El concepto de ficción
CICLOGÉNESIS 2 | RAYO VERDE
El concepto
de ficción
Uno de los mejores escritores de la literatura hispanoamericana repasa aquí la obra de Borges, Joyce y Gombrowicz entre otros, además de temas como la novela o la literatura europea para analizar qué, cómo y para qué escribir.
Este libro fue publicado con el apoyo de:
Primera edición: septiembre 2016
Título original: El concepto de ficción
© 1997, Buenos Aires, Juan José Saer
© Herederos de Juan José Saer
c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria
www.Schavelzongraham.com
© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2016
Diseño de la cubierta: Tono Cristòfol
Fotografía de la cubierta: Daniel Mordzinski
Composición ePub: Pablo Barrio
Publicado por Rayo Verde Editorial
Gran Via de les Corts Catalanes 514, 1º 7ª
08015 Barcelona · rayoverde@rayoverde.es
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@Rayo_Verde
ISBN ePub: 978-84-16689-18-7
BIC: DN, DSK, 3JJ
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La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para su uso personal.
Los textos que contiene este libro abarcan un período de treinta y un años; los más antiguos fueron escritos en 1965; el más reciente, en 1996. El orden en el que están presentados es cronológico: van del presente al pasado. Buscar, releer y ordenar estas hojas polvorientas fue para mí la ocasión de efectuar un lento viaje en el tiempo, del que no vuelvo ni deprimido ni satisfecho: las cosas que pensaba hace treinta años sigo pensándolas ahora, pero puestas todas juntas no constituyen una teoría del relato de ficción, sino más bien una serie de normas personales para ayudarme a escribir alguna narración que justifique tantas páginas borroneadas.
Si los llamo textos, es porque no sé qué otro nombre darles. Ensayos me parece demasiado pretencioso, y artículos inapropiado por la connotación periodística que tiene esa palabra. De todos estos trabajos, únicamente dos o tres aparecieron en diarios, número sensiblemente inferior al de los que fueron rechazados, en algunos casos hasta por los mismos órganos de prensa que los habían pedido. Pero aunque la publicación no siempre siguió al pedido y a la redacción, como a la fecundación y a la gestación sigue el nacimiento, una buena parte de estos textos fueron escritos por encargo. Los otros, salvo cuatro o cinco que contienen reflexiones generales, son simples notas de lectura, pretextos para discutir conmigo mismo ciertos aspectos de un oficio de lo más solitario.
Las escasas transgresiones al orden cronológico que pueden observarse deben ser consideradas como desplazamientos necesarios para hacer más evidentes las intenciones del conjunto y consolidar su coherencia. Es obvio que esa intención general es posterior a todos y a cada uno de los artículos y no presidió a la redacción de ninguno. Muchos estaban ya olvidados y otros, escritos hace más de un cuarto de siglo, nunca habían sido pasados a máquina. En dos o tres casos, ciertos párrafos, ilegibles o perdidos, debieron ser reconstituidos, y debo confesar que en algunos momentos el trabajo resultó tan engorroso, que únicamente la obstinación gratificante aunque inexplicable de mis editores por publicarlos me incitó a terminarlo.
Salvo algunos retoques, algunas supresiones y casi ningún añadido, todos estos textos se publican hoy tal como estaban en su primera versión dactilografiada. El haberlos dejado intactos no es consecuencia de un respeto religioso hacia mí mismo, sino de la curiosidad artesana por saber cómo funcionarían, encerrados juntos en un libro, todos esos pequeños artefactos verbales. El resultado es claro: en treinta años, hay apenas un puñadito de ideas y muchas repeticiones. Y, créase o no, esa insistente pobreza es lo que a mi modo de ver con más razón los justifica.
París, 6 de marzo de 1997
Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman a Ellmann, sus biógrafos oficiales, el progreso principal es únicamente estilístico: lo que el primero nos trasmite con vehemencia, el segundo lo hace asumiendo un tono objetivo y circunspecto, lo que confiere a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero tanto las fuentes del primero como las del segundo —entrevistas y cartas— son por lo menos inseguras, y recuerdan el testimonio del «hombre que vio al hombre que vio al oso» con el agravante de que para la más fantasiosa de las dos biografías, la de Gorman, el informante principal fue el oso en persona. Aparte de las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad ni la honestidad de los informantes pueden ser puestas en duda, y que nuestro interés debe orientarse hacia cuestiones teóricas y metodológicas.
