Fe y economía en la Iglesia Primitiva
©Asociación para la educación Teológica Hispana (AETH), 2016
Derechos reservados
Diseño de interior y portada: Iván Balarezo Pérez
Edición:
Bestsellers Media
19620 Pines Blvd. Suite 220
Pembroke Pines, FL 33029
786-502-0299
www.bestsellersmedia.com
ISBN: 978-1-945339-00-4
Impreso en Estados Unidos de América - 2016
PREFACIO
1. Introducción
PRIMERA PARTE: EL TRASFONDO
2. La sabiduría de los antiguos
Los griegos
Los romanos
Los judíos
3. La economía romana
Las fuentes de riqueza
Los impuestos
Una visión gloriosa
Otra perspectiva
La crisis del siglo tercero
SEGUNDA PARTE: ANTES DE CONSTANTINO
4. La koinonía del Nuevo Testamento
El contexto
Desde el movimiento de Jesús hasta las primeras iglesias urbanas
El crecimiento de las comunidades urbanas
El significado de la koinonía
Los últimos libros del Nuevo Testamento
5. La iglesia subapostólica
La Didajé
Pseudo Bernabé
A Diogneto
Hermas
Otros padres apostólicos
Los apologistas
6. La iglesia antigua
Ireneo
Clemente de Alejandría
Orígenes
Tertuliano
Hipólito
Cipriano
7. Se prepara el camino para Constantino
Una situación cambiante
Lactancio
Nuevas corrientes
TERCERA PARTE: A PARTIR DE CONSTANTINO
8. La iglesia bajo el nuevo orden
El nuevo orden
La resistencia donatista
La fuga al desierto
La desilusión de Atanasio
9. Los capadocios
10. Ambrosio y Jerónimo
Ambrosio
Jerónimo
Otros teólogos occidentales
11. Juan Crisóstomo
12. San Agustín
13. Una mirada retrospectiva
Puntos comunes
Más preguntas
EL PRESENTE LIBRO FUE PUBLICADO originalmente en inglés hace varios años. Después se tradujo al chino, al coreano, y más recientemente al portugués. Sin embargo, nunca se había publicado una edición en español. La principal razón fue que tan pronto como terminé esta obra empecé otra, y no encontré tiempo para la traducción. Ahora, pasados varios años, en vista de un proyecto de la Asociación para la Educación Teológica Hispana (AETH) que trata precisamente sobre las relaciones entre la fe y la vida económica, se me ha pedido que lo traduzca, y con gusto lo hago.
Al mismo tiempo, debo indicar que lo que ahora publico no es exactamente una traducción del libro original. En algunos puntos lo he adaptado para una audiencia diferente. Además, en vista de los parámetros del proyecto de la AETH, lo he abreviado ligeramente. La mayor parte de esas abreviaciones tienen que ver con las notas al pie. El libro original fue publicado antes de que hubiera las facilidades de investigación cibernética que existen hoy, y por tanto me parecía necesario ofrecer abundantes indicaciones bibliográficas.
En esta nueva edición he dejado fuera la mayoría de esas notas, por una parte porque mucho del material a que se refieren no estará disponible para muchos lectores, y por otra porque prácticamente toda esa información bibliográfica puede obtenerse por medios cibernéticos. La otra sección que he abreviado considerablemente es la “Primera parte”, que trata sobre el trasfondo de nuestro tema entre los griegos, romanos y judíos. Creo, sin embargo, que todo lo esencial se conserva en el presente volumen.
Por último, una nota en cuanto a las traducciones de textos antiguos. Cuando he usado alguna ya existente y fácilmente disponible lo he indicado en la referencia al pie. Nótese que la mayoría de esas traducciones han sido tomadas de la Biblioteca de Autores Cristianos que se viene publicando en España desde mediados del siglo pasado. En tales casos, la referencia será primero con las siglas BAC, seguidas del número del volumen en esa colección y, tras dos puntos, el número de la página citada.
HASTA TIEMPOS RELATIVAMENTE RECIENTES, los eruditos han prestado poca atención a las enseñanzas de la iglesia antigua sobre temas tales como la propiedad, su origen, su propósito y su uso. Cuando por primera vez leí las epístolas de Ignacio de Antioquía, hace ya casi seis décadas, me fascinó lo que Ignacio decía acerca del sentido de la comunión y de la unidad de la iglesia. Me fascinó tanto que a partir de entonces he pasado buena parte de mi carrera profesional estudiando la historia del pensamiento cristiano. Durante los primeros años de ese estudio, le presté atención especial al modo en que se fueron desarrollando las doctrinas de la Trinidad, la cristología y la escatología, pero pensé poco acerca de cuestiones relacionadas con la propiedad y su uso.
Fue solo algún tiempo después que, llevado por nuevas discusiones que estaban teniendo lugar en la teología y por lo que estaba sucediendo dentro del de la iglesia misma, comencé a plantearles a los mismos textos preguntas nuevas, prestándoles ahora mayor atención a los pasajes que se referían específicamente al orden social y económico. Cada vez me convenzo más de que tales temas, lejos de ser cuestión incidental en la vida de la iglesia antigua, eran centrales a ella, y que sin entenderlos adecuadamente tenemos una visión truncada de la iglesia antigua.
Naturalmente, entre los elementos que durante el siglo pasado contribuyeron a despertar mi interés en este campo se cuentan ante todo el desarrollo de las ciencias sociales, particularmente de las económicas, y el surgimiento en varias partes del mundo cristiano de reflexiones teológicas relacionadas con esas ciencias, pero también con cuestiones tales como la injusticia social, la opresión, la distribución de las riquezas, entre otras.
