Malpica, Javier
La calle de los muertos; ilustraciones de Adrián Pérez Acosta. – México: Ediciones SM, 2017
Formato digital – (El Barco de Vapor, Serie Naranja)
ISBN: 978-607-24-2571-2
1. Aventura - Literatura infantil 2. Misterio – Literatura infantil
Dewey 863 M35
¡CUIDADO! Tengan mucho cuidado al avanzar sobre la tinta oscura de este escrito que, como los pergaminos antiguos, debe ser tratado con respeto. Si tienen repulsión a lo siniestro y macabro, si la simple visión de un rostro iluminado por una vela negra les causa escalofrío, si un comentario acerca de la noche de los muertos los pone a temblar, si ahora mismo les resulta difícil pensar en abrir este texto a la medianoche, será mejor que no sigan adelante. El camino es arduo y espinoso, como el que pisarán los cuatro jinetes en su deseo destructor por los confines olvidados del mundo.
Al contrario, si son propensos a estos asuntos y les causa revuelo en las entrañas semejante al aleteo de murciélagos felices o al canto alegre del pájaro de los pantanos, y los seduce a conocer lo desconocido y sobrenatural, tomen previsiones sin olvidar el libro de oraciones, su candelabro y atrapasueños, y conviértanse conmigo en peregrinos y exploradores de los extraños acontecimientos que tuvieron lugar en la pobre y miserable vida de Benjamín Torres Ibarra, justo en un verano que él nunca olvidará. Pero recuerden, tengan mucho cuidado… (Risa siniestra.) Jajajajaja. Jajajaja.
No hay nada más detestable que ser abandonado a tu mala suerte, tirado en casa de unos parientes en el fin del mundo. Hubiera preferido que mi madre me dejara abandonado bajo un puente del periférico o en la casa del señor Rubiales, el ser más desagradable de la colonia Escandón, con todo y sus dieciséis gatos y sus dientes torcidos, pero cuando tienes once años y tu vida es gobernada por la tiránica autoridad de tus padres, no puedes hacer otra cosa que obedecer.
—Mamá, llévenme con ustedes.
—No es posible.
—Yo puedo quedarme en el hotel.
—No vamos a un hotel. Estaremos en los hospitales.
—Pues en los hospitales hay cuartos y yo podría quedarme en uno.
—Los cuartos son para los enfermos.
—Pues entonces me enfermaré.
—No digas tonterías.
—La tontería es que quieran abandonarme con un tío que nunca he visto.
—No es cierto. Bien que conoces a mi primo. Es médico como nosotros.
—¡No lo conozco!
—YA POR FAVOR. —Esta voz en mayúsculas era la de mi padre pidiendo, no, exigiendo a mi madre (por eso las mayúsculas) que dejara de discutir conmigo—. No sé por qué le sigues la corriente.
Intentando poner orden y hacer que yo recobrará la sensatez, el doctor Torres, o sea mi padre, bajó la voz y me tomó de lo hombros justo para que lo viera de frente:
—Ya eres mayor y no tenemos que explicarte todo de nuevo. Sabes que no podemos llevarte. Simplemente porque es peligroso. En un hospital podrías pescar una enfermedad.
—Si soy tan grande, entonces me puedo quedar aquí.
—¿Ah sí? ¿Y de qué sobrevivirías? —la voz de la doctora Ibarra, es decir, mi madre, intervino.
—Puedo pedir pizzas y hamburguesas.
—Si supieras al menos cocinarte cosas sanas. Pero no. No voy a permitir que bases tu alimentación en comida a domicilio y que te la pases jugando videojuegos… te convertirías en un niño obeso e inútil.
—Puedo aprender a cocinar en internet y prometo solo jugar seis, no, tres, no, una hora diaria y correr en su caminadora. —Era una emergencia y en una emergencia uno hasta promete enamorarse de las matemáticas, si es necesario.
