Rafa Melero Rojo nació en Barcelona, pero su infancia la pasó en Lleida, hasta que en 1995 ingresó en el cuerpo de los Mossos d’Esquadra. Desde entonces ha trabajado en ciudades como Figueres, La Bisbal de l’Empordà, Lleida, L’Hospitalet de Llobregat y Terrassa, entre otras, y su trayectoria profesional ha transcurrido íntegramente en la policía judicial, en grupos como el de Homicidios, Salud Pública o Delitos contra el Patrimonio. Esta es su tercera novela, después de publicar las exitosas La ira del Fénix (Playa de Ákaba, 2014) y La penitencia del alfil (Alrevés, 2015).
El mayor pecado de cualquier delincuente es quizá la firme creencia de que existe un último golpe que lo llevará a la salvación y le permitirá de una vez por todas dejar para siempre el hampa. Pero el golpe final no existe, ¿o sí?
Ful, un criminal de poca monta que lleva muchos años actuando en las calles de Lleida, ve cómo los años pasan y cómo su padre hace mucho tiempo que no deja de mirar por la ventana buscando respuestas que nunca obtendrá, ¿o sí?
Pero la monotonía se ha apoderado de la vida de Ful, y quizá por ello, cuando James le propone un plan peligroso pero perfecto que le permitirá pasar página definitivamente, acepta la oferta. Sin embargo, los planes no siempre salen como uno tenía previsto, ¿o sí?
En cualquier caso, delinquir contra una banda de traficantes colombianos le parece una buena idea. Estos nunca denunciarán el crimen, ya que tienen tanto que perder como sus agresores. Por esa regla de tres, Ful, junto con Jose, Arturo, Jessica, el Pelota y James, el gran instigador de la trama, se lanzan a un atraco que de una vez por todas les permitirá romper con su pasado, ¿o no?
Rafa Melero nos hipnotiza con una historia repleta de humanidad que acerca al lector no solamente a la mente desquiciada del criminal, sino también a la inequívoca conducta de toda una sociedad que muy a menudo mira hacia otro lado y desea ignorar la realidad. Porque generalmente los delincuentes no nacen con esa condición, muy a menudo es su entorno y sus circunstancias quien los lleva a convertirse en lo que finalmente son.
Melero es sin lugar a dudas uno de los escritores españoles que mejor sabe cómo sorprender al lector, y lo hace sin trampas y sin faltarle el respeto. Y es que la realidad supera siempre la ficción, o eso dicen, y de la realidad criminal de nuestros días el autor sabe mucho.
Primera edición: junio de 2015
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
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© Rafa Melero Rojo, 2016
© de la presente edición, 2016, Editorial Alrevés, S.L.
© Diseño: Ernest Mateu
ISBN: 978-84-16328-65-9
Producción del ebook: booqlab.com
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Este libro está dedicado a la memoria de mi amigo Óscar Valenzuela
La visión es espantosa. Somos tres hombres de pie en un sucio piso del casco antiguo de Lleida y en el suelo hay dos cadáveres. Hasta ahora, yo solo había visto esto en el cine. Como en Pulp Fiction cuando Samuel L. Jackson cose a balazos a Roger y Brett, después de recitar el pasaje bíblico del libro de Ezequiel: «Y tú sabrás que mi nombre es Yahvé, cuando caiga mi venganza sobre ti». Qué grande, L. Jackson. Pero yo no soy él. Ni ninguno de mis compañeros se parece a John Travolta. Ni remotamente.
Los tres nos observamos en silencio y parece que han pasado horas. Aparentemente, el tiempo no avanza. Pero no es así. Corre en nuestra contra. Solo han pasado unos segundos desde que se ha oído ese estruendo en el comedor del piso del africano. Me zumban los oídos y eso aumenta mi estrés. No soy un chico malo. Si fuera un chico malo no me pondría nervioso. La chica muerta era joven y parecía guapa. Ahora su pelo medio rubio está teñido de rojo. Cerca de ella, Bakary tiene la camiseta de color purpúreo casi por completo. Vaya estampa. Tarantino haría una película cojonuda con nosotros.
Hago memoria y lo veo de nuevo. El africano está de pie delante de mí. Solo un sonido ahogado saliendo de su boca. Una especie de soplido sordo. De su interior escapa el aire de golpe, me mira con las pupilas desorbitadas y antes de caer al suelo el tipo ya estaba muerto.
