Javier Sáez de Ibarra
Fantasía lumpen
Javier Sáez de Ibarra, Fantasía lumpen
Primera edición digital: marzo de 2017
ISBN epub: 978-84-8393-601-6
IBIC: FYB
Colección Voces / Literatura 239
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© Javier Sáez de Ibarra, 2017
© De la ilustración de cubierta: Jorge Cano, 2017
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2017
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Ya no hay clases sociales (adagio común).
Nadie pertenece al proletariado.
I
Fantasías
Lo que sale en la tele
Estoy viendo la tele y alucino; llamo a Tomi y no me hace caso, lo vuelvo a llamar más fuerte. ¡Tooooooo-
ooooooomiiiiiiiiiii! Nada, debe de estar en el baño echando la pota.
Aparecen los presidentes y toda esa morralla saludándome con la mano, Javi, Javi. Y yo ¿es a mí, es a mí? Ellos sí, sí, hola Javi, moviendo la mano como hace esa gente en plan acelga así tras-tras que no espantan ni una mosca los hijoputas. A mí que me entra la risa floja y ¡Toooooooomi ven, Tomi! Y me siguen saludando todos, los veintidós creo que son. Los miro a ver si es una broma; pues no, están todos colocados en dos filas, los de delante los que más importan y detrás los que menos. Y les digo esperáis un momento que llamo a mi colega. Me levanto a buscar a Tomi. ¡Toooooomi! Y me quedo en la puerta del salón; no quiero salir porque todavía lo estoy flipando.
Dejo de llamarlo, vuelvo a la tele y siguen ahí. Les miro los caretos, sí, reconozco al nuestro y a alguno más de los que se ven siempre, con sus mujeres o sus ligues que molan mucho, en los partidos de su selección dando brincos como niños, y en una conferencia que hablaban por turnos con flores y el desayuno ese que les sacan. Joer. Ellos saludando todavía. No se cansan; y oigo que me dicen: Javi, Javi, hola. Se mezclan las voces de hombres y dos o tres tías. Yo les saludo igual porque se me contagia, así en plan blando con la mano tonta. Tommmi. Les miro las banderas para comprobar si son ellos, y sí, los colorines, las estrellas, las franjas, las cruces tan bonitas, todo, todo auténtico. ¿Estás bien?, me pregunta uno, aunque debe de ser de otro país habla perfectamente mi idioma, yo le entiendo. Jodido, le digo. Y miro hacia atrás con algo de vergüenza porque hemos dejado el sofá y el suelo hechos un asco con las botellas, los botes, la comida que sobraba en los cuencos y cáscaras por encima. Ellos con sus sonrisas todo el rato en la cara. Y eso jode un poco la verdad, eso molesta. Parecen educados, además simpáticos. Me dan confianza, así que les digo jodido, peor, tíos, me estoy matando la vida, yo por lo menos tengo un curro, Tomi no. Es que no ha tenido suerte, digo, pero bueno, se merecería uno, ¿no? La gente merecemos el derecho a la vida, pienso yo. Ellos con su mano de acelga su sonrisa tonta sus trajes azules iguales, y ellas con su chaqueta su falda calcadas. Me sonríen como si les dijera que está lloviendo en el barrio. Bueno Javi, no pierdas la confianza, me contesta uno alto que no sé quién es porque no le conozco la cara. Confianza en tu puta madre, le digo pero ellos lo mismo, no se inmuta ninguno, cuando se cansan de tener el brazo levantado lo bajan aunque siguen sonriendo. Y siempre hay el que saluda como si lo tuvieran ensayado en el grupo. ¡Tomi!, vuelvo a llamarlo, ¡Toooooooooooooooomiiiiiiiiiiii! Ya voy, me responde. ¡Date prisa! Uno, el pez más gordo creo me avisa oye Javi, que nos tenemos que marchar, que empieza la conferencia y tal. Y yo, ¡Tooooooooooomiiiiiii, corre, que se van! Y les digo esperad tíos, un momentillo que quiero que saludéis a mi colega. ¡¡¡Tomi!!!