Este libro no pretende añadir al rápidamente creciente cuerpo de literatura acerca del perfil sociológico y económico de la iglesia antigua. No es ni una historia social ni una historia económica del cristianismo durante sus primeros cuatro siglos. Es más bien una historia de lo que los cristianos pensaban y decían sobre cuestiones económicas, y particularmente sobre el origen, importancia y uso de los bienes y las riquezas. La pregunta central en las páginas que siguen no es cuán pobres o cuán ricos eran los cristianos en cada lugar y tiempo, sino más bien lo que los cristianos pensaban y enseñaban acerca de los derechos y responsabilidades tanto de los ricos como de los pobres.
Naturalmente, las dos preguntas están entrelazadas y no pueden separarse absolutamente, puesto que no cabe duda de que lo que los cristianos decían acerca de estos temas guardaba cierta relación con quiénes eran esos cristianos y con las condiciones sociales de sus comunidades. Pero lo que aquí me interesa es la historia de las doctrinas y enseñanzas cristianas sobre las relaciones económicas, más bien que de esas relaciones mismas. Podría decirse entonces que este libro cae dentro del campo de la historia de las doctrinas, que por largo tiempo ha sido el centro de mi interés académico, con la diferencia de que aquí, en lugar de estudiar lo que los cristianos decían acerca de la Trinidad o de la eucaristía, lo que me interesa estudiar es lo que decían acerca de los bienes.
Tristemente, este aspecto de las doctrinas cristianas ha sido poco estudiado por los historiadores de la teología, y es mucho menos conocido por el resto de la iglesia. Esto puede ser una de las razones por las que, cuando los obispos católicos de los Estados Unidos produjeron una carta pastoral sobre la economía norteamericana, o cuando Juan Pablo II promulgó la encíclica Sollicitudo rei sociales, tantos cristianos norteamericanos, tanto católicos como protestantes, pusieron en duda la sabiduría de que los líderes de la iglesia comentaran acerca de temas que no caían dentro del campo de la teología, y se atrevieran a hablar acerca de la vida económica. Lo cierto es, como se verá en las páginas que siguen, que desde los primerísimos tiempos las cuestiones económicas eran también tema teológico, y todavía lo son. Luego, parte de mi propósito en este estudio es dar a conocer alguno del material patrístico sobre cuestiones tales como la distribución y uso apropiado de las riquezas, la tenencia de la tierra, y los derechos de los pobres.
Tras pensarlo cuidadosamente, he decidido no tratar directamente sobre el tema de la esclavitud. No cabe duda de que la esclavitud es también un tema económico y que es imposible entender el sistema romano de producción, al menos en algunas secciones del Imperio, sin tener en cuenta la esclavitud. Por otra parte, durante el período que aquí nos interesa la importancia de la esclavitud como medio de producción estaba decayendo, y lo que estaba sucediendo era más bien que obreros que en teoría eran libres iban perdiendo su libertad y cada vez más iban tomando el lugar de los esclavos. Ese es el contexto dentro del cual he considerado la esclavitud en el presente libro. No he tratado de repasar la legislación, tanto civil como eclesiástica, sobre la esclavitud, ni tampoco de estudiar detenidamente las antiguas actitudes cristianas acerca de la esclavitud. Además, por diversas circunstancias que tienen que ver con las luchas del siglo XX y de nuestros días, el tema de la esclavitud en el Imperio Romano, y sobre todo el de las actitudes hacia ella dentro de la iglesia, ha sido frecuentemente estudiado, y hay abundantes materiales sobre él.
Por último, debo decir algo acerca del título del libro. En la versión original inglesa evité usar el término “economía”, y lo mismo han hecho los traductores a otros idiomas, tales como el chino y el coreano. Pero los traductores al portugués han decidido usar esa palabra, y me parece que debo seguir su ejemplo en esta versión castellana. La razón por la cual no usaba esa palabra en la primera versión del libro era que cuando los antiguos hablaban de oikonomía no querían decir lo que nosotros entendemos hoy por “economía”. El tratado de Jenofonte, Oikonómikos es una serie de consejos prácticos y morales acerca de cómo manejar una hacienda, incluso las tierras y los esclavos. A la postre la palabra oikonomía vino a significar sencillamente administración u organización. Es así que Demóstenes la empleó para referirse al gobierno de una ciudad, Quintiliano al discutir cómo organizar un poema, y Tertuliano para hablar del modo en que la vida interna de la deidad se organiza.
Si los antiguos no tenían una palabra que correspondiera a nuestro concepto moderno de la economía, esto era porque tampoco tenían el concepto mismo. Como veremos, tenían ideas claras y definidas acerca de cómo la sociedad debía administrarse —por ejemplo, acerca de si la propiedad debía ser privada o común. También entendían la relación entre la disponibilidad de los bienes y las fluctuaciones de los precios. Reflexionaban acerca de qué es lo que le da valor al dinero y de las relaciones entre el valor monetario y las prácticas sociales. Lo que nunca hicieron fue unir todo esto en una visión coherente de los fenómenos económicos y de su comportamiento.
Tampoco parecen haber visto muy claramente las relaciones entre las políticas gubernamentales y el orden económico. No fue sino hasta tiempos de Diocleciano que el Imperio romano tuvo algo que se acercara a lo que hoy llamamos un presupuesto. Y aun entonces, había muy poca idea de la relación entre la inflación y la disponibilidad del dinero. Luego, mientras los gobernantes frecuentemente se preocupaban por la suerte de los pobres —si no por compasión, al menos por temor a la amenaza que podían ser— el único remedio que encontraban eran soluciones pasajeras tales como la distribución de comida.
