MALAYERBA
CUBIERTA
PORTADA
ÍNDICE
DEDICATORIA
LOS NIÑOS DE LA SAL
ARMAS DE JUGUETE
GRACIAS, BALAS
FRANCISCO
35 SEGUNDOS
CIBERNAUTA
TÚ NO SABES
FASCINACIÓN POR JAVIER
VIDEO ESCOLAR
A TODA MADRE
JÓVENES PISTOLEROS
ACHICHINCLES
TARDE MACABRA
EL GRUPO DE LOS SIETE
CARRILLA MORTAL
POR UNA MUJER
EL RELOJ
DONCELLA
EL PERFUME
EL PADRINO
SIN PALABRAS
ARREMANGANDO TODO
JALES PELIGROSOS
INEXPERTOS
MALETÍN BLANCO
MAL DE FAMILIA
SEGURO COBRADO
SEPELIO
LOS CINCO MIL
PRESENTIMIENTO
ADIVINA
APRENDIZ
EL CANTINERO Y EL BUCHÓN
LA BENDICIÓN
BUCHONAS Y BELLAS
BUSCO NARCO
RUDA Y BRILLANTE
DE CARTÓN PIEDRA
LA ENFERMERA
SOLA
CALIENTE, CALIENTE
OLOR A PÓLVORA
DE PLACAS Y PLACOSOS
¿Y A QUÉ SE DEDICA?
POLICÍAS Y DELINCUENTES
CAMBIO DE BANDO
LA SENTENCIA
EL COYOTE
LA EXHIBICIÓN
RAMO DE FLORES
LA BOLSITA
AQUÍ CORRIÓ
A PUNTA DE PISTOLA
UNA PAQUITA
PERSONAJES DE PLOMO
VELADOR
DIPUTADO
ALCALDE
LAS FOTOS
EL BAILADOR
LAS LLAVES DE LA CIUDAD
UN DOBLEÚ
CARNE ASADA
SORIASIS
BUENOS Y MALOS
ME DUELE
NARCULICHIS
EL QUESERO
EL SALUDO
COMITÉ DE RECEPCIÓN
LA CONVERSACIÓN
NOCHES Y BALAS
EL PAQUETITO
LA VENTANA
EL SIX
DE PARÍS A CULIACÁN
BAJARON LAS BALACERAS, SIGUIÓ EL TERROR
CRÉDITOS
COLOFÓN
Para Bernardo Domínguez, Mercedes
Mayol, Alejandra Alvarado, Juan
Antonio Montiel y todo el equipo de Jus,
por insistir en regar las rosas marchitas
y permitir que florezca, aun en el
páramo, esta malamata.
Para Federico Campbell, por su encanto,
esa generosidad de bosque, el jardín de
su sonrisa y la magia, siempre
la magia, de la amistad.
Para Ismael Bojórquez, Cayetano
Osuna, Andrés Villarreal y los lectores de
Ríodoce, empleados idos y venidos, y
socios de este río, este charco, ojo de agua
que suena, duele, rojo y diáfano, y sueña.
Pedro y Julio juegan a los balazos. Él dice que trae un cuerno. Su amigo y compañero del salón prefiere las uzi. Ra-ta-ta-ta-ta-ta, grita uno. Ta-ca-ta-ca-ta-ca, le contesta el otro.
Andan de chile bola a la hora del recreo. Inseparables, los une el tercero de primaria y su afición, casi obsesiva, por las camionetas jámer, las chévrolet y las lobo. También les atraen los yips del ejército, artillados; aviones y helicópteros de combate.
Sus armas no son palos ni tablas, ni trozos de muebles de madera torpemente clavados, asemejando un rifle o una pistola. Son muy parecidas a las de verdad: cromadas y negras, con los movimientos y sonidos de cuando se corta cartucho, con cargador que entra y sale y balas de plástico.
A Julio sus mayores le dicen, le repiten, que no sea violento, que las armas son sus juguetes y que juegue con ellas, pero nada más. Le informan de los asesinatos, los narcos y matones. Eso sirve, aseguran, para que no sea como ellos. Quién sabe.
Los papás de Pedro no le dicen nada. Ellos lo ven normal. Que juegue, qué le hace. Le compran y le compran. Ya tiene una colección de soldados, unos de color verde olivo y otros con uniforme gris.