En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanzamos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entrando en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932-1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.
El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos —lo que no siempre es así— sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera.
Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non-fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable.
La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la «verdad», sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.
La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado —fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera—, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser:«No basta con sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a cabo».
Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Éste es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de Kayser («¿Quién cuenta una novela?»):«La Novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por añadidura». Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica independencia de lo verdadero y de lo falso.
Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar como ejemplo algunos escritores contemporáneos. No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como paradigma de lo verdadero. La Verdad-Por-Fin-Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe duda que requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse de la ficción? ¿Para qué novelar algo de lo que ya se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada obliga, si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, a pasar por la ficción. Empleadas de esa manera, verdad y ficción se relativizan mutuamente: la ficción se vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto a recubrir con la carnadura relativa de las diferentes verdades que van sustituyéndose unas a otras. Los mismos principios son el fundamento de otra estética, el realismo socialista, que la concepción narrativa de Solienitsin contribuye a perpetuar. Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de la verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología. Para su tarea, sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen bastado. Lo que debemos exigir de empresas como la suya, es un afincamiento decidido y vigilante en el campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo más superfluos. Y por otro lado, no basta con dejarse la barba para lograr una restauración dostoyevskiana.
Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de «lo verdadero», las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, poniéndolo al servicio de «lo falso». Puesto que lo dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simétrico de Solienitsin: a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela policial se traslada a la edad media, que a su vez es metáfora del presente, y la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, no puedo abstenerme de recordar que hasta Barrés, que veía complot judíos por todos lados, escribió: «Rien ne déforme plus l’histoire que d’ y chercher un plan concerté
».) Su interpretación de la historia está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna ambigüedad.
La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges —numerosos textos suyos lo prueban—, a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.
Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a Proust un interés desmedido por los folletines. En esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto de Proust por los folletines es un recurso teatral de Eco para justificar sus propias novelas, como esos candidatos dudosos que, para ganar una elección local, simulan tener el apoyo del presidente de la república. Es una observación sin ningún valor teórico o literario, tan intrascendente desde ese punto de vista como el hecho, universalmente conocido, de que a Proust le gustaban las madeleines. Es significativo en cambio que Eco no haya escrito que a Agatha Christie o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, y con razón, porque si pone de testigo a Proust para exaltar los folletines es justamente porque escribió A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche que Eco pretende ampararse, no del supuesto gusto de Proust por los folletines. Basta con leer una novela de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus autores les gustan los folletines. Y para convencerse de que a Proust no le gustaban tanto, la lectura de la Recherche es más que suficiente.
Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola «a su manera». La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito.
A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás —no me atrevo a afirmarlo— esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.
(1989)
Ser polaco. Ser francés. Ser argentino. Aparte de la elección del idioma, ¿en qué otro sentido se le puede pedir semejante autodefinición a un escritor? Ser comunista. Ser liberal. Ser individualista. Para el que escribe, asumir esas etiquetas, no es más esencial, en lo referente a lo específico de su trabajo, que hacerse socio de un club de fútbol o miembro de una asociación gastronómica. La posibilidad de ser perceptible como tal o cual cosa bien definida en el reparto de roles de la imaginación social es un privilegio del hombre, no del escritor. Del hombre —es decir de la primera ficción que debe abolir, como si fuera una estética ya perimida, el escritor de ficciones. La certeza de esa desnudez no sólo orienta o preside, sino que incluso es la justificación última de su trabajo.
