Como quien oye llover
en una película
muda,
el rumor
del mundo.
Karmelo C. Iribarren
1
El hombre del chaquetón gris se lía un cigarro y mira a la lejanía. A las montañas de enfrente, iluminadas por el tenue sol del amanecer. Es un paisaje árido, agreste; tan solo matorrales creciendo libres entre la nada y sobre tierra parda. La carretera que conecta con la autovía necesita un asfaltado urgente: está resquebrajada por varias partes, con plantas silvestres pugnando por salir al exterior.
Cuando un camión pasa por la autovía, a estas horas solitaria, el hombre del chaquetón gris ya tiene el cigarrillo entre los labios. Da una calada con fuerza, para quitarse el frío, y el humo que tira por su boca se confunde con el vaho y se disipa entre una liviana niebla. El hombre coge la mochila que ha dejado en el suelo para fabricarse el pitillo y empieza a andar. Prefiere no echar la vista atrás. No quiere ver de nuevo el lugar en el que ha pasado los últimos catorce meses. Dicen que da mala suerte. Que si, una vez fuera, echas la vista atrás, no tardarás en volver. Su compañero de celda se lo dijo la mañana anterior, en el gimnasio. Pero hace unos minutos, esperando a que se abriera la última puerta, el guardia del último resquicio de su condena le soltó que volverían a verse.
Volveremos a vernos le dijo.
En el infierno, cabrón contestó él, ya con el chaquetón puesto.
Mucho ojo…
Espera no volver nunca. Tampoco es que haya estado media vida entrando y saliendo de prisión. De hecho, esta ha sido su segunda vez, así que, teniendo en cuenta su historial, podría decirse que es un tipo afortunado. Pero ya está bien.
A quinientos metros de la cárcel hay una parada de autobús. El hombre del chaquetón gris se sienta allí y espera. Nadie ha ido a buscarlo a la puerta de la cárcel. Tenía claro que ella no iba a estar. Con Paula terminó mal la cosa. Fue a verlo una sola vez en catorce meses, al poco de ingresar, y él se dio cuenta de que ya no sería lo mismo. De alguna manera u otra, todo había cambiado. A pesar de que llevaran relativamente poco, habían tenido sus vaivenes, pero el hecho de que lo detuvieran por tráfico de drogas fue toda una sorpresa. Sin embargo, lo que más le dolió a Paula fue la mentira. De nada servía que él le dijera que no consumía, que solo estaba haciéndole un favor a un amigo, un amigo que ella no conocía, que mejor que no conociera. Eso era verdad, por supuesto, pero Paula no creyó ni una palabra.
¿Cómo puedes haber llevado una doble vida? le preguntaba una y otra vez. Qué estúpida he sido… Qué increíblemente estúpida he sido.
Y eso que Paula no conocía el resto de la historia.
En cualquier caso, ahora que había puesto tiempo de por medio, el hombre del chaquetón gris piensa que ella habrá olvidado, quizá perdonado, incluso. Se irán lejos. Tiene dinero ahorrado. Mucho dinero. El suficiente como para coger un tren, largarse a la frontera y empezar de cero. Tal vez pueda convencerla.
Sentado en el banco de metal, helado de frío, ya con el cigarrillo consumido, el hombre cierra los ojos y bosteza. Piensa en un viaje en tren, un larguísimo trayecto. Él está en el vagón restaurante, comprando un par de bocadillos y dos cervezas. Fuera, un paisaje de campos verdes y cielo azul desfila rápidamente. La camarera le regala una sonrisa y él regresa a su vagón. Por el camino, haciendo equilibrios para no caerse, se cruza con dos o tres pasajeros que lo saludan. Uno de ellos, con sombrero, se lo quita al verlo pasar. Al entrar en el vagón número 8, la puerta automática se abre tras pasar la mano frente al accionador y el hombre puede ver que la chica de la sexta fila levanta la mirada del libro que está leyendo y le sonríe abiertamente. Una mujer preciosa; como Paula. Una chavala de esas que te quitan el hipo con solo mirarlas.
Es un sueño recurrente.
El hombre del chaquetón gris sueña muchas veces con ese viaje en tren, con el par de bocadillos y las cervezas, con el paisaje primaveral. Con la gente amable que se va cruzando en su camino de vuelta. Con la mujer que lo espera leyendo.
Por primera vez en mucho tiempo, piensa que ese sueño podría hacerse realidad.
2
Como un cuarto de hora después, justo cuando empieza a liarse otro cigarro, un autobús de línea se detiene frente al hombre del chaquetón gris. La puerta se abre y el conductor lo mira de arriba abajo con cara cansada.
¿Al centro?
Me bajo antes dice el hombre aún desde el asiento metálico.
Suba dice el conductor de mala gana. Se estará helando.
No lo sabe usted bien.