Los primeros cristianos tampoco tenían un entendimiento claro del funcionamiento de la economía. Sabían —frecuentemente por experiencia propia— que había un abismo entre los ricos y los pobres, y que ese abismo iba aumentando según pasaba el tiempo. Pero no tenían los instrumentos de análisis social y económico que hoy llamamos “economía”.
Hecha esa salvedad, me atrevo a darle a este libro el título de “Fe y economía”, aun sabiendo que el uso mismo del tiempo es anacrónico, porque no conozco un modo mejor de resumir y expresar lo que me interesa aquí.
Al leer lo que los antiguos dijeron acerca de la fe y la economía, bien podemos diferir del modo en que entendían el funcionamiento de la economía. Ciertamente hoy podremos analizar con mejores instrumentos las fuerzas que colaboran, se entrelazan y chocan en los sistemas económicos. Pero no debemos permitir que esto oculte el tema central de su mensaje: que las cuestiones de fe y la economía no pueden separarse; que no podemos escondernos tras nuestro conocimiento técnico de cómo la economía funciona a fin de no plantear preguntas fundamentales; que en última instancia las cuestiones que se relacionan con la economía son cuestiones de ética y de fe.
Aunque este estudio se enfoca en los principales teólogos dela iglesia durante los primeros cuatro siglos de su existencia, a fin de entender lo que pensaban y decían debemos comenzar con una ojeada al trasfondo dentro del cual se movían. Ese es el propósito de los dos capítulos en la primera parte de este libro. Allí resumiremos primero, en el capítulo 2, algo del pensamiento económico en los tres principales grupos cuya influencia se hizo sentir en la naciente iglesia: los griegos, los romanos y los judíos. El capítulo 3 bosqueja el modo en que la vida económica estaba organizada en el Imperio romano, y cómo fue evolucionando entre el siglo primero y el cuarto. Luego, el orden entre estos dos capítulos no es necesariamente cronológico, sino más bien metodológico. En ningún modo debe entenderse como si se quisiera indicar que la reflexión teológica tiene que ver primeramente con las ideas y solo después y de manera secundaria con las realidades concretas de la vida económica. En las partes segunda y tercera he seguido sencillamente el orden cronológico del desarrollo de las ideas cristianas acerca de la fe y la economía. El punto obvio y necesario de división entre estas dos partes es el cambio radical en las políticas religiosas del Imperio que tuvo lugar bajo Constantino y sussucesores. Por último, en una breve conclusión, trato de resumir algunos de los puntos centrales que habremos ido descubriendo a lo largo de nuestro estudio.
DESDE MUCHO ANTES DEL ADVENIMIENTO del cristianismo, los pueblos de la cuenca del Mediterráneo habían empezado a reflexionar sobre el sentido de las riquezas y el modo en que han de ser adquiridas, empleadas y distribuidas. Tanto los griegos como los romanos y los judíos habían considerado y debatido estos temas, y fue sobre esos fundamentos que los primeros escritores cristianos construyeron muchas de sus reflexiones.
Desde tiempos antiquísimos, había en el pensamiento griego una corriente que favorecía la propiedad común. Los pitagóricos —o al menos los que más habían avanzado en esa filosofía— tenían todos los bienes en común. Según Aristóteles, Faleas de Calcedonia fue el primero en proponer una redistribución de la tierra para promover la igualdad, y varias de las más antiguas constituciones griegas —entre ellas la de Esparta y la de Creta— incluían provisiones semejantes.1
En el 392 a. C., Aristófanes escribió la comedia Ekklesiazusae, comúnmente conocida como La asamblea de las mujeres, en la que se burlaba de tales propuestas, al tiempo que afirmaba que las mujeres eran incapaces de gobernar. En esa comedia, Praxágora, la dirigente de la asamblea, declara:
Quiero que todos lo compartan todo, y que toda la propie dad sea común. Ya no habrá ricos ni pobres, ni habrá uno que coseche en vastos campos mientras otro no tiene siquie ra el espacio para una tumba… Quiero que haya una sola condición de vida para todos… Empezaré por hacer que todo lo que ahora es propiedad privada, la tierra, el dinero, etc., sea común. Entonces todos viviremos de esta riqueza común, que todos administraremos sabiamente.2
Unos veinte años más tarde, Platón escribió La República, que es la primera gran utopía social en el mundo grecorromano. Lo que Platón propone en el orden económico se asemeja mucho a lo que Aristófanes ridiculiza.
Platón afirma que no todas las personas tienen las mismas habilidades ni deben ocupar las mismas posiciones en el estado. Según él, hay tres clases de hombres (las mujeres no parecen interesarle aquí más que como medio de reproducción, y Platón no parece darles más crédito que Aristófanes3): los gobernantes, los militares o defensores y los que se dedican a diversos oficios y a la agricultura. Estas diferencias son innatas, pero no hereditarias, y son cruciales para entender la comunidad de bienes que Platón describe en La República. Esa comunidad no incluye a todos, sino solamente a los de las dos clases más altas, es decir, los gobernantes y los militares.
El afirmar que algunos tengan dotes especiales para el gobierno o la defensa de la ciudad no quiere decir que han de recibir mayores comodidades o recompensas. Los miembros de las dos clases más elevadas han de ser alimentados por el estado, 4 pero su recompensa no será dinero ni elogio. Al contrario, gobiernan porque de ese modo se evitan el dolor de ser gobernados por otros de menos habilidades.5 En consecuencia, quienes sencillamente deseen gobernar son los menos calificados para ello.