A priori, el escritor no es nada, nadie, situación que, a decir verdad, metafísicamente hablando, comparte con los demás hombres, de los que lo diferencia, en tanto que escritor, un simple detalle, pero tan decisivo que es suficiente para cambiar su vida entera: si para los demás hombres la construcción de la existencia reside en rellenar esa ausencia de contenido con diversas imágenes sociales, para el escritor todo el asunto consiste en preservarla. La tensión de su trabajo se resume en lo siguiente: no se es nadie ni nada, se aborda el mundo a partir de cero, y la estrategia de que se dispone prescribe, justamente, que el artista debe replantear día tras día su estrategia. Ésta, y no el individualismo recalentado que se le atribuye, es la verdadera lección de Gombrowicz. «Su pensamiento», dice en una página del Diario, refiriéndose a Camus, «es demasiado individualista, demasiado abstracto». Y unas líneas más abajo: «¿Conciencia? Aunque tenga conciencia, como todo en mí, es más bien una semiconciencia y una cuasiconciencia. Soy semiciego. Soy casquivano. Soy de cualquier manera».
El sentido de la famosa inmadurez witoldiana es el rechazo de toda esencia anticipada. Las marionetas de Ferdydurke y de Trasatlántico se desviven por coincidir todo el tiempo con una imagen abstracta de sí mismas (el Genio Local, la Moderna, los Patriotas Polacos) y los adultos ya un poco decrépitos de La pornografía se estremecen ansiosamente ante esa fuerza suprema de la adolescencia que es la indeterminación. Cuando se cree ser alguien, algo, se corre el riesgo, luchando por acomodar lo indistinto del propio ser a una abstracción, de transformarse en arquetipo, en caricatura. El homosexual de Trasatlántico se llama lisa y llanamente «Puto», lo que en polaco o en francés no significa nada, pero que en español quiere decir justamente eso, homosexual —y lo ridículo del personaje, y lo patético también, provienen de la constante adecuación de su comportamiento a la definición que engloba su nombre: «Puto». En Ferdydurke la Moderna se viste, habla y actúa todo el tiempo como una persona moderna, de modo que acaba llamándosela así, como ella cree ser, «la Moderna». Si denominamos a alguien irónicamente por medio de un estereotipo —el Escritor, el Editor, la Belleza Local—, ya estamos dando a entender que su titular, a causa de un comportamiento demasiado definido, es víctima de cierta ilusión sobre sí mismo. De tanto ser esencias —Don Giovanni, Fausto, Tristán e Isolda— los personajes de ópera terminan por naufragar en la opereta.
Esa incertidumbre programática propia del artista explica muchas de las contradicciones de Gombrowicz, no pocas de sus rarezas e incluso de sus caprichos, como el de hacerse pasar por conde, superchería cuyo origen ficcional se vuelve evidente, cuando nos damos cuenta de que lo pretendía de un modo intermitente, sobre todo ante los que lo conocían de Polonia y sabían que no lo era. En cierto sentido, toda veleidad de identidad personal es una tentativa de hacerse pasar por conde. Si el artista debe asumir una actitud exterior cualquiera, como de todos modos será falsa, que por lo menos sea exageradamente falsa, evidentemente ilusoria. Es un homenaje al escepticismo del interlocutor, y tiene algo de lo que Joachim Unseld llama la «argumentación pesimista» en el trato de Kafka con sus editores:«estoy muy contento de que haya decidido publicar mi libro, pero yo en su lugar hubiese rechazado el manuscrito. Me hago pasar por conde polaco, pero yo sé que usted sabe que no soy más que un pobre diablo que el viento de la contingencia depositó en este país».
