Un pavo rosa
(Acto I)
¿A quién llamas tú Dulcinea?
Colección Limbus
A todos aquellos,
por aquellos años
¿Qué quiere conseguir así?
¿Qué quiere conseguir?
¿Cómo cabalga en un
sueño irreal
bajo la carga del viejo metal?
¿Cómo entre fábulas
puede vivir?
¿Y qué puede ver en mí?
(Canción “¿Qué puede ver en mí?” del musical El hombre de La Mancha, 1965)
Hay una Dulcinea que crea cada cual.
Es suya y de nadie más, un sueño de la vanidad.
Es mágica y sensual, esa Dulcinea
que vive en su interior.
(Canción “A cada cual su Dulcinea” del musical El hombre de La Mancha, 1965)
—¡Mierda!
Nick Harrington levantó la cabeza y miró las soleadas colinas que la rodeaban. El nudo de la hamaca se deshizo, Brad Pitt dejó de sujetar amorosamente su rostro y Keanu Reeves emergió de entre sus piernas con la misma expresión de perplejidad. Nick rodó por el suelo, se escurrió sin poder evitarlo por el agujero que en él se había abierto y aterrizó de golpe en el mundo de los vivos. Cerró los ojos con fuerza. Oh, no, ahora no.
Despertarse siempre era duro. En los días de diario, al despertador no se le acallaba con un simple manotazo. Si una quería seguir durmiendo, había que cogerlo, desenchufarlo y volver a hacerse un ovillo entre las sábanas. Y el jodío era persistente, quizás por la pila que llevaba puesta, que hacía que incluso desenchufado fuese capaz de emitir —si le daba por ahí— la melodía de En la granja de Pepito, ía-ía-o, sin nada que lo conectase a la corriente, como una escolopendra partida por la mitad o una lagartija sin rabo que sin embargo seguía correteando por ahí y daba el mismo asco.
No obstante, casi era peor cuando el despertador se callaba. Vale, una podía dormir unos cuantos minutos más y era muy feliz; pero de pronto comenzaban los manotazos en el lomo y la dichosa voz:
—¡Mierda! ¡Verónica, las siete y cuarto, Verónica! ¡Mierda! ¡El café, Verónica! ¿Qué haces que no te has levantado todavía?
Aun así, Nick continuó con los ojos obstinadamente apretados. Su otro yo observó con nostalgia por el agujero del techo a Brad Pitt y Keanu Reeves, que se inclinaban para saludarla, con la camisa entreabierta y los pectorales al aire. Nota mental: los tíos siempre están mejor con el pecho depilado. Proponérselo a Richi si lo vuelvo a ver. Ay, Richi. ¿Qué hostias digo? Eliminar nota mental. Volveré pronto, la noche siguiente si puedo, voceó Nick. Pero el deber, fuera lo que fuera aquello, la llamaba; contra sus costados se refregaban las cosquilleantes sábanas de la cama; el puñetero rayo de sol que se colaba por la ventana caía sobre su frente y, si se esforzaba, a medida que se cerraba el agujero que la comunicaba con Brad y con Keanu, podía escuchar los pajarracos que cantaban a pleno pulmón junto al río. Ruiseñores, tu padre. El deber. Mierda…
Entonces Nick se dio cuenta de algo.
La voz que había dicho “mierda” no era la conocida voz que le golpeteaba los oídos cada mañana. Por lo tanto, tampoco pertenecía a la persona que le golpeteaba el lomo cada mañana. Su “mierda” había sonado tentativo, casi desesperado. Los ojos de Nick se movieron un poco bajo sus párpados. No se le ocurría quién podía hacer que esa palabra sonase así.
La comunicación con L.A. se cerró definitivamente y Nick fue Nick de cerebro pastoso sobre la cama, incapaz de hacer mucho más que mover los dedos del pie y ordenar a sus párpados (sin éxito) que comenzasen a ir pensando así como en abrirse en el cuarto de hora siguiente. Hizo un esfuerzo supremo y deslizó el pie hacia atrás, hasta que su talón se topó con el trasero de alguien sobre el colchón. Las nalgas ajenas brincaron y los muelles de la cama emitieron un pequeño estruendo.
—¡Ay, caray! Mi… mi…
Los ojos de Nick se abrieron como los de su muñeca favorita de la infancia al ser colocada en posición vertical. Se incorporó. Sintió náuseas y un dolor le martilleó las sienes al más puro ritmo tecno-jarcor del Radical, pero hizo de tripas corazón y consiguió volver la cabeza hacia el otro lado de la cama.
Una chica le devolvió la mirada. Estaba de pie junto a la cama y su rostro medio dormido sugería que acababa de levantarse de un brinco. Llevaba una enorme camiseta negra desgastada y unos vaqueros de pitillo que habían soportado un sinnúmero de lavados. El cabello largo y oscuro se le enredaba por los hombros. Pero lo que desconcertaba a Nick eran sus ojos, aquellos enormes ojos azules con tanto iris que resultaban antinaturales, y su boca. Tenía los labios gruesos y la comisura se le curvaba hacia arriba en una especie de tic nervioso.
—Buenos días. Me alegro de volver a verte. Despierta, quiero decir; despierta por fin. Si no es mucho preguntar, ¿dónde tenéis el detergente?
—Qué… —El cerebro de Nick aún se hallaba procesando la información visual—. ¿Qué detergente?
—Detergente de ropa. Como para lavar. Es que, verás, me conozco un poco cuando pasan este tipo de cosas, y lo que mejor funciona es el detergente. Si me dices dónde está, preparo un barreño y te ayudo a limpiarlo. Supongo que en el baño habrá jabón, pero no hace el mismo efecto.
Nota mental: comprar detergente. Nick rescató la nota mental del pasado miércoles de algún lugar de su cerebro y dejó que revoloteara libre por la habitación. Se puso de rodillas sobre el colchón y contempló perpleja a su interlocutora, cuyas mejillas cobraron de repente algo de color. Nick miró hacia abajo y se tapó con la sábana de un tirón. Una escalofriante idea se abría paso poco a poco en su soñolienta cabeza. Estoy soñando. ¿Dónde coño están Brad y Keanu?
Había manchas en la sábana y en el suelo, sobre el caído aparato de teléfono, que descansaba sobre la loseta como una especie de rana mecánica destripada. De su larga y delgada tripa colgaba el auricular, con unas marcas alargadas de un color entre rojo oscuro y marrón en las que casi se podían leer huellas digitales. Nick guiñó el ojo. Sus sienes se quejaban; era evidente que tenía una resaca del quince.