Miro mis manos cubiertas con unos guantes negros manchados de sangre y casi no me lo creo. Tengo un cuchillo en la mano que dejo caer. Los guantes que llevo puestos son de algo que se asemeja a la piel, pero tengo la sensación de que la sangre ha atravesado esa capa de piel falsa. Noto mis dedos mojados. Es sudor. Me tengo que calmar. No sé si seré capaz de arreglar todo este estropicio. Se nos ha ido de las manos, y ahora solo queda una cosa por hacer y tenemos que arreglarlo. Y soy consciente de que no todo en la vida tiene arreglo.
Se empieza con un «tenemos que hacer algo». Esas son las palabras que arrastran a personas como nosotros. Es el signo que marca el camino de la vida en tipejos como yo.
Hay que hacer algo.
Maldito lema de perdedores.
Cuando se es pobre, uno tiende a subsistir con lo que tiene y no desaprovecha las oportunidades que le da la vida. En el barrio donde nací y crecí, esas oportunidades les llegan a muy pocos y algunos las aprovechan. Yo solo intento sobrevivir, y este trabajo tenía muy buena pinta cuando James lo propuso. ¿Qué mejor negocio que atracar a un traficante? Quizá no escogí la mejor opción. Siempre intento ver los pros y los contras, pero por desgracia para mí existen las jerarquías y James es el jefe, aunque él rara vez se moja.
Tengo que pensar. Y rápido.
Jose me mira con sus inertes ojos negros y no se le ve muy alterado a pesar de que delante tiene a dos cadáveres. Y a ella se la ha cargado él. Yo he matado a Bakary. ¿Quién iba a suponer que sacaría una pipa? El muy cabrón.
Arturo es el tercer hombre y está en estado de shock. Su metro setenta, al lado de Jose, que mide un palmo más, le hace aún más bajito. Parece que se ha encogido. No atina a decir una palabra entendible. Sujeta el cuchillo que le he dado antes de entrar y lo agita lentamente al aire como si estuviera cortando algo que solo está en su mente. Tiene la mirada perdida, y el olor a pólvora quemada no ayuda.
Era sencillo, entrar y salir. Nadie iba a resultar herido, pero el muy hijo de puta sacó una pistola. No tuve más remedio que clavarle el cuchillo. No me quito esa sensación del cuerpo al notar cómo el acero atravesaba vísceras y costillas. Le he partido el corazón. Al menos no ha sufrido, pero ¿por qué Jose le ha disparado a la mujer? Ni siquiera tenía que estar allí.
Me toco la frente, parece que me ha salpicado la sangre de Bakary. Joder, cómo sangraba el muy cabrazo. Como un cerdo.
No, el espejo del comedor me deja ver que en la cabeza solo asoma el sudor. Imagino que es la adrenalina. Aquí hace calor. Afuera hace frío.
A través del espejo observo que las entradas hacen mella en mi cabeza. He ganado algunos kilos a pesar de que acostumbro a estar delgado. El que me mira al otro lado del espejo no parece que tenga treinta y nueve años. Parece que tenga casi cincuenta. Mis ojos marrones y la barba de cuatro días que me he dejado para el golpe ayudan a empeorar mi aspecto. En mi barba poco poblada sí asoman algunas canas.
Joder, qué mal estoy.
«¿Qué has hecho, Ful?»
No hay tiempo. Jose le ha disparado a la chica y eso hace demasiado ruido. No tardará en llegar la pasma. Tenemos que largarnos. El Pelota nos espera en el coche y Jessi está con él.
Cojo la pistola con la que ha intentado matarme y la guardo en el bolsillo de la chaqueta. Durante mi vida he tocado algunas armas, pero no soy ningún experto. De hecho, hasta que no nos hicimos con la que lleva Jose no las había tocado tan en profundidad. Ahora sé bien que quizá hay una bala en la recámara, porque Bakary no parecía tener intención de montarla. Mejor no moverla mucho. No sé muy por qué me la llevo, pero algo me dice que no es muy bueno dejar atrás una pipa en una situación como en la que nos encontramos.
Hay que reaccionar y rápido.
—Jose, recoge la coca y larguémonos —le digo a mi amigo. Parece absorto en la chica que acaba de matar—. ¡Despierta, cabronazo! —le grito.
Él me mira como si no me reconociera.