El estado se origina de la necesidad de unirse con otros para que se llenen las diversas necesidades de todos.6 Pero esto no quiere decir que se les ha de dar particular honor a quienes proveen lo necesario para llenar tales necesidades. Al contrario, de las tres posibles recompensas —la ganancia, la victoria y la sabiduría— la ganancia es la menos valiosa.7 Aunque en varios pasajes Platón admite la importancia de las necesidades materiales, en otros señala la influencia corruptora que tiene la motivación de ganancia para toda la sociedad. Ese poder corruptor de la búsqueda de bienes materiales es la principal razón por la que Platón insiste en la comunidad de bienes entre las clases superiores. Si los gobernantes tienen todos los bienes en común, sin propiedad privada, y todas sus necesidades fundamentales están satisfechas, podrán librarse de ese poder corruptor.8
En Las Leyes, Platón ofrece más datos acerca del orden económico de su estado ideal. Allí da por sentado que, además de las diversas clases de ciudadanos, en ese estado habrá también esclavos y extranjeros. Como en La República, la comunidad de bienes se limita a las clases superiores. En cuanto a quienes trabajan la tierra, ha de saberse que esta es propiedad de toda la sociedad, y que por tanto no puede poseerse ni venderse.9 Habrá una división del trabajo, siempre reglamentada por el estado, pero no se les permitirá a los ciudadanos —ni a sus esclavos— ocuparse del comercio.10 Para las necesidades del comercio, se invitará a los extranjeros a vivir en la ciudad, pero no se les permitirá permanecer en ella por más de veinte años. Platón participaba de la visión negativa acerca del comercio y de los oficios manuales que era común en la antigüedad. Aunque estos eran necesarios, tenían un poder corruptor.
En cuanto al comercio, en el estado ideal de Platón solo el gobierno poseerá metales preciosos o divisas que puedan ser usados para el comercio más allá de sus fronteras. Quienes residan en el estado usarán un sistema monetario local de valor solo en las transacciones locales. Si alguien tiene que viajar o que importar algo que sea necesario para el estado, el gobierno le dará una cantidad suficiente de divisas.11 Toda compra o venta a crédito quedará absolutamente prohibida, excepto en el caso del artesano a quien se paga al terminar su labor.12
Sin lugar a duda, todo esto muestra que para Platón el estado ideal será estrictamente reglamentado en busca del bien común, y lo que este bien sea lo determinará una élite intelectual. El propósito de Platón en su insistencia en la comunidad de bienes—que en todo caso se limita a las clases gobernantes— no es lajusticia distributiva, sino más bien el buen orden del estado. La extrema pobreza deberá desarraigarse de tal sociedad ideal, notanto porque ella misma sea mala, sino porque amenaza la estabilidad del estado. Las clases gobernantes han de tener todas las cosas en común por dos razones: primera, porque de este modo se evitan la envidia y contiendas que amenazarían la estabilidad del estado e impedirían el buen gobierno; segunda, porque los gobernantes han de ser filósofos, y la verdadera filosofía solo puede hacerse cuando no hay preocupación alguna por las necesidades materiales de la vida.
Aristóteles no está de acuerdo con varios de los elementos en la sociedad que Platón propone. Él también tiene una visión elitista del estado y de su gobierno, y se muestra dispuesto a excluir de la ciudadanía no solo a los esclavos y extranjeros, sino también a quienes practican diversos oficios, quienes según él son como niños incapaces de cumplir con las responsabilidades de la ciudadanía.13 Pero Aristóteles rechaza categóricamente la idea de una comunidad de bienes.14
Aristóteles ofrece varias razones por las cuales la propiedad no debe ser común. La primera es el argumento típicamente conservador de que el sistema existente, que ya es conocido, no ha de abandonarse sin debida consideración. Lo que es más, la propiedad común destruiría la posibilidad de la liberalidad, que requiere que quien tiene algo lo comparta con sus amigos o huéspedes.15 El placer de tener algo se perdería, las personas pasarían el tiempo quejándose de que aparentemente algunos trabajan menos y reciben mejores recompensas, y tales quejas y tiempo perdido detendrían el progreso.16
Luego, tanto Platón como Aristóteles presuponen que la consideración más importante es lo que produzca un estado o sociedad mejor. Platón propone la comunidad de bienes porque cree que esto producirá un estado mejor. Aristóteles la rechaza porque cree que el estado, por su propia naturaleza, ha de incluir una variedad que el plan de Platón tiende a destruir.
Por lo tanto, Aristóteles tampoco está a favor de la acumulación ilimitada de riquezas. Da por sentado que todo estado incluirá algunos muy ricos, otros muy pobres, y otros entre esas dos categorías. De esas tres clases, los dos extremos producen efectos negativos tanto para los individuos como para el estado. Por lo tanto, la riqueza excesiva ha de evitarse con tanto ahínco como la pobreza excesiva, y la verdadera fuerza de una ciudad o estado está en su clase media.17
Luego, aunque Aristóteles rechaza la propuesta de Platón de un estado de carácter comunista, también rechaza la idea de que la adquisición de riquezas ilimitadas sea buena. Al contrario, distingue entre el buen manejo de los dones de la naturaleza, que él llama “economía”, y el arte de enriquecerse, que es la “crematista”. Mientras que la primera es buena, la segunda corrompe el estado y la sociedad.18
Según Aristóteles, la justicia distributiva no consiste en una igualdad absolutamente pareja, sino en la distribución según los méritos de cada cual. El darles a personas de méritos distintos una participación igual en bienes o en honores sería injusto, de igual manera que sería injusto un repartimiento sin base alguna en el mérito.19
En cuanto al tema de la manera en que el estado ha de organizarse, los cínicos pueden dar la apariencia de haber estado generalmente de acuerdo con Platón, pues ellos también rechazaban la propiedad privada. Pero esto era parte de una visión según la cual el estado mismo debía abolirse. Luego, en contraste con Platón, cuya meta era la creación de un estado bien ordenado, la meta de los cínicos era la vuelta a una condición de sencillez primitiva y natural, sin estado ni ley.