Conoce los tipos de aviones y submarinos. Quiere que le digan qué es un ge-tres, un errequince o una uzi. Que si tienen más potencia, que si pueden más que una granada, que si disparan más lejos.
Ínguiasu, ta perrón, es una jámer, papá: una jámer perrona, dice, grita cuando la ve pasar en zumba por el malecón nuevo como si navegara en el asfalto, imponente y ufana. Luces por todos lados, como árbol de navidad rodante.
Quiere cargar los chalecos antibalas y ver si es cierto que pesan kilos. Ponerse detrás de una mira telescópica y clavar el ojo en el punto donde se cruzan las rayas de la mirilla.
Y a eso juega con su amigo: a la guerra, a los balazos, a las camionetonas y los rifles de alto poder. Nadie gana, sólo ellos dos. No hay perdedores ni muertos ni saldos rojos. En esas mentiras chiquitas e inocentes, apantalladas con tanta muerte, no existen los ajustes de cuentas.
Allá van: a la tiendita, a comprar robots con espadas y con pistolas y con rifles. A preguntar cuánto cuesta la bolsa de soldados de plástico y las pistolas anaranjadas y rojas, enteleridas y desechables, que se venden con todo y balitas cilíndricas.
No corren a la tienda: vuelan. No van juntos: son uno solo. No platican ni se abrazan: se van entendiendo en sus silencios y con esas sonrisas que todo lo inundan y encandilan; y ahí, en la intimidad pública de los juegos en el recreo y en las canchas y pasillos, se encuentran. Ahí son ellos.
Día de reunión de padres de familia. La mamá de Julio es seria y hasta tímida. Entra, saluda apenas con un murmullo que nadie entiende, pero que es un buenos días. El padre de Pedro ahí está.
Ella se va antes, él se queda, pero no mucho. No se despiden.
¿Y tu papá?, pregunta Julio, ¿por qué no viene nunca? ¿Por qué ni viene por ti?
No puede.
Por qué.
Porque está muerto: le pegaron cuando iba manejando el carro.
Por qué.
No sé. Dos balazos aquí atrás, le dice, lustrando sus ojos y apuntando sus deditos a la parte trasera de la cabeza.
Con pistola de verdad, balas de verdad. Qué gacho. Ni modo. Vamos a jugar, pues.
Para la china, esa púber. Felices quince.
Le dio gracias a las balas. Luego a Dios. Se quedó ahí, hincada. Todavía dibujaba mapas ondulantes de humo el cañón de la pistola. Y ella ahí, con ese llanto que estalló como trueno y luego se fue apagando poco a poco sin dejar nada.
Y ella no encontró habla. Y no era para menos: estaba abrazando a su pequeño hermano, y el resto, los otros tres y su madre, muertos en el suelo y ensangrentados. Su padre se quedó unos segundos en el umbral de la puerta, estupefacto. Después huyó.
Sabían que andaba en malos pasos. Tenía rato metido en la peda y conservándose en alcohol. Luego se embrutecía y empezaba a despotricar: gritaba y golpeaba a la madre, se las mentaba, jaloneaba a los más chicos, corría a los mayores.
Ya se estaban acostumbrando a ese circo de borracheras y cantaletas, de madrazos verbales y con la palma de la mano, estrellándose en las mejillas de las mujeres de esa casa.
Había pasado años de pedas casuales y en familia. Era tierno entonces: se le derretían los ojos jugando con los niños; disfrutaba preparar el desayuno los fines de semana y corretearlos a todos los domingos. Era otro.
Era otro el que ahora se asomaba al umbral de la puerta con ese paso marino, tambaleante y babeando. Manchas de polvo blanco adornaban su bigote entrecano. Esos ojos brillosos definitivamente eran de otro, no de aquel padre que conocieron.
Gritos y golpes fueron el colofón de aquel papá amistoso y bonachón. En ocasiones ni hablaba: ese que se dormía en el sillón de la sala, que despertaba malhumorado y enfermo, era un ser extraño que suplía amargamente al otro que ellos conocían.
Y esa noche llegó como las otras. Con una de albañil que le impedía hilar vocales y consonantes, palabras con palabras. Se detuvo en el marco de la puerta en señal de reto. Sin decir más sacó una cromada y empezó a disparar.
Cayó la mamá. Los otros tres la alcanzaron en el charco rojo que ganaba terreno en el vitropiso. Orificios en el pecho, cabeza y abdomen acababan con las vidas y la familia. Uno a uno los vio caer, ya sin vida.