—Ah… Espera un momento.
Se enredó la sábana a la cintura y bajó como pudo de la cama. Pasó al lado de la chica, tiró de la sábana hasta que la sacó por completo y, con ella colgando, fue al cuarto de baño. No quiso mirarse en el espejo. Tomó la esponja y su champú Timotei de la repisa de la ducha —lo de los otros botes que se cayeron en el proceso, como el estúpido Johnson’s Baby de su madre y la espuma de baño que criaba moho por falta de uso, eso no fue culpa suya— y volvió a la habitación. Todavía le sorprendió verla allí. La chica continuaba mirando el teléfono como si se tratase de un milagro divino.
—Quita. Vamos a probar con esto —dijo Nick y, tras echarse un poco de champú en la mano, lo restregó por el auricular. Después pasó la esponja por él y las teclas hasta hacer espuma.
—¿Traigo agua?
—¡No!
Limpieza. Limpieza, martilleaba la cabeza de Nick a ritmo tecno-jarcor. Siempre había pensado que entre eso y el bakalao no había mucha diferencia. Y aunque ahora no estaba como para prestarles mucha atención a su jaqueca ni a sus ganas de potar, ya les daría rienda suelta cuando hubiera solucionado el problema.
Nick se incorporó y refregó de la misma forma la sábana bajera de la cama. Blanca no quedaba, pero las delatoras manchas se iban difuminando. Por su parte, su vecino eligió ese momento para dar volumen a Los 40 Principales, el Play Music o lo que fuera que estaba escuchando esa mañana: baila que ritmo te sobra, baila que báilame, retumbó la pared con la voz de Chayanne.
A la derecha de Nick, la chica carraspeó.
—Podría ir preparando el desayuno.
—Oye, una pregunta. —Nick se volvió—. ¿Tú siempre te levantas con estos ánimos, como si fueras un puto anuncio de Ausonia? Espérate un segundo a que… —La mención de la marca de compresas le recordó algo—. Oh, mierda. ¡Joder!
Nick apartó un poco la sábana que la recubría. Una nueva mancha roja había aparecido en un lugar estratégico. La chica se movió como si le hubiese picado un bicho y se lanzó bajo la cama. Apareció tirando de la pernera de unos pantalones.
—Aquí.
—No, no, deja eso —dijo Nick, pero alargó los brazos como si la prenda fuese agua de mayo. Entonces la chica se dio la vuelta, Nick dejó caer la sábana y recuperó algo de su dignidad, si se podía llamar dignidad a llevar puestos unos pantalones llenos de polvo y una compresa sucia del día anterior entre las piernas.
Nick hizo una bola con la sábana y correteó por el piso hasta incrustarla en la lavadora. Cuando regresó, empleó los restos de Timotei en limpiar algunos rastros de sangre que se habían filtrado hasta el colchón. Mientras tanto, la chica se había sentado en la única silla del cuarto, bajo el rayo de sol de la ventana, y hojeaba nerviosamente una de las pocas revistas musicales que Nick poseía. En particular, una Bravo de hace meses con los Backstreet Boys en la portada. La música continuaba en el piso de al lado: baila que ritmo te sobra, baila que báilame, acércate un poquito, Salomé.
—Bueno. —Nick resopló y levantó por fin la cabeza de su tarea—. Tú querías desayunar, ¿no?
—¡Sí!
Nick se dirigió de nuevo a la cocina. Esta vez comprobó que todo estaba en su sitio: el cerdito Danisuco feliz en su estantería (y con el mismo peso de siempre: buena señal), las puertas de las encimeras con sus bisagras, la mesa todavía con el envoltorio de las magdalenas de ayer. ¿Ayer? Nick se frotó la cara.
La voz que día a día atronaba sus despertares retumbó en las paredes de su cerebro y desparramó sus ficheros de notas mentales. Yo me voy, a ver cómo te las apañas (se vuelve antes de salir). Mierda, se me han olvidao las llaves (taconeo nervioso por parte de una madre que en su vida sabrá llevar tacones. ¿Por qué ahora se pone tacones para ir al curro? No será que quiere ligarse a otro cadete. Siempre la misma puta historia, joder). Y ahora dónde coño, a ver, ¿Verónica, dónde están mis llaves? (yo qué sé, mama, en el cajón de la entrada). Vale, y oye (se gira de nuevo), no se te ocurra montarme aquí ningún circo, ¿eh?
Pero qué circo, mama. Nick pone su cara más inocente. Tú lo sabes, que estamos en fiestas y yo no soy tonta, ¿eh? Ahí todo el día tumbada sin hacer nada, y por la noche salimos con los amiguitos y nos ponemos contentos (la madre de Nick se lleva la mano a la nariz, se da unos golpecillos y hace un gesto como de aspirar), ¿eh? Que yo trabajaré mucho, pero tonta no soy. Y deso aquí ni se te ocurra meterlo; vamos, que como yo te pille algo deso en esta casa, sales pitando por la ventana. Que sí, mama. Pues vale. Pues vale. Entendido queda. Anda, pírate ya y déjame en paz, piensa Nick de mal humor. Y desde su postura horizontal en el sofá, solo se ve a Yinyeroyers acurrucada en su rincón del techo y más allá, el viejo perchero del abuelo con las gorras militares y el sombrero vaquero blanco.
Una tos resonó detrás de ella. Se fijó en que la chica la había seguido hasta la cocina, Bravo en mano, y se sintió perseguida. Vale, un momento: le has dicho de desayunar. No es que te esté acosando, sino que a lo mejor tiene hambre. ¿Cuál era su nombre? Álex, eso. Se llama Álex. Clavó por un instante su pupila en el iris azul y se giró para cargar la cafetera.
—¿Te gusta el café?
—Sí —contestó la chica, Álex—. Con leche.
—Leche no sé si quedará. —Nick abrió la nevera y sacó el cartón de la puerta. Hizo el ademán de verter la leche en un vaso y un líquido blanquecino, apestoso, goteó desde la abertura—. Vale, no hay.
—Oh, es que no tomo café solo. Cuando tenía doce años me bebí un vaso sin nada de leche, con tan solo una galleta para acompañar, y me sentó fatal al estómago. Estuve tres días vomitando. El médico me dijo que es que tenía un tracto digestivo bastante sensible. No me gustaría repetir la experiencia.
Nick la miró por encima del hombro.
—Tampoco hay madalenas ni galletas.
—En casa siempre tomo tostadas. Si quieres las hago. Sé hacerlas en sartén. ¿Y sabes una cosa que me sale muy bien? Las tortitas.
