Los que pasan delante están tan acostumbrados que ni siquiera la ven,
y ella, misteriosa y muda como una sibila,
esconde lo que debiera ofrecer.
Vladimir Holan
Cuando descubrí que los monstruos existían, dejé de creer en lo fantástico. Al menos en una parte de sus posibilidades: ¿Por qué sorprenderme de Cthulhu si la física teórica demuestra empírica y fehacientemente que Cthulhu existe? Sin embargo, una reflexión más calmada sobre los nuevos derroteros de la ciencia me permitió volver a las historias de Lovecraft, de Borges, de Cortázar, de Stoker o de Cristina Fernández Cubas y transportarme de nuevo junto a sus narradores hasta el lugar en donde moran los demonios de lo insondable. Entonces, Cthulhu emergió de R’lyeh con fuerzas renovadas y volví a temer que su espantosa figura desplazara, como un terremoto, las placas tectónicas de mi aparentemente estable realidad. Este artículo versa sobre este proceso. Antes, sin embargo, hay que perfilar algunos detalles.
Fácilmente aceptamos la realidad, quizás porque intuimos que nada es real.
Jorge Luis Borges
Entiendo lo fantástico como una rajadura, una desestabilización surgida a partir de la irrupción insólita de lo imposible en un mundo ficcional que funciona según las leyes físicas de un paradigma de realidad epocal (y por tanto social, cultural, religioso, filosófico y científico) y cuyo efecto en los personajes, en los narradores y/o en los lectores es desestabilizar sus convicciones sobre lo real provocándoles, como consecuencia, un fuerte sentimiento de temor. Así entendidos, los cimientos de lo fantástico están formados por tres componentes: la Realidad (o, mejor, lo que una comunidad entiende por realidad en un momento y un lugar determinado: el paradigma de realidad[1]), la Transgresión (es decir, la irrupción de lo imposible en ese mundo ficcional de idénticas características al que nosotros habitamos) y el Miedo (causado por esa aparición de lo imposible).
Desde esta perspectiva, es un discurso íntimamente relacionado con las diferentes teorizaciones sobre lo real propuestas en diversos campos del saber y la cultura. El lector identifica el efecto fantástico a partir de los siempre presentes paralelismos entre el texto y su paradigma de realidad y, para ello, debe ubicarse en las coordenadas extra textuales adecuadas. Por ejemplo, cuando Plinio el Joven (2011: 77-87) afirma sobre una visión fantasmal en una carta « ¿Pero no es acaso más terrorífico y no menos admirable lo que voy a exponer ahora, tal como me lo contaron?», le da miedo, sí, pero es verosímil, lo sitúa en el orden de lo posible porque en su mundo la existencia de estos seres era perfectamente posible: «Doy crédito ciertamente a quienes me han confirmado estos hechos». Sin embargo, los receptores del siglo xix, sentirían tambalear su idea de lo real cuando en «La habitación tapizada» (2001: 7-36), de Walter Scott, aparece un espectro en una habitación embrujada o cuando en Melmoth el errabundo, de Charles Robert Maturin, el esposo de doña Clara dice haber visto el fantasma de una mujer (1985: 472-474), historia esta última tomada de la obra de Plinio (García Jurado 2004 y González-Rivas 2008). Los avances científicos y el auge del racionalismo habían desterrado los fantasmas al orden de lo imposible y en consecuencia su irrupción comenzó a ser profundamente escandalosa, de la misma manera que ocurre hoy en día: «El lector moderno no se pregunta si una narración de fantasmas se ajusta a la verdad, puesto que sabe que es una historia imaginada […] Por el contrario, el oyente de antaño sí se lo preguntaba» (Roas 1999: 101).
Por lo tanto, el relato fantástico sitúa al lector frente a lo sobrenatural, entendido como aquello que está en contradicción con cualquiera de las leyes (lógicas, naturales, sociales, psíquicas, físicas, etc.) que integran el contexto cultural de la causalidad en el que se fundan las acciones de los miembros de una comunidad que desea mantener una clara separación entre lo que es considerado posible e imposible (Reisz, 2001: 196). Esta irrupción de lo sobrenatural solo puede ocurrir en un marco cotidiano como el que habitamos día a día, porque solo así el lector es capaz de reconocer su universo en el mundo ficcional del relato (Roas 2001: 24-25). Es por ello que paradójicamente la construcción del texto fantástico está guiada por una motivación realista cuando presenta el mundo del relato (2011: 112-113).[2]
La transgresión del paradigma de realidad del lector provoca que sus convicciones se desplomen como un castillo de naipes y que, ante el abismo, únicamente quede el miedo. En este sentido, David Roas, cuyos planteamientos seguimos en este punto, distingue dos tipos de emociones. Por una parte, el miedo físico, que tiene que ver con la muerte y lo materialmente espantoso y que es habitual en lo fantástico, aunque no privativo, ya que también está presente en ficciones donde se atemoriza al lector con medios naturales, como ocurre con la figura del serial killer (2011: 95). Por otra parte, el miedo metafísico, impresión propia y exclusiva de lo fantástico, que «si bien suele manifestarse en los personajes, atañe directamente al receptor, puesto que se produce cuando nuestras convicciones sobre lo real dejan de funcionar, cuando perdemos pie frente a un mundo que antes nos era familiar» (2011: 96).
«Monstruo» proviene del latín monstrum, sustantivo que denotaba un prodigio sobrenatural en sentido religioso, un aviso de los dioses. Pero no un aviso onírico, sino algo mucho más inquietante, una señal, un vaticinio de mal agüero. El étimo sobre el que se funda es el verbo monere, que significa «avisar» o «advertir». Por ello, los latinos, conscientes de esta conexión, afirmaban: monstrat futurum, monet voluntatem deorum (muestra el futuro y nos advierte de la voluntad de los dioses). Pero, si retrocedemos unos siglos más, advertiremos que el étimo de monere es el protoindoeuropeo mon-eie, cuya raíz significa «hacer pensar» o «recordar». Así pues, desde un punto de vista etimológico, el «monstruo» es aquello que pone en marcha nuestra capacidad de reflexión, aquello que nos recuerda y advierte sobre los poderes sobrehumanos que conciertan, disponen o manejan nuestras voluntades, es decir, que las muñen (también del latín monere).