Y ella, que estaba en el fondo de la sala, empezó a gritar. No sabía si eran los gritos de negación de aquella apocalíptica escena o el llanto que salía de su garganta lo que le hacía competencia a los pum-pum-pum que cantaba y escupía el arma.
Pero se mantuvo ahí, en cuclillas. Abrazó a su hermanito de tres años y se abrazó también a ella misma. Columpiaba su cuerpo de trece. Y miró que el cañón la apuntaba a ella, sostenido por la mano derecha de su padre.
Clic-clic-clic. Se acabaron las balas. ¡Chingada madre! Fueron segundos que parecieron minutos, horas, densidad eterna. La oscuridad que se adueña de todo a las seis de la tarde de un día negro y de muerte. Y él desapareció sin hablar más.
Ahí estuvo ella quién sabe cuánto tiempo. Cuneó su cuerpo hasta el infinito y todo se le entumió. Las lágrimas no cesaron. Los gritos sí. Enmudeció por unos minutos. Su hermanito cerró los ojos y no dijo nada. Estaba más que espantado: tenía el terror en los ojos y el ceño.
Ella nunca pensó que fuera a agradecer a las balas por no haber estado ahí, en la recámara del arma. Pero les agradeció: gracias, balas... gracias.
Francisco tiene apenas cinco. Yo digo que por eso debería llamarse Francinco hasta que lleguen los seis. Pero de todos modos he preferido decirle Trancisco, de transa. Pero es de cariño. No le digan a nadie.
Y cómo me sorprende el cabrón. Esto sí es vida, dice. Y lo repite con ese cinismo de enano, de loco bajito. Lo dice cuando está metido en la alberca de algún hotel mazatleco, en Las Glorias, en Guasave, o frente al mar.
Sabe identificar una camioneta escaleid. Conoce las camionetonas lobo. Las negras y rojas son sus preferidas. ¿Cómo las identifica? ¿Quién le platicó de ellas? ¿De dónde sacó esa información?
Las cuenta cuando pasamos por el bulevar de las Américas. Festeja cuando rugen. Se le hacen grandes los ojos con los focos de las direccionales. Las llantas altas. Esos rines que escupen chispas. Esas llantas tatuando el asfalto. Las apunta con su dedito regordete, como aprobándolas.
Y luego pregunta: ¿Te gustan, mamá? No, contesta ella, parecen casas. Pero él las ve altas, imponentes, apantallantes. Las ve y lo pierden. Lo hipnotizan esos rehiletes que no dejan de dar vueltas cuando la llanta se detiene.
Y cómo saber dónde aprendió. En el barrio escasean los narcos y las camionetonas, pero sus amiguitos seguramente comentan. Tal vez le tocó ver u oír algo cuando estuvo en el jardín de niños: quizá más de uno de sus compañeros proviene de familias que saben de este y otros menesteres, y que llegaban al plantel en esas camionetas de lujo.
Por esos lares ve cómo se estacionan y arrancan. Ve cómo agandallan lugares y rebasan. Aceleran y frenan estridentemente. Y van haciendo eses con tal de ganar la primera posición frente al semáforo. Todo eso lo ve. Y lo registra.
Porque igual sabe cuáles son las suburban y las cheroquis. Juega con sus carritos y los nombra con los modelos de esos vehículos que tanto le gustan y atraen. También le gustan las patrullas, las grúas, los camiones de bomberos y las camionetas de los socorristas, pero menos.
Y va de sorpresa en sorpresa. Fue insistente aquella vez que me confesó que cerca del trabajo de su mamá, en el centro de la ciudad, había una tienda de pistolas y rifles. Le dije que no era cierto, pero él insistió: sí, cerca de la casa de mi mamá. Como a dos cuadras, en una esquina. Y también hay uniformes militares con los que visten a los maniquís, y balas para las armas. Y yo de nuevo lo negué, incluso lo reprendí por andar inventando.
Pero me dejó con la duda. Una tienda de pistolas y rifles, ¿dónde, dónde, dónde? Hasta que prendió la luz roja del semáforo de la escasa memoria alcohólica. Francisco tenía razón: esa tienda de armas es en realidad una tienda de artículos deportivos en Rosales y Morelos.