—¿Cómo tortitas?
—Sí. De esas que compras una masa, la bates y luego la vas echando en una sartén con un poco de mantequilla. —Álex agitó las manos en el aire como complemento de su explicación—. O bueno, yo las hago con aceite. Hay que cuidar que la tortita no salga demasiado fina ni demasiado gruesa; las finas se parten y las gruesas son demasiado pesadas. Y luego también hay que dejarlas el tiempo justo en el fuego para que no se quemen ni salgan crudas. Si las tomas con nata o con caramelo, están muy buenas. ¿Tienes nata?
—No.
—También saben bien con mermelada.
—Hay margarina.
—¡Oh! —Álex hizo una pausa y Nick escuchó cómo jugueteaba con el envoltorio de las magdalenas—. Bueno, tendrá que valer. Aunque puede saber un poco demasiado graso… pero muy americano, desde luego.
Nick se restregó los ojos. A su lado, la cafetera comenzaba a borbotear, y un poco de café se derramó desde la juntura hasta la llama azul del gas. Era posible que, cualquier otro día, Nick hubiese aprovechado para correr hasta su cama y lanzarse a los brazos de Brad y Keanu un minuto, dos, cinco, antes de que la voz de sus pesadillas chillara “¡Verónica!” una vez más y hubiese que correr a quitar la cafetera del fuego. Pero ahora tenía a una chica de pantalones de pitillo que reposaba su huesudo trasero (que Nick había palpado previamente con el pie) en la silla de formica de la cocina y no se callaba, y hablaba de unas cosas que a Nick le traían a la cabeza imágenes de despertares en pelis románticas estilo Siempre queda el amor y similares; y a Nick, que sentía náuseas ante la simple idea de echarle al estómago medio vaso de café, le estaban entrando unas ganas terribles de meter la cabeza en el horno sobre el cual se cocinarían las dichosas tortitas. Lástima que para suicidarse de esa manera no sirvieran los hornos eléctricos. Y si una no quería vivir en una finca rústica en Valladolid y pasarse la vida adorando a las cabras, la manera más fácil de encontrar un horno de gas en aquellos tiempos era vivir en Estados Unidos. Y punto.
—El caso —dijo mientras se volvía lentamente hacia Álex— es que tampoco hay pan.
—¿Bimbo, tostado?
—De ninguna clase.
—Oh, vaya. —Por primera vez, los ojos azules mostraron algo parecido a preocupación—. Claro. Porque no vamos a untar la mantequilla en la pizza que yace en el salón, me temo.
—Yo no, desde luego. —Nick levantó a Danisuco de su sucio tapete de cuadros, le dio la vuelta y le quitó el tapón de corcho de la barriga—. Mira. Veinte, cuarenta, sesenta, trescientas cincuenta pelas. Sales de aquí, cruzas la calle y a la izquierda está el Mercadona. Tienen pan de todas clases. Y madalenas.
—¿Cómo? Pero yo no conozco…
—La tercera a la izquierda. —Nick derramó las monedas sobre la mano extendida y la cerró con una palmadita—. Si vas por la calle, lo ves.
—Me podrías acompañar.
—Es que me duele mazo la cabeza.
—Pero la casa es tuya.
Había una leve queja en aquel maullido.
—No, es de mi madre. Bueno, ni siquiera, es del banco. —Nick se frotó la sien y contuvo un bostezo—. Si vas, yo preparo el café y… —Retiró la cafetera del fuego y lo apagó— lo sirvo en los vasos.
—Vale. Compro leche…
—… madalenas…
—Leche, magdalenas y pan. Ahora que lo pienso, también podría comprar tortitas. Aunque no recuerdo qué marca es la que teníamos en casa. Sé que hay una buena y otra no tanto, porque deja grumos. ¿Tú tienes idea de qué marcas puede haber en el Mercadona?
—No compres tortitas. —Nick condujo a su interlocutora hacia la puerta—. No hace ninguna falta.
—A lo mejor preferirías un plumcake. ¿Te gustan las pasas?
—No. —Nick empujó a Álex hacia el descansillo.
—Entonces un plumcake de mantequilla. En Alemania lo llaman Butterkuchen. Traigo uno de esos y todo lo demás. ¿Qué te parece?
—Que… como veas.
Cuando iba a cerrar la puerta, Álex puso la mano en la juntura y asomó por allí la cabeza.
—Y la leche, ¿cómo la quieres? Yo, en general, prefiero Pascual. Y eso sí, desnatada. Una vez conocí a una amiga de mi madre que trabajaba en una central lechera. Nos contó cosas horribles. Por lo visto, desnatan toda la leche y luego le echan una especie de proteínas a la leche entera que no son más que huesos y pezuñas machacados. Me pongo enferma de solo pensarlo.
—Ah.
—Entonces leche Pascual desnatada, Kuchen y pan. ¡Ah! Y magdalenas. ¿Alguna preferencia?
—Sí. Las que tú quieras.
Nick volvió a poner la mano en el pomo de la puerta, pero aquel último comentario hizo que su interlocutora abriera mucho los ojos (lo que creó una especie de cerco blanco en torno al azul habitual) y, sin que Nick pudiera evitarlo, la puerta se abrió de nuevo como empujada por una ventolera, una mano la tomó por la nuca y un par de labios fríos le plantaron un seco y apretado beso. Un seco y apretado beso en los morros. Nick volvió a abrir los ojos como la muñeca de sus recuerdos de infancia —perdona, perdona, pero tú quién te crees que eres, quién coño te crees que eres, tú— y se echó para atrás, pero Álex ya la había soltado. De nuevo con las mejillas coloradas y un proyecto de sonrisa en la boca, dio unos pasos hacia la escalera.
—Enseguida vuelvo. ¡Tan rápido como pueda! Lo prometo.
La larga figura desapareció a la carrera junto con su larga sombra. Nick dio un portazo, se apoyó contra la puerta y se dejó deslizar hasta el suelo. De pronto, la música del vecino había enmudecido. Dentro y fuera de Nick, todo era un extraño silencio. Hasta sus doloridas sienes habían dejado de interpretar su particular versión de tecno-jarcor alias bakalao.
Sintió algo que le pinchaba en el bolsillo del pantalón y tiró para sacárselo. Era una tira, algo arrugada, de cuatro fotos de fotomatón. Nada más la vio, los cables de su cabeza se conectaron otra vez y la música volvió a sonar a todo volumen; a través de la pared, los Ace of Base gritaron it’s a cruel, cruel summer; las sienes de Nick martillearon y los martillazos retumbaron de un oído a otro, descolocando ficheros de memorias, tirando al suelo notas mentales y convirtiendo en un amasijo de información sin sentido el archivo de datos personal de Nick, que aunque nunca había estado muy ordenado, al menos había tenido cierto sentido hasta entonces.
