La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano

en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia

la que se dirigían dos discípulos desesperanzados

cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

Guillermo Juan Morado

El encuentro con Jesús

Meditaciones sobre la Palabra de Dios

Colección Emaús 113

Centre de Pastoral Litúrgica

Director de la colección Emaús: Josep Lligadas

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235 – Fax (+34) 933 184 218

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Edición digital febrero de 2017

ISBN: 978-84-9805-986-1

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Prólogo

Los lectores de la ya copiosa bibliografía de meditación orante de Guillermo Juan Morado estamos acostumbrados –y esta es la razón de su excelente acogida– a emplear sus libros como lecturas que ayudan a rezar. Pero en esta ocasión, el lector, creyente o no tanto, aventajado en el camino de la oración o mero curioso, tiene entre sus manos un libro que, además, da cumplida cuenta de lo que promete su gozoso título: el encuentro con Jesús.

Nuestra fe no se funda en un corpus de propuestas éticas, ni en un catálogo de verdades que, una vez profesadas, sirven de hoja de ruta para la vida eterna, sino en el encuentro con una Persona. En los comienzos de su pontificado, Benedicto XVI decía en su encíclica Dios es Amor: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. Esa Persona es Jesús. ¿Hemos experimentado ese encuentro personal? El autor, sí. Por eso puede proponernos una lectura orante de la palabra, de modo que, si no nos cerramos en nosotros mismos, experimentemos ese mismo encuentro. En esa oración encontramos a Jesús. Sin encuentro, nuestra fe es una proclama o un código, no una adhesión viva que nos transforma enteramente, como ha transformado a quienes ya lo han vivido el encuentro.

Las doce secciones en que se agrupan los 58 capítulos conforman un trayecto que se extiende a lo largo del mismo camino que propone la liturgia. Los textos son fruto de la predicación de un sacerdote que comunica la fe en su objetividad, pero también, puesto que ello es felizmente inevitable, la experiencia hecha carne y vida de quienes sí han sentido y gozado el descubrimiento personal, único, de tú a Tú con Jesús: las personas, reales, históricas, discípulos que desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra (Lc 1,2) porque habían visto, oído, tocado al Señor y habían caminado, comido, dormido y orado con Él; y la experiencia de los Padres, de los santos, de los pastores que, una vez conocido personalmente el Señor, no pueden dejar de predicarlo y de invitar al mismo encuentro.

Esta dimensión, la invitación al encuentro, es bien necesaria en la oración de los fieles, y lo es hoy tanto como hace más de doscientos años, cuando un mal entendido afán en revivir el hecho histórico del advenimiento de Cristo comenzó a desbaratar la imagen de un Jesús Dios y Hombre verdadero. Hoy, sorprendentemente, a muchos creyentes perplejos se les ha diluido el imprescindible momento de la oración en un marasmo de palabrería ajena a la tradición de la Iglesia, en una jerga más cercana los eslóganes inspirados por los vaivenes de las novedades en boga; y se apartan de las fuentes, las realmente inspiradas. Así, disocian a un “Jesús histórico” de un “Cristo de la fe”, retomando, acaso sin saberlo, una vía fracasada desde la primera vez que, allá por 1865, alguien formuló esa dicotomía, la que acaba por desleír la fe y hacer imposible el encuentro. Encuentro, ¿con quién, una vez desdibujada la esencial novedad de Cristo? ¿Merecerá la pena un encuentro con alguien así? ¿Nos transformará ese encuentro, nos cambiará la vida, nos animará a invitar a otros a encontrarse con ese Jesús, si ya no es una singularidad histórica absoluta? No parece que ocurra eso con los seguidores de un extraño Jesús, no tanto “desmitificado” –según se pretende– cuanto reducido a interpretaciones subjetivas y, por lo mismo, no comunicables.

Por el contrario, en este libro, el lector va a meditar sobre los propios textos de la Escritura, como hace el autor, y los textos nos muestran al Jesús de la fe apostólica que es el mismo Jesús de la historia: no hay imposición artificial a los textos, el Jesús con el que nos encontramos es el que nos habla de la “incorporación permanente de nosotros en Dios, esta elección divina que nos destina a dar fruto, cumpliendo el mandato de Jesús: ‘Esto os mando: que os améis unos a otros’ ” (cap. 26) y el que nos recuerda que “la compasión no es un lejano atributo de la divinidad, sino una experiencia próxima que hace suya, asumiéndola como propia, el Dios hecho hombre” (cap. 53). Con alguien así, merece la pena el encuentro. Es Dios mismo quien pone su afán en hacerse próximo, Hombre, “probado en todo”, para no hacernos difícil aceptar su invitación.

Si queremos, pues, no dejarnos seducir por doctrinas varias y extrañas (Heb 13,9), en este libro tenemos un seguro asidero: nos predica y nos ayuda a meditar sobre el encuentro, el encuentro real, auténtico e histórico, ya sucedido y miles de veces repetido en fieles y santos que lo han experimentado. Como Andrés, que, una vez encontrado el Señor, no puede callar:

No oyen una voz, sino que ven a Jesús, ven su rostro y se dejan atraer por Él. Jesús les pregunta: “¿Qué buscáis?”. Ellos le contestaron: “Rabí, ¿dónde vives?”. Jesús les dice: “Venid y lo veréis” (cf. Jn 1,35-42). Para conocer a Jesús, para saber dónde mora, no basta con la mera información que se tenga sobre Él; es necesaria la experiencia personal de convivir con Él, tratándolo de cerca. (cap. 9)

