mecánico:
—Debes hacer lo que tú quieras, mamá. Lo que quiera papá no importa.
Ella me lanzó una mirada triste.
—No te estoy pidiendo consejo, cariño. He decidido dártelos a ti. Seguramente tu padre tenga razón al pensar que alguna biblioteca se los quedaría, pero me parece que él los recuerda como unos diarios más científicos de lo que son —hizo una pausa—. En fin. Tú decides. Tal vez no los quieras. Tal vez no estés preparada aún. Tíralos si quieres o haz pajaritas de papel. Yo prometo no preguntarte nunca qué has hecho con ellos.
Me devané los sesos para decirle algo adecuado, unas palabras que reconocieran su gesto pero evitaran que yo abordara directamente la cuestión. Ni siquiera ahora, ni siquiera después de haber tenido años para pensarlo, se me ocurre cómo podría haber reaccionado. Espero haber dicho algo elegante, algo generoso. Pero no lo creo probable.
Lo que recuerdo a continuación es que mi padre se nos unió en la habitación de invitados con un regalo: un mensaje de la suerte que le había salido en una galleta hacía unos meses y que se había guardado en la billetera porque, según dijo, era obviamente para mí. «No lo olvides, siempre estás en nuestros pensamientos.»
Hay momentos en que la historia y la memoria parecen una niebla, como si lo que realmente ocurrió importara menos que lo que debería haber ocurrido. La niebla se levanta y, súbitamente, ahí estamos, mis bondadosos padres y sus bondadosos hijos, sus hijos agradecidos que llaman por teléfono sin otro motivo que hablar un rato, darles las buenas noches y mandarles un beso después de haberles prometido ir a casa por vacaciones. En una familia como ésta, el amor no hay que ganárselo y no se puede perder. Por un momento nos veo de este modo; nos veo a todos. Renovados y restablecidos. Reunidos. Fúlgidos.