BREVE HISTORIA
DE ISABEL
LA CATÓLICA
BREVE HISTORIA
DE ISABEL
LA CATÓLICA
Sandra Ferrer Valero
Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com
Título: Breve historia de Isabel la Católica
Autor: © Sandra Ferrer Valero
Copyright de la presente edición: © 2017 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla, 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Elaboración de textos: Santos Rodríguez
Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio
Imagen de portada: MADRAZO, Luis de. Retrato de Isabel (s. XIX). Museo Nacional del Prado, Madrid.
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ISBN edición digital: 978-84-9967-840-5
Fecha de edición: Febrero 2017
Depósito legal: M-297-2017
Hace ya muchos años, mi obsesión por la figura de Isabel de Castilla me llevó a visitar algunos de los lugares más significativos de su historia. Lugares alejados de las grandes rutas turísticas, en los que no encontré suntuosos palacios ni memoriales a la altura de lo que aquella reina significó para la historia de España. En un paraje alejado de las concurridas autopistas, al final de una estrecha carretera, apareció un lugar tantas veces evocado con aquel hermoso nombre: Madrigal de las Altas Torres. Desde el siglo XIV había sido señorío de reinas, la primera de ellas, María de Molina.
Tras la primera decepción ante la relativa altura de las torres que daban su nombre, una conmovedora sensación me envolvió al encontrar frente a un viejo palacio, convertido en convento, una estatua solitaria de Isabel I de Castilla. Dicha escultura recuerda a todo aquel que llegue hasta la hermosa villa castellana, que fue en el Palacio de Juan II de Madrigal de las Altas Torres, uno de los muchos de que disponía la entonces corte itinerante, donde nació una princesa a la que no se le dio demasiada importancia pero que cambiaría inexorablemente el rumbo de la historia de la península ibérica, de la vieja Europa y de un nuevo mundo que ella ayudaría a descubrir.
En otra ocasión, acudí con emoción a Granada, para contemplar su última morada. Allí sí que había una multitud de personas apiñadas en la Capilla Real, paseando alrededor de las imponentes estatuas yacentes de los Reyes Católicos y sus herederos, Juana I de Castilla y Felipe el Hermoso.
El contraste entre ambos lugares conforma la imagen real de lo que fue la vida de la reina Isabel. Nació sin hacer ruido, sin llamar la atención ni tan siquiera de los cronistas. Murió convertida en una soberana poderosa y controvertida, que preparó a España para incorporarse a la Europa moderna y hacer de ella un imperio mundial.
En ambas ocasiones, me enfrenté cara a cara a la figura de Isabel. En Madrigal, ante una preciosa estatua solitaria; en Granada ante un mausoleo imponente de mármol contemplado por miles y miles de personas llegadas de todos los rincones del mundo. En ambos lugares, la esencia de una figura histórica apasionante y controvertida. Una reina que protagonizó uno de los momentos clave de nuestra historia. Ahora me dispongo a enfrentarme a su vida, su tiempo, su personalidad, para intentar descubrir quién fue en realidad aquella mujer extraordinaria.
Cuando Isabel I de Castilla subía al trono el 13 de diciembre de 1474 en Segovia, era la única mujer en toda Europa que ostentaba el título de reina titular. En los principales reinos europeos (que empezaban a configurar sus estructuras como Estados modernos) eran hombres los que dirigían los destinos de sus pueblos. Sería precisamente con esos reinos con los que la reina católica terminaría tejiendo una inteligente red de pactos matrimoniales que extendería su influencia por buena parte del viejo continente y sentaría las bases del futuro imperio español.
De todos los reinos con los que Isabel establecería relaciones diplomáticas, Francia se dibujaría en el horizonte europeo como el eterno enemigo. Con el país vecino, Isabel y Fernando tuvieron constantes litigios territoriales, sobre todo en lo que se refiere a la Corona de Aragón. Los antiguos lazos de intereses comerciales se irían rompiendo al hilo de los acontecimientos. Carlos VIII era el rey de los franceses cuando Isabel nacía en tierras castellanas en la primavera de 1451. Dos años después, ajena a las turbulencias bélicas de Europa, Isabel era sólo un bebé que aún no sabía lo que suponía librar una contienda armada. Pero aquel año de 1453 supuso el fin de la larga guerra entre Francia e Inglaterra conocida como la guerra de los Cien Años. Tras el espectacular, milagroso para muchos, revés que supuso la llegada de la doncella de Orleans, la santificada Juana de Arco, allá por el año 1429, se desencadenó el fin del conflicto. La batalla de Castillon, librada el 17 de julio de 1453, ponía fin a décadas de luchas entre Francia e Inglaterra por el dominio de los territorios continentales franceses.