Otra de las escuelas que tenían cierto auge en tiempos del advenimiento del cristianismo era la de Epicuro, quien sostenía que hay tres clases de deseos: los naturales y necesarios, los naturales e innecesarios, y los innaturales e innecesarios. La primera categoría debe satisfacerse, y la segunda en ciertas circunstancias. Pero la tercera, que es la que lleva a la acumulación de bienes, ha de evitarse.20
Las opiniones de los estoicos respecto a los bienes parecen haber variado. Pero por lo general puede decirse que para ellos el único bien es la virtud, y que todo lo demás es indiferente o malo.
Los platónicos posteriores le añadieron poco al tema. La mayoría de ellos le prestaba menos atención que Platón a la cuestión de un estado ideal, y aún menos a la economía personal dentro del orden establecido. Según el platonismo medio fue evolucionando hacia el neoplatonismo, se fue inclinando más al misticismo, y por lo tanto tendió a desdeñar a quienes le prestaban demasiada atención a la realidad material.
Plutarco repitió lo comúnmente dicho acerca de la vanidad y el poder corruptor de las riquezas, aunque lo hizo con más elocuencia que otros. Según él, la búsqueda insaciable de riquezas es una enfermedad que no surge de la verdadera necesidad, sino más bien de un desorden interno.21 En cuanto a la vida feliz se refiere, los ricos no tienen ventaja alguna sobre quienes tienen menos medios, puesto que aun el rico no puede comprar y usar más que lo que llena sus verdaderas necesidades.22
Filón de Alejandría fue un judío contemporáneo de Jesús que hizo grandes esfuerzos por reconciliar lo mejor de las tradiciones judía y platónica. En cuanto al tema que nos interesa, encontramos en Filón una manera harto común de tratar acerca del mismo, que es paralela a la de Séneca en el mundo latino. Se trata de una sorprendente combinación de enormes riquezas personales con pasajes elocuentes negando el valor de las riquezas. Esto se debe a varias razones. Había ya una larga tradición en el Mediterráneo oriental en la que los aristócratas hablaban y escribían de los males de las riquezas, y Filón ciertamente es heredero de esa tradición. Sin embargo, otra razón que le facilitó a Filón esa combinación de su riqueza personal con su supuesto desdén por las riquezas fue su convicción platónica. Según el platonismo había ido desarrollándose, había tomado una dimensión cada vez más mística. Platón había establecido un contraste entre el cuerpo mortal y el alma inmortal. Ahora ese contraste se fue haciendo cada vez más marcado. Los platónicos consideraban que el alma era el asiento de la felicidad y la virtud. El cuerpo y su bienestar podían contribuir a tales metas, pero en última instancia era el alma y su vida lo que tenía importancia. Dentro de ese contexto, lo que más se discutía respecto a las riquezas no era la cuestión de si se debía tenerlas o no, sino el papel de la voluntad en todo ello. La actitud interior vino a ser más importante que las riquezas exteriores.
Así, vemos en Filón un proceso en el que, al tiempo que se repetían temas y palabras acerca de la maldad de las excesivas riquezas y de la avaricia, todo esto no tenía el mismo significado, puesto que ahora lo que era importante era solo la vida interna del alma. Dentro de esta perspectiva, es posible ser rico y al mismo tiempo hablar sabiamente acerca de los males de las riquezas, porque la vida sabia y virtuosa se ha vuelto cuestión interior e individual.
Con Plotino, quien vivió ya dentro de la era cristiana, este proceso de interiorización individualista llegó a tal punto, que ya prácticamente no se hablaba de cuestiones económicas —ni siquiera en los términos ambivalentes en que Filón lo había hecho.
En breve, al concluir este sucinto repaso de las ideas griegas acerca de las riquezas y su distribución, resulta claro que el debate tenía que ver más que nada con el modo en que el estado debía organizarse. Por esa razón, una visión del estado llevaba al ideal de la propiedad común que Platón había propuesto, y otra visión llevaba a la afirmación de la propiedad privada por Aristóteles. Pero todos concordaban en que debía haber límites en cuanto a las riquezas que un individuo podía tener. Sobre esa base abundaron los llamados a la moderación en la acumulación de bienes, así como comentarios despectivos acerca de los ricos. Según fue pasando el tiempo, sin embargo, esto vino a ser un cliché literario, de modo que algunos de quienes escribieron las líneas más negativas acerca de las riquezas se contaban también entre los más ricos.
Entre los autores latinos también encontramos la idea de un estado ideal en el que todas las cosas se tienen en común. Pero para ellos este orden existía solo en una edad de oro pasada e irrecuperable. Por tanto, los mismos autores que lamentan su desaparición dicen poco acerca de cómo restaurarla.23
La mayoría de los autores romanos miran hacia el pasado en busca de dirección. Pero el pasado a que se remontan no es aquella perdida edad de oro de sencillez y propiedad común, sino más bien los primeros tiempos de la antigua República, que según ellos creían había sido construida gracias a la honestidad y fuerte labor de sus fundadores. En ese sentido, todos los grandes autores romanos de la antigüedad son conservadores, y sueñan volver a un pasado en el que la agricultura era la principal fuente de riqueza, cuando la tierra era cultivada por ciudadanos quienes eran también sus dueños. Muchos de sus escritos en este sentido tienen un tono moralizante, quejándose de la pérdida de valores tradicionales.