El hombre se levanta, hurga en sus bolsillos y saca algo de calderilla para pagar el billete. En el autobús hay una señora de unos sesenta y tantos años que parece que va a trabajar. Está sentada hacia la mitad del vehículo. La mujer agacha la cabeza cuando lo ve subir al autobús y parece que agarra con más fuerza el bolso que lleva entre las manos. Es la reacción clásica; ya le habían avisado. El hombre del chaquetón gris va hacia la segunda fila y apenas se ha sentado cuando el autobús acelera al tiempo que se cierra la puerta. Se quita el chaquetón y ahora es un jersey fino de lana de color granate lo que más destaca de él. Eso y la barba de una semana. Se ha duchado esa misma mañana, pero no se ha afeitado porque Paula siempre lo prefirió con barba, aunque a él no le saliera mucha. Y a él le habría gustado que ella hubiera estado esperándolo en la puerta de la cárcel, a la salida, entrecortada entre las sombras del amanecer, con el Golf blanco en marcha para salir volando de allí.
El hombre coloca el chaquetón en su regazo y abraza la mochila. Se da cuenta de que el conductor lo mira a través del espejo retrovisor.
¿Una condena larga? le pregunta.
Todas son largas.
¿Era la primera vez?
Ha sido la última.
El conductor sonríe para sus adentros. Ha oído muchas veces lo mismo. Tipos con barba de varios días y aspecto consumido, aunque ágiles y fibrosos, que suben al autobús que hace la línea que pasa por la cárcel y dicen siempre lo mismo: que nunca volverán. Y luego vuelven, claro.
Diez minutos después, por la ventanilla ya se ven los primeros edificios de la ciudad. A lo lejos, los pisos más altos del centro tienen algunas luces encendidas. El hombre del chaquetón gris baja en la tercera parada, en el extrarradio de la ciudad, en un barrio de casas de tres alturas con fachadas ocres y tejados desconchados. Las farolas están rotas, apedreadas por muchachos, y gatos escuálidos campan a sus anchas, arañando bolsas de basura y persiguiendo ratas.
En la parada, el hombre del chaquetón nota cómo el conductor tiene unas ganas terribles de salir de ahí, de cruzar el puente y llegar al centro de la ciudad. Es lunes, y demasiado temprano, pero seguro que conoce al dedillo las historias que se cuentan de ese barrio. Algunas son falsas, como todas las leyendas negras, pero otras viajan en forma de pedrusco directas a la luna delantera de tu coche. Cuando eso pasa, y cosas así las ha visto el hombre del chaquetón gris con sus propios ojos, es más seguro, si es que la piedra no te ha alcanzado en la cara, parar el coche, bajarse y salir corriendo. Quien lucha por el pedazo de acero y plástico que conduce contra unos críos que solo quieren despiezarlo y conseguirse tres meses extra de buena hierba, lo más seguro es que acabe siendo alimento de los perros en algún callejón del barrio.
El hombre del chaquetón gris se despide del conductor con toda la amabilidad fingida de la que es capaz.
Lleve cuidado, jefe le dice con sorna.
¿No va muy poco abrigado? responde el conductor.
Cuando entré era verano. Ahora está acabando el otoño. Además, yo nunca cojo resfriados.
Suerte la suya.
El hombre se ha quedado parado en el último escalón. Al conductor le tiemblan las manos. Está empezando a transpirar, pensando que esa insulsa conversación es una estratagema para que alguien venga a desvalijarle el autobús. Mira por el retrovisor hacia donde está la señora. También ella ha comenzado a impacientarse.
Ahora es el hombre del chaquetón gris quien sonríe para sus adentros.
Dígale a la señora esa que ya puede respirar tranquila se despide.
Y luego el hombre baja del autobús de un salto.
3
Hace tiempo que no pisa el barrio. El pequeño apartamento donde vive es un tercero sin ascensor que una tía suya, ya fallecida, le dejó en herencia seis años atrás y que ella compró hacía treinta años, cuando el primer gran ensanche de la ciudad, cuando ni la droga ni la prostitución reinaban por esas calles. La crisis actual ha provocado el olvido definitivo de ese barrio. De tanto en tanto, cuando se acercan las elecciones municipales, algún candidato inexperto llega al centro social del barrio y promete aceras nuevas, calles limpias y mayor presencia policial. Los viejos que acuden al mitin para ahorrarse la merienda y llenarse el bolso de empanadillas y botellines de cerveza, aplauden con desolación, como el que va a la representación teatral de una tragedia clásica.
El hombre del chaquetón gris lleva viviendo allí desde hace seis años. Desde que su tía murió. No le gusta el barrio, pero qué otra cosa puede hacer él. No se puede cambiar. Cuando empezó a salir con Paula, ella, que viene de la otra parte de la ciudad, de amplios jardines traseros y patios de vecinos donde todos se saludan y organizan barbacoas dominicales, no comprendía que él prefiriera pasar noches enteras en aquel pisito de apenas sesenta metros. Luego lo entendió todo, cuando apareció la droga y a él lo encerraron un año y dos meses.
Pero era necesario seguir manteniendo ese piso, al menos una temporada más. Luego todo acabaría. Eso le decía siempre a Paula. Que esperara. Que pronto podrían irse lejos y empezar de cero.