Derrotada en el continente, Inglaterra continuó con una lucha interna por el poder dinástico. La guerra de las dos Rosas –nombre que procede de la heráldica: la rosa rosa de la Casa de Lancaster contra la rosa blanca de la Casa de York– enfrentó durante más de tres décadas a distintos reyes puestos y depuestos hasta que la dinastía de los Tudor, representada por Enrique VII, conseguiría, al fin, pacificar el país. Sería con este rey con quien Isabel y Fernando concluirían el acuerdo matrimonial de su hija Catalina de Aragón con el príncipe Arturo Tudor, hijo mayor de Enrique VII, tan determinante para la historia de Inglaterra y del resto de la cristiandad occidental, sin olvidarnos del trágico destino de la infanta castellana.
Y si complicado fue pacificar Francia e Inglaterra, la amalgama de ciudades-estado italianas, los territorios papales y el reino de Nápoles serían el escenario no solamente del renacimiento humanista y artístico, sino que protagonizarían conflictos territoriales constantes. Así, mientras Milán pretendía expandirse a costa de Florencia y Venecia, los Estados Pontificios litigaban con un reino de Nápoles ligado por lazos dinásticos con la Corona de Aragón. Los años del reinado isabelino serían en Italia los años de esplendor de los Médici en Florencia y los Sforza en Milán.
Batalla de Crézy. Iluminación perteneciente a un manuscrito del siglo XIV. Librada en el verano de 1346, la batalla de Crézy dio la victoria a las tropas inglesas. Fue una de las batallas más importantes de la guerra de los Cien Años.
Fue la amenaza otomana la que consiguió cierta estabilidad en Italia. Ante la toma de Constantinopla por las huestes turcas en 1453, que pondrían fin al Imperio bizantino, Milán y Venecia firmarían en 1454 el Tratado de Lodi que se extendería a Florencia, los Estados Pontificios y Nápoles en la conocida como Liga italiana que pretendía un pacto interno para frenar las intenciones expansivas de la Sublime Puerta. Una amenaza que también sintió cercana el Imperio germánico. Sería su emperador Carlos V, nieto de los Reyes Católicos, quien tomaría las riendas de la cruzada contra el turco muchos años después. Antes había sido necesaria una alianza entre su abuelo paterno, Maximiliano I, y su abuela materna, Isabel, quienes pactarían una doble unión matrimonial que sería el germen de la dinastía de los Austria españoles.
El otro reino con el que Isabel y Fernando se enlazarían dinásticamente con el matrimonio de dos de sus hijas fue Portugal. El reino vecino fue el primero que desde siglos atrás ya había afianzado sus límites fronterizos. Desde que la dinastía de Avís, de la mano del Maestre de Avís, un bastardo de la dinastía borgoñona reinante, se afianzara en el trono, allá por el año 1385, y se proclamara rey como Juan I, esta casa real reinaría en Portugal durante dos siglos. Poco antes, la princesa Beatriz de Portugal, hija del rey Fernando I, el último rey borgoñón, se había casado con Juan I de Castilla, quien se enfrentaría con el otro Juan I para intentar hacerse con la corona portuguesa. La batalla de Aljubarrota, el 14 de agosto de 1385, borraría de un plumazo las intenciones castellanas de hacerse con el trono portugués. La dinastía de Avís se presentaba entonces como la pacificadora de un Portugal preparado para iniciar, mucho antes de que Cristóbal Colón apareciera en escena, una considerable expansión en ultramar.
Considerado uno de los primeros reinos en configurarse como estado moderno, el Portugal de Enrique el Navegante, tercer hijo de Juan I, inició la Era de los descubrimientos, que culminaría con la llegada de los europeos a América. El príncipe portugués se afanó por encontrar, a mediados del siglo XV, un paso que permitiera alcanzar las Indias orientales por mar, siguiendo la línea costera africana.
Iluminación perteneciente al manuscrito Recueil des Croniques et Anchiennes Istories de la Grant Bretaigne, à présent nommé Engleterre, de Jean de Wavrin que representa una escena de la batalla de Aljubarrota. En el mes de agosto de 1385, las coronas de Portugal y Castilla, auspiciadas por tropas extranjeras, se enfrentaron en el campo de batalla dando fin a las amenazas castellanas sobre el trono portugués. Tras el conflicto, Juan I, primero de la dinastía de la casa de Avís, se consolidaría como rey de Portugal.