Sin embargo, aunque en teoría la agricultura era la fuente preferida de riquezas y la actividad más noble, y aunque aquellos autores afirman que el abandono de la tierra es una de las principales causas de las dificultades de su tiempo, casi todos los escritores que dicen esto vivían en la ciudad. De entre los escritores que se dedicaron a alabar y a escribir sobre la agricultura —los llamados scriptores de re rustica—, solamente Columela vivía en el campo. Y él mismo tampoco trabajaba en él con sus propias manos.
Por lo general, se dice poco en los escritos latinos a favor dela propiedad común. Al contrario, bien puede decirse que una de lasprincipales contribuciones de Roma al mundo occidental fue su énfasis en la propiedad privada. En las antiguas constituciones griegasde Solón y de Licurgo, por ejemplo, se establecía que la propiedad dela tierra no era absoluta. En la antigua Roma, donde cada pequeña casa de un ciudadano estaba rodeada de sus tierras aledañas, y donde cada hogar incluía los altares de los antepasados, la idea misma dela propiedad tomó un carácter casi religioso. Para los romanos, la propiedad en el sentido completo incluía el derecho de usar, gozar yabusar de lo que se poseía. Por la misma razón, los antiguos romanos creían que todo impuesto sobre sus tierras era inaceptable, y los impuestos se imponían particularmente sobre los pueblos conquistados, no solo para recaudar los fondos necesarios, sino también como señal de conquista y de pérdida de sus derechos de propiedad. Por razones semejantes, el derecho de dejar la propiedad a los herederos era fundamental en el sistema legal y económico de Roma.
En muchos modos, el más romano de entre los romanos, y ciertamente el que más claramente expuso tales ideas, fue Cicerón. El tema de la inviolabilidad de la propiedad frente a la necesidad de una reforma agraria y de la distribución de la tierra entre los ciudadanos de Italia fue una de las principales causas del serio conflicto entre Cicerón y Catilina, pues Cicerón creía que la propuesta de su contrincante amenazaba la naturaleza misma del estado. Según Cicerón pensaba, la principal función del estado no era otra que preservar la propiedad privada.24
Aunque Cicerón repite el cliché según el cual la felicidad se fundamenta en la virtud y no en las riquezas, también afirma que quienes decidan acumular grandes fortunas deben tener el derecho de hacerlo, siempre que no dañen a otros en el proceso.25 Y aun esto no es una regla absoluta, puesto que los sabios y virtuosos tienen el derecho de desposeer de sus tierras a los inútiles o no productivos, ya que esto es preferible para el bien común.26 Luego, resulta claro que la defensa de la propiedad por parte de Cicerón es más bien una defensa de la clase propietaria que una defensa de un principio moral o legal. El propio Cicerón poseía al menos catorce grandes fincas.
En cuanto a las diversas ocupaciones, Cicerón sostiene que hay ocupaciones nobles y otras vulgares. El hacer algo para obtener pago es una forma de esclavitud pasajera en la que la libertad se le cede a otra persona. Todo lo que sean oficios manuales o trabajo físico le parece vulgar y hasta sórdido.27 Es solamente acerca del trabajo agrícola que Cicerón dice algo positivo, pues la tradición sostenía que Roma se había hecho grande gracias al trabajo agrícola de sus primeros fundadores.
Séneca es parte de la misma tradición de Cicerón. Él también era rico, y sin embargo escribía elocuentemente acerca de los dolores que la riqueza acarrea, y de la necedad de ir en pos de ella. Quienes se dedican a ser ricos sufren de ansiedad, y esto viene a ser una especie de esclavitud.28 Esto llega a tal punto que Séneca se atreve a decir que el pobre es más afortunado que el rico, pues tiene menos que perder. Para probarlo dice que el que le arranquen un cabello a un calvo le duele tanto como el que se lo arranquen a uno con gran cabellera, pero puesto que el calvo tiene menos cabellos tiene que preocuparse menos porque se los arranquen.29
Plinio el Viejo se lamenta del crecimiento de los latifundios y el daño que le causan al estado, 30 y también se refiere a la necedad de quien acumula riquezas solo para ostentarlas. Según él, el primer crimen lo cometió la primera persona que se puso un anillo, pues muchas manos tuvieron que escarbar en la tierra para que solo un dedo pudiera adornarse.31 Pero el propio Plinio también era enormemente rico y poseedor de latifundios.
En todo esto, como en otros asuntos paralelos, la evolución tanto de la ley como de la práctica romana llevaba constantemente hacia la protección de los derechos de propiedad. Es interesante notar que bastante más tarde, cuando Diocleciano y Constantino, en los siglos tercero y cuarto respectivamente, trataron de reformar la economía, lo hicieron solamente en cuanto a los mercados, pero no se atrevieron a tocar los latifundios. En el siglo segundo, el jurista Marciano sí había propuesto ciertos límites a la propiedad privada, indicando que hay algunas cosas que no pueden poseerse. Estas son el aire, las aguas corrientes, el mar y las costas.32 Por ello no se debe permitir construir un edificio tan alto que detenga el viento e impida que un vecino aviente el grano, 33 ni acaparar comida en tiempos de hambre.34
Pero aparte de limitaciones como estas, la propiedad privada y sus derechos era la columna vertebral del derecho romano. El propietario tenía derecho no solo a usar y disfrutar de su propiedad, sino también a abusar de ella y hasta destruirla —aunque sí había algunos límites en cuanto al manejo de los esclavos. De hecho, la definición tradicional de la propiedad era el derecho de usar, gozar y abusar —jus utendi, jus fruendi, jus abutendi.