Nick se agarró la cabeza con las manos y se mesó el cabello rubio. Al fondo del pasillo, tirado en mitad del suelo del salón, yacía el sombrero vaquero. Su boca la miraba sorprendida, quizás un poco falsa, como una gran O. Nick levantó peligrosamente el dedo índice y le apuntó con él.
—¡Túuuu! —rugió—. Tú tienes la culpa de todo.
—Ah, ah, ah. I’m so happy, ‘cos today I found my friends.
Álex no sabía si esa música que escuchaba procedía de su garganta o si el río Henares estaba entonando una canción solo para ella, como los ríos cantan en los cuentos. Al fin llegó a la conclusión de que no, que se trataba de ella misma y que el sonido que emitía era una versión algo sui géneris de una conocida canción de Nirvana. Mejor dicho, una mezcla de esa melodía y jadeos entrecortados de cosecha propia, producto de haber bajado cinco pisos a todo correr.
—Ah, ah… —Álex contuvo la respiración y espiró a intervalos regulares, tal como le había enseñado hacía años su cardiólogo—. Ah… ah. Ahhhm… my head.
La tercera a la izquierda y luego a la izquierda otra vez, le había dicho Nick. Sí. Nick. Nick con sus ojos del color de la miel, su naricilla respingona y el angelical cabello rubio platino que enmarcaba —acariciaba, pensó Álex— su rostro. Y sus labios, oh, sus labios. Álex se apoyó contra la pared del edificio y dejó que su nuca descansara en el polvoriento alféizar de una ventana. ¿La tercera a la derecha y luego a la izquierda? Y había que cruzar la calle. Nick tenía la boca tibia y dulce. Sí, no muchos sabían verlo, pero Nick era tan dulce.
—A los buenos días —escuchó Álex a su espalda.
Se volvió, pero su melena había quedado atrapada por algo pegajoso. Dio un tirón y se quejó; varios cabellos largos quedaron atrás, balanceándose en lo que parecían unos restos de chicle. Tras ella, un hombre grueso y descamisado, de pelo y barba gris, había aparecido en la ventana, en mitad de una nube de humo. Álex entrecerró los ojos. Por primera vez fue consciente de que no llevaba puestas las gafas.
—Disculpe, ¿usted no sabría dónde queda por aquí el Mercadona, verdad?
—¿Mercadona? Ven pacá. Cruzas la calle, tiras tó pallá y es la tercera a la derecha. Digo, la izquierda.
—¿Derecha o izquierda?
—Esta —dijo el tipo, y Álex entrecerró de nuevo los ojos para mirar la mano.
—Muchísimas gracias.
—Tú no eres de aquí, ¿verdá?
—¿De Nueva Alcalá? No. Pero claro que soy de la ciudad, sí. Vivo en el Barrio Venecia.
—Digo del portá.
—Eh, no.
—Y… ¿con quién has venío?
—Con Ni… —Álex se contuvo y dudó, solo un poco—. Con Verónica Harrington. Quinto piso. Es amiga mía. Una buena amiga.
Suena bastante aséptico y a la vez es lo suficientemente informativo, se felicitó. Usaré el término hasta nueva orden.
—¿La niña rubia? Ah, sí. La de la madre que trabaja con los militares, ¿no? —Una voz por detrás del hombre de la ventana gritaba: “¡Antoniooooo!”—. Sí, sí. ¡Mu buena chica, la Verónica! Mu majica, sí.
—¡Antonio! ¿Qué pasa aquí?
Una figura de mujer apareció junto al tipo. Álex entrecerró los ojos; juraría que llevaba puesto un pañuelo en la cabeza, pero no sabía de qué tipo. Podía tratarse tanto de un pañolón de lunares como de un hiyab islámico.
—Ná, que esta joven es amiga de la Verónica.
—¿La qué?
—La niña rubia del quinto, mujer. Que no te enteras.
—¡Esa! Menudo elemento. Anda que no la he visto yo veces en el portal, o aquí, aquí mismo, delante de nuestra ventana, dándose el lote con alguno de estos de la calle como una cualquiera. —Aun sin gafas, Álex pudo ver los sapos y culebras que salían de la boca de la mujer—. ¡Ahí mismo, acuérdate la otra vez, con el gitanazo ese y metiéndose mano! Yo soy su madre y la doy un escarmiento. ¡Y mira que no me gusta hablar de gente ajena!
Álex sintió una rabia que la invadía como una llamarada, pero mientras trataba de averiguar hacia quién estaba dirigida y decidir si debía defender la integridad de Nick, el hombre intervino:
—No, mujer. Si yo veo a la niña por las mañanas, mientras fumo aquí, que va a comprá y a hacele de tó a la madre, y se ocupa de la casa cuando la madre anda fuera con sus cosas, y no es más que una cría.
—¡Cría pa lo que quiere, que pa lo otro no lo semos! —respondió furiosa la mujer—. ¡Y a ti ella te gusta por lo que te gusta, que anda que te conozco poco! Anda y entra pa dentro de una vez y ayúdame a sacudir la alfombra. ¡Y no me hagas hablar más sobre gente ajena!
—La puta —gruñó Antonio. Se metió en su casa y cerró la ventana de un golpe. A Álex le llegó una ventolera con tufo a tabaco.
Álex se dio la vuelta y trotó en la dirección indicada. Cruzando la calle y la tercera a la derecha. Imaginaba que el letrero del Mercadona sería lo suficientemente grande como para no pasárselo. Derecha… No, a la derecha una se iba de cabeza al río. ¿Izquierda? Álex guiñó los ojos. No veía el supermercado por ningún sitio, pero podía haberse equivocado. Una, dos, tres… Ah, claro, es que si no contaban el callejón como calle, normal que se confundiera. Cuarta a la izquierda. Traspasó la puerta, saludó a la cajera, se golpeó en la barriga con las vallas que tenían pintado un símbolo en rojo y encontró por fin el camino correcto.