Salgo del salón. Y viene Tomi más pálido que una sábana. Le pregunto si ha vomitado, me enseña los dientes, está roto de tanto beber. ¿Qué pasa?, me dice casi sin voz de vivo. Te lo estás perdiendo, han salido los de la tele, han hablado conmigo. ¿A ver? Dice él, pasa por delante de mí, corre, entra en el salón y mira la tele. Pero ya están los anuncios. Te lo has inventado, Javi, eres un colgado. Que no, le digo, estaban ahí. Bah. La culpa es tuya por tardar tanto, tienes que venir cuando te llame, la próxima vez que te llame, ven corriendo. Vale, me contesta, pasando de mí. Se deja caer en el sofá a plomo y rebota, reclina el cuerpo despacio, y se lleva las manos a la cabeza para taparse los ojos y no ver nada. Yo luego miro la tele, sí, siguen los anuncios. Y pienso qué pena. ¿Estás bien? No me contesta. Sin sacar la cara dice: ¿qué te han dicho? ¿Qué? Que qué te han dicho esos pavos, pregunta. Nada. ¿Nada? Nada. Me han saludado solo.
Pues bueno, dice. Nos callamos. ¿Sabes si quedan cervezas por ahí?
Pedir de verdad
Me pongo delante de él y le pido el sueldo mínimo interprofesional. Él, lógicamente, me lo niega.
Le he traído unas multiplicaciones y unas divisiones, él las rehúsa. Menciono a mi mujer desempleada, a mi hija con trastorno de conducta, al otro con déficit de atención: mira para otro lado. Le hablo de una hipote... ordena que me marche y vuelva al trabajo.
Estoy de pie, con las bolsas bajo los ojos colgando como las de un canguro por nueve horas ante el ordenador, adopto la forma de un bastón y me froto la curva ya como si tal cosa. Sé que respiro en su presencia porque no he fallecido. Conque siento el arrojo y me siento.
(Debo consignar aquí, para que se me entienda mejor, el resultado de las otras trece veces que he formulado esta misma petición u otras porcentualmente similares: no, de ninguna manera, imposible, en absoluto, qué va, otra vez no, tampoco, nanay, usted quién se cree, no somos las hermanitas de la caridad, ¡quia!, para nada, jamás).
Él ni se ha dado cuenta, absorto en sus dedicaciones.
Entonces le digo, a cambio, yo podría hacer turnos de dieciséis horas, o más, le digo, si me dejan dormir en la oficina. Levanta los ojos y me observa. De lunes a viernes, le digo. O que aprovecharía la mañanita de los sábados… Para ese momento una fila de dientes asoma en su boca.
Yo tengo las manos apoyadas en el canto de su mesa, mis dedos forman unos puentecitos graciosos.
Veo en sus pupilas un brillo feroz; al acompañarse de la abertura de su boca, salta mi alarma. Sé que contempla mi mano izquierda como un apetitoso bocado. Eh, eh, le digo, si quiere comérsela antes deme el contrato nuevo: que lo firme. Sin dejar de mirarla, con una sola mano abre el cajón de su escritorio, saca un impreso, lo coloca en la mesa, me tiende una pluma.
Instintivamente observo mi propia mano, nunca me ha parecido gran cosa… Tomo la pluma y antes de firmar pregunto: ¿aquí mismo? ¿Para qué vamos a esperar?, me responde. No puedo evitar el sentir cierta aprensión. Y eso que mancos conozco un puñado. Una lágrima me recorre la columna. A mí me gustaba el baloncesto y alzar a mis hijos, lanzarlos sobre sus camas. Ahora sus dos manotas se tienden hacia la que ha escogido. Trago saliva cuando es él quien va a comer hoy.
No sé, digo de pronto. Aún no he firmado, él comprende.
–¡Joder! –grita–. Y se echa para atrás en su butaca ergonómica.
Yo me he levantado a toda prisa y camino de espaldas, hacia la puerta.
–¡Joder, joder! –repite sin rebozo.
Disculpe, susurro, a la vez que abro y me estoy yendo. Todavía le escucho al pobre:
–La semana pasada, ¡lo mismo!
Algo que puede pasarte, por ejemplo, una noche
La tentación de no ir al trabajo es, sin duda, una de las más fuertes que puede experimentar una mujer, un hombre (una mujer-un hombre que tengan trabajo).
Si tu turno es nocturno, y por consiguiente has de cambiarle la guardia a otro que a esas alturas está reventado, entonces la tentación se convierte en algo más sucio. Puede que te llame, o que al día siguiente empiece con palabras, siga con empujones y termine estampándote un puño en la cara.