Ya habla de accidentes, con todo y muertos. Ya habla de heridas graves. De balazos y tanques de guerra. Armas ultrasónicas de destrucción masiva. Naves modernas y aviones que disparan misiles.
Y eso que no ve películas violentas —al menos delante de mí—, que no tiene armas de juguete compradas por sus padres ni sabe leer. Pero sí ve y oye: las fotos en los periódicos, las historias de los adultos sobre balaceras y muertos.
Trae en su inocencia un lenguaje de muerte. Quién sabe. Yo jugaba a policías y ladrones y él no. Yo mataba con esas pistolas que fabricábamos con pedazos de madera y clavos. Con las de triquis. Él sabe dónde venden las de verdad.
Cámara. Acción.
En la imagen aparece un hombre adulto boca abajo. Tiene ambas manos en la cabeza. Ojos cerrados. Ojos cerrados y apretados. Alguien lo sujeta de la cabeza, le jala los cabellos.
Está postrado en el piso de algún vehículo. Debajo se ven los tapetes y a un lado el asiento.
Son dos o tres los que lo mantienen ahí, cautivo, amarrado a los puños y a los nudillos. Aparece en la imagen, bien centrada, una pistola escuadra. Puede ser una cuarentaicinco. Cachas blancas.
Le gritan: cierra los ojos, hijo de tu pinchi madre. Ciérralos.Pídele perdón a este cabrón. Y el prisionero responde a gritos que parecen llantos: perdón, perdóname, viejo. Ya nunca lo voy a volver a hacer. Chingo mi madre si lo vuelvo a hacer. Ya nunca, viejo, ya nunca.
Si no, te mato, a la verga, ¿no? Te mato, hijo de la chingada.
Ya nunca, Pa. Ya nunca.
¿Nada?
Nada, Pa. Ya nunca. Nada. Lo juro, Pa. Chingo mi madre si lo vuelvo a hacer.
Aquello es un diálogo desigual en el que sólo el cautivo escucha, recibe órdenes, amenazas, insultos: del otro lado no hay quien reciba sus súplicas.
¿Seguro?
Seguro, viejo. Seguro, Pa. Seguro. Chingo mi madre si me vuelvo a meter. De verdad, viejón.
A la escuadra se une un fusil. El cañón gris asoma en el cuadro del video sin dejar de moverse ni de apuntar. Frente al hombre sólo parecen estar los cañones, que no le quitan la mirilla de encima.
Pérate. Pérate, pendejo. Dos patadas. Una, otra y otra cachetada. Pérate, pendejo. Y el tipo no se mueve. No va a ningún lado. No espera más que ese funesto escupitajo de fuego. Ese manojo de plomo. Ese rasgar del sonido y del viento. Esa muerte cortita, terminante y cercana.
Pérate. Le vuelve a gritar. Otra cachetada acompañada de su respectivo puntapié. Voltea. Voltea. Y el tipo no se mueve. No puede porque está sujeto a esos nudillos morenos que lo mantienen sometido. Abre los ojos. Abre los ojos, a la verga. Y los abre.
¿Cuál prefieres? ¿Cuál, pendejo?
Uno de ellos corta el cartucho del cuerno de chivo. Crac-crac. Cuál quieres para que te lleve la chingada.
Apenas abre los ojos, pero no quiere ver. No de tan cerca, no tan rápido. Y parece decir: déjame ir, respirar, vivir un poco más. Las venas de la frente se asoman bajo la piel. Sobresaltan la epidermis. Quieren emerger, reventar.
Un mapa de venas saltadas se le forma. Los ojos también se le saltan. Quieren brincar. Hay humedad en sus cavidades. Es la eternidad certera de la muerte y lo efímero del respiro vital.
Otra cachetada. Está rojo, azul, verde, gris el rostro.
Ya ciérralos. Ciérralos, pendejo. Y no sólo los cierra: quiere girar la cabeza, no ver más, no tener de frente los túneles oscuros de ambas armas.
Ya no abras los ojos. Fíjate bien en qué terreno te metiste. Fíjate bien porque a la otra te mato, a la verga.
Sí, sí. Está bien, viejón. Ya no me voy a meter, ya no. Ya no me voy a acercar.
Fíjate bien porque no va a haber otra. Y no abras los ojos.
Corte.