Cuando se halló en la sección de bollería, examinó los paquetes uno a uno y de cerca. Bizcocho. ¿Por qué llamarlo bizcocho cuando a lo que se referían era un Kuchen? Suspiró hastiada, pero ese estado de ánimo no le duró mucho. Había comenzado a canturrear de nuevo sin darse cuenta. Ah, ah, ah, come as you are, as you were. No, eso era otra canción. ¿Qué más da? Le dolía la barriga. Le dolía la cabeza. Los párpados le pesaban, los ojos le picaban, tenía el estómago revuelto, la noche en vela había comenzado a hacer verdaderos estragos en su cuerpo. ¿Qué más da? Ah, ah, ah, un mundo ideal…
Aquel día, cuando había comenzado a amanecer, Álex se encontraba junto a Nick en la cama. Por fin la oscuridad se había aclarado un poco y Álex podía empezar a distinguir un cuadro aquí, un mueble allá. Se inclinó sobre el cuerpo dormido a su lado y, con extremo cuidado, le retiró el pelo de la cara. Nick. Nick emitió algo entre una tos y un estornudo y humedeció la mano de Álex. Humm. Esto es saliva de Nick. Álex se acarició la mano y se dio la vuelta. Estaría bien dormir también. ¿Pero quién podía siquiera pensar en dormir, después de lo que había ocurrido?
Nick y ella apenas habían cruzado palabra después de salir en silencio del fotomatón, con la botella de sidra en la mano. Álex había parpadeado a la luz de las farolas. Nick le daba la espalda. ¿Qué haces ahora?, pregunta Nick, como quien no quiere la cosa. Debería irme a casa, mi madre me está esperando, responde Álex, que mira su reloj; es casi la una, una hora más tarde de lo acordado. Se siente un poco Cenicienta, pero está con Nick. Mientras esté a su lado, Álex sabe que no se va a desvanecer ningún hechizo. Al menos, eso es lo que espera… La mía tiene guardia en la base, comenta Nick, y se vuelve un poquito para mirar a Álex con esa sonrisa de pilluela que desarma a cualquiera. ¿Y? ¿Qué? Que si te vienes. ¿Cómo? ¿A tu casa? Álex no comprende bien. No, si te parece. Ah, dice Álex. ¡Ah!
El fantasma del entendimiento se posa de repente sobre la frente de Álex. Siente cómo se le baja toda la sangre de la cabeza, toca por detrás y encuentra la pared del fotomatón para apoyarse. Se le acelera la respiración. Al ver su reacción, aquello que subyacía en los ojos de Nick se desvanece. ¡No! ¡Ojos, volved a mirarme de la misma manera! Oye, solo si quieres, dice Nick. ¡No! ¡No! Digo, ¡sí, sí! Álex se pasa la mano por el pelo y extiende el brazo. Oye, en serio, sí que quiero, pero… ¿puedes darme otro beso? Es que si no, no me lo creo.
Le da miedo rozar a Nick. No la ha besado a plena luz. Ni siquiera a luz de farola. No se atreve a besarla si le ve la cara. Nick parece pensar lo mismo. Frunce el ceño. Pero entonces cierra los ojos, engancha a Álex por la trabilla de sus vaqueros y tira hasta acercarla a ella. Lo último que Álex ve son esos párpados cerrados mientras Nick frunce un poco los labios y le da un beso. Y Álex piensa que eso es lo más romántico que existe cuando nota que Nick la toca por la cadera y la agarra del trasero. Y piensa que eso sería lo más vulgar que existe, de no ser porque es Nick y no cualquier niñato y, después de todo, tiene todo el sentido del mundo porque de eso va la invitación que Nick acaba de hacerle y además a ciertas partes de Álex le gustan muchísimo ese contacto en el trasero, además del beso, claro.
De pronto, Nick se aparta y bebe un trago largo de la botella de sidra, y sin mirar a Álex, se la alarga. Todavía está fresquita. Álex bebe, pero Nick le quita la botella de las manos y vuelve a llevársela a la boca. Es como si tuviera una sed increíble. Bebe tanto que su propio cuerpo se llena y la sidra rezuma por sus labios. Nick escupe junto al fotomatón. Deja la botella casi vacía en el suelo y da una palmada. ¡Venga, vamos! Echa a andar sin mirar atrás. Álex está perpleja. Si no conociese a Nick y supiese que nada le da miedo, casi diría que también está asustada.
Nick recorría el camino al trote, unos metros por delante de Álex, con el resplandeciente sombrero blanco de cowboy bien ajustado en la cabeza. Daba patadas a una lata de cerveza, una piedrecilla, un cartón abandonado o la rueda de un coche cuando no tenía otra cosa que patear. Por su parte, Álex intentaba caminar en línea recta, pero era difícil por la cantidad de alcohol en sus venas, el hecho de que no conocía bien ese barrio y la presencia de nutridos grupos de adolescentes que también volvían de las fiestas de Alcalá —con botellas, petardos, espantasuegras o incluso grasientos minis de salchipapas en las manos— y prácticamente interrumpían el paso por las calles, aunque Nick se escurría entre ellos con una facilidad envidiable.
—¡Tíos! ¡Nos hemos ido demasiado lejos, estamos en el oeste! —gritó en una ocasión un chico y señaló a Nick, lo que provocó las carcajadas de sus amigos. Álex se encogió, pero Nick no pareció prestar ninguna atención.
—¡Eh! ¿Cómo os llamáis? ¡Eh! ¡La vaquera! ¡Se me ha escapado un toro!
Nick miró por encima del hombro.
—¡Haz la vaca y ya verás cómo vuelve! —gritó.
Los adolescentes prorrumpieron en chillidos y mugidos. Nick sonrió, pero para alivio de Álex, siguió caminando. Álex dio una carrerita y cogió de la mano a Nick; Nick se soltó, pero le dio una palmada en el hombro, que Álex entendió que era su manera de mostrar afecto. Álex pudo comprobar que las manos de Nick estaban tibias. No. Calientes. No. Ardían. Supo esto último cuando Nick hizo girar la llave de la cerradura de su casa, se quitó el sombrero por primera vez, lo lanzó rodando por el pasillo y le dedicó una pequeña reverencia.
—Adelante.
Entonces posó la mano en la cintura de Álex, y Álex notó el contraste de temperatura entre su cuerpo y el de Nick. Comenzó a temblar de pies a cabeza, pero se dominó y fue capaz de entrar en aquella casa con la mano en la cintura.
Había imaginado el sitio donde viviría Nick, pero nunca lo había visto con sus propios ojos. Era un piso estrecho y con zonas a medio pintar; frente al espejo del recibidor colgaba una bombilla sin lámpara. Álex olisqueó. Olía a Nick por todas partes: en el pasillo, en el salón —que tenía sillones verdes y restos de pizza cuatro estaciones sobre la mesita— y, cuando entró en el dormitorio, el olor a Nick era allí tan fuerte que mareaba. También olía a alguien más. Álex trató de concentrarse y se fijó en el tipo de habitación en la que se encontraban: espejo blanco en óvalo, mesita blanca (sucia) con teléfono blanco junto a la cama, cama de matrimonio con edredón.