La mejor opción es convidar a tu novia a pasar la noche en el puesto. Noche, novia, soledad son tres términos que se amigan bien. Falta una botella y has ganado el póquer.
Así lo hicimos.
Me aseguré de que todas y cada una de las puertas estaban cerradas, me di paseo y medio, escruté las pantallitas y miré hacia afuera, por las ventanas. Presidía una noche cálida, el mundo exterior no iba a reventarla, como ordenada para una tregua. Da gusto el trabajo cuando no hay nada que hacer. Volví y mi novia ya llevaba cuatro dedos bebidos. Lo sé porque solo me sonríe así entonces. Había que hacerlo rápido, si no se impacienta. Lo que me molesta porque a mí me gustan las cosas más bien tranquilas, y necesito el protocolo de beber yo también algo.
–No seas pelma –le dije–, mira lo que te has tomado tú sola.
¡Como para hacerle sentir culpa! Se rio en mis narices. Me serví un trago, esquivando sus manos. Me lo quería quitar, apuraba su vaso, se había bajado el tirante de un hombro, le dio tiempo a pasarme la mano por el muslo. No entiendo, las mujeres pueden hacer varias cosas a la vez, o es que son ubicuas. Para colmo, acabé de beber un sorbo, uno tan solo, más o menos, y ya se había ido.
–Yujuuuuuuuuuuuu.
Su voz había sonado por todos los rincones. Miré de inmediato las pantallas, pero no salía. Me palpé la pistola, ocupaba su sitio. Mientras no pierda el arma, mantengo el trabajo, me dije. Tampoco sé por qué.
–Aníííííííííííííbal.
No me llamo Aníbal, era un juego suyo.
–¡Sara! –grité, su verdadero nombre.
–Aníííííííííííííbal.
–La que te parió.
Me serví otro trago, me lo tomé de un golpe, bueno, de tres sorbos; me coloqué la gorra, me aseguré el cinto y corroboré que no la delataban las pantallas; me aclaré la voz y me dije allá voy, soy un hombre tranquilo, por eso estoy aquí.
Mis pasos de bota resonaban por las salas en silencio, con ecos de empleados que estaban descansando. Me gusta caminar de noche por ellas, igual que un rey en sus dominios. Durante un rato lo hice, olvidado de Sara. Pensando solo en mí mismo, y en esta imaginación errabunda. Sara es un ladrón que se ha colado en mi recinto; el sabueso más listo irá a ponerle una balita en la frente.
–Yujuuuuuuuuuuuu… Aníííííííííííííbal.
Ahí estaba de nuevo. Su voz sonaba lejana, mi presa inalcanzable. Cítame, cítame otra vez si quieres.
Ahora se había callado, parecía que entendiese. No me gusta que los conejos no den señales. No me gusta esa ventaja.
–¡Sara! –le grité–. ¡Sara!
Avanzaba por las salas, ya dije, después por un patio.
–¡Sa-raaaaaaaaaaaa!
Ni el viento.
Vi luz en el tercero. ¿Cómo ha podido subir tan aprisa? Luego en el cuarto. Iba encendiendo todas las luces por donde pasaba. Corrí hacia la puerta. Antes de dos minutos habría puesto el edificio entero ardiendo de fluorescencias blancas. Un árbol de navidad a destiempo.
–¡Aníbal! –me pareció escuchar.
Yo le meto un tiro en la cabeza.
Llamé al ascensor, alguien se había dejado la puerta atrancada. Me lancé a las escaleras. Subí, con la cacharrería, torpe y duro; en cada piso las luces, los pasillos vacíos, su huella vertiginosa. La borracha de las prisas. Y mi maldito seudónimo horadándome las sienes que oía o fantaseaba. ¿Habré yo bebido también más de la cuenta?
–Aníííííííííííííbal.
Era un eco de un eco, del eco de una voz fallecida.
–¡Sara! –grité–. ¡Sara! ¡Sara! ¡Por dios!
Corrí, trepé, subí, alcancé el último piso. Las mismas luces de todos y nadie por allí. Desde una especie de balcón observé las instalaciones. Un aire nuevo se desplazaba de este a oeste y otro desocupaba la noche de la ciudad. Mañana haría buen tiempo, veinte grados lo menos.
Abajo, la sombra de Sara avanzaba hacia la cabina. Viví en un mundo invertido de luces y sombras. Nos hubieran dado la vuelta como a un reloj de arena, y ahora a mí, que había subido, me tocaba caer.