Son treintaicinco segundos de un video. Lo trae Juanito en su celular. Lo trae y lo presume. Dice que son sus amigos. Que al bato lo dejaron ir, pero que lo trae para enseñarlo, para repartirlo. Que sepa la raza quién es él. Con quién se meten.
Era una chole con las computadoras: cuestión de que tuviera una enfrente y la devoraba como su platillo favorito, postre y coyotito. El Jáquer, le decían, por sus constantes hazañas como cibernauta.
Ese naufragio navegante, placentero y edificante era su forma de vida y su vida misma: los caminos, las rutas de internet, en las que de todo hay.
Ahí encontró sectas secretas. Las redes de traficantes de féminas. Y violó las páginas virtuales que se le pusieron enfrente; todas, incluidas las de la policía federal y el gobierno del Estado.
Era un briago de las computadoras. Pero también un haragán sin causa, un merolico de sus fechorías y travesuras cometidas frente a los teclados y las pantallas.
Esa vez halló una conversación en un salón de chat. Entró y participó con un seudónimo. Pero él no debía estar ahí. Los participantes eran narcos y sabían de las movidas de mercancía, los casos recientes de ajustes de cuentas: todo sobre los sótanos de la droga.
No le preocupó participar. Tampoco lo pelaron. Dieron datos, nombres. Su valemadrismo y esa soberbia que da el conocimiento lo mantuvieron en ese lugar durante varios minutos.
Y en cuanto abandonó ese juego osado de las computadoras interconectadas y los diálogos prohibidos se levantó del lugar y comenzó a platicar su osadía. Presumido e indiscreto, esparció por todos lados lo que había visto esa tarde en la red.
Se lo dijo a los vecinos con los que compartía esa sed atroz por las computadoras que nunca se saciaba. Hizo lo mismo con los compañeros de escuela. Sus amigos recibieron también su reporte. Parientes, conocidos y desconocidos.
Lo esparció tanto que no supo de dónde le llegó la respuesta. Tal vez otro jáquer tan osado y ágil como él le siguió la pista. Quizá se lo habían encargado aquellos que habían sido espiados: hay que dar con él, habría sido la orden.
O puede que hayan sido sus ansias de ufanarse públicamente sobre lo que había encontrado en la red y que no debía decir. No todo. Y menos eso de los traficantes.
Cuando llegaron a su casa ya estaba sentenciado. Lo sacaron a empujones y patadas. Le preguntaban sin parar qué tanto sabía y qué tanto de eso había divulgado por toda la ciudad.
Les dijo todo y más. Las preguntas pararon, pero no los golpes ni las patadas. Siguieron como si estuvieran entrenando. Ya había fracturas y cortadas. Los hilillos de sangre se volvieron mapas, océanos, en su cara. Quedó inconsciente en el umbral de su casa. Le echaron agua para que reviviera. No querían que les aguara el festín aquel. Uno de los sicarios sacó un arma: mira, cabrón, pa que veas con quién te metiste. Y le sobaba la sien con el cañón de la nueve milímetros.
Pero él no veía nada. Tenía a la muerte cerquita. La tenía a distancia de abeja, sonriéndole, invitándolo. Parpadeaba apenas. Silenció sus labios. Masculló algo.
Los paró su ángel de la guarda. La abuelita soltó gritos y llanto cuando lo vio ahí, derruido y en los linderos de la muerte. Abrazó con fuerza la pierna del que empuñaba el arma. Le imploró sin muchas palabras: no lo mate, por favor, por su mamacita.
Le dijo que era su niño. Lo único que tenía. No lo volverá a hacer. Perdónelo por favor, le gritó, abriendo sus brazos y extendiéndolos en oración.
El matón agarró la pistola. Hizo un clic y la guardó. Ella se agachó a arroparlo con su cuerpo. Y cuando levantó la mirada ya no estaban ahí. El Jáquer sí, pero muerto en vida.
Apenas siete años. Uno lo ve de cerca o de lejos y piensa que es inofensivo. Siempre anda bien vestido. No le hacen falta los cintos piteados ni las botas de piel exótica. No. Bastan sus bolsillos y esa firmeza al hablar.
Buscapleitos. No es bueno para los chingazos, pero se defiende y no deja de buscarlos. Es una suerte de masoquismo altanero: ese que dan las bolsas repletas del pantalón y el ejemplo que representa su padre, de poder y dinero.
