Escapar para vivir
El viaje de una joven norcoreana hacia la libertad
Traducción de Aida Candelario
Título original: In Order to Live. A North Korean Girl’s Journey to Freedom, originalmente publicado en inglés, en 2015, por Penguin Books Ltd, Londres
Primera edición en esta colección: enero de 2017
Copyright © Yeonmi Park, 2015
© de la traducción, Aida Candelario, 2017
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2017
Plataforma Editorial
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ISBN: 978-84-16820-74-0
Diseño de cubierta: Darren Haggar
Fotografía de portada: Beowulf Sheehan
Ilustración del mapa: John Gilkes
Adaptación de portada: Ariadna Oliver
Realización de cubierta: Grafime y Ariadna Oliver
Composición: Grafime
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Para mi familia y para cualquiera,
en cualquier parte, que luche por la libertad
«Nos contamos historias para sobrevivir.»
JOAN DIDION
Durante la fría y negra noche del 31 de marzo de 2007, mi madre y yo descendimos con dificultad por la abrupta y rocosa orilla del congelado río Yalu, que separa Corea del Norte de China. Había patrullas por encima y por debajo de nosotras, y los soldados apostados en los puestos fronterizos que teníamos a cien metros a cada lado estaban preparados para disparar a cualquiera que intentara cruzar la frontera. No teníamos ni la menor idea de lo que ocurriría a continuación, pero estábamos desesperadas por llegar a China, donde podría aguardarnos una posibilidad de sobrevivir.
Yo tenía trece años y pesaba menos de treinta kilos. Apenas una semana antes, había estado hospitalizada en Hyesan, mi ciudad natal, situada junto a la frontera china, debido a una grave infección intestinal que los médicos habían diagnosticado erróneamente como apendicitis. La incisión todavía me provocaba un dolor atroz y estaba tan débil que apenas lograba caminar.
El joven traficante norcoreano que nos guiaba para cruzar la frontera insistió en que teníamos que hacerlo esa noche. Les había pagado a algunos guardias para que hicieran la vista gorda, pero no podía sobornar a todos los soldados de la zona, así que debíamos ser sumamente prudentes. Lo seguí, apresurada, en medio de la oscuridad, pero me movía con tanta vacilación que tuve que deslizarme por la ribera sobre el trasero, provocando pequeñas avalanchas de piedras que retumbaban por delante de mí. El guía se volvió y me susurró furioso que dejara de hacer tanto ruido. Pero ya era demasiado tarde. Pudimos ver la silueta de un soldado norcoreano subiendo por el lecho del río. Si se trataba de uno de los guardias fronterizos sobornados, no pareció reconocernos.
—¡Atrás! —gritó el soldado—. ¡Fuera de aquí!
Nuestro guía descendió a toda prisa para reunirse con él y pudimos oírles hablar en voz baja. El guía regresó solo.
—Vamos —nos dijo—. ¡Rápido!
Estábamos a principios de primavera y el tiempo se iba volviendo más cálido, derritiendo zonas del río congelado. El lugar por el que cruzamos era empinado y estrecho y quedaba resguardado del sol durante el día, de modo que seguía siendo lo bastante sólido como para sostener nuestro peso… o eso esperábamos. Nuestro guía llamó por el móvil a alguien del otro lado, el lado chino, y luego nos susurró:
—¡Corred!
El guía echó a correr, pero mis pies se negaron a moverse y me aferré a mi madre. Tenía tanto miedo que me había quedado completamente paralizada. El guía regresó corriendo, me agarró las manos y me arrastró por el hielo. Cuando llegamos a tierra firme, empezamos a correr y no nos detuvimos hasta perder de vista a los guardias fronterizos.
El margen del río estaba a oscuras, pero las luces de Chaingbai, en China, relucían justo por delante de nosotros. Me volví para echar un vistazo al lugar en el que nací. La red de suministro eléctrico estaba desconectada, como de costumbre, y lo único que pude ver fue un negro horizonte inerte. Sentí que el corazón estaba a punto de salírseme del pecho cuando llegamos a una pequeña choza que se alzaba al borde de unos campos llanos y vacíos.