Ese viento nos lo trajo a la Argentina —el increíble azar que de ahora en adelante lo mezcla para siempre al folklore literario de Buenos Aires. En cierto sentido, cayó en un medio preparado para recibirlo, no únicamente porque la realidad histórica de la Argentina está hecha de multitudes sin patria, de inmigrantes, de prófugos, de abandonados, sino porque incluso en la literatura del Río de la Plata —la «culta» y la «popular»—, desde antes de su llegada, pululaban los personajes de su estirpe, cuyas vidas son un interminable paréntesis entre un barco que los trajo de un lugar ya improbable y otro, fantasmal, que debería llevarlos de vuelta. Es sabido que Gombrowicz estuvo a punto de volverse a Europa en el mismo barco que lo trajo, pocos días después de su llegada, y que subió a bordo con sus valijas pero que cuando sonó la sirena anunciando la partida se volvió a bajar: el próximo zarparía casi veinticuatro años más tarde. Ricardo Piglia dice de él —hace poco se lo reprocharon en un diario—: el mejor escritor argentino del siglo XX es Witold Gombrowicz. Esa afirmación es sin duda una exageración irónica destinada a poner a prueba el nacionalismo argentino, pero no es totalmente inexacta; el tema witoldiano por excelencia, la inmadurez, lo inacabado —que él atribuía a la cultura polaca—, venía siendo de un modo inequívoco, desde los años veinte, la preocupación esencial de los intelectuales argentinos. Y Gombrowicz observaba en esa realidad social —con mucha penetración en ciertos casos— el despliegue multiforme de su tema predilecto.
Pero éste es únicamente un aspecto de sus relaciones con la Argentina. Otro que merece ser señalado es el siguiente: buena parte de nuestra literatura —desde sus orígenes, pero sobre todo en el siglo XIX y a principios del actual— ha sido escrita por extranjeros en idiomas extranjeros: alemán, inglés, francés, italiano. Cuando todavía no teníamos literatura, ya viajeros europeos, marineros, científicos, comerciantes, aventureros, incluso espías, repertoriaban en informes, cartas, relatos, memorias, las características de nuestro suelo, de nuestro paisaje, de nuestra sociedad, de nuestras primeras diferencias con el resto del mundo. Si es cierto, como se supone, que fue en las Galápagos —las terribles Encantadas de Melville— donde Darwin formuló por primera vez su teoría de la evolución, es lícito calcular que la fue madurando en la Argentina, ya que en su delicioso Viaje, la etapa que precede a las islas Galápagos es justamente la de la pampa y los Andes argentinos. Esa literatura de viajeros es contemporánea a la aparición misma del país: así, la primera fundación de Buenos Aires que, como muchas otras empresas argentinas, acabó con una masacre, está contada por un marino alemán, que dejó el testimonio en su propio idioma. Félix de Azara, Millau, Mac Cann, Woodbine Hinchliff, Alfred Ebelot, un ingeniero de Toulouse contratado por el gobierno en 1875 para cavar —tentativa vagamente kafkiana— una fosa de quinientos kilómetros destinada a frenar las invasiones indias, Albert Londres, el incomparable W. H. Hudson, que idolatraba hasta nuestros peores defectos, los mismos que también a Borges le parecen virtudes, han sembrado de imágenes y experiencias argentinas varios idiomas del mundo. Gombrowicz se inscribe en un lugar destacado de esa tradición. Sus bronquios delicados, que felizmente lo obligaban a alejarse de tanto en tanto del clima húmedo de Buenos Aires, nos han deparado testimonios valiosísimos de Córdoba, de Tandil, de Mar del Plata, de Santiago del Estero. Su mirada no es solamente la de un psicólogo, la de un sociólogo y la de un esteta, sino incluso la de un observador político y, a pesar de ciertas afirmaciones caprichosas y de su obsesión confesa de originalidad —o tal vez a causa de ella—, uno de los más certeros. El hecho de sentirse, como lo dice tantas veces en el Diario, el más pobre, el más desesperado de los hombres, explica quizás su preferencia por lo que él llama «lo bajo» —ya volveremos a hablar de esto un poco más adelante—, por los seres oscuros, de los que ni el atractivo erótico ni la manifestación viviente de su famosa inmadurez bastan para explicar su interés. Aunque pueda parecer absurdo tratándose de Gombrowicz, hay un elemento militante en esa afinidad, una oposición deliberada a los círculos intelectuales y políticos de Buenos Aires. Aquí, dice, únicamente el vulgo es distinguido. A él, que no se cansaba de denostar la democracia y que a