El hombre del chaquetón gris ve una cabina pública, pero tiene el auricular arrancado y claros indicios de haber sido saqueada recientemente. A unos veinte metros hay un bar. Entra y, acodados en la barra, ve a dos ancianos metiéndose entre pecho y espalda su primera ración de coñac. Aún le quedarán unos cuarenta euros. Pide un café con leche y un par de magdalenas al camarero, un cincuentón barrigudo con vista cansada y ojeras congénitas.
¿El teléfono? pregunta el hombre del chaquetón gris.
Al fondo, antes de llegar a los aseos.
Cuando va hacia donde le ha indicado el dueño del bar, el hombre del chaquetón puede oír sus palabras, dirigidas hacia los dos parroquianos:
Desde que los críos reventaron la cabina, tengo más clientela. ¡Para que luego digan de los móviles!
Tendrías que darles comisión le responden entre risas.
Que se jodan.
El hombre del chaquetón mete un par de monedas y marca un número de memoria. Siempre ha sido bueno para las cifras. Y, además, ese es un número que ha marcado muchas veces.
Dígame…
Es una voz masculina. Ya nada le sorprende.
¿Paula?
Espera…
Tres segundos después es ella la que se pone al aparato.
¿Quién es?
Soy…
Lucas.
Sí.
Cierto… Hoy es 12 de noviembre. Hoy salías…
Sí. Ya estoy fuera. He estado esperándote, pero…
No he ido. No pensaba ir. Olvídate de todo, Lucas.
Ni siquiera espera a que él responda. Tras una breve pausa, Paula sigue hablando.
Mi mundo no es el mismo que el tuyo. Sé feliz y lleva cuidado.
Y, tras decir eso, cuelga.
Lucas se queda escuchando el tono lo que a él le parece una eternidad. Después deja el auricular en su sitio y va hacia la barra. Ya tiene preparados el café y las dos magdalenas. Se desabrocha el chaquetón y se sienta en una de las butacas altas, junto al hombre que parece más joven, aunque rondará los setenta y pocos. Los dos viejos tienen la mirada perdida en la televisión. El telediario matinal del canal 24 horas repite en ciclos de media hora las mismas noticias; y los mantiene embobados. Lucas coge el periódico y pasa páginas sin ni siquiera leer los titulares.
El de su lado lo mira de reojo.
¿Nada interesante? le pregunta.
Lo mismo que en la tele responde Lucas.
Le da vueltas a su conversación con Paula. Ha rehecho su vida. Él debería hacer lo mismo. Tampoco puede culparla. Le ocultó muchas cosas, muchos asuntos turbios. Y ahora paga las consecuencias. Si le preguntaran si estuvo enamorado, diría que sí. En la trena pensó mucho en Paula. Intentó explicarle que él no hizo nada, que nunca se había drogado, pero de nada sirvió. Y ahora un tipo acababa de cogerle el teléfono… Paula había colgado, tal vez porque no quería que el maromo de su lado la oyera hablar con él. Volverá a intentar contactar con ella más tarde. Recuerda su número de teléfono móvil, aunque es posible que lo haya cambiado.
En la televisión, la reportera anuncia la final de la Copa Davis de tenis del próximo domingo. República Checa contra España.
¡A ver si les ganamos a los checoslovacos esos! suelta el cliente más mayor, cuya frente está repleta de arrugas y tiene las manos agrietadas y las uñas amarillas.
Está jodida la cosa dice en un suspiro el dueño. Sin Nadal por lesión, será difícil.
Y luego se sorbe ruidosamente los mocos. El delantal blanco que lleva tiene manchas secas de grasa.
Qué va responde el viejo. Ahora ganamos a todo, aunque solo sea en deportes. Fijaos en la Eurocopa de este verano. Cuatro a cero a los italianos. Esos sí que se jodieron bien.
A hijoputez tampoco hay nadie que nos gane…
Lucas suelta el comentario y los dos tipos de la barra le miran como si en vez de magdalenas estuviera mordisqueando saltamontes. Él sigue pasando hojas como si nada hubiera pasado. No han entendido el comentario, o lo han entendido a la tremenda y en modo personal.
Lucas le da un bocado enorme a una de las magdalenas y dice:
Y son checos…
¿Cómo?
Que se llaman checos repite Lucas tragando a duras penas. Hace años que no existe Checoslovaquia.
Y a mí qué me importa. Jódete, capullo.
Lucas intenta tranquilizarse. Recuerda que vio aquella final de la Eurocopa de fútbol en el salón de actos de la prisión, donde actuaba el grupo de teatro. Los funcionarios les dejaron ver todos los partidos. El día antes de la final, un par de presos italianos habían estado caldeando el ambiente, y esa noche, tras el partido, cogieron a uno de ellos, un cabroncete que estaba en chirona por haberle pegado tal paliza a su novia que la hizo abortar, y se desfogaron con él.
¿Tú cómo lo ves, Miguel? dice el viejo.
Miguel será el dueño.
Toda la vida viviendo aquí, en este barrio sigue quejándose el viejo—, y hay que aguantar que te venga un niñato de estos a hablarte de cualquier manera. Gente como tú ha hecho que este barrio se vaya a la mierda.
El hombre del chaquetón gris le da un trago a su café y luego respira profundamente. Intenta alejar su mente de allí.