Cuando hui de Corea del Norte no soñaba con la libertad. Ni siquiera sabía qué significaba ser libre. Lo único que sabía era que, si mi familia permanecía allí, probablemente moriríamos: a causa del hambre, las enfermedades o las condiciones inhumanas de un campo de trabajo para prisioneros. El hambre se había vuelto insoportable; estaba dispuesta a arriesgar mi vida a cambio de la promesa de un cuenco de arroz.
Pero había más en juego en este viaje que nuestra propia supervivencia. Mi madre y yo estábamos buscando a mi hermana mayor, Eunmi, que había partido hacia China unos días antes, y no habíamos vuelto a tener noticias de ella. Confiábamos en que estuviera allí esperándonos cuando cruzáramos el río. En cambio, la única persona que nos recibió fue un chino calvo de mediana edad y etnia norcoreana, como muchas de las personas que vivían en esa zona fronteriza. El hombre le dijo algo a mi madre y luego la condujo alrededor del lateral de la construcción. Desde donde yo aguardaba, pude oír las súplicas de mi madre:
—¡Aniyo! ¡Aniyo! —«¡No! ¡No!»
Supe entonces que algo iba terriblemente mal. Habíamos llegado a un lugar funesto, puede que incluso peor que aquel que habíamos dejado atrás.
Estoy enormemente agradecida por dos cosas: haber nacido en Corea del Norte, y haber escapado de Corea del Norte. Ambos sucesos me forjaron y no los cambiaría por una vida tranquila y corriente. Pero la historia de cómo me convertí en la persona que soy hoy es más compleja.
Al igual que otras decenas de miles de norcoreanos, hui de mi patria y me establecí en Corea del Sur, donde todavía se nos considera ciudadanos, como si una frontera cerrada a cal y canto y casi setenta años de conflicto y tensión nunca nos hubieran dividido. Norcoreanos y surcoreanos compartimos los mismos orígenes étnicos y hablamos el mismo idioma… salvo porque en Corea del Norte no existen palabras para cosas como «centros comerciales», «libertad» o incluso «amor», al menos como lo conoce el resto del mundo. El único «amor» real que podemos expresar es veneración a los Kim, una dinastía de dictadores que ha gobernado Corea del Norte durante tres generaciones. El régimen bloquea toda la información procedente del exterior, todos los vídeos y películas, e intercepta las señales de radio. No existen la World Wide Web ni Wikipedia. Los únicos libros disponibles están llenos de propaganda que nos dice que vivimos en el mejor país del mundo, a pesar de que al menos la mitad de los norcoreanos viven en la más extrema pobreza y muchos sufren malnutrición crónica. Mi antiguo país ni siquiera se denomina a sí mismo Corea del Norte: afirma ser Chosun, la verdadera Corea, un perfecto paraíso socialista donde veinticinco millones de personas viven únicamente para servir al Líder Supremo, Kim Jong-un. Muchos de los que hemos huido nos denominamos «desertores», porque, al negarnos a aceptar nuestro destino y morir por el Líder, hemos desertado de nuestro deber. El régimen nos llama traidores. Si intentara regresar, me ejecutarían.
El bloqueo de información funciona en ambos sentidos: el gobierno no solo intenta evitar que la población entre en contacto con cualquier medio de comunicación extranjero, sino que también impide que la verdad sobre Corea del Norte se sepa en el exterior. Al régimen se lo conoce como el «Reino Ermitaño», porque trata de volverse incognoscible. Solo aquellos que hemos escapado podemos describir lo que sucede en realidad tras las fronteras selladas. Sin embargo, hasta hace poco, apenas se prestaba oídos a nuestras historias.
Llegué a Corea del Sur en la primavera de 2009, con quince años, sin dinero y el equivalente a dos años de educación primaria. Cinco años después, estudiaba el segundo curso de Administración Policial en una universidad de prestigio de Seúl y era cada vez más consciente de la imperiosa necesidad de justicia en el país en el que nací.