Uno de los nietos de Juan I, que reinaría como Alfonso V, sería el gran enemigo de los Reyes Católicos durante la guerra civil que asolaría Castilla. Sería con su sobrino, el rey Manuel I, llamado el Afortunado, con quien dos infantas castellanas se casarían y rozarían el sueño de una península ibérica totalmente unificada.
Todos estos estados vivieron a finales de la etapa medieval una serie de crisis económicas y demográficas que se superaron de diferente manera en cada uno de ellos. A grandes rasgos, la Europa tardomedieval vivió un progresivo auge de las actividades comerciales en ciudades que empezaron a emerger con fuerza, sobre todo en la Italia septentrional y la Europa noroccidental. Las organizaciones gremiales tuvieron que convivir con una economía mercantil que preconizaba un muy incipiente capitalismo.
Miembro de la familia real portuguesa, Enrique el Navegante, fue el principal artífice de la expansión de Portugal por mar. Apasionado por el mundo de la navegación, impulsó distintas expediciones que bordearon las costas africanas y arribaron a algunas de las islas del Atlántico. Nadie en su tiempo lo conoció como el Navegante, sino que serían unos historiadores decimonónicos quienes lo bautizarían con dicho nombre.
Las grandes rutas comerciales, como las italianas dirigidas por ciudades como Venecia o Milán, las flamencas o la Hansa teutónica, verían crecer otros polos de actividad económica mercantil como Inglaterra o algunos de los principales centros peninsulares, como veremos en su momento. En estas rutas comerciales se asentaban las principales ferias de intercambio de productos rurales y urbanos y se realizaban importantes transacciones mercantiles.
Iluminación del libro Las muy ricas horas del duque de Berry, considerada una de las obras medievales mejor iluminadas. Este libro de horas fue encargado por Jean de Berry. En él, centenares de iluminaciones decoran las oraciones y el calendario que conforman el manuscrito. Además de estar considerado como una obra de arte, las iluminaciones del libro del duque de Berry recrean la vida cotidiana en la época medieval. Esta imagen, perteneciente al mes de julio, muestra la cosecha y el trabajo que realizaban los campesinos esquilando las ovejas.
LIPPI, Fra Filipo. Virgen con niño y dos ángeles (1445). Galería de los Uffizi, Florencia. El siglo XV fue una de las épocas más brillantes en la historia del arte europeo. El quattrocento vio surgir un gran número de artistas, pintores, escultores, que crearon obras inmortales como esta Virgen de uno de los pintores italianos más destacados de su tiempo.
Mientras las ciudades vivían su lenta pero irreversible transformación comercial, el campo, a mediados del siglo XV, despertaría de una larga crisis agraria propiciada por períodos de malas cosechas, que se habían agravado debido a las letales epidemias que asolaron Europa y que provocaron hambre y carestía con el consiguiente descenso de la población y el avance de zonas baldías. Un período que provocó algunas revueltas agrarias y que, sin embargo, no supondrían grandes modificaciones en las estructuras y sistemas de producción.
Los propietarios, nobleza y aristocracia, continuaron manteniendo el poder y litigando con las distintas monarquías europeas para reforzar, e incluso incrementar, su influencia política y, por tanto, económica. Esta pugna destacaría en Francia e Inglaterra, sumidas ambas en guerras territoriales entre ellas y también internas propiciadas por las crisis dinásticas, como hemos visto más arriba. Una lucha que también se vivirá en Castilla y los demás reinos peninsulares.
En Europa también se vivió un lento despertar en el ámbito artístico y del pensamiento. El Renacimiento supuso redescubrir la Grecia clásica para inspirar obras de arte inmortales. Pero fue también un tiempo en el que los textos de los grandes pensadores de la Antigüedad llegaban a manos de muchas más personas gracias a la invención hacia 1440 de la imprenta de tipos móviles, a manos de un orfebre alemán llamado Johannes Gutenberg, en la misma época en la que Isabel venía al mundo en aquella remota villa castellana.
La imagen que se ha dado de la España que heredó Isabel ha estado a menudo marcada por la mayor o menor intención de ensalzar su reinado. Quienes defendieron a ultranza su papel como «reina-salvadora» de todos los reinos peninsulares, no sólo de Castilla, abonaron el terreno pintando un cuadro decadente en todos sus aspectos: políticos, económicos y sociales. Pero ni la península ibérica estaba sumida en una situación apocalíptica ni Isabel, junto con Fernando, revolucionaron la vida de sus habitantes. El reinado de los Reyes Católicos es un importante momento de tránsito entre la España medieval y la España moderna, pero no por eso hay que presentarlos como adalides de la salvación de un pueblo como si de un tratado hagiográfico de su vida se tratara.