Y ahora se hace el loco continúa el viejo. Este barrio respiraba armonía. Había tres o cuatro fábricas que daban trabajo a cientos de familias y podías ir a pasear por los parques sin miedo a que te pincharan por la espalda y te robaran la cartera. Y ahora, fíjate en qué se ha convertido.
¿Y qué le voy a hacer yo? dice Lucas. Acabo de salir del trullo.
Pues de eso estoy hablando. En la cárcel deberías haberte quedado, pudriéndote, pedazo de mierda. Así no volverás a cometer ningún delito.
Lucas cierra los ojos y cuenta hasta cinco. Muy despacio. Luego termina el café y se come la magdalena. La otra aún sigue intacta. Saca el estrecho fajo de billetes de cinco que tiene y algunas monedas y pregunta cuánto debe.
Dos con cincuenta responde el dueño tras hacer la cuenta de cabeza.
Lucas se pone de pie, deja tres monedas sobre la barra de granito y se abrocha el chaquetón gris hasta arriba.
Antes de salir del bar y enfrentarse de nuevo al frío, todavía puede oír cómo uno de los dos parroquianos (no distingue quién, no se fija, los dos son tan terriblemente parecidos) tiene tiempo de mascullar:
Ya ves tú, que ha salido de la cárcel. Como si eso fuera una novedad en este puto barrio…
4
Hay algo más de movimiento en la calle. Se ha nublado, aunque no parece que vaya a llover; no al menos hoy. Y hace más frío. Lucas necesita pasar por su casa, darse una ducha, sentir que tiene un hogar. Aunque nadie lo espere allí.
No vive demasiado lejos de aquel bar, apenas a tres manzanas. Por el camino se cruza con grupos de niños que tienen las rodillas peladas, llenas de polvo, de haber estado arrastrándose ya de buena mañana en los descampados de las afueras, donde hay todo un edificio de siete plantas a medio construir. Dos o tres adolescentes fuman porros en un portal que tiene los cristales de la puerta agrietados. Se le quedan mirando, pero Lucas pasa de largo. No quiere problemas en su primer día de libertad, y menos con unos críos.
El barrio es una mezcla de culturas y de nacionalidades. En cualquier esquina puedes encontrarte, pared con pared, una carnicería islámica, un restaurante chino y una frutería que regentan unos sudamericanos que solo traen productos típicos de Venezuela, de Colombia o de Ecuador. A pesar de lo que pueda pensarse, no hay conflicto entre vecinos de distintos países. De tanto en tanto suele haber algún asesinato, relacionado con la droga o los malos tratos, y las peleas entre bandas suelen ser muy comunes, pero la policía está acostumbrada. Además, algunos de esos crímenes ni siquiera entran en las estadísticas porque al ayuntamiento no le interesa. Se trata de prostitutas subsaharianas sin papeles que aparecen acuchilladas una mañana en un callejón. O de yonquis que se pelean por el último tiro de heroína al atardecer, en lo que queda del parque que hay detrás del centro de salud. O mendigos octogenarios que mueren de frío o apedreados por chavales sin nada mejor que hacer.
Pero en el barrio también hay gente que se parte el pecho por ir a trabajar cada jornada, sacarse veinte o veinticinco euros diarios limpiando escaleras, cambiando ruedas en un taller o haciendo chapuzas en casas de conocidos, luego tomarse dos o tres cervezas en el bar e ir a casa a cenar y descansar para repetir la misma rutina día tras día.
Salvo que uno pasee muy de noche y por ciertas calles, podría decirse incluso que es un barrio tranquilo, humilde. Cuando Lucas llegó, no había tanta delincuencia. Puede que la decadencia sea fruto del tiempo, una situación que ha ido empeorando a medida que han pasado los años, acrecentada más si cabe por la crisis. Y eso que el barrio siempre ha estado en crisis.
Pasea hasta su casa con las manos dentro del chaquetón gris. Fuma otro cigarrillo y lanza el humo al aire contaminado del barrio, de la ciudad, de su vida. En el portal de su edificio hay un hombre que apoya uno de sus pies en la pared de piedra decorada con grafitis.
—No has cambiado nada, cabrón —le saluda ese tipo incorporándose—. Estás algo más delgado; solo eso.
Lucas tiene que pestañear un par de veces antes de percatarse de que se trata de Tomás. Lleva el pelo más largo, igual de mugriento y enmarañado, pero ahora le cubre las orejas, con un flequillo que le tapa parcialmente la frente.
—No te había conocido, Tomás…
Tiene muchas más canas que la última vez que se vieron. A Tomás le llaman «El Pinchos», no solo porque lleve siempre una maletita negra de cuero con todo el material para chutarse caballo, sino sobre todo porque va siempre cargado con una pequeña navaja multiusos. Se dice que una vez mató a un policía local novato que quiso patrullar durante una semana por el barrio para ver si tranquilizaba la situación. Se dice que Tomás le desgarró la garganta cuando el madero quiso cachearlo. Eso no es nada de merecer o de reprochar en un barrio con el índice delictivo tan elevado, pero sí es algo a tener en cuenta.
—Ya has salido —dice Tomás.