Para constituirse como sujeto, el ser humano necesita explorar sus propias fronteras y establecerse en oposición a otras entidades. Una parte central de la construcción de los individuos está fundamentada en la negación: «ser “implica indefectiblemente «no ser» porque en toda selección hay una parte despreciada. Por esta razón, ya decía Louis Vax que «la bestia constituye ese aspecto de nosotros mismos que niega la sabiduría, la justicia y la caridad, todas las virtudes que hacen de los hombres seres racionales agrupados en comunidad» (1960: 24). Por ejemplo, en Drácula confluye lo que detestamos (muerte, violencia, ausencia de valores morales y de empatía) y lo que deseamos (vida eterna, poder, fuerza, sexualidad). Y ello ocurre porque el monstruo no es solo una acertada metáfora que representa los temores de una sociedad en concreto, sino también una figura contradictoria desde su misma posibilidad de existencia que puede señalar los grandes anhelos —más o menos (im)posibles de los seres humanos—.
Por lo tanto, y teniendo en cuenta que para establecer lo fantástico hemos recurrido a nociones epocales, el monstruo se ha configurado, partiendo de su sentido etimológico para desembocar en las propuestas más actuales de la teoría literaria, como reproche al límite y al aislamiento. Esto es, su geografía, «colmada de repulsión hacia los métodos tradicionales de organización del conocimiento y la experiencia humana, […] es una expansión del riesgo y, consecuentemente, una disputa por el espacio cultural» (Cohen 1996: 7)[3].
Vistos así, cultura y monstruosidad forman un binomio inseparable: «Los monstruos son antinaturales en relación con un esquema cultural de la naturaleza. No encajan en el esquema; lo violan. Así, los monstruos no son solo físicamente amenazadores; también lo son cognitivamente. Amenazan el conocimiento común» (Carroll 2005: 86). Y, ahora sí, ya nos encontramos en el cruce de caminos de lo fantástico, hasta el punto de poder parafrasear a Carroll con la terminología de Roas (2011): en ese no encajar en el esquema, los monstruoso solo provocan miedo físico en los protagonistas, los narradores y los lectores de narraciones fantásticas, sino también, y he aquí la consecuencia de perder pie frente a un mundo que nos era familiar y de sentir que nuestro paradigma de realidad se derrumba cognitivamente, miedo metafísico.
El tratamiento del monstruo en este trabajo no se reduce a una representación definida. No focalizo sobre el vampiro, el zombi o el hombre lobo, más bien pretendo tomar todas las representaciones de lo monstruoso. Aunque parezca demasiado optimista es perfectamente asumible, no por considerar que pueda abarcar tal cantidad de referentes, sino por la fuerza explicativa de estas nuevas configuraciones de la física teórica.
El nacimiento de la ciencia fue la muerte de la superstición.
Thomas Henry Huxley
La primera vez que pensé en las posibles vinculaciones directas entre la física y lo fantástico fue cuando leí la siguiente reflexión de Roger Caillois en su estudio de 1958 Imágenes, imágenes (sobre los poderes de la imaginación): «[lo fantástico] No podía surgir sino después del triunfo de la concepción científica de un orden racional y necesario de los fenómenos, después del reconocimiento de un determinismo estricto en el encadenamiento de las causas y los efectos» (Caillois 1966: 12).Aunque ya en el siglo xvi el desarrollo de la mentalidad científica comenzó a poner en duda ciertas supersticiones y hechos mágicos, no fue hasta el auge del racionalismo en el siglo xviii cuando definitivamente asistimos a un cambio radical en el paradigma de realidad de esas sociedades que, progresivamente, modificaron sus relaciones con la esfera de lo sobrenatural a partir de una división aparentemente más clara y precisa de lo que se consideraba posible e imposible.
Pensando desde el marco de la física, resultaba evidente que Caillois, sin desmerecer a Copérnico y Laplace, estaba hablando de Isaac Newton y, concretamente, de su estudio de 1687 Principios Matemáticos de la Filosofía Natural (Newton2003), obra en la que sentó las bases de la física prerrelativista. Las dos propuestas fundamentales del filósofo inglés, que no se pusieron en duda hasta la aparición de las ideas de Einstein en 1905, afirmaban, primero, la objetividad de las magnitudes físicas, que preexisten con independencia al observador y que tienen un valor definido para cada instante y, segundo, el determinismo de la evolución temporal del sistema, lo cual quiere decir que conociendo sus ecuaciones diferenciales y sus magnitudes en T es posible predecir su valor en un T+1. Así, las nociones de espacio y tiempo quedaron definidas según una visión que todavía hoy está en perfecta consonancia con nuestra experiencia cotidiana de los fenómenos físicos:
El tiempo absoluto, verdadero y matemático en sí y por su naturaleza y sin relación a algo externo, fluye uniformemente, y por otro nombre se llama duración; el relativo, aparente y vulgar es una medida sensible y externa de cualquier duración, mediante el movimiento (sea la medida igual o desigual) y de la que el vulgo usa en lugar del verdadero tiempo; así, la hora, el mes, el año (2003: 655)
El espacio absoluto, por su naturaleza y sin relación a cualquier cosa externa, siempre permanece igual e inmóvil; el relativo es cualquier cantidad o dimensión variable de ese espacio, que se define por nuestros sentidos según su situación respecto a los cuerpos, espacio que el vulgo toma por el espacio inmóvil: así, una extensión espacial subterránea, aérea o celeste definida por su situación relativa a la Tierra. El espacio absoluto y el relativo son el mismo en especie y magnitud, pero no permanecen el mismo siempre numéricamente (ibíd.)