En resumen, todo el derecho romano se fundamentaba en los derechos de la propiedad privada —o más bien, de sus dueños. Ni la ley ni la filosofía romanas exploraron la posibilidad de una propiedad en común como lo habían hecho algunas de las antiguas constituciones griegas o como Platón y otros filósofos. Los autores romanos sí continuaron la tradición de declarar que las riquezas son fuente de ansiedad y que por tanto no se debe buscarlas. Pero los mismos autores que escribieron tales líneas acumulaban fortunas que hubieran sido impensables para los antiguos griegos.
Algunos estaban convencidos, como Cicerón, de que la protección de la propiedad privada era la función principal y el más alto interés del estado. Los ciudadanos libres estaban exentos de impuestos, pues estos se consideraban tiranía, hasta que a la postre tuvieron que empezar a pagarlos por razones de absoluta necesidad. Probablemente a nadie se le hubiera ocurrido usar los impuestos para redistribuir las riquezas o para darle forma a la sociedad, aun cuando hoy resulta claro que el sistema romano de impuestos fomentaba la concentración de la riqueza en unas pocas manos. En cuanto a los pobres, esto no era materia de que el estado debiera preocuparse, excepto cuando en ciudades grandes tales como Roma o Constantinopla, o en tiempos de hambruna, el número y desesperación de los pobres podría llevar al desasosiego civil.
La tercera tradición, aparte de la griega y la romana, de la cual el cristianismo antiguo derivó buena parte de sus ideas respecto al orden económico de la sociedad, fue el judaísmo. Como los antiguos romanos y la mayoría de los pueblos de la antigüedad, los israelitas le daban gran importancia a la tierra en que sus antepasados estaban sepultados. Así, por ejemplo, en Génesis 23 vemos cuán importante era para Abraham poseer la tierra en que Sara sería sepultada. Por la misma razón, cuando José ve que se aproxima su muerte, pide que su cuerpo sea enterrado con sus antepasados.35 Y lo mismo hace su padre Jacob.36
Sobre esta base, la tierra y su posesión llegaron a tener para los israelitas una importancia que iba mucho más allá de lo meramente económico. Pero esto no les llevó a la doctrina de la propiedad con derechos absolutos que reinaba en Roma. La tierra era sagrada, no solo porque en ella estaban los sepulcros de los patriarcas y matriarcas de Israel, sino también porque era tierra de Dios. Era Dios quien se las había dado a los hijos de Israel en tiempos de la conquista. Pero, aunque Dios les había asentado en ella y les había dado su uso, la tierra seguía siendo de Dios.
Por ello, en contraste con el derecho romano, la ley de los judíos le ponía límites precisos a lo que se podía hacer con la propiedad. Quizá la diferencia más marcada era que la ley de Israel no permitía que se abusara de la propiedad, ya fuera tierra, animales o esclavos. De igual manera que se ordenaba que tanto los humanos como las bestias descansaran cada siete días, también se mandaba que la tierra se dejara baldía para que pudiera descansar cada séptimo año.37 Esto incluiría no solo las cosechas anuales tales como el trigo, sino también los viñedos y los olivares. Según la interpretación rabínica de este precepto, se trataba de un recordatorio para que Israel no olvidara que en última instancia la tierra le pertenecía a Dios.38 Cualquier cosa que la tierra baldía produjera por cuenta propia debía estar disponible para que los pobres se alimentaran de ello. Y lo que los pobres no tomaran debía dejarse para los animales silvestres.
El hecho de que en última instancia la tierra le pertenece a Dios quería decir también que parte de lo que produjera debía reservarse para Dios, tanto directamente mediante los diezmos y otras ofrendas como indirectamente poniéndolo a la disposición de los necesitados. El viajero hambriento o sediento podía entrar en un campo y comer grano o uvas, siempre que no tomase más de lo que necesitaba.39 De igual manera, los pobres, los huérfanos, las viudas y los transeúntes tenían derecho a cierta parte de toda cosecha. Esto incluía los bordes de los campos de grano, cualquier fruto que cayera por tierra, y todo lo que los cosechadores dejaran tras de sí después de pasar por el campo una sola vez.40 Este mandamiento era tan importante, y requería tanta clarificación, que toda una sección del Talmud se dedicaba a aclarar su alcance y aplicación.
Aunque todas estas leyes se fundamentaban en el hecho de que era Dios quien verdaderamente poseía la tierra, los rabinos constantemente reafirmaban el principio del interés particular de Dios por los pobres. Por ejemplo, si era cierto que cualquier viajero podía tomar de un campo para comer, los rabinos discutían si, en el caso de que el viajero mismo tuviera propiedad en otro lugar y se viera en necesidad de tomar algo de lo reservado para los pobres, tendría que hacerles restitución a los pobres. Algunos decían que en ese momento el viajero era pobre en el sentido de que necesitaba de lo que quedaba de la cosecha. Otros insistían en que la restitución debía hacerse, puesto que de otro modo se les estaría robando a los pobres de su justa porción.
Sería fácil ridiculizar tales discusiones como un legalismo innecesario. Pero no debemos olvidar el punto central, que todos estos debates y reglamentos eran un intento de proteger los derechos de los pobres, y que su premisa fundamental era que los pobres tienen derechos —derechos que limitan la autoridad y el poder de quienes son dueños de la tierra.
Otra fuente de apoyo para los pobres era un diezmo especial que se recolectaba —o al menos debía recolectarse— eltercer y el sexto años de cada ciclo de siete. Esto era una obligación religiosa que mostraba el interés particular de Dios porlos pobres.
De igual manera, la legislación hebrea se ocupaba de lapérdida inevitable de sus tierras ancestrales por parte de algunos israelitas, ya fuera por razón de malas cosechas o de mala administración, y buscaba modos de remediar tal situación. Era por esto que se prohibía vender la tierra a perpetuidad. Esa prohibición, que no se aplicaba a las casas en las ciudades, quería decir que a la postre todo israelita tenía derecho arecuperar las tierras ancestrales perdidas por cualquier razón. Si todos los demás métodos de recuperación fallaban, quedaba todavía el año del jubileo.