—Aquí me tienes —responde Lucas y luego termina el cigarrillo, tirando la colilla al suelo.
—Lucas… Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy, ¿eh?
«El Pinchos» era amigo de sus amigos, eso estaba claro. Y más aún si acababas de comerte catorce meses de prisión por salvarle el culo.
—Lo sé, Tomás. Descuida.
Lucas no tiene ganas de seguir hablando con «El Pinchos», pero este no deja de insistir:
—¿Fue bien?
—No es precisamente un hotel, pero no me puedo quejar.
—Te perdiste la celebración de la Eurocopa. No te imaginas cómo dejamos el italiano…
Y Tomás suelta una risotada al recordarlo.
—Lo destrozamos entero. Ahora ha vuelto a abrir; hace cosa de una semana. Se sigue comiendo…
Tomás no puede acabar la frase. Lucas le ha dado un empujón hasta empotrarlo contra la pared del edificio; lo tiene cogido por su vieja camisa a cuadros.
—Déjame en paz —dice Lucas.
«El Pinchos» no se resiste demasiado; debe de ir muy drogado.
Sus narices están a punto de rozarse. Lucas puede sentir el aliento entrecortado del yonqui en su boca.
—Eh, eh… —acierta a decir Tomás—; solo pretendía ser amable.
—No quiero que seas amable conmigo —le dice Lucas a los ojos de Tomás, apartando de un soplido el flequillo grasiento—. Si por mí fuera, te metería una bala por el culo y barnizaría mis muebles con tus sesos. Pero, mírame; yo sí estoy pretendiendo ser amable contigo. ¿Entiendes?
Tomás asiente con la cabeza con un movimiento rápido.
—Pues ahora piérdete.
Suelta a Tomás y este se marcha calle arriba con una mano en el bolsillo y la otra frotándose la parte de la cabeza que ha chocado contra la pared.
Lucas ya no es así, ha cambiado, pero a veces toca poner esa cara de violento para conseguir lo que se quiere. Eso también lo aprendió en la cárcel. Ahora no quiere más problemas. Solo quiere recuperar a Paula y largarse de esta ciudad cuanto antes.
5
Lucas entra en el portal y sube por la escalera. Todo sigue igual. La mancha seca de sangre de la barandilla, casi llegando al segundo piso, continúa ahí. Recuerda ese día. La anciana del 2º B discutió con su hijo, cosa que era normal, y el tipo, de treinta años y grande y pesado como una caja fuerte de banco, la sacó al descansillo y allí mismo, delante de un par de curiosos y a las once y media de la mañana, la empujó por la escalera. La mujer tendría casi ochenta años y seguro que se partió varios huesos a causa de la caída. No contento con eso, y ya que la mujer seguía gritando (chillidos de dolor mezclados con los reproches diarios que se dedicaban), el hijo fue adonde había aterrizado la mujer, la puso de pie con un brazo y le reventó la nariz estampándola contra la barandilla metálica. Una y otra vez. Durante un par de minutos. Los golpes podían oírse en el piso de Lucas, y eso que había subido el volumen de la música. Incluso podía sentirse la vibración de la barandilla, expandiéndose arriba y abajo como el eco de una campana. Cuando la anciana dejó de quejarse, o tal vez cuando el tipo se cansó, el ruido cesó. A mediodía, una ambulancia vino a llevarse el cadáver de la anciana, pero nadie limpió la sangre, que seguía allí, reseca y parduzca.
Al hijo, que practicaba algún arte marcial asiático en un gimnasio del centro de la ciudad, lo encontraron por la tarde tomándose unas cervezas con sus amigos de la niñez. Fueron necesarios tres mossos igual de corpulentos que él para meterlo en un furgón blindado.
Lucas rebusca en la mochila que cuelga de uno de sus hombros y saca la pequeña llave que abre la puerta del piso. Se imaginaba de otra forma su regreso a la libertad. No le hubiera gustado una gran bienvenida, de esas con globos de colores con su nombre pintado y mucha cerveza; ni siquiera una de esas fiestas con mujeres y cocaína por el sofá. Hubiera preferido, eso sí, no encontrarse con Tomás «El Pinchos», por el que se había comido un año y dos meses de prisión. Y, ante todo, habría sido perfecto que Paula hubiera estado esperándolo.
La casa está igual. Al menos, le han respetado eso. En otras circunstancias, y nadie tiene que contárselo porque lo ha visto, Lucas sabe cómo han quedado los apartamentos de otros vecinos del barrio que, por unas cosas u otras, han terminado en la cárcel. Desvalijar se queda corto. Si por lo que fuera la casa estaba precintada, el sello de la policía con la firma del juez duraba medio día. Al anochecer ya se podían ver chiquillos bajando muebles y electrodomésticos. Siempre menores de edad, por si acaso llegaba alguna brigada de los Mossos d’Esquadra. En el mejor de los casos, esos pisos servían luego como refugio de drogadictos u okupas, sala de trabajo de prostitutas o vivienda de inmigrantes ilegales. En el peor de los casos, y sobre todo si algún líder de la mafia (por el barrio suele haber algunos rusos, aunque últimamente están tranquilos) acababa algún trabajo allí, el piso amanecía calcinado.