Bajé a la carrera, arreglé el ascensor. Abrí la puerta, atravesé el mismo patio. Una figura oscura se enmarcaba a la luz de la cabina por su ventana derecha. La barrera seguía bajada y las farolas con su pobreza amarilla a unos pocos metros tiznaban el parterre. Llegué hasta la entrada de la cabina.
Sara bebía un sorbo con su habitual delicadeza. Casi inocente. Si hubiera sacado mi cañón, habría resultado un crimen. Me quedé quieto, resoplando, sudando, procurando que mi corazón dejase de latir a ese ritmo, que mis ideas adoptaran un orden. Que mi amor refluyese.
Ella me sirvió un vaso y me lo tendió. Su sonrisa enigmática era todo lo que podía ofrecerme en aquel momento. Yo lo comprendí de ese modo.
La imaginé frotándose contra mí. Follando locos los dos en ese mismo espacio. Frotándose como si ralláramos pan. Y después yo tras ella, batiéndome el cobre. Después así, después de la otra manera. Ella llamándome Aníbal, yo diciéndole Sara, Sarita. Las manos apoyadas en la pared o en el vidrio, los jadeos empañando el cristal, mi cuerpo chorreando, ella empapada. Las esposas por el suelo, la pistola quieta, la porra, la gorra, el traje, su vestido, todo repartido para el que llegue.
–¿Qué te pasa?
Me sacó de mi ensoñación. Bebí un trago.
–Nada.
–Este trabajo no está mal –ponderó–. Tienes tiempo para leer, para meditar, si quisieras.
Había un deje de desdén, no creo que por mí, acaso por sus propios juicios invalidados.
–Es muy solitario –continuaba con su repaso.
–¡Mm!
–Quizá lo peor sean las fantasmagorías. ¿No?
Yo no entendía ya nada.
–Puedo irme en cualquier momento, ¡desaparecer! –afirmó–. Y tú creerás que me has soñado. ¿No es ese el destino último de todo trabajo que realizan los hombres?
–¡Pero qué estás diciendo! –me enfadé.
Y ella me hacía gestos burlona, como si efectivamente fuese un trasgo. Se me despertaron deseos sexuales de nuevo. La miré con vicio. Ella no parecía muy proclive, la borrachera ¿la había transformado, realmente?
En cuanto a mí, enseguida perdí toda la energía. Tanta carrera desperdiciada. Tenía solo un vaso con un dedo de algo. Y enfrente mi fantasma favorito hablando de cosas raras.
El escritor
En aquella época yo quise ser escritor. Andaba leyendo a todas horas; supe quién era Celan, incluso leí un ensayo sobre él. Incluso leí poemas suyos. Me gustaban las bibliotecas. Pasaba ratos metido en ellas. Y todo lo que me ocurría podía convertirse en parte de un texto. En cierta medida, no me preocupaba mucho lo que me sucediese, porque desde esa perspectiva la suerte no tiene importancia. La posibilidad de que acabase transformada en un libro daba cierta luminosidad y amplitud a mi vida. (No creo que quien no haya amado escribir pueda entenderlo bien). Y en ese espacio de la creación hasta las peores noticias, no sé, el abandono de un amor, un accidente laboral o una muerte, podían tener sentido.
Todo esto fue en aquella época. Pero las épocas cambian.
Mónica estaba ya harta de todo y dijo por qué no nos vamos al extranjero. No. Por qué, muchos están saliendo ya, aquí solo se van a quedar las ratas. Mónica tenía mucha gracia. Pues no. Estoy harta, oyes. Eso yo ya lo sabía. Incluso lo había escrito, me jacté para mí mismo.
Días o semanas más tarde... no sé y no tiene la menor importancia, pues el texto literario no caduca sino que se prolonga, y en su prolongación le acontecen leves, aunque imparables, metamorfosis, que tienen su valor. No voy a extenderme en esto… Un tiempo después, Mónica volvió a la carga. Con que nos fuéramos. Y yo que no me iba.
–Allí podrás escribir –argumentó.
Me reí en su cara. Repitió la razón.
–Allí no voy a hacer nada –repuse, tomándomelo en serio.
–¿Por qué?
–No puedo escribir de una realidad que no conozco.
–Si vamos –argüía ella–, será precisamente para conocer algo nuevo.