—No y no. Y es mi última palabra.
—Pero…
—QUE NO. Ya te dijeron que no, Benjamín. —Otra vez mi padre, y esta vez se veía más furioso que un demonio mutante.
Estoy furioso. FURIOSO, con mayúsculas, FURIOSO subrayado y en negro, con todas sus letras. Furioso rojo con humo saliendo por mis oídos. Furioso por culpa de Dafne. De no ser por ella hubiéramos ido de vacaciones como me lo habían prometido: a esas cabañas con alberca en las montañas a las que cada verano vamos.
Jajaja. Cuántas historias terroríficas comienzan con un viento huracanado y lluvias torrenciales. Y esta no es la excepción. Dafne era su nombre y en su momento más destructivo y macabro tenía la fuerza de cientos de bombas atómicas. Llegó a ser categoría 3. Podríamos decir que no llegó a ser sino un huracán más o menos fuerte, pero eso no importaba. La descuidada y mal educada Dafne no quiso quedarse en el mar de donde provino, decidió entrar en la costa y provocar inundaciones y devastación en un pobre estado de un país llamado México. Jajaja. (Risa burlona e inapropiada.)
¡Soy Dafne y soy terrible! Gritaba sacudiendo su cabellera de viento y lluvia, mientras pasaba desbordando ríos, desgarrando láminas de los techos decasas pobres y destrozando las ramas de los árboles con sus dedos. Muchos muertos, más heridos y gente enferma dejó. Estado de emergencia nacional declararon los gobernantes del país, quienes además requirieron a todos los médicos posibles, sobre todo a los expertos en enfermedades tropicales, como los padres del desafortunado Benjamín Torres, quien debía contener lágrimas y coraje, pues sus progenitores no iban ciertamente de vacaciones. No es un descanso ir a ayudar a la gente miserable, sin casa y atacada por bacterias asesinas, pero el niño tampoco iba a una villa de recreo y eso, querido amigo de lo siniestro, no era más que la genuina y oscura verdad.
—Tu deber es permanecer en un lugar seguro… —La voz de mi padre era determinante, ya poco podía yo hacer.
—Pero puedo ayudarlos. Puedo llevar pastillas a los enfermos.
—La mejor ayuda que nos puedes dar es portándote bien y atendiendo todo lo que tu tío Lucio te indique.
Fin de la conversación, discusión. Nadie podría negar que no hice mi mejor esfuerzo, para evitar ir a un pueblo perdido en la sierra y a una casa del terror.
Cuando Benjamín Torres dijo que iba con un tío desconocido, la tenebrosa verdad es que estaba mintiendo para hacerse la víctima. Por supuesto que recordaba al primo de su madre. Recordaba su pálida piel igual a la cera de una vela. Recordaba su peculiar olor a muerte. Recordaba sus ojos inyectados de sangre y su voz igual a la de un vendedor de sarcófagos. Pero sobre todo recordaba a ese otro personaje tan extraño al que solo vio una vez. Esa era la razón de sus escalofríos mientras iba en el autobús que lo llevaría a casa de su pariente. Tenía miedo, pánico y lo que le sigue… y él lo sabía. Tendría que saludar, convivir y comer en la misma mesa con él, lo sabía perfectamente. Tal vez hasta tendría que jugar las cosas más macabras que salieran de la más perversa imaginación de su primo Tomás.
LOS PUEBLOS me ponen furioso. Me enfurece la provincia. Cuando bajé del autobús y vi el pueblo, estuve a punto de pedirle al chofer que me llevara de vuelta, que yo le pagaría limpiando la cubierta del barco, como lo hacían los piratas con los polizones, porque hasta los autobuses tienen cubierta, piso o lo que sea que se ensucie por el paso de los desagradables seres humanos. Pero tampoco estaba muy seguro a dónde podría ir si me movía de ahí. No sé por qué no me dejaron quedarme en casa. Podían haber confiado en mí. Jamás me convertiría en un niño gordo y sin cerebro tan solo porque no prefiriera comer verdolagas todo el verano y estudiar geografía.