Eran viviendas muy antiguas, de un barrio alejado de todo y del que todos querían olvidarse. La norma era no hacer preguntas. Si seguías vivo un día más, convenía dar las gracias.
6
Lucas echa los dos cerrojos interiores y pasa la cadena. El piso huele a cerrado. Su único hermano, que vive en Barcelona, ha estado pagando las facturas. Lucas no pensó que lo hiciera; por eso dibuja una sonrisa en su rostro cuando, tras levantar el interruptor general en el cuadro eléctrico de la entrada, la luz del estrecho pasillo ilumina la estancia. Deja la mochila sobre el sofá y se quita el chaquetón. El reflejo de la televisión (un aparato normal y corriente, nada de plasmas enormes como los que hay en otras casas del barrio, fruto de las ganancias de la droga) le devuelve un rostro apagado. Está más delgado. Poco a poco irá recuperando sus ochenta y cinco kilos. No tiene prisa. Ya no.
Sobre la mesa auxiliar del pequeño salón está el teléfono: un inalámbrico moderno. Da tono. Sin saber por qué, Lucas vuelve a sonreír; parece que lleve un siglo sin hacerlo. Luego marca el número de su hermano, de su único hermano.
—Sí, dígame —responde al primer tono.
—Hola, Javi, ¿te pillo ocupado?
Se oye ruido exterior; habrá contestado desde el manos libres del coche.
—Yendo al trabajo, sí. ¿Eres tú, Lucas?
—Sí.
—Ya. Hoy salías, cierto. ¿Qué quieres?
Javier, el hermano de Lucas, vive y trabaja a dos horas de allí, pero perfectamente podrían ser dos años luz. Se comprometió a pagar las facturas de ese pequeño piso herencia de su tía y ya está. La relación con Lucas fue enfriándose hasta casi desaparecer. Y cuando vino el tema de las drogas, del juicio, de la cárcel, el pequeño atisbo de amabilidad que quedaba entre ambos se cerró por completo.
—Quería darte las gracias —dice Lucas—. Por mantener todo esto al día.
—Ah, bueno… ¿Y qué otra cosa podía hacer?
Lucas no sabe muy bien a qué se dedica su hermano mayor. Algo de bancos, algo así, pero no cajero ni administrativo, y desde luego no un puesto de baja cualificación, ya que Javier ha sabido sortear la crisis con éxito. Estudió Ciencias Empresariales en la Universitat de Barcelona, se doctoró allí mismo e hizo un máster en el extranjero. Habla varios idiomas y hace años conducía un BMW todoterreno que había llenado de sillitas para bebé. Él y su esposa Ana María irán ya por el cuarto hijo, pero Lucas solo conoce al primero, que tendrá diecisiete años más o menos.
Se hace el silencio en la conversación telefónica. Mientras habla, Lucas ha ido caminando hasta la cocina, ha abierto la nevera y se ha deleitado con la más absoluta nada. Recuerda entonces que vació el frigorífico en su día, hace ya más de un año. Tendrá que comprar algo para pasar la semana o salir a comer fuera todos los días. Al otro lado del teléfono, rumor de carretera y coches pasando.
—Bueno… —suspira Lucas.
—Vale —dice su hermano—. Te dejo, que estoy entrando en un túnel. Adiós.
—Adiós, Javi.
Pero el hermano ya ha colgado.
7
Lucas cierra la nevera y deja el teléfono sobre la encimera. En el pequeño armarito que hace de despensa, tampoco hay demasiado para elegir. Una bolsa de pipas peladas aún no ha caducado, así que Lucas la abre y se mete un buen puñado en la boca. Mastica lentamente. Va ahora hacia el dormitorio, la habitación más espaciosa y luminosa del piso, aunque al estar completamente nublado apenas se ve a tres metros con la luz apagada. Sobre la cama está el manual de su Heckler & Koch USP del calibre 45 y un pequeño libro sobre técnicas de combate que permanecen, o eso supone Lucas, ya no lo recuerda, en la misma posición que cuando los dejó. Abre el armario ropero y se agacha para coger una caja de herramientas. Se sienta sobre la cama, con la caja sobre las rodillas, y saca de allí un pequeño cincel y un martillo. Frente a la cama, junto a una pequeña estantería, en el mueble que hay sobre la ventana, Lucas instaló, poco después de conocer a Paula, una potente minicadena Philips de 550 W. A Paula le encantaba escuchar música; por eso lo hizo.
Hay dos cedés dentro de la minicadena. Serán de Paula, claro, los dos únicos discos que olvidó llevarse. Las cajas están al lado del aparato: en uno, la portada muestra una fotografía en blanco y negro del guitarrista de blues Frank Stokes; el otro es un recopilatorio de la banda de Andy Kirk, los Twelve Clouds of Joy. Lucas piensa que el jazz seguirá presente en la vida de Paula, pero ahora será el tío aquel que le ha cogido el teléfono quien disfrutará de sus comentarios. Le da al play y la melodía, muy antigua, que todavía conserva el débil zumbido del LP, empieza a llenar el pequeño piso. La sección de saxos inicia la melodía muy suavemente, respondida por las trompetas, que van creciendo poco a poco para destacar con dos compases de llamada que desembocan en una repetición desde el principio.