veces delataba cierto masoquismo (tema por otra parte íntimamente witoldiano) en hacerse tratar de fascista, no se le escapaba sin embargo que por mucho que exaltara la aristocracia del espíritu, esa carne caliente y anónima era la única dignidad irrefutable de la vida. Aun cuando se trate solamente de un puro deseo erótico, la dependencia de los dueños de la sociedad respecto de ella, la necesidad vampírica de juventud, produce de por sí una inversión de valores, y aniquila las jerarquías sociales. Más de una vez Gombrowicz sugiere que toda la organización social está pensada como un sistema de explotación de los jóvenes por parte de los adultos. Las páginas sobre Santiago del Estero recuerdan, por su exaltación de esa belleza espontánea e inconsciente de sí misma, algunas emociones de Gauguin en el Pacífico. Y está también su percepción clara de la luz de Santiago, del aire transparente y feliz de Tandil, de la peculiaridad del espacio americano en Necochea, una impresión planetaria, cósmica, la sensación de un presente sin memoria prolongándose a su alrededor hacia el infinito:
Vacío y arena, oleaje… estruendo que se ahoga y adormece. Espacios, distancias sin fin. Frente a mí y hasta Australia sólo esta agua surcada de melenas brillantes, al sur las islas Falkland y las Orcadas y el Polo. Tras de mí, el interior: Río Negro, la pampa… El mar y el espacio resuenan en los oídos y ante los ojos, producen confusión. Camino y sin cesar me alejo de Necochea… hasta que finalmente su recuerdo llega a desaparecer, y no queda sino el mero hecho de alejarse, incesante, eterno, como un secreto que llevara conmigo
(Diario argentino, VI).
Como las de todo viajero, muchas de las observaciones de Gombrowicz son comparativas, pero más de una vez la evidencia de lo absoluto, algo inédito, un elemento todavía no pensado del mundo, lo desvía de su trayectoria y lo hace modificarse y crecer.
No es sorprendente: si Gombrowicz fue joven en Polonia, no cabe duda de que maduró en la Argentina. Según nos lo cuenta él mismo, en los primeros años de Buenos Aires su orgullo principal era su aspecto adolescente que confundía a sus interlocutores; podemos pues, a pesar de la ruptura brutal del exilio, atribuirle cierta continuidad a la imagen de sí mismo que tenía antes y después de su viaje. Hasta que —el Diario lo consigna— sobrevino la catástrofe: las primeras arrugas. En la visión witoldiana del mundo, la madurez es un trauma tan terrible como podría serlo en la de Sófocles el parricidio. En Ferdydurke, escrita antes del viaje, el punto de vista es el de la juventud; en La pornografía, el de los adultos. En Trasatlántico —una de sus obras maestras— el narrador es, según los medios sociales que frecuente, alternativamente objeto o sujeto de seducción. Esa madurez perfecciona su método narrativo multiplicando la variedad de puntos de vista hasta darle a sus primeras intuiciones, como sucede en la evolución de toda gran literatura, la complejidad de un sistema. La evolución de su literatura es inseparable de su experiencia argentina, y esa experiencia penetra y modela la mayor parte de su obra, que sin ella se volvería incomprensible. A diferencia de otros escritores polacos, como Milosz, por ejemplo, Gombrowicz hizo de su exilio un medio de ensanchar y cultivar sus diferencias con Occidente, privilegiando la particularidad de su propia perspectiva. Cuando Milosz le reprocha en 1959 no ocuparse lo suficiente de la actualidad polaca, Gombrowicz le responde que Milosz juzga todavía las cosas desde una perspectiva polaca interior. Podemos considerar lo que Gombrowicz llama su «propia perspectiva», como una perspectiva exterior, no solamente respeto de la sociedad polaca de esos años, sino también de Occidente y, sobre todo, en la más metafísica intimidad de la problemática witoldiana, respecto de la madurez apócrifa y decadente de la esfera superior, como él la llama, los «Churchill, los Picasso, los Rockefeller, los Stalin, los Einstein», esa perspectiva exterior que «proporciona una igualdad más verdadera que la otra, la hecha de consignas y de teorías». La perspectiva exterior que podríamos llamar generalizada, ya que Gombrowicz la aplica de un modo sistemático a todo lo que examina, si bien puede ser una consecuencia de su «obligación de originalidad», es también el resultado de su exilio argentino. Esa perspectiva exterior es el modo que tiene la cultura argentina de relacionarse con Occidente —la exterioridad de la inmadurez