El pueblo se veía gris a pesar de que el Sol pegaba con todas sus fuerzas. Ahí estaba yo en medio de lo que parecía ser la plaza principal y, sin embargo, no había nadie por ahí. Debía ser que la gente estaba en sus casas comiendo o durmiendo la siesta. Es muy sabido que en esos pueblos si la gente no está comiendo, está durmiendo la siesta. Ese simple pensamiento sobre la comida me hizo sacar de la bolsa de mi mochila, para darle un par de mordidas, la media torta de milanesa que aún tenía.
Suspiré mientras echaba una mirada a los cuatro puntos cardinales de la plaza en la que me encontraba. Las casas que se divisaban eran más bien pobres, aunque había algo en ellas que las hacía verse no tan feas como ciertas casas de la ciudad. Y las calles… pues no había calles como las que hay en la capital. No había nada pavimentado, si acaso unas banquetas para que la gente pudiera caminar sin que se les empolvaran los zapatos.
Suspiré pues sabía que mi tío no estaba ahí para recibirme, debido a que yo había tomado un autobús que se había tardado mucho, y ahora me veía en la incómoda situación de buscar yo solo la casa de mi tío. Eso significaba que tendría que cargar mi enorme mochila de boy scout por encima de miles y millones de piedras (cierto, estaba molesto, y cuando yo me molesto tiendo a exagerar un poco).
Justo cuando saqué el papel donde mi mamá me había apuntado la dirección, me di cuenta de lo que siempre pasa: no era el papel, era el boleto del camión. Busqué y busqué, pero no lo encontré. Tal vez lo había confundido y tirado creyendo que era el pasaje. Siempre hago eso, tiro todos los boletos: el del cine, de la rifa, del camión… No me gusta tener papeles de más en la bolsa. El problema no era perder un trozo de hoja de cuaderno, sino perderse uno mismo por culpa de eso. Y claro, le hubiera hablado a mi tío, si él hubiera tenido un celular, pero por alguna razón no tenía y el número del teléfono fijo estaba anotado en el mismo papel que había perdido. Era un lío que solo una persona podía resolver: saqué mi celular, mi madre me daría de nuevo la información, pero, ¡oh, sorpresa! No había señal. No importaba hacia qué punto del cielo dirigiera el aparato, no conseguía que hubiera líneas. Solo el aviso de “buscando conexión” y nada.
Una sensación de angustia me invadió. Y me sentí perdido, como cuando se va la luz en la casa o me castigan sin videojuegos por toda la tarde. Creí que entraría en pánico, pero después de respirar profundamente un par de veces, me tranquilicé y me percaté de que no estaba tan extraviado. Recordé las palabras de mamá —cosa muy rara en mí, porque todo se me olvida—: “Es fácil. Si tu tío no va o algo extraño pasa, recuerda que vive al final de la Calle de los Muertos”. Bueno, hay que reconocer que a cualquiera se le estampa en el cerebro algo con ese nombre, ya sea calle, heladería o novela. Ahora solo debía encontrar la calle. Pero encontrar una dirección nada más así, sin mapa, como que es un poco difícil por pequeño que sea el pueblo. Era necesario preguntar a alguien.
Comencé a caminar por la que parecía la vía más importante, esperando encontrar alguna persona. No tardé en verme frente a una casa pintada de blanco con un gran letrero en letras verdes: FARMACIA Y DROGUERÍA SAN SIMÓN. No sé por qué todas las farmacias, así sean de pueblo o de grandes metrópolis, tienen su santo patrocinador. Como sea, fue el primer negocio que vi abierto y donde pude acercarme a preguntar.