He contado la historia de mi huida de Corea del Norte muchas veces, en muchos foros. He descrito cómo los traficantes de personas nos engañaron a mi madre y a mí para que los siguiéramos hasta China, donde mi madre me protegió y se sacrificó permitiendo que la violara el intermediario, que se había fijado en mí. Una vez en China, continuamos buscando a mi hermana, sin éxito. Mi padre cruzó la frontera para unirse a nuestra búsqueda, pero falleció a causa de un cáncer sin tratar pocos meses después. En 2009, a mi madre y a mí nos rescataron unos misioneros cristianos que nos condujeron a la frontera entre Mongolia y China. Desde allí, caminamos por el gélido desierto de Gobi una interminable noche de invierno, siguiendo las estrellas hacia la libertad.
Todo esto es cierto, pero no es toda la historia.
Hasta ahora, mi madre era la única que conocía lo que ocurrió en realidad durante los dos años que transcurrieron entre la noche que cruzamos el río Yalu para entrar en China y el día que llegamos a Corea del Sur para comenzar una nueva vida. No les conté casi nada de mi historia a los otros desertores y defensores de los derechos humanos que conocí en Corea del Sur. En cierto sentido, creía que, si me negaba a admitir el atroz pasado, este se desvanecería. Me convencí de que gran parte de aquello nunca ocurrió; me enseñé a olvidar el resto.
Sin embargo, cuando comencé a escribir este libro, comprendí que, sin toda la verdad, mi vida carecería de poder, de significado real. Con la ayuda de mi madre, los recuerdos de nuestras vidas en Corea del Norte y China me volvieron como si fueran escenas de una pesadilla olvidada. Algunas imágenes reaparecieron con una claridad espantosa; otras parecían borrosas o desordenadas, como una baraja desperdigada por el suelo. El proceso de escribir ha consistido en el proceso de recordar, y de tratar de encontrar sentido a esos recuerdos.
Junto con escribir, leer también me ha ayudado a ordenar mi mundo. En cuanto llegué a Corea del Sur y pude hacerme con traducciones de las grandes obras de la literatura universal, empecé a devorarlas. Más tarde pude leerlas en inglés. Y, cuando comencé a escribir mi propio libro, me topé con una famosa frase de Joan Didion: «Nos contamos historias para sobrevivir». Aunque la escritora y yo provenimos de culturas muy diferentes, siento que la veracidad de esas palabras resuena en mi interior. Entiendo que a veces la única forma de sobrellevar nuestros propios recuerdos es transformarlos en una historia que dé sentido a acontecimientos que parecen inexplicables.
A lo largo de mi viaje he visto los horrores que los seres humanos pueden infligirse unos a otros, pero también he presenciado actos de ternura, amabilidad y sacrificio en medio de las peores circunstancias imaginables. Sé que es posible perder parte de tu humanidad para seguir con vida. Pero también sé que la chispa de la dignidad humana nunca se apaga por completo y que, si se le proporciona el oxígeno de la libertad y el empuje del amor, puede avivarse de nuevo.
Esta es la historia de las elecciones que tomé para sobrevivir.
El río Yalu serpentea como la cola de un dragón entre China y Corea del Norte de camino al mar Amarillo. En Hyesan, se adentra en un valle situado en las montañas Paektu, donde la ciudad de 200.000 habitantes se extiende entre las onduladas colinas y una altiplanicie cubierta de campos, arboledas y tumbas. El río, que por lo general es manso y poco profundo, se congela hasta solidificarse durante el invierno, que dura la mayor parte del año. Esta es la región más fría de Corea del Norte, con temperaturas que a veces se desploman hasta los –40 °C. Solo sobreviven los más fuertes.
Para mí, Hyesan era mi hogar.