Lucas toma el martillo y el cincel y deja la caja de herramientas en el suelo.
El único cuarto de baño de la casa está enfrente del dormitorio, al lado del salón. Lucas se arrodilla en el espacio que queda entre la ducha y el inodoro y palpa en los azulejos verdes de la pared hasta encontrar el hueco que hizo hace un año y tres meses, cuando empezó a olerse que algo podría salir mal. Clava el cincel entre dos azulejos con un leve golpe de muñeca y luego le da con el martillo. No necesita mucho: al tercer martillazo, un azulejo cede. Lucas lo arranca de la pared haciendo palanca con el martillo y luego saca el de al lado. Mete la mano en el espacio existente y saca una caja de cartón. Está cubierta de polvo.
En el dormitorio, un virtuoso solo de clarinete rasga la mañana. Lucas deja las herramientas en el suelo y se sienta en el inodoro. Abre la caja y ve que todo está en orden: varios fajos de billetes de cien y de cincuenta euros, algunos de quinientos y billetes sueltos de veinte.
El trabajo de los últimos años.
El precio de su libertad.
Coge algunos billetes de veinte y vuelve a dejar la caja en el hueco de la pared, tapando de nuevo el agujero con los dos azulejos. Guarda las herramientas en la caja y la mete en el armario del dormitorio. Se tumba sobre la cama. Es temprano todavía (¿las nueve?, ¿nueve y media?). No sabe qué hora es porque el reloj de la mesita de noche se ha quedado sin pila. Las manecillas marcan las tres y diecinueve. Lucas cierra los ojos.
Ahora es la trompeta la que tiene el solo.
Ojalá Paula hubiera ido a recogerlo esta mañana.
8
Cuando despierta, en el reloj de la mesita de noche siguen siendo las tres y diecinueve. Lucas tiene un hambre terrible. No sabe cuánto puede haber dormido, pero le parece que han pasado mil años desde que ingiriera una magdalena y un café esa mañana. Se quita la ropa ahí mismo, en el dormitorio, y, tras darse una ducha rápida y arreglarse un poco (necesita un afeitado, es cierto, pero Lucas aún mantiene vivo el deseo de que Paula quiera volverlo a ver), se viste con unos vaqueros, botas negras, ya desgastadas, y un jersey grueso de color azul marino. Al chaquetón gris le hace falta un buen lavado, al igual que a la ropa que se ha quitado antes. Pero Lucas tiene algo que le gusta: su vieja chupa de cuero. Le queda un poco grande, pero poco le importa a él. Esa chupa le trae muy buenos recuerdos, de cuando conducía una Harley de segunda mano y la libertad era un bien preciado. Además, aquella moto era ideal para trabajos cortos que requerían destreza, tanto al llegar como al salir.
Lucas se lía un cigarrillo por la escalera y lo enciende antes de llegar al primer piso. Luego se guarda el mechero y el sobre con el tabaco y el papel de fumar en el bolsillo interior de la chupa. Ya en la calle, mira de reojo al cielo. No lloverá. Al menos, no hoy. Pero el frío y la humedad son intensos. Hay poca gente en las calles. De los pisos más bajos llega rumor de voces, ruido de televisores encendidos, vidas encerradas entre cuatro paredes. Desde ahí fuera, si el mundo se detuviera en ese preciso instante y no se conociera toda la miseria que envuelve al barrio, podría decirse que toda esa gente tiene una vida tranquila, sin altibajos. Pero en el momento en el que se hurga un poco y la luz del exterior penetra, toda esperanza parece desvanecerse. Hace tiempo, Lucas dejó de interesarse por lo profundo de las cosas que le rodean; por eso precisamente era tan bueno en su trabajo.
Ahora, al menos es lo que él cree, eso ha cambiado.
9
El barrio es relativamente pequeño, apenas mil personas hacinadas en pisos baratos, bordeando calles mal asfaltadas, o en chabolas del descampado, donde antes ponían la feria cuando se acercaba San Pedro. Lucas no tarda en llegar al restaurante Tívoli, el italiano que Tomás le ha dicho que destrozaron cuando la celebración de la Eurocopa del pasado verano. No recuerda cómo estaba antes, pero tampoco parece que la reforma haya sido demasiado profunda.
Cuando entra, solo hay una mesa ocupada; son los dos camareros, dos muchachos menudos y delgados de Europa del Este que visten el uniforme raído del restaurante. Tras una larga barra de madera, decorada con minúsculos espejos en forma de rombo y cristales de vivos colores, el dueño, que se hace llamar Marco a pesar de que es obvio que ni es italiano ni tiene ningún tipo de ascendencia italiana, mira el local de lado a lado con los brazos en jarra y se lame las puntas de un mostacho canoso.
—¿Se puede comer? —pregunta Lucas desde la puerta.
—Esto es un restaurante, ¿no? —dice Marco sin mirarlo. Ni siquiera se esfuerza en simular un débil acento italiano.