—Uh… —murmuró, muy consciente del movimiento de la mano sobre su costado—. Esto… Disculpa, pero esto parece el cuarto de tu madre.
—Sí, es que lo es. —Nick sonrió y acercó la cara al cuello de Álex—. Pero la cama es más grande.
Álex se puso tiesa como un estandarte y tragó saliva varias veces. Nick interrumpió el movimiento nada inocente de su mano, despegó sus labios del cuello de Álex y confesó:
—Oye, pero que tampoco es el cuarto de mi madre solo de ella. Es decir, yo tengo el mío, pero bueno, si me da por ahí, a veces duermo con ella y eso. Vamos, que es como si fuera mío también.
—Vale. —Álex exhaló—. Intentaré no verlo como una profanación. Sí. No. Es decir. Puedes continuar con lo que estabas haciendo. —Y estiró un poquito el cuello en dirección a Nick.
Álex había visto el cuarto de Nick al pasar ante su puerta abierta en el pasillo, pero ciertamente no había percibido un olor tan embriagador procedente de allí. Había vislumbrado una minicadena, una mesa de estudio con poca pinta de ser utilizada (con la excepción de unas hojas de cuaderno emborronadas bajo un diccionario Collins inglés-español), un armario del que asomaba la puntita de una manta y otro que parecía almacenar revistas. Pero a Nick no le había gustado pararse allí y la había llevado rápidamente al otro dormitorio.
Nick empujó a Álex suavemente sobre la cama de matrimonio y metió la mano bajo su camiseta.
—Vale —dijo Álex casi sin respiración—. Despacio.
—Despacio.
—Sí.
Pero parecía que Nick había alcanzado por fin el sitio al que quería llegar, y de pronto parecía haberse olvidado de la forma y textura de un pecho a juzgar por la manera obsesiva en que lo tocaba, y Álex no podía pensar en términos de despacio o deprisa con la cálida mano de Nick ahí. Nick. Que no soy yo. Que es Nick. Quizás fuese un efecto colateral del ron con Coca-Cola, pero comenzaba a verlo todo como una película ajena a ella, e incluso le pareció que su (hasta entonces increíble) excitación había salido de su cuerpo, se había encarnado en una mujer rubia y voluptuosa y se había sentado a observarlas en la penumbra o algo así. Soltó un grito cuando Nick pellizcó demasiado fuerte.
—¡Ay!
—¿Te duele? —La voz de Nick sonaba más grave. La excitación de Álex se zambulló de nuevo dentro de ella, tocó la campana de “máximo” y de nuevo se escondió sin que Álex pudiera darse cuenta de lo que ocurría.
—No… Sí. No tan fuerte.
—Va —convino Nick, y bajó por el cuello de Álex para besarla allí. Sana, sana, culito de rana, pensó Álex sin querer, y se horrorizó por pensar esas cosas en un momento como aquel, y se horrorizó por horrorizarse. Empezó a llorar un poco, pero por suerte Nick no pareció darse cuenta de nada.
Nick era una exploradora nata. Tocaba como si quisiera cartografiar el cuerpo de Álex y de una forma que Álex todavía no se había atrevido a hacer con ella. Cuando Álex pensaba en algo que querría hacer, Nick ya lo había hecho, y se entretenía en otro tipo de caricia que dejaba a Álex sin fuerzas para tomar la iniciativa para casi nada. Pero entonces Nick bajó y acarició por encima de la ropa la zona más íntima de Álex. La campana se puso a tocar a rebato. Álex jadeó y rodó para ponerse encima de Nick. Muy bien. ¡Muy bien! Quieres llegar hasta el final conmigo. ¡Soy capaz! ¡Ya verás! ¡Si llevo soñando con esto casi seis meses!
—Espera, no. ¡Espera!
—¿Qué? —murmuró Álex.
—Es que estoy mala.
—¿Uh? —Álex salió por un instante del trance y se incorporó—. ¿Te encuentras mal?
—No, joder. Que tengo la regla.
—Ah. Bueno, pero eso no es problema. Quiero decir, a mí personalmente no me importa —tartamudeó Álex.
—¿No? —dijo insegura Nick.
—Puedo, puedes, es decir. Hay muchas formas. Puedes. O sea. Puedo mirar. Podemos ir a la ducha. Yo hago muchas cosas con la ducha.
De pronto la fina línea entre las fantasías de Álex y la realidad se había roto de tanta tensión, y ninguna de estas sugerencias parecía fuera de lugar. Si estamos haciendo esto, ya qué más da, ¿no? Pero Nick no pareció encontrarlas demasiado alentadoras. Se quitó el pantalón y la ropa interior, eso sí; los arrojó debajo de la cama, y Álex tocó. Estaba húmedo. Olía a menstruación. Los propios muslos de Nick estaban mojados con algo que Álex no sabía muy bien qué era. Vale, quizás no debería haber propuesto tanto…
—Ahí —murmuró Nick—. Mete un poco. Un dedo solo.
Álex cerró los ojos con fuerza e hizo lo que Nick le pedía. Ambas estaban de rodillas sobre el colchón. De súbito, Nick agarró la mano de Álex y empujó con ella hacia dentro, y Álex estuvo a punto de gritar de terror; sintió cómo el dedo resbalaba, cómo los muslos la sujetaban en posición… Nick no la soltaba. Álex notó que ella también se acariciaba por delante. Diría que se está masturbando, de no ser porque está usando mi mano, ¿no?
—Ahí —siseó Nick de nuevo, y se movió algo más rápido.
Se sacudió un poco, dejó escapar un jadeo y se quedó quieta. De súbito, apartó la mano de Álex y se apartó ella misma del cuerpo de Álex, cuya excitación volvió de pronto a ubicarse en el correspondiente lugar entre sus piernas. Nick resopló y se derrumbó sobre la cama.
—Uf. Dame un minuto.
Álex esperó. A su alrededor no había más que oscuridad. Esperó sin atreverse a moverse apenas por temor a molestar a Nick, a rozarse con ella y tener un orgasmo psicodélico sin poder evitarlo, a hacer cualquier cosa que pudiese romper la fantasía en la que estaba inmersa y de la que se habría resistido con todas sus fuerzas a despertar. Aunque, pensándolo bien, ese sueño había resultado un poco demasiado real; la próxima vez, Álex pensó, se esforzaría por que pareciese menos… vulgar. Esperó. Y entonces le llegó el sonido de un suave ronquido.