Justo al otro lado del río se encuentra la ciudad china de Changbai, que cuenta con una gran población de etnia coreana. Las familias de ambos lados de la frontera han estado comerciando entre ellas durante generaciones. De niña, a menudo permanecía en la oscuridad observando las luces de Changbai al otro lado del río, preguntándome qué ocurría más allá de los límites de mi ciudad. Resultaba emocionante contemplar cómo los coloridos fuegos artificiales estallaban en el aterciopelado cielo negro durante las fiestas y el Año Nuevo chino. Nosotros nunca teníamos ese tipo de cosas en nuestro lado de la frontera. A veces, cuando bajaba al río a llenar los cubos de agua y el húmedo viento soplaba en la dirección precisa, hasta podía oler la deliciosa comida, los fideos aceitosos y las empanadillas que elaboraban en las cocinas de la otra orilla. El mismo viento transportaba las voces de los niños chinos que jugaban en la ribera opuesta.
—¡Eh, oye! ¿Ahí pasas hambre? —gritaban los niños en coreano.
—¡No! ¡Cerrad el pico, chinos gordos! —les respondía yo, también a voz en grito.
No era cierto. En realidad, tenía mucha hambre, pero hablar de ello no servía de nada.
Llegué a este mundo demasiado pronto.
Mi madre se puso de parto con apenas siete meses de embarazo y, cuando nací, el 4 de octubre de 1993, pesé menos de un kilo y medio. El médico del hospital de Hyesan le dijo a mi madre que era tan pequeña que no podían hacer nada por mí.
—Puede que viva o puede que muera —sentenció—. No estamos seguros.
Dependió de mí seguir viviendo.
Por muchas mantas con las que me envolviera mi madre, no conseguía mantenerme caliente. Así que calentó una piedra y la colocó en la manta conmigo, y así sobreviví. Unos días después, mis padres me llevaron a casa y aguardaron.
Mi hermana, Eunmi, había nacido dos años antes y esta vez mi padre, Park Jin Sik, esperaba tener un hijo. En la patriarcal Corea del Norte, la línea masculina era la que importaba de verdad. No obstante, mi padre superó enseguida la decepción. La mayoría de las veces, la madre es la que establece el vínculo más fuerte con el bebé; pero era mi padre quien conseguía calmarme cuando lloraba. Eran sus brazos los que me hacían sentir protegida y querida. Tanto mi madre como mi padre me alentaron, desde el principio, a sentirme orgullosa de quién soy.
Cuando yo era pequeña, vivíamos en una casa de una sola planta encaramada en la cima de una colina, por encima de las vías del ferrocarril, que se curvaban como una espina dorsal oxidada por la ciudad.
Nuestra casa era pequeña y estaba llena de corrientes de aire y, como compartíamos una pared con el vecino, siempre oíamos lo que ocurría en la casa de al lado. También podíamos oír a los ratones chillando y correteando en el techo por la noche. Pero para mí era el paraíso, porque vivíamos allí juntos, en familia.
Mis primeros recuerdos son de oscuridad y frío. Durante los meses de invierno, el lugar más popular de nuestra casa era una pequeña chimenea que consumía madera, carbón o cualquier cosa que pudiéramos encontrar. Cocinábamos encima del fuego y unas canaletas que se extendían por debajo del suelo de cemento transportaban el humo hasta una chimenea de madera situada en el otro lado de la casa. Se suponía que este sistema de calefacción tradicional mantenía la habitación caldeada, pero no podía competir con las gélidas noches. Al concluir el día, mi madre desplegaba una gruesa manta junto al fuego y todos nos metíamos debajo: primero mi madre, luego yo, después mi hermana y mi padre al final, en el lugar más frío. En cuanto se ponía el sol, no se veía absolutamente nada. En nuestra parte de Corea del Norte, era normal pasar semanas e incluso meses sin electricidad, y las velas eran muy caras. Así que jugábamos en la oscuridad. A veces nos tomábamos el pelo unos a otros bajo la manta.
—¿De quién es este pie? —decía mi madre, dándole un empujoncito con la punta del suyo.
—¡Mío, mío! —exclamaba Eunmi.