Este marco mecanicista fue el caldo de cultivo idóneo para que naciera lo fantástico, probablemente como compensación a la rigurosa división impuesta entre las esferas de lo natural y lo sobrenatural, que la religión había mantenido coherentemente unidas hasta entonces (Reisz 2001: 194):
Lo que la razón no podía explicar era imposible y, por lo tanto, mentira, y no tenía lugar en la narrativa de la época, orientada fundamentalmente hacia el didactismo y la moralidad […] [Pero] En su reivindicación de lo racional, el Siglo de las Luces había revelado, al mismo tiempo, un lado oscuro de la realidad y del yo que la razón no podía explicar. Y ese lado oscuro será el que nutrirá a la literatura fantástica en su primera manifestación: la novela gótica, que surge en las letras inglesas en la segunda mitad del siglo xviii(Roas 2011: 17-19)
En este momento del proceso sobre el que quiero reflexionar, se juntaron tres variables, al menos. Primero, lo apuntado en las páginas anteriores; segundo, que en aquellos meses, por mera casualidad, yo estaba leyendo El universo elegante, de Brian Greene, un ensayo de divulgación científica en el que trata por extenso las bases y los desarrollos de la teoría de cuerdas y de la teoría M; y, tercero, que también en aquel tiempo yo había leído tres textos de David Roas (2009a; 2009b; 2011) en los que exponía brevemente el estudio de lo fantástico desde la física, la neurociencia y la filosofía posmoderna. Estos ejercicios de literatura comparada me hicieron pensar que era posible (y quizás necesario) plantear una tesis que uniera lo artístico y lo científico, lo fantástico y la física. Una tesis que podría materializarse así: Si una nueva ordenación de lo real basada en el racionalismo (cartesiano y kantiano) y en el mecanicismo (newtoniano)permitió la aparición de lo fantástico en tanto fenómenos antes aceptados como posibles (fantasmas, monstruos, supersticiones, etc.) fueron desterrados a los abismos de lo imposible, la evolución de la física (y, en general, de cualquier otro discurso sobre la realidad)debe de provocar variaciones en nuestro trato con lo real y, en consecuencia, con lo fantástico yo monstruoso.
LP= √ G/C3 = 1.616199(97) x 10-35 metros
Ecuación de la Longitud de Planck
Varios siglos después de Copérnico, de Laplace y de Newton, la física tomó nuevas derivasen sus intentos de explicación del universo. Entre 1905 y 1915, Albert Einstein planteó su teoría de la relatividad (Especial y General) y en los años veinte surgió la mecánica cuántica. Mientras aquella estudiaba los cuerpos enormes, pesados y tremendamente veloces (estrellas, galaxias, cometas, otros cuerpos celestes, etc.), esta se centraba en el átomo y sus constituyentes. En sus respectivos campos, cada una de ellas funcionaba con contrastada precisión, pero los físicos no conseguían unir sus ecuaciones para hacerlas funcionar conjuntamente en casos extremos que así lo exigieran: ¿Qué explicación dar a singularidades como los agujeros negros o el Big Bang, «contextos diminutos que, sin embargo, tienen una masa increíblemente grande, por lo que necesitan basarse tanto en la mecánica cuántica como en la relatividad general» (Greene 2001: 18)? ¿Cómo es posible que en un universo continuo existan dos físicas diferentes como si un muro invisible separara el mundo subatómico del macroscópico?
La combinación de la Teoría de la Relatividad y de la Mecánica Cuántica en una única teoría completa de la naturalezaque pudiera dar explicación a todos los fenómenos físicos se convirtió en el primer gran problema de la física del siglo xx. Durante décadas, atrapó a centenares de científicos, pero no fue hasta la aparición de la Teoría de Cuerdas en 1984 cuando se atisbó una posible solución: «Prometía lo que ninguna teoría había prometido antes: una teoría cuántica de la gravedad que además constituye una unificación genuina de fuerzas y materia» (Smolin 2007: 172). Sin embargo, «no pasó mucho tiempo antes de que los físicos cayeran en la cuenta de que la teoría de cuerdas, al fin y al cabo, no era única. En lugar de una única teoría consistente, no tardamos en descubrir que existían cinco teorías de supercuerdas»(2007: 174). Prácticamente antes de constituirse, amenazaba con derrumbarse: ¿Puede un modelo que pretendía ser único tener cinco variantes? Evidentemente, no. Pero finalmente, en 1995, Edward Witten combinó las cinco teorías existentes en una solución fundamentada en nuevos descubrimientos que recibió el apoyo inmediato de la comunidad científica y que bautizó como teoría M.
Cuando me adentré en la Teoría M para tratar de dar explicación a determinados fenómenos fantásticos, descubrí que según sus cálculos las partículas no son los puntos diminutos predichos por el modelo estándar, sino bucles dimensionales, filamentos microscópicos que oscilan y bailan como un elástico de goma que los físicos han denominado cuerda, cuyas pautas vibracionales determinan las características de las partículas porque producen una masa y una carga eléctrica específicas (Greene 2001: 28-29). Por menor que pueda parecer, esta modificación resolvía la incompatibilidad entre la mecánica cuántica y la relatividad general, nada más y nada menos. Ahora bien, era razonable pensar que estos cambios en la forma de entender la estructura fundamental de la materia no podían tener relevancia en nuestra cotidianidad.
Sin embargo, la teoría M comenzaba a desplegar nuevas propuestas que sí parecían poder dar explicación racional a lo fantástico. La primera gran ruptura con nuestro paradigma de realidad se da cuando sabemos que si seguimos al pie de la letra sus ecuaciones el espacio-tiempo no existe en las cuatro dimensiones en las que aparentemente desarrollamos nuestras vidas (tres espaciales y una temporal), sino en once. Estas, llamadas «dimensiones arrolladas» (supuestamente diez espaciales y una temporal, aunque nada descarta otros repartos), están en todos y cada uno de los puntos de las dimensiones extendidas, del mismo modo que existen en cada punto las posiciones arriba-abajo, izquierda-derecha y atrás-adelante (2001: 216), con la diferencia de que se repliegan en la escala de Planck (10-35 metros):
La teoría afirma que en el instante de la creación, el universo era en realidad una burbuja decadimensional infinitesimal. Pero esta burbuja se dividió en burbujas hexadimensionales y cuatridimensionales. El universo hexadimensional colapsó súbitamente, expandiendo con ello el universo cuatridimensional hasta el Big Bang estándar (Kaku 1998: 458).