–No me refiero al conocer de las guías de viaje. Conocer para un escritor es muy diferente.
–No digas gilipolleces.
El lenguaje es la temperatura. Mónica no daba más de sí, evidentemente.
Pasó otro tramo. Yo me afanaba por darle algo, para que viera que con mi vocación no jugaba. Estaba ocupado con unos relatos en los que extender retazos de mi vida de entonces. Me resultaban cómicos. Ella salía con nombre cambiado, más amable, más irónica conmigo. Manteníamos discusiones, sobre todo los domingos a la hora, larga, del desayuno, en que surgían intercambios chispeantes. Al menos, así lo pretendía yo (otro debería juzgarlo).
En uno, a mi queja de que no podría escribir sobre lo que no conocía, ella responde:
–No necesitas conocer nada, ¿o para qué vale la imaginación?
Reprimí una grosería y no la escribí porque no quería darle al cuento un tono desagradable. Yo replico:
–Mi imaginación se activa a partir de datos originales de la realidad –la frase era dura, pero creía que le iba bien algo pedante.
Entonces ella propone:
–Escribe un cuento surrealista.
Y yo:
–Eso es demasiado fácil.
Pero tengo amigos surrealistas y sé que se molestarán conmigo, así que he dejado el cuento ahí.
Estuve pensando en Celan durante unos días. Había creado un lenguaje exclusivo que no pudiera manipularse, aunque no se comprendiera. La opción me pareció lúcida. El capitalismo ya se había merendado el rock, el pop, el punk, lo no figurativo y hasta la mierda de artista. Y la poesía hacía milenios que servía para confeccionar ribetes a las leyes y sus conferenciantes. A Celan lo habían dejado en paz. Qué se puede construir o vender con hebras de sol. Hay que joderse. Un parque temático dedicado a Bukowski era posible. Tal vez financiado por una marca de cerveza.
Si yo pudiera escribir así… tampoco me leería nadie.
Mónica se hizo mujer un día y me puso el ultimátum. En aquella época yo quise ser escritor, aunque también quería a Mónica. ¿Y a dónde te apetece ir?, le pregunté con desgana.
–¡¿A dónde?!
Aterrizó el avión y un mundo quedó más atrás. Me sentí un inmigrante. La violencia del golpe fue tal que me sacó tres o cuatro cuentos por knock out allí mismo. ¡Joder!, razoné. Ella me sonrió, me apretó la mano libre; estaba leyendo en mi inspiración.
Bohumil, como antes Knut y tantos otros desempeñaron muchos trabajos. Fueron su escuela de vida, la raíz de su literatura. Embrutecerse desde la mañana, destilar a la noche la miel de ese barro…
Solo que Knut perdió el apetito. Y Bohumil acabó de aviador en un sanatorio y hubieron de recoger sus huesos del pavimento.
A mí las ganas de mi vocación se me fueron volando de otra manera.
Mónica se fue, y este cuento se acabó.
El patrón del deseo
Lo llamó su madre corriendo. Que fuera a ver a su hermano, que estaba fatal, acababa de colgarle el teléfono, que se temía lo peor, ay Dios mío, que tu hermano hace una barbaridad, vete ahora mismo, ay Señor, por lo que más quieras, vete. ¿Lo llamo yo? No, no, que no quiere hablar con nadie, vete a su casa, no a su casa no, a la oficina, me ha dicho que está en la oficina, ay, si a lo mejor ya es tarde.
Su perro dio un saltito y le apoyó las patas. El chucho pensaría que lo sacaba de paseo. Ahora no, le sujetó la cabeza y lo obligó a retroceder.
Nada se iguala a la premonición de una madre. Cuando llegó al edificio de las oficinas no había un alma. Cuando abrió la puerta del despacho de su hermano, no oyó un ruido. Al entrar vio los pies en el aire bailando, el cuerpo, la soga, la cabeza, la lámpara medio cedida, una lengua, el rostro morado. La operación fue rápida, no sencilla. Lo levantó en brazos, con una mano trató de aflojarle el nudo (mal hecho, su hermano en manualidades fue siempre un chapuzas), le pidió que lo ayudara...
Al cabo de un buen rato, el aprendiz de suicida lloraba contra el mundo, él incluido, todavía con torpeza, sin palabras inspiradas, ridículo, extravagante.