Durante las tardes y las mañanas de invierno, e incluso en verano, por doquier se veía humo brotando de las chimeneas de Hyesan. Nuestro barrio era muy pequeño y amistoso y conocíamos a todos los que vivían allí. Si no salía humo de la casa de alguien, llamábamos a la puerta para comprobar si todo iba bien.
Los callejones sin asfaltar entre las casas eran demasiado estrechos para que circularan coches, aunque esto no suponía un gran problema, ya que había muy pocos vehículos. La gente de nuestro barrio se desplazaba a pie o, en el caso de los pocos que podían permitírselo, en bicicleta o motocicleta. Cuando llovía, los caminos se llenaban de barro resbaladizo y ese era el mejor momento para que los niños del barrio jugáramos a perseguirnos, nuestro juego favorito. Pero yo era más pequeña y lenta que los otros niños de mi edad y siempre me costaba encajar y seguirles el ritmo.
Cuando empecé el colegio, Eunmi tuvo que pelearse algunas veces con los niños mayores para defenderme. Ella tampoco era muy grande, pero era lista y rápida. Era mi protectora y compañera de juegos. Cuando nevaba, me llevaba hasta la cima de las colinas que rodeaban nuestro vecindario, me colocaba sobre su regazo y me envolvía con sus brazos. Yo me aferraba con fuerza mientras nos deslizábamos cuesta abajo sobre el trasero, gritando y riendo. Me hacía feliz formar parte del mundo de mi hermana.
En verano, todos los niños bajaban a jugar en el río Yalu, pero yo nunca aprendí a nadar. Simplemente me sentaba en la orilla mientras los demás se introducían chapoteando en la corriente. A veces, mi hermana o mi mejor amiga, Yong Ja, me veían allí sola y me traían unas piedras bonitas que habían encontrado en el fondo del río. Y, en ocasiones, me llevaban a cuestas y me adentraban un poco en el agua antes de regresar a tierra firme.
Yong Ja y yo teníamos la misma edad y vivíamos en la misma parte de la ciudad. Me caía simpática porque a las dos se nos daba bien usar la imaginación para crear nuestros propios juguetes. Se podían encontrar a la venta algunas muñecas y otros juguetes manufacturados, pero por lo general eran demasiado caros. Así que en su lugar elaborábamos pequeños cuencos y animales de barro, y a veces hasta tanques en miniatura (los juguetes militares caseros tenían mucho éxito en Corea del Norte). Pero a las niñas nos obsesionaban las muñecas de papel y nos pasábamos horas recortándolas en papel grueso y haciéndoles vestidos y pañuelos con retazos.
A veces mi madre nos hacía molinetes y luego los sujetábamos a la pasarela metálica que se extendía por encima de la vía férrea, a la que denominábamos el Puente de las Nubes. Años más tarde, cuando la vida se volvió mucho más dura y complicada, al pasar por ese puente solía pensar en lo feliz que nos hacía ver girar aquellos molinetes con la brisa.
Cuando era niña, no oía de fondo los ruidos mecánicos que percibo ahora en Corea del Sur y Estados Unidos. No había camiones de basura retumbando, cláxones pitando ni teléfonos sonando por todas partes. Lo único que oía eran los sonidos que producían las personas: mujeres lavando platos, madres llamando a sus hijos, el tintineo de las cucharas y los palillos contra los cuencos de arroz cuando las familias se sentaban a comer… A veces podía oír cómo sus padres regañaban a mis amigos. En aquel entonces no había música resonando a todo volumen ni ojos pegados a smartphones, sino que había intimidad humana y conexión, algo difícil de encontrar en el mundo moderno en el que vivo hoy en día.
Las cañerías de agua de nuestra casa de Hyesan estaban casi siempre secas, así que nuestra madre solía bajar la ropa al río y la lavaba allí. Cuando regresaba, la colocaba sobre el suelo caliente para que se secara.