polaca llevada a su máxima potencia. Traspapelándose en la banalidad argentina, Gombrowicz aterrizó más cerca de su propio ser que si hubiese integrado, como otros emigrados del Este, la «madurez» de Occidente. Para su gusto, los polacos exiliados asumen una perspectiva demasiado occidental —error que no pocos disidentes del Este han seguido cometiendo más tarde, cuando hubieran podido aprender de él, de Gombrowicz, en apariencia el más irresponsable, que en vez de frotarse las manos ante la bella desnuda en la cama y dispuesta a dejarse poseer, sentía más estimulante, conservando la sangre fría, repertoriar sus imperfecciones, aplicándole la perspectiva exterior como a cualquier otro objeto del mundo. No podemos no admirarlo cuando, en plena guerra fría, y después de haberlo perdido todo, en vez de modelar su pensamiento según las consignas de Occidente, se detiene a examinar con sus propios criterios la cuestión del comunismo: no se es, cuando se es escritor, como decíamos al principio, ni comunista, ni liberal, ni individualista, ni nada, y consignas y teorías sólo reproducen la cristalización infecunda de abstracciones vacías, aquello que, justamente, perturba la disponibilidad del artista. La radicalización de esta perspectiva se produjo en la Argentina, primero porque su exilio obligatorio lo mandó, más lejos todavía de lo que estaba en Polonia del centro de Europa, hacia el arrabal de Occidente, pero también porque el lugar en que cayó se debatía desde hacía años en la misma problemática. Fue, como se dice, una desgracia con suerte, porque, de hoja seca y anónima llevada por el viento de la contingencia, gracias al carácter atípico de su destino de exiliado, excesivo en relación con el de otros emigrados que se integraron plenamente en la cultura occidental, pasó a ser, de toda intemperie, signo, paradigma y emblema. De todas las posibilidades de ser que se le ofrecían en los tiempos de su inmadurez, escritor europeo posnietzscheano, precursor, como lo pretendió tantas veces, del existencialismo, sacerdote en el destierro de la tradición polaca amenazada por la ola colectivista, o cualquier otra mueca rígida de la esfera superior, le tocó, gracias a un crucero de propaganda —opereta witoldiana avant la lettre—, un destino más fecundo, más inclasificable, el de ser Gombrowicz.
Esta singularidad —ser Gombrowicz— si ha sido una suerte para Gombrowicz, lo ha sido también para la Argentina. Al cabo de unos años, su patria perdida y la Argentina ejemplificaban para él, como modelos intercambiables, el mismo aspecto de las cosas. Los detalles por los que difieren tienen menos peso que la acumulación de analogías. Para un argentino, hay algo inmediatamente perceptible en los juicios de Gombrowicz sobre la literatura polaca: aparte de algunas cuestiones de detalle, esos juicios pueden aplicarse en bloque a la literatura argentina, y sobre todo a uno de sus aspectos centrales, que Gombrowicz señala a menudo en el Diario y en sus entrevistas: el conflicto entre un nacionalismo excesivo, de tipo reactivo, y el deslumbramiento, secreto o confesado, por la literatura europea.«En lugar de la palabra Polonia, ponga la palabra Argentina», le aconseja con determinación a Dominique de Roux en sus Entretiens (p. 68). Ese conflicto, en el que Gombrowicz identifica sin dificultades el síntoma de la inmadurez, y que en ambos países tiene orígenes históricos muy diferentes, representa probablemente la tensión principal de la literatura argentina, y recorre toda su historia desde la aparición de los grandes textos fundadores en la primera mitad del siglo XIX. El lector argentino puede aprender cosas más esenciales sobre su propia literatura leyendo en el Diario de Gombrowicz los juicios que se refieren a la literatura polaca, que en las páginas vehementes —y a veces convencidas de antemano de aquello que supuestamente deberían examinar— de algunos de nuestros propios historiadores de la literatura. Esta ambivalencia respecto de la literatura europea, mezcla de distancia geográfica y de proximidad intelectual, de rechazo y de fascinación, si bien no contribuye a facilitar la tarea del escritor argentino, presenta algunas ventajas indiscutidas, si se asume la actitud witoldiana por excelencia, la perspectiva exterior:
J’avais quasiment la certitude que la révision de la forme européenne ne pouvait être entreprise qu’ à partir d’ une position extra-européene, de là où elle est plus lâche et moins parfaite
(Entretiens, p. 82).