—¿Por qué le has disparado? Me cago en la puta.
No contesta; de hecho, no habla mucho, nunca habla mucho, pero se incorpora, coge la bolsa y sale detrás de mí, que ya estoy en la puerta.
Me giro, y veo que Arturo se queda inmóvil.
—¡Muévete, burro! —le grito mientras le golpeo el hombro. Parece que eso le hace reaccionar y me sigue. Todos corremos.
Se empiezan a oír sirenas. Tenemos que llegar al callejón. En esta zona del casco antiguo de Lleida pasaremos bastante inadvertidos, pero la Guardia Urbana tiene cámaras de seguridad. Hay que colocarse las gorras y subirse el cuello de los abrigos. En noviembre hace frío, en Lleida. Siempre hace frío, pero hoy más.
Salimos a la calle y veo que aún tenemos algo de tiempo. Jose va delante y Arturo y yo lo seguimos. Nos abrochamos bien la chaqueta y caminamos con tranquilidad. Nunca hay que correr en estos casos.
Dos urbanos llegan por el otro lado de la calle. Joder, qué rapidez. Van concentrados en llegar al piso de los negros. No nos cruzaremos con ellos, pero se disponen a atravesar la calle y en breve los tendremos a nuestra espalda. Pasan por la acera de enfrente y no reparan en nosotros.
Solo tenemos que llegar a la plaza del Dipòsit, donde nos espera el coche. Jose los mira. Los mira demasiado. Hace el amago de sacar el arma que lleva en el bolsillo del abrigo. ¿Se ha vuelto loco? ¿Se va a cargar a dos polis?
Doy unos pasos largos sin perder la compostura, me sitúo a su altura y le sujeto la muñeca que lleva en el interior de la chaqueta. Con la mirada tiene bastante. A mí no me tiene miedo, aunque sí se lo tiene que tener a James. Sé de lo que es capaz. Se relaja y seguimos caminando. Ya veo el coche. Un Fiat Punto blanco del padre del Pelota, que nos espera en el asiento del conductor. Con el jaleo y las sirenas que se acercan temo que se haya ido sin nosotros, pero no. Allí está. Seguramente nervioso, pero ha mantenido la calma a pesar de haber oído las sirenas y de ver pasar corriendo a los dos urbanos justo por su lado. Nos mira con cara de terror cuando aprecia la sangre en mi chaqueta. A él no lo han trincado nunca. Eso se nota.
Jessica está a su lado, en ella no veo miedo, sí preocupación. Es una chica preciosa, y ni la pequeña arruga que muestra en la frente la hace ser menos guapa.
Suavemente, le hago una señal con la mano para que esté tranquila. Intento transmitirle que todo ha ido bien. Arturo es su pareja, pero casi no lo mira. Necesita que yo le diga que todo ha ido bien. ¿Que todo ha ido bien? Ha sido un puto desastre. Hemos dejado detrás dos cadáveres. La cosa no podía ir peor. James no va a estar contento y eso lo acabaremos pagando, pero no nos queda otra que confiar en él. Es el jefe y siempre nos protege. Todos confiamos en él. Nos va a hacer mucha falta. Ahora nos va a buscar la poli, aunque intento hacer memoria y creo que no hemos tocado nada. Además, llevamos guantes. No hay cámaras, y sin huellas tendrán que conformarse con los testigos. La única que tenía esa condición era la chica que ahora yace muerta en aquel piso de mala muerte. La poli lo tendrá difícil, pero no hay que confiarse. Más problemáticos van a resultar los dueños del paquete. Habrá unos traficantes que no van a estar muy contentos, aunque solo son dos kilos de coca y eso es una minucia para ellos. Esperemos que el camello no fuera un miembro importante. Y que la chica tampoco. Los hemos matado y ni siquiera sé el nombre de ella. La vida es una puta mierda. Pero, claro, cuando vives como nosotros, sabes que siempre «hay que hacer algo».
Y muchas veces, después de ese algo, está la pasma.
El piso de cincuenta metros cuadrados en medio del casco antiguo de la ciudad tenía la pinta de una película gore. «La que han liado los yonquis», comentaban los patrulleros que habían llegado primero. Uno era veterano y ya había visto otros escenarios, pero el novato se resistía a acatar la orden que le habían dado de salir del piso y no dejar entrar a nadie. No todos los días se ve un cadáver fruto de un homicidio, y menos dos. El mayor empezaba a estar de vuelta y lo convenció, porque si lo pillaban dentro los de la unidad de investigación se iba a meter en problemas, y él también, por lo que no les quedaba otra que estar en la puerta y esperar. No tardaron en llegar.