Como la electricidad era tan poco frecuente en nuestro barrio, la gente se alegraba tanto cada vez que las luces se encendían que se ponía a cantar, aplaudir y gritar. Incluso en medio de la noche, nos despertábamos para celebrarlo. Cuando se tiene tan poco, hasta lo más mínimo te hace feliz… y ese es uno de los pocos aspectos de la vida en Corea del Norte que echo de menos. Naturalmente, las luces nunca seguían encendidas mucho rato. Cuando se apagaban, nos limitábamos a decir: «Oh, vaya», y volvíamos a dormirnos.
Incluso cuando había electricidad, la potencia era muy baja, por lo que muchas familias contaban con un elevador de voltaje para ayudar a que los aparatos funcionaran. Estas máquinas se incendiaban constantemente y, una noche de marzo, ocurrió eso mismo en nuestra casa mientras mis padres estaban fuera. Yo apenas era un bebé y lo único que recuerdo es despertarme y llorar mientras alguien me llevaba a través del humo y las llamas. No sé si fue mi hermana o nuestro vecino quien me salvó. Mi madre llegó corriendo cuando alguien le contó lo del incendio, pero mi hermana y yo ya estábamos a salvo en la casa del vecino. El fuego destruyó nuestra casa, pero mi padre la reconstruyó de inmediato con sus propias manos.
Después de aquello, plantamos un jardín en nuestro pequeño patio cercado. A mi madre y a mi hermana no les interesaba la jardinería, pero a mi padre y a mí nos entusiasmaba. Sembramos calabazas, coles, pepinos y girasoles. Mi padre también plantó a lo largo de la valla unas preciosas flores de color fucsia a las que llamábamos «zarcillos». Me encantaba colgarme las largas y delicadas flores de las orejas y fingir que eran pendientes. Mi madre le preguntó por qué malgastaba un valioso espacio sembrando flores, pero él la ignoró.
En Corea del Norte, la gente vivía en contacto con la naturaleza y desarrollaba habilidades para predecir el tiempo que haría al día siguiente. No teníamos Internet y, por lo general, no podíamos ver la emisión del Gobierno por televisión debido a los cortes de electricidad. Así que teníamos que apañárnoslas solos.
Durante las largas noches de verano, nuestros vecinos se sentaban fuera de sus casas para disfrutar de la brisa vespertina. No había sillas; simplemente nos sentábamos en el suelo, contemplando el cielo. Si veíamos millones de estrellas allá arriba, alguna persona comentaba: «Mañana va a hacer sol». Y todos coincidíamos con un murmullo. Si solo había miles de estrellas, otra decía: «Parece que mañana va a estar nublado». Ese era nuestro parte meteorológico local.
El mejor día del mes era el Día de los Fideos, cuando mi madre compraba unos fideos frescos y jugosos que fabricaban con una máquina en la ciudad. Queríamos que duraran mucho, así que los extendíamos en el suelo caliente de la cocina para que se secaran. Para mi hermana y para mí era como un día de fiesta, porque siempre conseguíamos hacernos con unos cuantos fideos y comérnoslos mientras todavía estaban blandos y dulces. Durante los primeros años de mi vida, antes de que la peor parte de la hambruna que afectó a Corea del Norte a mediados de la década de 1990 se abatiera sobre nuestra ciudad, nuestros amigos venían y compartíamos los fideos con ellos. En Corea del Norte, se supone que hay que compartirlo todo. Pero más tarde, cuando las cosas se volvieron más difíciles para nuestra familia y para el país, mi madre nos decía que ahuyentáramos a los niños. No podíamos permitirnos compartir nada.
Durante los buenos tiempos, una comida familiar consistía en arroz, kimchi,1 algún tipo de alubia y sopa de algas. Pero esas cosas eran demasiado caras durante la época de vacas flacas. A veces nos saltábamos comidas y, a menudo, lo único que teníamos para comer eran unas aguadas gachas de trigo o cebada, alubias o unas negras patatas congeladas que machacábamos y convertíamos en pasteles rellenos de col.