—¿Nick? —susurró.
Nick roncó otra vez.
—Nick —dijo Álex más alto.
Nick no contestó. Álex se inclinó sobre ella y la sacudió. Nick emitió un ligero ruido, pero siguió durmiendo. Álex palpó por la mesita de noche junto a la cama hasta encontrar el teléfono, descolgó el auricular y marcó a ciegas un número conocido.
—Urgencias, ¿dígame? —ladró una voz femenina.
—¿Oiga? Mire, es que estoy… —Álex calló un momento—. Mire. Le cuento desde el principio, que será mejor. Estoy en casa de una amiga, y estábamos, bueno, haciendo algunas cosas cuando ella se ha quedado un poco traspuesta.
—¿Traspuesta qué quiere decir? —volvió a ladrar la voz.
—Como dormida. Pero no responde. Mire, ahora estoy hablando con usted y sigue durmiendo sin enterarse. A mí me preocupa porque creo que ha bebido bastante, y no sé si algo más.
—¿Pero respira?
—Sí, claro. —¿Cómo no va a respirar?, pensó Álex. Si no respirase no estaría yo hablando con usted tan tranquila, caray—. Profundo. Vamos, si ya le digo que es como si estuviese dormida.
—Vale. Por lo que me cuentas, tu amiga está dormida.
—Pero oiga, podría estar en coma. Ha sido de repente. Se ha tumbado sobre la cama y adiós.
—¿Qué ha sido lo último que ha hecho?
Álex abrió y cerró la boca. Cerró los ojos con fuerza una vez más, a pesar de que no era necesario —porque no se veía nada y porque a la ladrante voz del auricular no le importaba en absoluto si los ojos de Álex estaban cerrados o abiertos—, e informó con tono neutro:
—Creo que tener un orgasmo, pero es que ni de eso estoy segura. Y por eso también me preocupo, porque no sé si la actividad, usted me entiende, actividad sexual, ha podido desencadenar cualquier reacción que yo desconozco. Mire, le voy a decir la verdad: tengo diecisiete años, es la primera vez que hago esto y estoy asustada. Y encima es con una chica. Dios, si mi madre me enterase. Usted es médica, podría ayudarme. ¿Sabe que estoy perdidamente enamorada de ella? —Álex abrió los ojos—. Si le ha pasado algo, me muero.
Al otro lado del teléfono se escuchó algo así como un gruñido de perro pastor, que fue aumentando de volumen hasta convertirse en algo que a Álex le sonó a una especie de inmensa carcajada contenida. De pronto le dio la impresión de que podía escuchar los sonidos de alrededor, como si alguien hubiese conectado la llamada a un amplificador.
—¿Estás ahí? Mira. Bueno. Si es que aquí oímos de todo. ¿Diecisiete años, dices? Bien, no te preocupes. A vuestras edades es bastante habitual lo que cuentas, es decir, estar teniendo un contacto sexual y que la otra persona se quede dormida después de un orgasmo. Habitualmente es el chico, pero bueno, por qué no va a pasar entre chicas, qué sé yo. —Álex escuchó más ladridos y golpes—. Te diré lo que vas a hacer: vas a dejar dormir a tu amiga, que lo que necesita es dormir la mona, y vas a colgar este teléfono. Y a partir de ahora usarás el cero sesenta y uno para asuntos verdaderamente importantes, como cuando necesites pedir una ambulancia porque tu madre se ha roto una pierna o cosas por el estilo. Y por cierto, tienes razón: mejor no le cuentes nada de esto a tu madre. ¿Te parece?
Álex no pudo contestar. La llamada se cortó. Humillada, colgó el teléfono y se acurrucó al lado de Nick en la cama.
Lentamente, fue transcurriendo el tiempo, y la vergüenza de Álex fue reemplazada por un duermevela inquieto y una cierta sensación de irrealidad, hasta que los ruiseñores del exterior cantaron más fuerte y se hicieron visibles las primeras luces del amanecer. Debería llamar a mi madre, pensó Álex con culpabilidad. Pero nada bueno podía salir de una llamada para decir que estaba en una casa de alguien que su madre no conocía y que no se preocupara. Lo mismo su madre había tenido la ocurrencia de avisar a la policía y en esos momentos se hallaban buscándola con coches patrulla y rastreando los fondos del Henares. Entonces su llamada vendría a empeorar las cosas. Se presentarían, con las pistolas desenfundadas, en casa de Nick; Álex abrazaría el cuerpo dormido de Nick en plano medio; se oirían pasos fuera de campo, y su madre asomaría la cabeza por la puerta. ¡Destrucción! ¡Muerte! ¡Mi hija con otra chica! A la madre de Álex seguro que le daría el soponcio delante de los policías. O, a lo peor, no se desmayaba justo inmediatamente, sino que aún le daba tiempo para quedarse mirando a Álex con esos ojos enormes y llorosos —que Álex odiaba porque se parecían a los suyos— en los que se leía con fuente Román Paladino: Alejandra, me has decepcionado. De pronto Álex se sentía tan agobiada que hasta tenía ganas de apartarse de Nick. Mamá, espero de todo corazón que no hayas llamado a la policía.
Álex abrió los secos ojos, los cerró y los volvió a abrir. La luz entraba por los huecos de la persiana. ¿Así que me he acostado con Nick?, pensó con incredulidad. ¿A lo que habían hecho se le podía llamar sexo? ¡Me he enrollado con Nick! Eso era suficiente: desde luego incluía lo que había pasado. La luz se abría paso lentamente a través del cuarto; Álex observó con veneración el cuerpo tendido entre las sábanas. Luego miró la pared, y el teléfono. Y entonces vio las manchas.
—Ah, ah, ah, I love you, I’m not gonna cry…
Sin darse cuenta, ya había pagado y llevaba las bolsas del Mercadona en la mano. ¿Qué era? Plumcake, o sea Kuchen, leche y magdalenas. ¿Magdalenas? Vaya, qué despiste. Bueno, si llevaba Kuchen, Nick seguro que podía pasarse sin magdalenas. Álex reanudó su marcha y pasó por delante del callejón, cuando dos chicos que salían de él se cruzaron con ella.
—Sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, síguelo… —cantaba el más bajo, que chasqueaba los dedos al ritmo de la música. Dio un brinco cuando vio a Álex—. ¡Au!