Las ventanas y la puerta eran de madera, como las de muchas casas de por ahí. Claro, eso era lo que se veía diferente de las casas de ciudad: la madera. Eso me gustó. La madera es de las pocas cosas que no me hacen enojar. De madera están hechos los barcos piratas, las guitarras y las cabañas de las montañas nevadas. Al entrar, me sorprendió que también dentro todo era de madera, quiero decir, las vitrinas y estantes. Y que en vez de ver anuncios por todos lados y productos de colores, había más bien en la repisas frascos grandes de porcelana. Y suspendido del techo, algo impresionante: una gran ave disecada con las alas desplegadas. Mientras miraba al ave fijamente, como si fuera una pieza única de museo, dejé caer de mi espalda la mochila, la coloqué a un lado de la puerta y caminé, aún atento del pájaro que se balanceaba impulsado por una leve corriente de aire que entraba por las ventanas. Alguien se aproximó del otro lado del mostrador e hizo que dejara de mirar al ave. Era una señora de grandes anteojos y delantal, que de inmediato me dijo algo rarísimo:
—Ya te habías tardado. Dile a tu mamá que debe tomárselas cada ocho horas. Si no, no tiene caso que… —Pero al momento que me extendía una bolsa de papel con algo dentro, rectificó mientras se acomodaba los anteojos—. ¿Lupito?
—No. —Eso es lo más inteligente que puedes decir si alguien te dice Lupito y tú no eres Lupito.
—Perdón. Estos lentes cada vez están peor.
—Yo solo quería preguntarle dónde está la Calle de los Muertos.
A través de sus gruesos lentes pude ver los ojos de sorpresa de la señora.
—¿Eres pariente del doctor Lucio Ibarra?
Tragué saliva.
—Soy su sobrino, Benjamín. ¿Usted lo conoce?
—¿Que si lo conozco? Era el director del hospital y es uno de mis más fieles clientes. Tanto que me regaló esta maravillosa águila real. —Señaló al ave que colgaba sobre el mostrador—. ¿Sabías que tu tío además de buen médico es un gran artista?
Yo apenas me atreví a negar con la cabeza mientras miraba al enorme animal, del cual ya sabía al menos su especie.
—¿A poco no parece real? —añadió la señora.
—¿No es real? —La miré incrédulo.
—Es de madera y plumas.
Pero a mí me parecía que era un pájaro que alguna vez había zurcado el cielo con el mismo entusiasmo de los gorriones que cantaban fuera, aunque ahora estuviera tan muerto como una momia. Lucía tan real que su mirada me hacía temer que en cualquier momento me atacara, que una orden de la señora de los lentes bastaba para que me sacara los ojos. Pero por suerte lo que ella dijo fue otra cosa:
—Qué gusto me da que venga alguien a visitarlo. Sobre todo al pobre de Tomás, que ya casi no se le ve. Él debe de tener tu edad. No…, como cinco años más… o tal vez ocho. Sí, debe ser como de tu edad.
Otra vez el nombre que el desafortunado Benjamín había querido olvidar. Ni Dybukk con sus seis patas de cabra, ni el gigante Nephilim, ni Rakshasa con su corona dorada, ni cientos de Djinnis cautivos en su botella, ni el propio Belcebú con sus millones de ojos podrían provocar el terror que sintió al escuchar ese nombre demoniaco. Pero Benjamín debió poner la mejor de sus caras y fingir la estupidez de los que han perdido la memoria.
—Casi no lo recuerdo.
—Espero que tú lo convenzas de salir a que le dé un poco el aire y oxígeno del alegre viento pues…
—¿Está enfermo?