Empezando por la tan analizada, cuestionada, defendida o vilipendiada, según quien, unidad de España. La propaganda política de la dictadura franquista deformó el papel de los Reyes Católicos como garantes de la unidad de España de la que el fascismo pretendía hacerse directa heredera. No solamente incorporó parte de la imaginería de Isabel y Fernando (el yugo y las flechas fue sin duda el elemento más visual), sino que se afanó en hablar de una España unida conformada durante su reinado.
Podemos remontarnos, aunque sea someramente, a la época de la Roma imperial para referirnos al primer momento histórico en el que la península ibérica estuvo unificada. Pero esa unidad fue política, en la que una superadministración oficial respetaba las diferencias culturales y sociales de los distintos grupos indígenas que se encontró. Fue durante la cristianización del Imperio romano que se empezó a definir una unidad religiosa que ayudaría a configurar la unidad política. Los visigodos, cuando tomaron el relevo en el poder, tras la desaparición del Imperio romano de Occidente, mantuvieron esta relativa unidad.
La invasión musulmana del 711 cambiaría el mapa peninsular una vez más. El reino visigodo de Toledo terminó sucumbiendo a las huestes magrebíes mientras un reducto cristiano se atrincheraba en las montañas del norte iniciando la larga Reconquista cristiana que concluirían Isabel y Fernando en 1492. La Reconquista pasó por distintas etapas de más o menos intensidad bélica, pero desde mediados del siglo XIII hasta la toma de Granada se vivió un tiempo relativamente estable en lo que a movimiento de fronteras y avances territoriales de ambos bandos se refiere.
La España cristiana, entendida como concepto territorial, estaba formada por los reinos de Portugal, Aragón, Navarra, León y Castilla. Y cada uno de estos reinos, durante aquellos años, evolucionó definiendo su propia identidad política. Dentro del conjunto continental, los reinos de la península ibérica se conocían como «España», entendiendo este término solamente como una expresión, como un recuerdo de la nación hispánica romana, como un territorio con raíces religiosas, sociales e incluso políticas comunes. Así, en muchos documentos medievales aparece el término España de manera recurrente para referirse a la globalidad de los reinos peninsulares.
En esta amalgama de reinos, Castilla empezó a destacar como uno de los más importantes y cuando Isabel se casó con Fernando y fueron añadiendo los distintos reinos a sus testas coronadas, el término «España» se adoptó como concepto para referirse a la larga lista de dominios que ambos iban asimilando.
Cuando Fernando inició su aventura castellana, el reino de Aragón, gobernado por su padre, Juan II, se encontraba sumergido en una profunda crisis social. En Cataluña, la lucha entre los propietarios y los artesanos, conocidos como la Biga y la Busca, respectivamente, se extendió también al campo con el problema de los campesinos de remensa, ahogados por las duras obligaciones monetarias si querían liberarse de los propietarios de las tierras que trabajaban. La guerra civil que se declaró en tierras catalanas se trasladó también al ámbito dinástico en el que los defensores de Carlos de Viana, hijo de Juan II y su primera esposa, Blanca de Navarra, se enfrentaron a los defensores de Fernando, hijo de la segunda esposa del rey, Juana Enríquez. Cataluña se posicionó del lado del primogénito, quien murió prematuramente, envenenado según sus defensores. Una situación muy complicada la que tenía que gestionar Juan II y su ya heredero, Fernando. Unos conflictos que el rey aragonés tendría que lidiar mientras no dejaba de observar los problemas que se vivían en Castilla.
Aquella España que terminarían gobernando los Reyes Católicos era un conjunto de reinos basados en estructuras medievales, en los que la gran mayoría de la población era campesina y soportaba sobre sus hombros el peso del trabajo, mientras que un escaso número de nobles, laicos y eclesiásticos, aglutinaban entre sus manos riquezas y poder. En la cúspide, el rey. O la reina.
Mucho se ha hablado, sobre todo cuando se ha querido ensalzar de manera exagerada la figura y el gobierno de Isabel, acerca de la complicada situación económica en la que Castilla se encontraba cuando tomó el mando político y sobre el excesivo poder de la nobleza y la aristocracia a la que los Reyes Católicos se someterían sin remisión. Es importante revisar la coyuntura de aquellos años, a nivel social, económico y político para poder hacer una reflexión más sosegada acerca de la verdadera situación con la que se encontraron.