Cuando parecía que había terminado, el guardián de su hermano le pidió que llamase a su madre, estaba angustiada. Y fue a servirse un vaso de agua de un botellón medio vacío puesto al revés.
Ni caso. Tú no lo comprendes; no me suicido por desesperación, es que estoy completamente arruinado. Aunque me hayas salvado esta vez, mi suerte es la misma, volveré a intentarlo. El otro se bebía el agua a sorbos, como un licor; se había sentado y vuelto a levantar, deambulaba mirando los objetos de oficina, los papeles, el bote de los bolígrafos, el fichero, la pantalla del ordenador, oscura. Me mataron las deudas, ni un pedido desde hace tres meses. Esa es la bandeja donde van, vacía. Tocó el ratón y se hizo la luz. ¿Me estás escuchando?... Sí. Se sentó a la mesa y se quedó atento. No tengo nada, ¿me entiendes?, lo que más me duele es que les he fallado a ellos también. Su hermano le dijo:
–Acaba de entrar un mensaje.
–Mis empleados están todos en la ruina conmigo, se quedan aquí a cambio de nada, han trabajado todo este tiempo sin cobrar un euro.
–El mensaje es un pedido de ciento cincuenta mil unidades. ¿Tú que es lo que producías?
–¡¿Ciento cincuenta mil?! ¡¿Quieres decir un pedido de 150 000?!
Parece mentira lo que cambia un número la vida de una persona.
Todos lo supieron: que había intentado quitarse la vida (qué acto más noble), que la madre lo intuyó (qué amor incomparable), que el hermano apareció de la nada y, al sentarse, plaf, un pedido que no solo salvaba la empresa, la aseguraba, cimentaba su futuro, podía hasta sacarse en bolsa o venderse a los alemanes.
El hermano rescatado convocó una celebración familiar; exigió a su mujer que encargase el mejor catering, un chófer fue a buscar a la madre, su único hermano recibiría un tratamiento especial, los sobrinos se abstendrían de molestarlo, y hasta su animal de compañía disfrutaría de un plato con su buen solomillo. Todo fue satisfacción y, al final del banquete, en el rato de los cigarros y las copas se habló de un amigo que atravesaba dificultades por un préstamo.
–Lo mismo te presentas allí y se lo resuelves.
–Si yo no sé de números.
–No estoy hablando de saber; hablo de la suerte. Ese mensaje era imposible, el suministrador de esa empresa es el más poderoso en el sector, y justo cuando estás tú sentado en mi sitio, resulta que han prescindido de él ¿y me eligen a mí de proveedor? ¡Ha sido un milagro!
Y la madre lo miraba asintiendo, orgullosa.
–Hermanito, tú tienes un poder.
El hermano insistía. El otro no sabía librarse. Por fin dijo:
–¿Y en dónde está el amigo ese tuyo?
–Ah, no vive aquí, pero es cerca, poco más de cien kilómetros.
–¿Y tengo que ir? ¿Y qué hago con el perro?
–Ya sabes que yo no puedo, mi mujer no aguanta los animales. ¿Y si lo encierras en tu piso?, son unas horas.
Por increíble que parezca, estaba el arreglatodo jugueteando con una chequera cuando se recibió la llamada: el gerente del banco en persona, se le había concedido el crédito, que se pasara a firmar cuando le viniera bien.
No quiso cobrar nada. Ni diez minutos llevaba en la oficina. Se iba, tenía un perrito esperándolo. Pues una gratificación ¿no? Que no. Oye, aguarda un momento, que llamo ahora mismo a tu hermano, por lo menos una comida. Tuvo que quedarse.
Se volvió esa tarde, cuando ya oscurecía, en tren. Contemplando por la ventanilla ligeros paisajes.
Según descendía al andén, le sonó el móvil. Atendió mientras caminaba hacia la salida. Alguien, amigo de un amigo de su hermano, acababa de ser despedido por una operación mercantil fallida, en realidad no por culpa suya, bla bla bla… por favor que si podía hacer algo.
–¿Quién le ha dado a usted mi número?
–Ya le digo soy amigo de este amigo que usted ha ayudado… ¿Cuándo podríamos vernos?, le envío un taxi a su casa.
El perro saltó como una novia sobre él, se lo comía a lengüetazos, tenía hambre, y cariño.
–¿Qué tal lo has pasado? ¿Qué tal lo has pasado?