En una charla de 1967, Jorge Luis Borges comenzó desarrollando, a propósito de Joyce, una idea que ya había aplicado al conjunto de la literatura argentina veinticinco años antes, en una conferencia célebre,«El escritor argentino y la tradición». Según Thorstein Veblen, en su Teoría de la clase ociosa, si los judíos han sido capaces de innovar en tantos aspectos de la cultura occidental, el hecho no se debe a presuntas diferencias raciales, sino a que, estando al mismo tiempo dentro y fuera de esa cultura, a un judío siempre le será más fácil que a un no judío innovar en ella. Borges descubre la misma situación para los irlandeses respecto de Inglaterra y para el conjunto de la cultura argentina respecto de Occidente: «…les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas». En los mismos años, a pocas cuadras uno del otro, ignorándose y probablemente detestándose mutuamente, el papa de la inteligentzia europeizante y el emigrado polaco, los duelistas irreconciliables de Trasatlántico, definían, para darle un sentido a su propio trabajo, la misma estrategia respecto de la tradición de Occidente.
Esto nos lleva a otro aspecto de las relaciones de Gombrowicz con la Argentina, las que mantuvo con Borges, aunque tal vez sería más correcto decir: las que no mantuvo. Es sabido que hubo entre ellos una cena catastrófica y algunos encuentros casuales, fugaces y desdeñosos. La cena catastrófica recuerda un poco el encuentro de Joyce y Proust, en mayo de 1922, en casa de un tal Sidney Schiff, encuentro en el que, según Joyce, a Proust parecían interesarle exclusivamente las duquesas en tanto que a él, Joyce, le interesaban exclusivamente las mucamas. La afirmación de Gombrowicz de que Borges y él no se podían entender porque a Borges le interesaba la vida literaria y a él la vida tout court —existe una leyenda persistente sobre el vitalismo de Gombrowicz, semejante a la de su individualismo— es desmentida por la curiosa manía witoldiana de llegar a las ciudades del interior argentino y convocar inmediatamente a los intelectuales de la región para someterlos a una especie de examen literario y filosófico antes de permitirles sentarse con él a una mesa de café y escucharlo pontificar durante horas. La acusación de europeizante que Gombrowicz blande a menudo contra Borges es infundada ya que el término supone una adhesión acrítica a todo lo que proviene de Europa; y el único sentido en el que Borges es europeizante —sintiéndose, según la descripción de Veblen, dentro y fuera a la vez— es exactamente el mismo en el que lo es el propio Gombrowicz. En cuanto al pretendido esnobismo aristocratizante de Borges, que no pierde la ocasión de evocar sus antepasados militares y sus orígenes ingleses, si algo nos recuerda son justamente las pretensiones nobiliarias de Gombrowicz y su costumbre de recitar con lujo de detalles su árbol genealógico para desesperación de sus interlocutores. Esta última semejanza, puramente anecdótica, no debe hacernos olvidar otras coincidencias más singulares: aparte de la perspectiva exterior, no es difícil descubrir en ambos, tal vez como consecuencia de esa perspectiva, el mismo gusto por la provocación, la misma desconfianza teórica ante la vanguardia y, sobre todo, el mismo intento de demolición de la forma; uno, Gombrowicz, exaltando la inmadurez y el otro, Borges, desmantelando con insistencia la ilusión de la identidad —probablemente a partir del mismo maestro, Schopenhauer. Hay otro punto inesperado en el que coinciden: la atracción por «lo bajo». El culto del coraje, la predisposición a entrevistar proxenetas diestros en el uso del cuchillo y a ver en los diferendos entre matones de comité un renacimiento de la canción de gesta, equivalen en Borges a la inclinación de Gombrowicz por la adolescencia oscura y anónima de los barrios pobres de Buenos Aires, en la que le parecía encontrar la expresión viviente de uno de sus temas fundamentales. Es cierto que difieren en mucho puntos —por ejemplo, uno pretendía ser infinitamente modesto y el otro infinitamente arrogante— pero todas esas coincidencias profundas merecen ser tomadas en consideración, porque son las que otorgan la pertinencia, la actualidad de sus obras respectivas, las que hacen que esas obras, estrictamente contemporáneas una de la otra, a pesar de la envoltura distinta con que han llegado hasta nosotros, nos apasionen con idéntica intensidad —y a veces también, y por qué no decirlo, cuando en ciertos momentos nos impacientan o nos decepcionan, lo hagan por razones muy parecidas: paradojas forzadas, juicios lapidarios y gratuitos, autoimitación, ressassement eternel.