El jubileo, que debía tener lugar una vez cada cincuenta años (es decir, tras siete períodos de siete años cada uno), requería que en ese momento toda la tierra regresase a sus dueños originales, se cancelaran las deudas, y todo israelita sometido a esclavitud fuera liberado. Naturalmente, esto quería decir que el valor de una propiedad dependería de cuánto tiempo quedaba antes del próximo jubileo. Los eruditos no concuerdan encuanto hasta qué punto la ley del jubileo se cumplió o no. Pero al menos fue siempre un ideal al cual los profetas podían señalar en demanda de justicia, y que Jesús empleó como un modo de definir su propia misión.41
En breve, el modo en que los judíos entendían los derechos de propiedad era radicalmente diferente del modo en que la ley romana lo entendía. Mientras la última tendía a absolutizar los derechos de propiedad, entre los judíos esos derechos estaban limitados por los derechos de Dios, por los derechos de la propiedad misma, de la cual no se ha de abusar, y por los derechos de los necesitados —los pobres, los transeúntes, los huérfanos y las viudas.
En cuanto a la usura, la ley de Israel la condenaba de igual modo que lo hacía la tradición grecorromana, al mismo tiempo que se esperaba que se tuviera compasión de los pobres que tenían que tomar prestado: “Cuando prestares dinero a uno de mi pueblo, al pobre que está contigo, no te portarás con él como logrero, ni le impondrás usura. Si tomares en prenda el vestido de tu prójimo, a la puesta del sol se lo devolverás. Porque solo eso es su cubierta, es su vestido para cubrir su cuerpo. ¿En qué dormirá? Y cuando él clamare a mí, yo le oiré, porque soy misericordioso”.42 Con el correr de los años, se fueron encontrando medios de evadir esta prohibición, y por lo tanto los juristas judíos se vieron en la necesidad de aclarar su sentido y alcance.
Por último, es necesario decir algo acerca de dos sectas judías que hacían uso de los bienes de maneras particulares: los esenios y los terapeutas. Los esenios, de quienes sabemos más ahora gracias a los descubrimientos de los rollos del Mar Muerto, tenían las cosas en común. Filón habla de un espíritu de compartir (koinonía) entre ellos que escapa toda descripción. Al parecer quienes se unían a la secta iban deshaciéndose progresivamente de sus bienes y dándoselos a la comunidad hasta que se deshacían de todo. Los terapeutas también se deshacían de sus propiedades, aunque en su caso el propósito no era tanto reforzar la vida comunitaria, sino más bien la contemplación ascética.43 Empero, a pesar de la presencia de tales grupos, la corriente central dentro de la tradición judía insistía en que, mientras la caridad ha de ser de proporciones notables, no debe uno desposeerse de todo.
Como era de esperarse, cuando el movimiento cristiano surgió fue influido ante todo por su contexto inmediato judío. Por lo tanto, mucho de lo que veremos en las primeras etapas del movimiento llevará huellas claras de su origen judío. Pero con el correr del tiempo, según la iglesia se fue expandiendo dentro de la comunidad gentil, la influencia de autores griegos y romanos se hizo más marcada. Todo esto lo veremos en los capítulos que siguen.
1 Aristóteles, Política, 1264-72.
2 Ekklesiazusae, 589-99.
3 Al menos, eso es lo que da a entender en su diálogo Leyes (759-828), donde dice que la única tarea que las mujeres pueden compartir con los varones es el sacerdocio. En la República (455-57), las mujeres se incluyen en las diversas categorías sociales, aunque Platón afirma que los varones son superiores en toda clase de actividades.
4 República, 420.
5 Ibíd., 347.
6 Ibíd., 396.
7 Ibíd., 582.
8 Ibíd., 417.
9 Ibíd., 740-41.
10 Leyes, 846-47; 919-20. 24
11 Ibíd., 918.
12 República, 556; Leyes, 742-43; 849; 915.
13 Política, 1277-78.
14 Aristóteles sí dice que para que el estado pueda subsistir sus miembros han de tener algo en común, sobre todo un lugar común. Pero aun eso no es la situación ideal. Política, 1261.
15 Política, 163.
16 Ibíd.
17 Ibíd., 1295.
18 Ibíd., 1258.
19 Ética a Nicómaco, 1131.
20 Fragmentos 35 y 29 en W. J. Otes, editor (New York: Random House, 1940).
21 Del deseo de las riquezas, 3.
22 Ibíd., 8.
23 Véase por ejemplo Catón el Viejo, De la agricultura, 1.
24 De los oficios, 3.15.
25 Ibíd., 1.20-21.
26 Ibíd., 3.6.
27 Ibíd., 1.42.
28 Epístola 14.
29 De la tranquilidad del alma, 8.
30 Historia natural, 1.18.
31 Ibíd., 1.2.158; 1.33.8.
32 Digesta, 1.8.2.
33 Código teodosiano, 3.14.
34 Ibíd., 10.27.
35 Gn 50.25.
36 Gn 47.29-31.
37 Ex 23.10-11; Lv 25.2-4.
38 Véase Sanh. 250: “Por seis años sembrarás, y el séptimo dejarás la tierra baldía, para que todo el mundo sepa que la tierra es mía”.
39 Dt 23.24-25.
40 Lv 19.9-10; 23.22; Dt 24.19-21.
41 Lc 4.18-19.
42 Ex 22.25-27.
43 Filón, De la vida contemplativa, 1.1; 2.13, 18.