La España en la que nació y que tendría que gobernar Isabel y su esposo Fernando se encontraba en plena recuperación económica tras los años de crisis que dejaron el campo y las ciudades mermadas, una crisis que, como hemos visto más arriba, afectó también al resto del viejo continente. La nobleza que empezaba a afianzarse en el poder como motor económico en muchos casos, participó en el desarrollo y crecimiento de la economía ganadera. Controlada por el Concejo de la Mesta, la producción lanera supuso un incremento de la producción textil tanto en Castilla como en Aragón. Los intercambios comerciales internacionales con la lana como producto estrella se vieron beneficiados también por las alianzas comerciales que Castilla estableció con Francia, con la que se alió durante la larga guerra de los Cien Años. Una alianza que se rompería muy pronto. Cabe destacar el importante auge que se vivió en muchas ciudades en las que se incrementaron las actividades comerciales y artesanales, mientras que los intercambios comerciales con otros países europeos fueron creciendo. Las ferias como la de Medina del Campo y los muchos mercados semanales se convirtieron no sólo en centros de intercambio comercial, sino que también acentuaron las transacciones monetarias y la ejecución de préstamos que dinamizaron la actividad mercantil.
Pero la base de la producción peninsular seguía siendo eminentemente agrícola. En el campo, las estructuras feudales de producción y vasallaje continuaban vigentes y aún tardarían muchos siglos en desaparecer. Esta situación llevaría a tensiones que derivarían en revueltas y levantamientos campesinos más o menos violentos. El campesinado vivió décadas de enfrentamiento a veces silencioso, otras abierto, con la nobleza terrateniente y propietaria de los medios de producción y también con un patriciado urbano que controlaba, en muchos casos, los intercambios mercantiles y la vida ciudadana.
A finales del siglo XIV, en Castilla se empezaba a dibujar un panorama distinto dentro de la clase nobiliaria. A la conocida como «nobleza vieja», nacida de las prebendas otorgadas durante la Reconquista, se solaparía, e incluso llegaría a sustituirla, la «nobleza nueva», una nobleza que aglutinaría gran poder en sus manos en detrimento de las posesiones reales y concejiles, y que pondría en jaque, en múltiples ocasiones, a unos monarcas débiles y apáticos, poco interesados en ejercer su poder.
La nobleza castellana había ido incrementando su poder también gracias a la concesión por parte de la corona de la gestión en el cobro de impuestos. Esta nueva nobleza empoderada empezó en aquellos años un lento pero progresivo y a menudo irreversible éxodo a las ciudades, donde encontraron nuevas oportunidades para enriquecerse. También se enfrentaron con los poderes urbanos, como el patriciado y los comerciantes. La nobleza, debido a su creciente poderío, entraría en conflicto a si mismo con un campesinado cada vez más oprimido.
Es exagerado afirmar que la situación con la que se encontraron Isabel y Fernando al inicio de su reinado fuera de caos absoluto en la economía y en el control del poder. Es cierto que la nobleza intentaba hacerse fuerte y dominar los designios del reino, pero también es verdad que los reyes pactaron con esos sectores de la sociedad sin hacerlos desaparecer del ámbito del poder. Junto a la antigua nobleza, la novedad radica en la incorporación en la gestión política de una pequeña nobleza formada en las universidades y preparada para dibujar unas estructuras modernas que aún tardarían en configurarse completamente.
No hay que olvidar que Isabel y Fernando pacificaron el reino y reforzaron las actividades económicas, pero lo hicieron sobre la base de una economía que hacía tiempo que estaba creciendo, mientras que las condiciones sociales del campesinado no variaron demasiado.
En definitiva, los reinos peninsulares gobernados progresivamente por Isabel y Fernando (Castilla, Aragón, Navarra), hacía tiempo que vivían una recuperación económica importante y una reactivación de las actividades productivas y mercantiles. Lo que hicieron los nuevos monarcas fue mantener aquella situación y mejorar las estructuras de gobierno para que pudieran mantenerse y continuar creciendo.
El reinado de Isabel y Fernando no fue tan extraordinariamente milagroso según algunos propagandistas de su tiempo. Fue un momento de cambio, es cierto, pero un cambio asentado sobre unos movimientos que hacía tiempo se estaban desarrollando. Es importante visualizar su reinado como un tiempo «bisagra», un momento de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna. Pero con muchos matices y sin olvidar que muchas estructuras permanecieron intactas (el campesinado, por ejemplo) y otras fueron modificándose de manera progresiva, no excepcionalmente revolucionaria. Esto no quita el mérito en la gestión de su gobierno, pero tampoco define su reinado como un tiempo excepcionalmente glorioso.