Su familia huyó cuando llegaron los cateos. Un pitazo y salieron antes. Apenas tuvieron tiempo para hacer maletas, guardar los documentos comprometedores y algo de ropa. No importaba el destino ni la forma, salir de ahí era impostergable.
Los minutos siguientes lo dijeron todo. Los militares llegaron por docenas. Con ellos iban agentes de la Federal Preventiva y un ministerio público. No hubo a quién mostrarle la orden de cateo. Se metieron y esculcaron.
Sacaron cajas de papeles y otros objetos. Mientras, hombres de verde olivo secuestraron toda una manzana del fraccionamiento. Los fusiles ge-tres empuñados. Otro cerco formaron los de gris, de la Federal Preventiva.
Los militares iban tras él y sus negocios, pero les ganó el jalón. Los cateos se repitieron en otros puntos de la ciudad. Exjefes policiacos vinculados con el narco, gatilleros y operadores de los cárteles eran el objetivo.
Pero fue una calentura otoñal. Tres semanas y de nuevo para atrás. Los soldados se fueron y apenas iban a la vuelta de la esquina cuando los que habían sido buscados regresaban a sus casas. Borrón y cuenta nueva.
Lo mismo hicieron ellos. A las semanas, cuando ya no había rastros de más militares ni más cateos ni operativos espectaculares, ocuparon de nuevo su residencia en ese fraccionamiento privado y exclusivo.
Y el niño aquel volvió a las andadas. A dejar florecer en sus bolsillos los dólares, que asomaban abultados y se multiplicaban. A comprarle todo a la señora de la tienda: dulces, globos, pan, chimichangas, jugos y refrescos.
Presumido y envidioso. Si no lo tenía lo compraba. Si no lo compraba lo arrebataba. Acostumbrado a usar sus billetes, también adquirió amigos. Varias veces se lió a golpes con los menores y los de su camada. Invariablemente perdió.
Pero los colmaba con su sentencia, la favorita: tú no sabes de quién soy hijo. Así la bola se dispersaba. Y si alguien quería pagarle sus abusos con la misma moneda, entonces se alejaba.
Es hijo de fulano. Tienen mucho dinero. Son buchones, narcos. Por qué crees que siempre trae dólares y lo compra todo. Por qué crees que es tan presumido. Y entonces ya ni se metían.
Los guardias del fraccionamiento ya no podían con él. Hasta a acusarlo con sus padres le sacaban. No tenían gratos antecedentes. Por eso el niño podía pasearse en su tricimoto en zumba por las calles de la privada y cometer tropelías impunemente.
Presionados por los vecinos y hartos de tanto influyentismo, los vigilantes se le acercaban, casi a escondidas, para decirle en voz baja, para pedirle de favor que se calmara.
Y así, a sus siete años. Con esa frialdad en la mirada. Y la voz que sonaba con esa seguridad que se impone. Y con esos bolsillos rebosantes de billetes verdes les contestaba, amenazante:
Tú no sabes de quién soy hijo. No sabes quién es mi padre.
A sus doce años tenía una admiración desmesurada por Javier. Casi casi le prendía veladoras a la fotografía del narco aquel: bigotón, tejana cubriéndole el pelo oscuro, sonrisa bonachona y esos collares de oro en el centro de la camisa desabrochada.
Era algo más que su ídolo. Él ni en la secundaria estaba aún, pero ya traía celular. Ya se ponía esos pantalones de mezclilla de marca que le había pedido a su papá. Esas botas amarillas con acné. Y el celular con pantalla colgando del cinto.
Sentía que no era él, sino Javier, el que caminaba por esa acera, rumbo a su casa. Que el que cargaba los libros de sexto grado era el objeto de su fascinación. Que era ese tal Javier, y no José Ángel, el que se recargaba en el barandal para admirar a las morras del aula contigua.
Se imaginaba alto frente al espejo. Alto y con bigote poblado. Con ese sombrero color crema. Esa mirada profunda y seductora. Veía de su bolso los billetes verdes desbordarse.
Se imaginaba mandando. También escogiendo muchachas para su diversión. Pasaban las camionetas y él no era quien miraba, sino el que iba conduciendo con el codo del brazo derecho recargado en el marco de la puerta, y siempre sonriente.
Se imaginaba con esa pistola de cachas de oro y empuñando el cuerno. Metiendo el cargador para estrenar su tableteo en cualquier camino de terracería. Y también rodeado de guaruras, no menos de seis.