El país en el que crecí no se parecía al que conocieron mis padres cuando eran niños, en las décadas de 1960 y 1970. Cuando eran jóvenes, el Estado se ocupaba de las necesidades básicas de todos: ropa, atención médica, alimentos… Después de que la Guerra Fría concluyera, los países comunistas que habían estado apoyando al régimen norcoreano prácticamente lo abandonaron a su suerte y nuestra economía controlada por el Estado se desplomó. Los norcoreanos se vieron de pronto solos.
Yo era demasiado pequeña para darme cuenta de lo desesperada que se estaba volviendo la situación en el mundo de los adultos, mientras mi familia intentaba adaptarse a los cambios trascendentales que tuvieron lugar en Corea del Norte durante la década de 1990. Después de que mi hermana y yo nos durmiéramos, mis padres a veces se quedaban despiertos, angustiados de preocupación, preguntándose qué podrían hacer para evitar que todos nosotros nos muriéramos de hambre.
Aprendí enseguida que no debía repetir nada de lo que escuchara. Me enseñaron a no expresar nunca mi opinión, a no cuestionar nunca nada. Me enseñaron a acatar simplemente lo que el Gobierno me indicara que debía hacer, decir o pensar. Hasta creía que nuestro Querido Líder, Kim Jong-il, podía leerme la mente, y que me castigaría por mis malos pensamientos. Y, aunque él no me oyera, había espías por todas partes, escuchando junto a las ventanas y vigilando el patio del colegio. Todos formábamos parte de un inminban, o «unidad popular» vecinal, y se nos había ordenado delatar a cualquiera que dijera algo indebido. Vivíamos con miedo y casi todo el mundo (incluida mi madre) había experimentado en primera persona los peligros de hablar.
Yo solo tenía nueve meses cuando Kim Il-sung murió, el 8 de julio de 1994. Los norcoreanos adoraban al «Gran Líder» de ochenta y dos años. En el momento de su muerte, Kim Il-sung había gobernado Corea del Norte con mano de hierro durante casi cinco décadas y los verdaderos creyentes (incluida mi madre) pensaban que Kim Il-sung en realidad era inmortal. Su muerte fue una época de ferviente duelo en el país, y también de incertidumbre. El hijo del Gran Líder, Kim Jong-il, ya había sido designado sucesor de su padre, pero el enorme vacío que dejó Kim Il-sung inquietaba a todos.
Mi madre me sujetaba a su espalda para unirse a los miles de dolientes que acudían en masa a diario a la especie de plaza que habían erigido en Hyesan como monumento a Kim Il-sung para llorar y gemir por el Líder fallecido durante el período de luto oficial. Los dolientes depositaban ofrendas de flores y copas de licor de arroz para demostrar su adoración y pesar.
Durante esa época, un pariente de mi padre había venido de visita desde el noreste de China, donde muchos habitantes eran de etnia norcoreana. Como era extranjero, él no sentía tanta reverencia por el Gran Líder y, cuando mi madre regresó de una de sus visitas al monumento, el tío Yong Soo repitió una historia que acababa de oír. El gobierno de Piongyang había anunciado que Kim Il-sung había muerto de un ataque al corazón, pero Yong Soo nos informó de que un amigo chino se había enterado por un agente de policía norcoreano de que eso no era cierto. Nos contó que la verdadera causa de la muerte era hwa-byung: un diagnóstico común tanto en Corea del Norte como en Corea del Sur que se traduce aproximadamente como «enfermedad causada por estrés mental o emocional». Yong Soo había oído que existían desacuerdos entre Kim Il-sung y Kim Jong-il acerca de los planes del mayor de los Kim para mantener conversaciones con Corea del Sur…
—¡Basta! —exclamó mi madre—. ¡No digas ni una palabra más!
El hecho de que Yong Soo se atreviera a difundir rumores sobre el régimen la había disgustado tanto que tuvo que mostrarse grosera con su invitado y hacerlo callar.