Álex también se asustó. O mejor pensado, no creía que esa gente se asustase realmente de ella. Aun sin verlos bien, era capaz de distinguir el tufo a tabaco, alcohol y fuegos artificiales de las peñas, en suma: a adolescentes venidos de las ferias. Era mucho más probable que hubiese querido hacer la gracia. A todo esto, ¿qué gracia tiene hacer que te asustas de alguien?, reflexionó, sin hallar aparente respuesta.
—¡Manu! Querrás ya dejar de hacer el mono de una puta vez —voceó desde atrás una voz de chica.
—Sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, este López.
Álex observó que había dos chicas que seguían a los chavales a corta distancia, una morena y otra con el pelo rojo teñido. ¿Por qué en grupos mixtos las chicas siempre marchan detrás?, se preguntó, y tampoco encontró una contestación satisfactoria.
Pero lo que sí hizo su profunda reflexión fue distraerla del camino recto, y un bache se las apañó para ponerse en su camino. Álex manoteó, y las monedas del cambio que llevaba en la mano —lo había contado varias veces antes de salir del Mercadona—
Álex recogió a toda prisa las monedas. ¿Dónde está la de cincuenta? Ah, ahí… Entrecerró los ojos y miró en derredor. Faltaban veinte duros.
—Sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, síguelo… —cantaba el chaval, ahora mucho más suave.
Álex carraspeó.
—Perdona.
Nadie le hizo caso, así que insistió.
—¿Qué quieres? —dijo el otro chico. Era mayor que el primero y tenía la voz mucho más grave. Álex entrecerró los ojos y los abrió de golpe. No hablar con la gentuza del Lianchi. Pero ya había abierto la caja de Pandora.
—Es… mi moneda.
—¿Qué moneda?
—Cien pesetas. Juraría que han rodado por aquí —dijo Álex.
Yo con los niñatos del Lianchi y de Nueva Alcalá y de estos barrios chungos lo que hago es ponerme firme, retumbó en su cabeza la voz de Migue. Les miro así —la mente de Álex proyectó la imagen de su amigo, tratando de mirar por encima del hombro desde su escasa altura— y les digo: ¿tú de qué vas, niño? Que eres un niño. Porque después de todo no son más que criajos y como tal hay que tratarlos. No hay que darles más importancia pa que encima se lo crean.
—Por aquí no ha pasao ná —canturreó el chico pequeño.
—¿Tú qué pasa? ¿Nos estás llamando ladrones? —dijo la chica del pelo rojo. Se acercó a Álex y la miró de arriba abajo. Ahora Álex podía distinguir un lunar que la chica tenía en la punta de la barbilla y que, si Álex no hubiera sido tan alta, apuntaría directamente a su cara como el turbio agujero del cañón de una pistola—. ¿O es que buscas bronca? Di.
—No es mi intención hacer acusaciones. Simplemente creo que… bueno, ha podido ser una coincidencia —Álex tragó saliva—, pero me pareció ver que mi moneda se metía ahí debajo.
—¿Debajo de mi pie? —dijo el muchacho mayor. Levantó la pierna y soltó una risotada—. No, aquí no hay nada.
—En realidad es el otro —explicó Álex, pero la primera chica ya gritaba:
—Esta está mal. Está loca.
—Sigue, sigue, sigue, sigue… oyes, tío, me están entrando ganas de mear —dijo el chico pequeño.
—¿Y quién te lo prohíbe? —respondió el mayor.
—Tú has llamado a mi hermano ladrón. —La chica le dio un empujón a Álex—. ¿De dónde has salido tú, a ver?
—Esta viene del Mercadona —intervino entonces la chica que aún no había hablado nada, la morena—. Oye, ¿tienes un cigarro? —Y se llevó un pañuelo a la nariz como si de pronto le sangrase.
—¡Cállate, Carmen! —berreó la primera chica—. Tú, cosa, responde: ¿tienes cinco duros?
Alerta: amenaza de seguridad, saltó el dispositivo de Álex, fielmente inspirado en los sistemas de la Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias. Frente a ella se alzó de pronto la imagen de su amiga Cheli. Cheli le sonrió, se puso las gafas oscuras y moduló su rostro en su conocida mueca de desdén para espantar pretendientes, amigos de lo ajeno y chusma variada. Yo si uno de esos me pide cinco duros, no se los doy. Seguirles la corriente es lo peor que se puede hacer. Les dices: paso, y te vas. En mi barrio hay muchos de esos, yo estoy acostumbrada.
—No. Paso —dijo Álex.
—¿Y diez? —preguntó el chico mayor.
—Pero cómo que no. —La chica pelirroja volvió a empujarla—. Si te has echao las monedas al bolsillo, que lo he visto yo.
—Pero tampoco era mucho —metió baza Carmen de nuevo, con el pañuelo en la nariz—. No eran ni doscientas pesetas.
—¡Cállate, Carmen! —bufó el mayor.
La pelirroja le dio una colleja a la morena, que soltó un grito.
—¡Ay, Nata, tía, que duele!
—¡Te jodes!
—Sigue, sigue… guau. —El chico pequeño recogió el pañuelo de la morena del suelo y se lo puso en la nariz del mismo modo—. Bueno, yo voy a mear.
—¡Devuélveme mi pañuelo!
El chaval se echó a reír y se puso a hacer pis junto a la rueda de un coche aparcado, con el pañuelo apretado contra la nariz. La morena no se atrevió a acercarse. Álex miraba al chico mayor, miraba a la pelirroja, y no sabía cómo salir de aquel embrollo.
—A ver —comenzó de nuevo con buen tino—. Las monedas son mías. Bueno, esperad. Es que no. Son de otra persona. Me gustaría…
—¡El bolsillo! —dijo Nata.
—… me gustaría mucho recuperarlas. O, al menos, conservarlas. Las que tengo, quiero decir.
Dio unos pasos atrás. Nata avanzó; el chico mayor arrastró el pie y recogió del suelo la moneda que había estado pisando. Álex no podía ver bien sus ojos, pero no le gustaba lo que intuía en ellos. Ante ella apareció la imagen de su amigo Jorge, todo gafas, camiseta negra y pelo largo, lo más parecido a Álex que ella había encontrado en el instituto. Jorge la miró comprensivo. Pues a mí, si me viene gentuza, no me lo pienso dos veces. Que digan lo que quieran. Yo corro.
Álex se dio la vuelta y puso en práctica el consejo de Jorge. Lo que en apariencia él no le había contado era que a veces la gentuza está avisada sobre dichas prácticas. Y se ponen a gritar como indios cherokees a cuatro bandas, mientras corren a toda pastilla detrás de ti.