No basta la información, aunque es necesaria. Una vez informados, hemos de convivir con Él y de ahí nacerá nuestra transformación apasionante:

La experiencia del trato con el Señor entusiasma a Andrés, que no puede dejar de comunicarla y por eso se dirige en primer lugar a su hermano Simón, para decirle: “Hemos encontrado al Mesías”. Y lo llevó a Jesús. Aquí está resumida toda la obra de la evangelización: encontrarse con Jesús por la fe impulsa de por sí a comunicar ese don a los otros. Ningún plan, ningún método, ningún programa puede suplir la experiencia del encuentro con el Señor, con la Verdad que salva la vida y que enciende el corazón. (cap. 9)

En Getsemaní o en el monte de la Transfiguración, al pie de la cruz o ante el Resucitado, es el Señor quien toma la iniciativa, nos llama a acompañarle. Luego, “el Señor Resucitado se encuentra con los suyos ‘el día primero de la semana’. Son estos encuentros, estas apariciones, las que, bajo la acción de la gracia, hacen nacer la fe de los discípulos en la Resurrección” (cap. 25). Las mujeres, los apóstoles y demás discípulos reunidos, Tomás, que se resiste a creer a las mujeres, María, su Madre, la primera creyente, experimentan el encuentro del que ya no muere más:

Hay un elemento, al menos, que nos vincula a los creyentes de hoy con estos primeros creyentes. Jesús se encuentra con ellos “el día primero de la semana”, “a los ocho días”. Jesús se encuentra también con nosotros en “su” día. (cap. 25)

En la Eucaristía nos ha dejado su cuerpo para el encuentro constante con Él. Porque “la Eucaristía, sacramento de la Pascua, es el sacramento de la permanencia en el Señor: ‘El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él’ ” ya que “el Señor quiere establecer con nosotros, por pura gracia, una unión tan sólida e indestructible como la unión que, por naturaleza, tiene Él con el Padre […] La metáfora de la vid y los sarmientos ilustra cómo ha de ser esta unión: una unión vital y fecunda” (cap. 28). Esa unión ha de ir necesariamente precedida del encuentro personal transformador:

Nos encontramos una vez más con el misterio de la gracia y de la libertad, con esa conjunción entre la atracción que Dios ejerce sobre nuestra alma y la respuesta, de cooperación o de rechazo, que nosotros podemos dar. Solo Dios conoce este misterio; solo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre […] La invitación a creer provoca nuestra libertad, la compromete radicalmente ante Dios. (cap. 45)

Ayudarnos de la meditación que este libro propone para alcanzar el encuentro con Jesús, o para renovar el que ya hemos vivido y, quizá, hemos dejado entibiar, es la propuesta de un autor certero y seguro, que nos invita desde su propio hábito de oración y a través de la enseñanza objetiva de la fe que proponen los textos de los Padres y del Magisterio. Y también invitación de quienes lo hemos leído y hemos sido impulsados a reencontrarnos, en cada capítulo y en su lectura orante, con Él. Una vez encontrados con Jesús, no cabe sino seguirle, y “con nuestra vida de seguimiento del Señor, nos convertiremos en instrumentos eficaces para que el aire que nos rodea sea más respirable y para hacer que el mundo, en lugar de a un estercolero, se parezca un poco más al jardín donde puede pasear Dios” (cap. 13).

Yolanda Obregón García

Presentación

El papa Benedicto XVI dice que “ ‘La puerta de la fe’ (cf. Hch 14,27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida” (Porta fidei, 1).

Existe, pues, una correlación entre el anuncio de la Palabra y la respuesta de fe (cf. Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 5). La expresión Palabra de Dios es una expresión análoga, que se usa de diversas maneras. Una de sus acepciones se refiere a la palabra predicada por los apóstoles, que se transmite en la tradición viva de la Iglesia (cf. Benedicto XVI, Verbum Domini, 7). San Pablo escribe a los Tesalonicenses: “Al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios que permanece operante en vosotros los creyentes” (1Te 2,13).

Pero, por antonomasia, la Palabra de Dios es Cristo: el cristianismo es la “religión de la Palabra de Dios”, no de “una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo”, nos recuerda el papa citando a san Bernardo (cf. Verbum Domini, 7). Predicar la Palabra de Dios es anunciar a Jesucristo y responder a este anuncio con la fe equivale a encontrarse con Él, adherirse a Él, a entrar en comunión con Él.

En el origen de este libro está la predicación. A los ministros ordenados –obispos, presbíteros y diáconos– se les encomienda esta tarea. Pero a todos los fieles, también a los ministros, les corresponde un cometido no menos grave: escuchar y meditar la Palabra. Una escucha y una meditación que puede prolongarse más allá del momento de la celebración litúrgica, para que el diálogo entre Dios y su pueblo, que acontece verdaderamente en la Liturgia, empape por completo nuestras vidas.

En doce secciones –Dios viene, La alegría del encuentro, El Evangelio de Dios, Conversión, En el extremo del amor, Permanecer, La fuerza, La potencia de la misericordia, Maestro y pastor, La libertad de la fe, Lo más válido y La generosidad de Dios– se articulan los 58 capítulos de esta obra, todos ellos muy breves, y que siguen el itinerario del año litúrgico. Al lector le compete completarlos, volviendo sobre los textos bíblicos, que han sido comentados a la luz del Catecismo y de otros documentos de la Iglesia, para renovar su personal encuentro con Jesús y hacerlos fructificar en su vida.

Guillermo Juan Morado