Después de todo, fueron vecinos durante veintitrés años, respirando al mismo tiempo el aire delgado y venenoso de Buenos Aires y dialogando, cada uno a su modo, desde esas orillas remotas, con la cultura occidental. De ese diálogo, el Diario de Gombrowicz es la manifestación más evidente. Algunos de sus lectores se han quejado, sin duda con razón, de no encontrar en sus páginas la transcripción fiel de muchas circunstancias de las que fueron testigos o protagonistas. Pero hay un error de óptica en ese reproche: a diferencia del de Gide, del de Thomas Mann o del de Pavese, el Diario de Gombrowicz se ocupa muy poco de la vida íntima de su autor —y de ciertos aspectos de esa vida íntima tenemos la impresión de que hay un ocultamiento deliberado, un silencio voluntario, y hasta cierta mistificación— pero el interés de sus páginas estriba justamente en que tratan menos de acontecimientos que de problemas. Es cierto que, a diferencia de la ficción, el diario no puede esquivar la cuestión de la sinceridad y que, en tanto que a una ficción se le exige únicamente verosimilitud, de un diario íntimo se espera veracidad. Pero la sinceridad de Gombrowicz, su auténtica originalidad, estriba en el modo de encarar los problemas de que trata. Y sus alusiones personales, cuando no son meras descripciones de hechos cotidianos sin importancia, aparecen ya transformadas en problemas, en ejemplos de un debate intelectual. Los cuatro Yo sucesivos del principio fueron agregados deliberadamente para su edición en forma de libro. Y en cierto momento, después de consignar con minucia una serie de banalidades, termina diciendo, como si se tratara de una excepción:«esto para aquellos a quienes pueda interesarles mi vida». El Diario de Gombrowicz no es un pretexto para la introspección, sino para el análisis, la reflexión y la polémica.
Como es sabido, la mayor parte del Diario fue escrita en la Argentina. Por razones inexplicables, existe una selección llamada Diario argentino y editada hace unos años en Buenos Aires. Ese desmembramiento es absurdo por la sencilla razón de que todo el diario es argentino, porque si bien una parte fue escrita después de su regreso a Europa y decenas y decenas de páginas no hacen la menor referencia a la Argentina, la razón de ser del Diario es la experiencia argentina, la situación singular del aislamiento de su autor ya que, en lugar de ser una manera de encerrarse en sí mismo, el Diario de Gombrowicz es el campo de batalla contra ese aislamiento. Quienes menos deberían desear el desgajamiento absurdo del pretendido Diario argentino, son en primer lugar los argentinos, porque pueden ser los más capaces de percibir la resonancia especial que adquieren los juicios de Gombrowicz sobre la cultura de Occidente cuando son proferidos en el contexto argentino. El entrelazamiento único de la aventura witoldiana, su lección principal, consiste en la hipérbole de su destino que lo llevó, de una marginalidad teórica y relativa, a una real y absoluta. De esa marginalidad hizo su vida, su material y su fortaleza. Sean argentinos o no, quienes lean el Diario o Trasatlántico, no leerán solamente a un autor llamado Gombrowicz, sino que leerán también, y no únicamente entre líneas, a la Argentina.
(1990)