Llegados a este punto, la pregunta que da título a este artículo adquirió tintes ontológicos: ¿Qué hay en esas dimensiones arrolladas? De nuevo, Brian Greene lanzaba algunas hipótesis:
Nuestra incapacidad para comprobar distancias menores que una milésima de billonésima de metro permite la existencia, no sólo de dimensiones adicionales muy pequeñas, sino de todo tipo de posibilidades caprichosas, incluso una civilización microscópica cuya población estaría constituida por hombrecillos verdes aún más diminutos (2001: 226).
Aquí, la teoría M abría un universo inexplorado para los teóricos de lo fantástico. Desde estos presupuestos, parecía posible sentar las bases para explicar empíricamente centenares de monstruos que han aparecido en las ficciones fantásticas. A saber, vampiros, zombis, Cthulhu, fantasmas, etc. Sin embargo, como buen científico, Brian Greene advertía de conclusiones precipitadas: «el hecho de postular cualquiera de estas posibilidades no comprobadas experimentalmente —y, por ahora, imposibles de comprobar—, podría parecer igualmente arbitrario» (ibíd.)[4].
Ahora bien, esta afirmación no se convirtió en el final del camino, ya que todavía quedaban resquicios por explorar. También en El universo elegante, Greene afirmaba que al estar formulada en once dimensiones, la teoría M contempla la existencia de otras entidades físicas llamadas branas, que tienen P dimensiones (siendo P un número comprendido entre 1 y 10). Es difícil imaginar una brana unidimensional, pero no una de dos dimensiones, que sería como un folio que pudiera ocupar una inmensa cantidad de espacio. Por su parte, una tridimensional que se hubiera ampliado desde el nacimiento del universo podría ser tan infinitamente grande que llenara las tres dimensiones espaciales en las que nos movemos día a día, ocupando todo el espacio del que somos conscientes. Luego, vivimos en una brana. Un símil acertado para tener una imagen mental de ellas es imaginarlas como rebanadas de pan colocadas en posición vertical una al lado de la otra: habitamos una de ellas, pero estamos separados del resto, que pueden tener un número de dimensiones diferente. Ahora bien, cuando parecía que se abrían nuevas posibilidades, algunas limitaciones físicas volvían a hacer acto de presencia: “En el escenario mundo brana, usted y yo y todo lo que hemos visto estamos permanentemente prisioneros dentro de nuestra tres-brana. Teniendo en cuenta el tiempo, todo está atrapado dentro de nuestra rebanada dimensional de espacio-tiempo» (2001:499).
Para continuar con el estudio comparado, era necesario explicar este problema y encontrar posibles válvulas de escape. Según la física, en el universo existen cuatro fuerzas, cada una de ellas asociada a una partícula (representada entre paréntesis), que es su unidad mínima y que le otorga las características definitorias: nuclear débil (bosones gauge), nuclear fuerte (gluón), electromagnetismo (fotón) y gravedad (gravitón). Las tres primeras partículas poseen patrones vibracionales de cuerda abiertos, lo que quiere decir que están anclados en nuestra membrana de tres dimensiones espaciales y una temporal. «En el escenario mundo brana, las dimensiones extras podrían ser tan grandes como un milímetro y todavía no habrían sido detectadas “dice Brian Greene (2001: 499).Esto sucede porque los fotones, primero, al no poder atravesar los márgenes de nuestro tres-brana, no iluminan ninguna otra dimensión y, segundo, porque al viajar sin ninguna obstrucción entre sus límites, hacen que parezca completamente transparente (2001: 497).Ahora bien, el gravitón sí que podía permitirme abrir nuevas opciones de explicación racional de lo fantástico, puesto que su patrón vibracional de cuerda abierto le permitiría moverse interdimensionalmente: «Así, si estuviéramos viviendo en una brana no estaríamos completamente aislados de las dimensiones extras. A través de la fuerza gravitatoria podríamos influir y ser influidos por las dimensiones extras» (2001: 500).
De nuevo, la física abría un universo de posibilidades. Si hay una partícula que nos puede traer información sobre otras branas, sean estas del tamaño que sean, numerosas ficciones fantásticas de viajes espaciotemporales o de interferencias interdimensionales podrían ser explicadas racionalmente. Por ejemplo, en Llamada perdida (Miike 2003), película en cuya trama los personajes son telefoneados por sus yoes del futuro para anunciarles su propia muerte, podríamos pensar que esos alter ego futuristas se comunican con el presente utilizando el gravitón como partícula mensajera interdimensional.
Otro caso, directamente relacionado con lo monstruoso, se da en el tercer tomo de las Crónicas necrománticas, de Briam Lumley, titulado El origen del mal (2001). El protagonista de la saga, Harry Keogh, que puede comunicarse con los muertos de forma natural, descubre que unos científicos rusos han abierto tras un accidente experimental un «agujero gris» bidireccional por el que asiduamente entran monstruos de dimensiones paralelas a nuestro mundo. A través de otro de similares características encontrado en Rumanía, Keogh entra al mundo de los vampiros donde se enfrenta a ellos y los derrota para, finalmente volver a la Tierra. Desde los postulados de la teoría M, deberíamos suponer que el accidente ha liberado una carga de energía que ha tendido un puente a través del cual es posible el intercambio de materia y energía entre distintas dimensiones o branas.
Sin embargo, a estas explicaciones, ya frágiles de por sí, había que sumarles un problema de difícil solución: el gravitón es una partícula de existencia hipotética, lo cual quiere decir que la teoría señala su existencia pero todavía no ha conseguido aislarse ni observarse.