—Pues últimamente le ha dado un par de gripas. Una influenza, me parece, y algo de colitis… Se ha puesto débil el muchacho. Por eso es que tu tío renunció a dirigir el hospital. Al principio recibía gente en su consultorio, pero ahora ya ni eso. Tu primo lo ha hecho quedarse definitivamente en casa. Cada semana el doctor viene por medicamentos. Ya se lo he dicho. Ese niño lo que necesita es sol y actividad. Frutas y verduras, una manzana al día, pues. No tantas pastillas, por mucho que eso diga la ciencia médica. Dile eso, tú que eres su pariente, y también dile que regrese a dar consultas, tenemos otros dos doctores, pero en un pueblo como este los médicos no sobran.
Después de que recibí las indicaciones, una bolsa con algunas medicinas que la señora Campos —así se llamaba la boticaria— me dio para mi tío y una última curiosa petición: “Dile que le pregunte a Tomás que si cree que sea buena idea que haga una comida al aire libre este sábado… el clima ha estado muy agradable, pero nunca se sabe”.
Salí de ahí cuidándome la espalda. No lo pude evitar, esa águila parecía seguir esperando la orden de “¡En picada, sobre el niño!”.
Apresuré el paso. Pasé por una escuela vacía; claro, eran vacaciones y ningún niño inteligente se acercaría a ese sitio. Todo se veía extrañamente macabro, sobre todo porque justamente de la nada, de atrás de una columna, apareció una niña sosteniendo un muñeco. Era morena, tenía el cabello negro sujeto por dos trenzas y anteojos oscuros y se sentó en la banqueta. Le sonreí al tiempo que pasaba, solo que ella no pareció mirarme. Pensé que tal vez estaba ciega o no había notado mi presencia, pero me dijo:
—Antes de entrar a la farmacia tenías los pasos de un ciervo perdido. Pero ahora los tienes de un conejo asustado.
No sé por qué no quise contestarle, tal vez porque no me gustaba que me dijeran que camino como conejo, o porque ella acariciaba a su muñeco y no parecía esperar una contestación. Pero para mi sorpresa dijo:
—Me llamo Selene.
—Yo soy…
—Benjamín Torres. El sobrino del doctor Lucio.
—¿Cómo lo sabes? —Apenas me salió la voz.
—Yo lo sé todo… o casi todo —por primera vez dirigió su rostro hacia a mí, pasé saliva nervioso, y dijo—: Sé adónde vas, sé que tus padres no pudieron llevarte con ellos y que te mandaron un mes acá; sé que no quieres ver a tu tío y a tu primo.
Se puso de pie y sin esperar a que yo pudiera a decir algo, me tomó de la mano, pero de inmediato la apartó, como si hubiera tocado una olla hirviente.
—Estás más furioso que un toro encerrado. Tu mano tiene espinas largas como las de un nopal. —Sonrió burlonamente—. Piensas que este pueblo es horrible. —Di un paso atrás y sentí cómo me sonrojaba—. Ahora tienes el color de las remolachas.
—Y tú tienes el color de los tejocotes. —Vaya una respuesta. Pero eso fue lo único que me salió. Me desesperaba no poder mirar más allá del cristal oscuro de sus lentes.
—Disculpa. No creas que estoy ciega. Simplemente mis ojos son delicado, pero pueden ver mucho. Lo que pasa es que no había visto nunca un aura tan carmesí, tan asustadiza y furiosa como la tuya. ¿A qué le tienes miedo?
Como respuesta di dos pasos precautorios más hacia atrás, mientras le decía con toda valentía:
—¿No decías que lo sabías todo?
—Dije que casi… casi sé todo lo de este pueblo. —Acarició su muñeco como si tuviera vida—. Otra cosa que no sé es cómo sigue la salud de Tomás, pero tú me dirás cómo está, ¿verdad? Hace rato que su tío no me deja visitarlo.
—Yo le preguntaré —dije solo por cortesía.
—No dudes en buscarme, me encontrarás en la entrada del cementerio… O mejor, yo te encontraré, Benjamín el aterrado.