Un delgado televisor escupe una insulsa programación que nadie ve.
Los dos camareros no se inmutan por la llegada de Lucas. Siguen cogiendo porciones de una enorme pizza que tienen en el centro de la mesa.
Lucas pasa al salón principal y elige la mesa del fondo. Desde ahí se puede ver la entrada del restaurante, la puerta de madera que conduce a los aseos y otra puerta en la que hay un cartel de Privado. La cocina está donde termina la barra, unida a ella. La decoración es sobria y no hay hilo musical. Todo el bar huele a aceite y a especias, pero dicen que es el mejor italiano del barrio. Claro que es el único que hay. Incluso, son muchos los que dicen que si algún crítico de cocina se atreviera a entrar en el barrio, no dudaría en elegir el Tívoli como el mejor restaurante de la comarca. Puede que eso le diera reconocimiento y clientela, y así podrían invertir en extractores de humo o un mobiliario y una decoración más acordes al estilo de cocina. A pesar de todo, a pesar de que perfectamente puedes estar comiendo un plato de tallarines al pesto y cruzarte con dos cucarachas, las pizzas están buenísimas.
—Alexander —grita Marco desde la barra—. ¿No has visto que tenemos clientes? ¿A qué coño esperas para mover el culo?
Uno de los muchachos, que tiene la cabeza rapada al uno y los ojos pequeños, se levanta y se acerca hasta donde está Lucas. Este pide una pizza boloñesa mediana, una ensalada y un tercio de cerveza. El joven ruso murmura unas palabras en su idioma y se dirige hacia la cocina.
Unos diez minutos después, Lucas ya está comiendo, los rusos están en la calle fumándose unos canutos y Marco está apoyado sobre la barra, pasando con aparente rabia las páginas del periódico deportivo.
Lucas se detiene en cada bocado. Saborea la carne y la salsa casera de tomate. Intenta distinguir cada especia. Marco ha cambiado de canal: ahora el televisor emite vídeos musicales, pero sin voz, como antes, lo que resulta algo deprimente.
Entra entonces uno de los muchachos rusos. Está visiblemente alterado. Se acerca a la barra y le dice algo a Marco. Este también parece ponerse nervioso. Lucas deja la pizza sobre el plato y se limpia la boca y las manos con una servilleta de papel. Le da un trago rápido a su cerveza.
«Debería haber traído la pistola», piensa.
Espera acontecimientos. Alguien viene. O los rusos de la calle han visto algo. En cualquier caso, Lucas se prepara para cualquier cosa, desde una redada a un tiroteo. Está a punto de levantarse y esconderse en los aseos (nunca se sabe hacia dónde van a salir disparadas las balas, sobre todo si hay fuego cruzado), cuando ve entrar por la puerta a uno de los guardaespaldas de don Ángel. Es un negro enorme con la cabeza rapada y cara de pocos amigos. Está más gordo que fuerte, pero impone solo con su presencia. Echa una rápida ojeada al bar parapetado tras unas gafas de sol oscuras, inútiles debido al clima, y deja la puerta abierta para que entre don Ángel.
10
El cabrón de don Ángel no envejece nunca.
Es lo primero que piensa Lucas cuando vuelve a verlo, un año después. Tendrá ya setenta años, pero mantiene el mismo bigotito fino de su juventud y la misma media melena, ahora mal teñida de rubio. Camina con dificultad, aunque no se ayuda de bastón: eso se consideraría una debilidad, sobre todo porque aún conserva la complexión recia de otra época. Sonríe nada más ver a Lucas. Y hacia él se dirige. Cuando cruza la puerta, el negro enorme la cierra y se queda plantado frente a ella, taponando el paso. Fuera quedan el otro guardaespaldas y el segundo camarero.
Don Ángel pasa por delante de Marco, el dueño del Tívoli, y este acierta a tartamudear un tímido saludo que don Ángel no responde. El muchacho ruso baja la cabeza. El anciano viste un impecable traje azul marino con corbata rosa, protegido del frío por un abrigo largo de color marrón.
Lucas se pone de pie y le tiende una mano.
—¿La mano, Lucas? —dice don Ángel—. Después de un año y pico sin verme pensé que me darías un abrazo.
Don Ángel extiende los brazos desde el otro lado de la mesa. Lucas la rodea y los dos hombres se abrazan.
—Te he pillado comiendo. Perdona.
—No pasa nada. Únase, si quiere.
—No, no. Gracias, Lucas, pero no.
Don Ángel habla tranquilamente, sopesando cada palabra.
—Si me como una pizza de esas, el médico y mi señora estarían chillándome durante varios días. Y no lo deseo. Pero siéntate, Lucas, por favor; termina.
Lucas obedece. Don Ángel arrastra la silla de enfrente y se sienta con dificultad. No se quita el abrigo, lo que a Lucas le hace pensar que, con suerte, se marchará pronto.
—Me lo han dicho esta mañana —dice don Ángel—; que te han visto por el barrio.
«El cabrón de ”El Pinchos”», piensa Lucas.
—Nada ha cambiado por aquí.
—Lo supongo —dice Lucas con resignación.