A la vista está que tratar de explicar estos relatos desde la teoría M era sumamente resbaladizo y que continuará siéndolo a menos que la física encuentre respuestas a varios interrogantes básicos. Al fin y al cabo, la posibilidad de que nuestro universo contenga dimensiones espaciales o temporales atrapadas en la escala de Planck y un elevadísimo número de branas no me ayudaba a racionalizar algunos fenómenos físicos habitualmente tratados en las ficciones fantásticas, más bien demostraba que “nuestro acceso a la estructura global del universo podría estar limitada aún más dramáticamente de lo que habíamos sospechado previamente» (Barrow 1999: 271). En definitiva, en lugar de una vía de naturalización de diferentes hechos que entrarían finalmente en nuestro paradigma de realidad y modificarían nuestra visión de lo real, la teoría M revelaba una nueva área oscura de la realidad. Así, pese a la aparente amenaza inicial para lo fantástico, los avances científicos se pueden estar convirtiendo en un disparador que abre (o puede abrir) centenares de posibilidades para los autores de nuevas ficciones. La ciencia agudiza el ingenio.
He sido un niño pequeño que, jugando en la playa,
encontraba de tarde en tarde un guijarro más fino o
una concha más bonita de lo habitual. El océano de la verdad
se extendía, inexplorado, ante mis ojos.
Isaac Newton
Desde hacía tiempo, venía pensando que la historia de la astronomía había sido y continuaba siendo la toma de conciencia de que somos irrisoriamente prescindibles, una suerte de anagnórisis humana a gran escala. El descubrimiento de la teoría de los multiversos no hizo sino reforzar esta idea. Al adentrarme en estos nuevos caminos de la física teórica en busca de respuestas a los misterios de lo fantástico, descubrí que según sus defensores nuestro universo es una burbuja espaciotemporal en un océano de infinitas burbujas que son universos posibles y que existen en algún lugar del espacio real en este mismo momento: «Si este universo de universos tiene un tamaño y extensión material infinitos, cualquier cosa que tenga una posibilidad distinta de cero de ocurrir en algún lugar ocurrirá con una frecuencia infinita» (Barrow 2012: 296). Ya abrumadora de por sí, esta afirmación se tornó todavía más radical al pensar que cada uno de ellos tuvo que tener su propio nacimiento, su propio Big Bang y, por lo tanto, su propia expansión dimensional, que podría o no coincidir con la nuestra. Era palpable que muchos de ellos habrían muerto como consecuencia de la inestabilidad del protón, convirtiéndose en inmensos desiertos de electrones y neutrinos donde nunca podría haber ADN ni materia estable, sin embargo, esto era un detalle menor, ya que la cantidad de burbujas continuaba siendo infinita.
Ante tales implicaciones, lo fantástico se volvía a poner en tela de juicio; pero también ahora estaba amenazado lo maravilloso e incluso el concepto mismo de ficción en un anything goes posmoderno llevado al extremo. Todo mundo ficcional de cualquier discurso no es que pueda existir en una de esas burbujas, sino que existe. En algún lugar del multiverso, Drácula está capturando al joven Jonathan Parker en su castillo mientras Gregor Samsa se despierta convertido en un monstruoso insecto. Pero no solo eso. También Frodo está peleando con Gollum al borde de los fuegos del Monte del Destino, en pleno Mordor. Y, ni qué decir tiene, que infinitos hidalgos castellanos luchan contra molinos de viento a lomos de rocinantes, infinitas Madame Bovary se suicidan ingiriendo arsénico e infinitos Charles Foster Kane pronuncian «Rosebud» justo antes de morir en Xanadú. A medida que seguía informándome sobre la teoría de los multiversos y mientras andaba entre estas tribulaciones, me dije que había que actuar con cautela ante esta enmienda a la totalidad. Al igual que Brian Green había sido el actor encargado de advertir en el marco de la teoría M de la arbitrariedad de algunas conclusiones precipitadas sin llegar a negarlas por completo, ahora le tocaba a John D. Barrow representar este papel:
En realidad, las leyes de la física nos ofrecen una cierta protección contra algunas de esas alarmantes conclusiones. Aunque el universo en su conjunto pueda ser infinito, sólo podemos tener contacto con una parte finita de él, porque la velocidad de la luz es finita. La distancia actual hasta ese horizonte de contacto es de unos 1027 metros. […] Estamos hablando de distancias enormes, pero palidecen al compararlas con la distancia a la que habría que viajar para tener una posibilidad razonable de encontrarnos un doble. Para tener una buena posibilidad de que esto ocurra habría que viajar 1028 metros, y para hallar una copia de la Tierra y todo su contenido estaríamos hablando de 1030 metros. La primera copia de nuestro universo visible entero no tendría un cincuenta por ciento de posibilidades de ser hallada hasta que no llegásemos a 10120 metros. La finitud de la velocidad de la luz nos protege de cualquier encuentro con nuestros dobles en un universo infinito. Sin embargo, su propia existencia sigue teniendo un algo perturbador, a pesar de nuestro aislamiento (2012: 298).
Cuando leí estas palabras, recordé que David Roas (2002), en su estudio sobre E.T.A. Hoffmann, defendía que las ficciones fantásticas se han desarrollado en el ámbito de lo cotidiano desde que el escritor de Königsberg ubicara la acción de sus relatos dentro de los límites de nuestro mundo más cercano, el mundo que creemos controlar, en el seno de la aparentemente inalterable legalidad cotidiana, (Roas 2002: 40). Tiene que ser este y no otro su espacio. El mismo texto de John D. Barrow que me había permitido meditar de nuevo sobre la racionalización de algunas ficciones fantásticas a partir de la física teórica, también señalaba la imposibilidad de contacto entre las lejanísimas realidades anunciadas por la teoría de los multiversos y nuestro mundo cotidiano. Este detalle, pensé, implica que nuestro paradigma de realidad no puede ser modificado por esta física teórica y, subsiguientemente, tampoco lo fantástico ni lo monstruoso. Es decir, aunque pertenecieran al orden de lo posible en algún espacio del multiverso, Drácula, Cthulhu y Gregor Samsa iban a seguir produciéndonos miedo metafísico, porque en nuestras coordenadas físicas estos seres y hechos continúan habitando los dominios de lo insondable.