Al día siguiente, mi madre había ido con su mejor amiga a visitar el monumento para dejar más flores, cuando se dieron cuenta de que alguien había destrozado las ofrendas.
—¡Oh, cuánta gente mala hay en este mundo! —dijo su amiga.
—¡Y que lo digas! —contestó mi madre—. No te creerías el maligno rumor que han estado propagando nuestros enemigos. —Y procedió a contarle a su amiga las mentiras que había oído.
Al día siguiente, mi madre estaba cruzando el Puente de las Nubes cuando se fijó en que había un vehículo de aspecto oficial aparcado en el callejón situado debajo de nuestra casa y que un gran grupo de hombres se había reunido en torno a él. Supo de inmediato que estaba a punto de ocurrir algo espantoso.
Los visitantes eran agentes de paisano de la temida bo-wi-bu, la Agencia de Seguridad Nacional, que dirigía los campos de prisioneros políticos e investigaba amenazas al régimen. Todo el mundo sabía que esos hombres podían apresarte y nunca se volvería a saber de ti. Y, lo que era aún peor, no se trataba de agentes locales; los habían enviado desde la central.
El de mayor rango se encontró con mi madre en la puerta de nuestra casa y la condujo a la casa del vecino, que había tomado prestada durante aquella tarde. Ambos se sentaron y el agente la observó con unos ojos que se asemejaban a vidrio negro.
—¿Sabes por qué estoy aquí? —le preguntó.
—Sí, lo sé —respondió ella.
—Bueno, ¿y dónde has oído eso?
Le explicó que el rumor se lo había contado el tío chino de su marido, al que se lo había contado un amigo.
—¿Y tú qué opinas de eso? —quiso saber el agente.
—¡Es un rumor espantoso y malévolo! —exclamó ella, con toda sinceridad—. ¡Una mentira de nuestros enemigos para intentar destruir la mejor nación del mundo!
—¿Qué crees que has hecho mal? —le preguntó el agente, con voz monótona.
—Debería haber acudido a la organización del partido para informar de ello, señor. Estuvo mal contárselo a una sola persona.
—No, te equivocas. Nunca deberías haber permitido que esas palabras salieran de tu boca.
Entonces estuvo segura de que iba a morir. Siguió diciéndole que lo sentía, rogándole que le perdonara la vida por sus dos niñas pequeñas. Como decimos en Corea, suplicó hasta que pensó que se le iban a desgastar las manos.
Al final, el agente le dijo con una voz brusca que le heló los huesos:
—No debes volver a mencionar esto nunca. Ni a tus amistades ni a tu marido ni a tus hijas. ¿Entiendes lo que te ocurrirá si desobedeces?
Mi madre lo entendía. Perfectamente.
A continuación, el agente interrogó al tío Yong Soo, que aguardaba nervioso con la familia en nuestra casa. Mi madre cree que ella no recibió ningún castigo porque Yong Soo le confirmó al agente lo enfadada que se puso cuando él le contó el rumor.
Una vez que todo hubo terminado, los agentes se alejaron en su vehículo. Mi tío regresó a China. Cuando mi padre le preguntó a mi madre qué quería de ella la policía secreta, le contestó que no podía hablar de ello, y no volvió a mencionarlo nunca. Mi padre se fue a la tumba sin saber lo cerca que habían estado del desastre.
Muchos años más tarde, después de que mi madre me contara su historia, por fin entendí por qué, cuando me enviaba al colegio, nunca me decía: «Que te lo pases bien», o incluso: «Ten cuidado con los desconocidos». Lo que siempre me decía era: «Vigila lo que dices».
En la mayoría de los países, las madres animan a sus hijos a preguntar por todo; pero no en Corea del Norte. En cuanto fui lo bastante mayor para entenderlo, mi madre me advirtió que debía ser prudente con lo que decía.
—Recuerda, Yeonmi-ya —me indicó con dulzura—, incluso cuando crees que estás sola, los pájaros y los ratones pueden oírte susurrar.
Ella no pretendía asustarme, pero sentí una gran oscuridad y terror en mi interior.