En un comedor pequeño estaban los cuerpos de un hombre y una mujer estirados en el suelo. El hombre estaba encima de un charco de sangre bastante abundante. Tenía unos treinta años y era africano. La chica era sudamericana, no tenía más de veinticinco, era rubia y un disparo en medio de la frente no dejaba apreciar bien la belleza que tenía en vida. Era más bien delgada, aunque ya empezaba a perder la figura seguramente por la mala vida que llevan asociadas las drogas.
Dos mossos d’esquadra uniformados habían puesto una cinta con las siglas de la Policía autonómica en la puerta para identificar el escenario y aislarlo. Conversaban animadamente con los dos agentes de la Guardia Urbana, que habían sido los primeros en acudir. Pero, por competencia profesional, iban a ser los Mossos d’Esquadra los que llevasen la investigación. Su sargento les había dicho que no se fueran de allí porque tenían que prestar la primera declaración. Poco iban a poder decir, porque cuando entraron en el piso a golpe de patadas en la puerta, el autor o autores ya se habían evaporado.
Un vecino había oído un disparo. Se había refugiado detrás de su propio sofá y después de armarse de valor había marcado el teléfono de la policía. Ni siquiera se había atrevido a mirar por la mirilla. Aquel señor de setenta años ya era el último inquilino nacional del inmueble. Lo habían amenazado tantas veces que casi no salía a la calle en su propio barrio. No solía meterse en asuntos ajenos, pero un disparo era demasiado. Pensó que quizá también le iban a disparar a él y, aunque ahora se arrepentía de haberlo hecho, había pedido auxilio a la Guardia Urbana.
No tardaron en aparecer los de la secreta. En los Mossos eran los de la judicial o los de investigación los que se iban a hacer cargo. Lo mismo con otro nombre.
El caporal Alfredo Pujol iba a llevar el caso, puesto que su sargento estaba de vacaciones y además fuera del país. Le gustaba mucho viajar y aprovechaba que después del verano se puede viajar más lejos y más días que en temporada alta. Octubre es una buena época para viajar y él lo hacía cada año. Entonces, se perdía por el mundo y ahora estaba por algún lugar remoto de Vietnam. El otro sargento de la unidad no era del agrado del subinspector Braulio Rodríguez y le iba a dejar hacer a Pujol. Aunque no le quitaría el ojo al asunto.
Dos fiambres en un piso. Un hombre muerto a cuchillo y una mujer ejecutada no es moco de pavo. La cosa, tratándose de un conocido piso de narcotraficantes, no tenía mucho juego. Estaba claro. Un negocio que había salido mal.
El hombre se llamaba Signole Bakary, tenía treinta y siete años y era originario de Guinea-Bisáu. Según los archivos policiales le constaban tres antecedentes por delitos contra la salud pública y dos por atentado a agentes de la autoridad. No era muy amigo de los policías y sus detenciones acababan por el suelo. Era evidente que si el negocio se había torcido, Bakary habría presentado batalla. Aunque lo cierto es que el escenario no decía eso. No tenía señales de lucha y un único golpe de cuchillo le había atravesado el pecho.
La chica no tenía antecedentes y a primera vista iba bien aseada y vestía bien. Se llamaba Evelin Salcedo. No era una consumidora habitual de Bakary, al menos nada sabían de ella los efectivos de paisano que se mueven por el casco antiguo. Estos conocen de primera mano a todos los pequeños camellos y yonquis de la zona. Llevaba pasaporte y parecía que no hacía mucho que estaba en el país. De hecho, estaba fechado cuatro días antes. Igual ella era el camello.
La jueza se presentó poco después de las ocho de la tarde. Lo hizo con el forense y la secretaria judicial. También acudió la fiscal de homicidios. Aquello tenía mala pinta y en la capital del Segrià no era muy habitual este tipo de sucesos. Un martes no suele haber mucha movida en los juzgados, pero no deja de molestar tener que ir a trabajar fuera de horario laboral. Algunos jueces se lo toman bien, otros no. Como en todas las profesiones. El jefe de la unidad vio que había tenido suerte con la jueza. Era de las que no tiene horario.