Ahora bien, decidí seguir investigando nuevas posibilidades teóricas y tropecé con los puentes Einstein-Rossen o agujeros de gusano. Las ecuaciones de la teoría de la relatividad daban pie a la existencia de una intrincada red de túneles que, primero, permitiría viajar más rápido que la velocidad de la luz rasgando el espacio-tiempo para conectar partes del multiverso de otro modo distantes y, segundo, ilustraría nuevos tipos de conectividad no local con consecuencias impredecibles: «Algunas de sus ramas se replegarían y se unirían nuevamente al universo madre, mientras que otras podrían acabar en otros universos bebé más pequeños o, incluso, en regiones tan grandes como nuestro universo» (Barrow 1994: 125).
Nuevamente, parecía factible explicar ficciones fantásticas sobre interferencias interdimensionales, universos paralelos o viajes espaciotemporales, pero la comunidad científica en su conjunto defendía otra vez más la existencia de limitaciones insalvables:
No parece que tengamos que preocuparnos por caer en algunas de estas simas porque se supone que tienen un tamaño próximo al de la longitud de Planck. El tamaño de sus gargantassería, pues, tan pequeño que sencillamente se asemejarían a la aparición o desaparición anómalas de algunas partículas elementales de tipo puntual o cordal en un experimento de física de partículas (ibíd.).
Estos agujeros de gusano son sumamente pequeños, por lo que no debemos preocuparnos por que vayamos a caer en uno de ellos y a encontrarnos en un universo paralelo (Kaku 1998: 460).
En resumen, la existencia de los puentes Einstein-Rossen en unas escalas espaciales tan diminutas implicaba que en absoluto podían afectar a nuestra macroscópica existencia. Pero, todavía cabía hacerse una pregunta: ¿Hay posibilidades de ampliar esos agujeros y mantenerlos abiertos para viajar entre ellos? La respuesta aparecía en las páginas de Michio Kaku(1998: 463): sí, pero únicamente podría realizarlo una civilizaciónTipo 4capaz de controlar una potencia energética mayor que la producida por su propia galaxia[5]. Posibilidades que continuarán durante siglos en el terreno de la ciencia ficción, a años luz de lo fantástico.
Una vez realizado este recorrido por los pormenores de la teoría de los multiversos, únicamente quedaba la posibilidad de releer un relato fantástico desde sus postulados para comprobar qué explicación racional pudiera tener y analizar si esta tiene cabida en nuestro paradigma de realidad. «Venco a la molinera» (Palma 1998)[6] comienza con Ernesto, el protagonista y narrador, recién llegado a casa tras un turbulento viaje en avión desde Boston horas antes de una cita con Mónica. Para conquistarla, le ha pedido a su vecina Berta que le deje en la cocina una receta que lleva por título: «Venco a la molinera». Creyendo que el tal venco era un pescado exótico casi imposible de hallar, acude al supermercado sin demasiadas esperanzas de hacerse con alguno, pero sorprendentemente encuentra allí un congelador lleno de bandejas de carne etiquetadas como «venco». Compra una y una vez en casa se pone el delantal con motivos de gallinas azules que había comprado unos días atrás, se coloca ante los fogones y cocina el desconocido trozo de carne siguiendo los pasos de Berta mientras se deleita pensando en la cara de asombro que pondrá Mónica ante tan exótico plato. Sin embargo, parece no sorprenderse demasiado. «Yo hubiese preferido pollo», dice Ernesto. «¿Pollo? ¿Qué es eso, algún tipo de pescado?», contesta Berta, ahora sí, asombrada. La tensa situación se relaja cuando acaba la cena y entre los acordes de Lester Young ella estrecha su cuerpo cálido contra el de nuestro protagonista. «Dime la verdad, Mónica, ¿no sabes lo que es el pollo?», se atreve a preguntar Ernesto. Ella, enfadada, se aleja de él y se enciende un cigarro junto a la ventana. Él, para acabar con la broma, toma el tomo ORNI-PROS de la enciclopedia y asiste espantado al «terrible vacío, la imposible ausencia entre Pollino y Pollock, Jackson, el creador del expresionismo abstracto». Pero, lo peor está por llegar. En el tomo TAO-Z aparece la entrada del venco: «ilustrado a todo color, entre Vencido y Venda. La definición lo tilda de cría de ave, y en particular de gallina, plato habitual, fuese frito o asado, y el dibujo lo muestra en un corral atiborrándose de pienso, el plumaje de un inesperado azul suave, las patas gruesas y cortas y la cola rematada por una llamativa pluma naranja». Similar a los motivos del delantal comprado unas semanas atrás:
El pollo no existía ahora, al parecer nunca había existido; en su lugar, aunque menos discreto, había algo llamado venco, aquello que Berta, respetando mis ruegos de simplicidad, me había recomendado cocinar. Aceptar eso suponía, sin embargo, admitir que aquella realidad no era la mía, que me encontraba en otro mundo, quizá en una de esas dimensiones paralelas tan de moda en la televisión, una réplica exacta en todos sus detalles, salvo en el ya mencionado.
Para Ernesto, la realidad en su conjunto se ha tornado monstruosa y el venco es la representación más palpable de ello, el símbolo, la más que probable punta de un iceberg aterrador que indica que en cada gesto, en cada esquina, puede eclosionar algo que le muestre el fondo del abismo. Entonces, Ernesto se marcha, llora desolado frente a la tienda «El palacio del venco», deja un anuncio con su teléfono en el periódico para encontrar al resto de pasajeros del avión, a quienes suponía tan perdidos y asustados como él, mata un par de vencos en una granja de las afueras para aplacar su ira y acaba por decidir que lo mejor es volver a casa para esperar la deseada llamada de sus compañeros de universo mientras ruega que la figura del pescador chino de madera colocada sobre el televisor, que no recuerda haber comprado, no esté anunciando el principio del fin.