Tragué saliva y me giré molesto, y sí, un poco aterrado. Y cuando por fin me armé de las palabras inteligentes que debían decirse en ese caso: “No es-toy ate-rra-do”, las vocales me salieron entrecortadas, pero ella ya no estaba ahí, se había esfumado con la brisa y el canto de un gallo a la lejanía. Yo hice lo requerido y salí de ahí trotando…, más bien corriendo, sintiéndome como todo un betabel espinado con patas de conejo.
(Sin risa de ningún tipo.) Corran pequeñas. Corran pequeñas sabandijas. Esas eran las órdenes que debieron recibir las piernas de Benjamín Torres. Su destino estaba sellado. Y aunque las calles estaban vacías, él sentía las miradas tras cada rincón. Ha llegado el intruso. El terrible forastero que trae la mala suerte, el que viene a hacernos miserables. La niña bruja, una habitante de las tumbas, lo sabe y por eso se ha burlado de él. Sabe que va a la casa donde todos los miedos habitan. Traspasará la reja de hierro olvidada por las visitas. Llegará a la casa de ventanas rotas y cortinas rasgadas. Mirará a la torre donde está el cuarto secreto, ese al que se le prohibirá entrar so riesgo de perder la vida. Observará en la punta de la torre la veleta con la figura de una serpiente apuntando al oeste. Volverá a mirar a la ventana oscura de la derecha para sobresaltarse con la sombra que se ha asomado y lo observa desde las alturas.
Fue un camino polvoroso que se convertía en un sendero zigzagueante y que ascendía por varias decenas de metros (para después llegar justo al pie de una montaña), el que me llevó a la última casa de la Calle de los Muertos. Continuamente miraba hacia atrás esperando ver a la niña detrás de mí, pero todo a mi alrededor era silencio interrumpido por uno que otro ladrido de perro.
Por fin llegué, y tengo que confesar que después de respirar aliviado, me sentí un poco decepcionado. Ni reja herrumbrosa, ni ventanas tapiadas, ni torre misteriosa. Era una casa normal y hasta bonita, me atrevería a decir. Una típica casa de campo, como las que uno supondría tienen los pastores de las altas montañas de Suiza. La verdad me dio gusto ver que había pueblos que tenían casas hechas de madera. No me enfurece la madera, pero eso ya lo había dicho. Lo que sí me pareció un poco siniestro, no sé por qué, era la montaña que se levantaba en una sinuosa pendiente justo encima de la casa y del pueblo, y que era el principio de una enorme sierra. Estaba cubierta de árboles sedientos y un extenso terraplén de arcilla. Si pensáramos a la montaña como un ser vivo, diría que su piel era roja y brillante, como la de un indio sioux. Bueno, así se veía.
Lo más difícil vino a continuación: tocar a la puerta.
ESTE es el momento de la verdad. Los relámpagos y la lluvia lo acompañan. Benjamín Torres ha traspasado el espinoso jardín. Tiene los huesos empapados de sudor nervioso y apenas puede mirar a través de las gotas que escurren como sangre por la capucha de ese impermeable maloliente. Quiere dar la vuelta. No quiere ser de esos viajeros perdidos que tocan en la primera puerta que encuentran, pidiendo alojamiento por solo una noche. Bien sabe lo que les pasa a esos insensatos. Abrirá con seguridad un sirviente jorobado, sin un ojo y con una boca torcida que le impide articular dos palabras inteligibles. Le hará pasar hasta la sala donde su amo, el médico loco, lo recibirá en una sala llena de telarañas y varios candelabros antiguos con un par de velas rojas encendidas. Los cuadros de los viejos antepasados que le traspasarán los huesos, a pesar de la tela y los siglos, mientras se burlan: “Estás en las garras de la familia más tenebrosa de los valles”.
Otra vez tragué saliva y —respirando con toda la valentía que pude reunir (no mucha, la verdad), tal cual hacen los héroes antes de realizar una hazaña peligrosa—: toqué a la puerta esperando mil cosas terribles. Pero fue todo lo contrario.