Llegado a este punto, racionalizar los sucesos de «Venco a la molinera» según la física teórica era medianamente sencillo, aunque no demasiado creíble: El avión en el que viajaba Ernesto desde Boston debió de atravesar un agujero de gusano macroscópico que lo llevó a otro lugar del multiverso en donde todo era idéntico al mundo que había dejado atrás, todo salvo el venco, que aparece, y el pollo, que se desvanece. Sin embargo, Barrow y Kaku, entre otros, habían dejado entrever que tal explicación no podía ser cierta porque los puentes Einstein-Rossen son microscópicos y hace falta la cantidad de energía producida por toda una galaxia para ampliarlos y estabilizarlos. Así, la única solución en «Venco a la molinera» era pensar que una fuente de energía desconocida (bien desde esta parte del agujero o bien desde la otra) lo hubiera abierto, provocando el trasvase a otra realidad. Huelga decir que él estaba y está lejos de cualquier intento de explicación racional y científica.
Este claro ejemplo me demostró que la teoría de los multiversos, al igual que sucedía con la teoría M, esconde entre su aparente poder de explicación de la práctica totalidad de los fenómenos fantásticos una nueva cara oculta. Si la comunicación entre nuestra cotidianidad y esos espacios tan alejados del multiverso, donde podríamos encontrar monstruos o hechos aquí considerados fantásticos, es imposible, cabe preguntarse: ¿Qué más da que estén ahí si no pueden perturbar nuestra salvaguardada realidad? Quizás haya un resquicio. Uno en el que no puede entrar ninguna limitación física: la mente. Nuestro paradigma de realidad no necesita asimilar o aprehender para nuestro día a día la existencia del multiverso porque en nada nos afectan esas infinitas burbujas ubicadas a decenas de miles de millones de años luz de distancia. Sin embargo, como dejara escrito John Barrow, saber de la existencia de dobles exactos (no solo de nosotros sino de La Tierra en su conjunto) o de centenares de monstruos que creíamos entes de ficción tiene algo perturbador, a pesar de nuestro aislamiento (2012: 298). La teoría de los multiversos sacude nuestro paradigma de realidad y lo sitúa frente al abismo, como si de una ficción fantástica se tratase, con la diferencia de que sus afirmaciones son empíricas, es decir, fundamentadas en decenas de ecuaciones matemáticas. Es una sacudida demasiado suave, un pequeño empujón tal vez, porque pronto somos conscientes de que nunca podremos contactar con tales maravillas solo imaginadas en relatos y películas. Pero una sacudida al fin y al cabo, y algo debe cambiar tras ella: sabemos de la existencia física, real, de lo que hasta entonces solo considerábamos productos de nuestra imaginación. Lejos, sí, muy lejos, pero están, son. Y ello, de nuevo, en lugar de abrir camino a las explicaciones racionales, es un disparador de lo fantástico. La ciencia vuelve a agudizar el ingenio.
Aunque únicamente exista una teoría unificada, tan sólo es una sucesión de reglas y ecuaciones.
¿Qué fue lo que insufló fuego en las ecuaciones e hizo un universo para describirlas?
Stephen Hawkings
Como decía en el primer párrafo de este texto, he querido reflexionar sobre una serie de pasos que me llevaron del escepticismo respecto a lo monstruoso (condición sine qua non para creer en lo fantástico), a la afirmación de su presencia real y, finalmente, a admitir la existencia de limitaciones físicas que impiden la desarticulación de las ficciones fantásticas a partir de explicaciones racionales de unos fenómenos aparentemente imposibles.
El problema reside en la imposibilidad de contacto con esas realidades otras (dimensiones arrolladas, branas o lejanísimos universos) y, en consecuencia, en la poca influencia que tienen sobre nuestro paradigma de realidad, el cual está íntimamente ligado a la experiencia cotidiana de la vida. Una experiencia construida en tres dimensiones espaciales y una temporal, a escala macroscópica y dentro de unas distancias accesibles. Una experiencia que, como dice Brian Greene en una afirmación basada en la relatividad pero perfectamente extrapolable a nuestros casos, está basada en las concepciones newtonianas de espacio absoluto y tiempo absoluto, que pese a ser fallidas funcionan perfectamente bien con las bajas velocidades y con la gravedad moderada que encontramos en la vida diaria, de modo que nuestros sentidos no están bajo ninguna presión evolutiva para desarrollar en nuevas y rupturistas direcciones (Greene 2006: 109). Sin embargo, también hay opiniones, como la de Milič Čapek en una reflexión perfectamente actual sobre la influencia de la física del siglo xx en la filosofía, que apuntan en una dirección diferente: «ningún componente del modelo laplaciano quedó sin afectar por la tormenta contemporánea de la física»(1973: 361). No la asimilamos, pero necesariamente algo ha tenido que verse modificado.
La respuesta hay que buscarla en los orígenes de lo fantástico, justo en el instante que sirvió de inicio para este proceso, que es lo mismo que decir en el primer momento en el que se unieron los caminos de la física y lo fantástico. De la misma manera que en elsiglo xviii, en su voluntad de marcar la frontera entre lo posible y lo imposible, el racionalismo reveló una parcela oculta y oscura de la realidad que no podía ser explicada y que rápidamente se convirtió en objeto literario en la novela gótica (Roas 2001: 21-22), la nueva física teórica ha puesto de manifiesto la existencia empírica de realidades inaccesibles que pueden ser, por lo tanto, geniales campos para el cultivo de nuevas ficciones fantásticas. No restringe, amplía: «Los avances científicos no terminan con los misterios, como el desarrollo de la tecnología no anuló lo insólito de los milagros, ni el psicoanálisis ha puesto fin al horror de las pesadillas» (Fernández 2001: 296). En definitiva, el cambio no se da a nivel explicativo, sino creativo.
De nuevo, lo fantástico sobrevive.
Ballesteros González, Antonio. Antología de fantasmas, Madrid, Ediciones Jaguar, 2003.
Barrow, John D. Teorías del todo, Barcelona, Crítica, 1994.
Barrow, John D. Imposibilidades. Los límites de la ciencia y la ciencia de los límites, Barcelona, Gedisa Editorial, 1999.
Barrow, John D. El libro de los universos, Barcelona, Crítica, 2012.
Bueno, María Luisa. Milagros y prodigios medievales: una frontera indeterminada, Zamora, Ediciones Semuret, 2003.
Caillois, Roger. Imagenes, imagenes... (sobre los poderes de la imaginacion),Barcelona, Edhasa, 1966.
Čapek, Milič.El impacto filosófico de la física contemporánea, Madrid, Tecnos, 1973.
Carroll, Noël. Filosofía del terror o paradojas del corazón, Madrid, Antonio Machado Libros, 2005.
Castex, Pierre-Georges.Le conte fantastique en France, París, Librairie José Corti, 1951.
Ceserani, Remo. Lo fantástico, Madrid, Visor, 1999.
Cohen, Jeffrey Jerome. «Monster culture (seven theses)», en Jeffrey Jerome (ed.), Minneapolis, Monster Theory University of Minnesota Press, 1996: 3-25.
Covarrubias, Sebastián de (1611). Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, Imprenta de Luis Sánchez. Disponible en: http://fondosdigitales.us.es/fondos/libros/765/1147/tesoro-de-la-lengua-castellana-o-espanola/[24/02/2015]
Fernández, Teodosio. «Lo real maravilloso de América y la literatura fantástica», en Roas, David (comp.), Teorías de lo fantastic, Madrid, Arco/Libros, 2001: 283-297.
García Jurado, Francisco (2006). «Los cuentos de fantasmas: Entre la literatura antigua y el relato gótico», en Culturas Populares. Revista electronica, nº 2. Disponible en http://www.culturaspopulares.org/textos2/articulos/garciajurado.htm[24/02/2014].
Glashow, Sheldon y Ginsparg, Paul. «Desperately Seeking Superstrings», en Physics Today, vol. 39, nº 5, 1986: 7-9. http://dx.doi.org/10.1063/1.2814991
González-RivasFernández, Ana. «Melmoth, el fantasma de Charles R.Maturin: Regreso espectral de la literatura grecolatina», en Epos: Revista De Filología, nº24, 2008: 37-54. Disponible en http://e-spacio.uned.es/fez/eserv.php?pid=bibliuned:Epos-2008-24-5020&dsID=Documento.pdf[24/02/2015]
Greene, Brian. El universo elegante: Supercuerdas, dimensiones ocultas y la búsqueda de una teoría final, Barcelona, Crítica, 2001.
Greene, Brian. El tejido del cosmos. Espacio, tiempo y la textura de la realidad, Barcelona, Crítica, 2006.
Kaku, Michio: Visiones. Cómo la ciencia revolucionará la materia, la vida y la mente en el siglo xxi, Madrid, Debate, 1998.
Kardashev, Nikolái. «Transmission of information by extraterrestrial civilizations», Soviet Astronomy, vol. 8, nº 2, 1964: 217-221.Disponible en http://adsabs.harvard.edu/full/1964SvA.....8..217K [24/02/2015]
Leconteux, Claude. Fantasmas y aparecidos en la Edad Media, Palma de Mallorca, Editorial Olañeta, 1999.
Lovecraft, Howard Philipps. La llamada de Cthulhu. El ser en el umbral, Madrid, Editorial EDAF, 2003..
Lumley, Brian. El origen del mal, Timun Mas, Barcelona, Timun Mas, 2001.
Maturin, Charles R. Melmoth el errabundo, Barcelona, Bruguera, 1985.
Miike, Takashi (dir.). Chakushin Ari (Llamada perdida), Japón, Kadokawa-DaieiEiga K.K., 2003.
Newton, Isaac. Principios matemáticos de la filosofía natural, en Hawkings, Stephen (ed.), A hombros de gigantes, Barcelona, Crítica,2003: 651-1019.
Palma, Félix. El vigilante de la salamandra, Valencia, Pre-Textos, 1998.
Plinio Cecilio Segundo, Gayo. El vesubio, los fantasmas y otras cartas, edición de García Jurado, Francisco, Madrid, Cátedra, 2011.
Real Academia Española (2014). Monstruo. En Diccionario de la lengua española (23ª ed.). Recuperado de http://dle.rae.es/?id=PiY3lWL
Reisz, Susana. «Las ficciones fantásticas y sus relaciones con otros tipos ficcionales», en. Roas, David (ed.), Teorías de lo fantastico, Madrid, Arco/Libros, 2001: 193-222.
Roas, David. «Voces del otro lado: El fantasma en la narrativa fantástica», en Pont, Jaume (ed.),Brujas, demonios y fantasmas en la literatura fantástica hispánica, Lleida, Universitat de Lleida, 1999: 93-107.
Roas, David. «La amenaza de lo fantástico», en Roas, David (comp.), Teorías de lo fantástico, Madrid, Arco/Libros, 2001: 7-44.
Roas, David. Hoffmann en España: Recepción e influencias, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002.
Roas, David. «¿Hay una literatura fantástica después de la mecánica cuántica? Nuevas perspectivas teóricas», en Sanz Cabrerizo, Amelia (comp.), Teoría literaria española con voz propia, Madrid, Arco/Libros, 2009a: 171-189.
Roas, David. «Lo fantástico como desestabilización de lo real: elementos para una definición», en López Pellisa, Teresa y Fernando Ángel Moreno (eds.), Ensayos sobre literatura fantástica y ciencia ficción, Madrid, Universidad Carlos III de Madrid,2009b: 94-120. Disponible en: http://e-archivo.uc3m.es/bitstream/handle/10016/8868/presentacion_LITERATURA_2008.pdf?sequence=1 [24/02/2015]
Roas, David. Tras los límites de lo real, Madrid, Páginas de Espuma, 2011.
Scott, Walter. La habitación tapizada y otros relatos, Madrid, Ediciones Valdemar, 2001.
Smolin, Lee. Las dudas de la física en el siglo xxi:¿Es la teoría de cuerdas un callejón sin salida?, Barcelona, Crítica, 2007.
Todorov, Tzvetan. Introducción a la literature fantástica, México D.F., Ediciones Coyoacán, 1994.
Vax, Louis. Arte y literatura fantástica, Buenos Aires, Eudeba, 1960.
Zoltan, Galántai. «Long futures and type IV civilizations»,enSocial and Management Sciences, vol. 12, nº 1, 2004: 83-89. Disponible en: http://www.pp.bme.hu/so/article/view/1660 [24/02/2015]
1 Entiendo paradigma de realidad