El subinspector Rodríguez presentó al caporal Pujol a la comitiva judicial haciéndoles saber que se iba a encargar del caso. Eso sí, se reservaba el hecho de ir a explicarles las novedades que surgieran como jefe de aquella unidad. Al caporal le iban a ver más a menudo, puesto que en una investigación de homicidio se piden muchos autos judiciales: de intervención telefónica, de registro, sobre las cuentas bancarias y sobre muchos datos más donde la policía de este país no tiene acceso. Era conveniente que le vieran la cara y lo conocieran.
El levantamiento fue bastante normal, teniendo en cuenta las circunstancias. No había mucho más que lo que se observaba y la científica sacó infinidad de huellas. Era un piso donde vivía gente, y allí iban a comprar su dosis muchos de los adictos de la ciudad. Demasiados sospechosos que, sin embargo, iban a pasar por la comisaría para prestar declaración. Quizá alguno se desmontaba. A veces lo hacen, pero el caso no parecía ir por esos derroteros.
Aquella casa parecía un verdadero laboratorio de drogas. Balanzas de precisión, bolsas de plástico recortadas en forma circular para poner las dosis, cantidades ingentes de medicamentos, entre los que destacaba el paracetamol y una sustancia blanquecina que dio negativo a coca en el test, pero que debía de ser Lidocaína para el corte… Pero de droga nada de nada. Alguien se la había llevado. La cosa apuntaba a lo que se veía.
Un robo.
Pujol hizo ir al piso al caporal del grupo antidrogas, o de estupas, como los llamaban en la unidad, porque aquello requería conocimientos en el tema y Enrique Suárez llevaba en el cargo siete años. Nada se movía en el casco antiguo de Lleida sin que él lo supiera.
La comitiva judicial abandonó el escenario y quedaron para la mañana siguiente, cuando enfocarían la investigación. El caporal Suárez llegó minutos después de que la funeraria se llevara los cuerpos al depósito. El forense tendría poco que decir porque era evidente el modo en que habían muerto. La bala había atravesado la cabeza de la chica y el casquillo que habían encontrado en el piso indicaba que era un calibre de 9 mm corto. El cuchillo también estaba allí y ya el mismo caporal Pujol, viendo la escena, supo que no encontrarían huellas en él. Pero, evidentemente, se tenía que intentar. Igual sonaba la flauta. A veces los peores casos se resuelven porque los autores, una vez han cometido el delito, no son capaces de tener la cabeza tan fría como para dedicarse a limpiar.
Según el caporal de delitos contra la salud pública, Bakary era un pequeño traficante que vendía al por menor. No cuadraba mucho que estuviera liado en un asunto con una cantidad tan importante como para que le hubiera costado la vida, pero ese carácter suyo y su tendencia a la violencia bien podría haber despertado la ira de quien no debía. Y una vez muerto él, ella había sido ejecutada sin miramientos.
No había dudas entre los investigadores que aquello lo habían hecho unos profesionales.
Con la puerta abierta del conductor y la cabeza fuera, el Pelota no deja de vomitar. Hemos parado el coche en la subida que hay en el instituto Torre Vicens. Estamos haciendo la ruta hacia el barrio del Secà de Sant Pere y casi no ha tenido tiempo de abrir la puerta.
Una vez ha empezado este, Arturo lo ha secundado desde la puerta de atrás.
Observo a Jessica, que está a mi lado, y no sé si está a punto de romper a llorar o a gritar. Su cara, tan bella cuando tiene una preocupación, no es en este momento lo que me apetece ver. Solo pienso en llegar a casa y pensar. Y cuando haya hecho eso, hacer la llamada que no tengo más remedio que hacer. Hay que informar a James de que el asunto ha salido bien, pero que se ha complicado.
«¿Ha salido bien?»
«Pero ¿qué coño me pasa?»
Yo nunca había matado a nadie y supongo que me estoy haciendo a la idea de lo que hemos hecho. Pero ¿qué iba a hacer? Aquel puto negro había sacado un arma. No me había quedado opción.
Y… ¿Jose? Algo en mi interior me dice que, aunque lo que me apetece en este momento es pegarle un tiro por haber matado a la chica a sangre fría, también es evidente que, de no haberlo hecho, ahora nuestra situación sería mucho más jodida. Una testigo presencial de un homicidio en que el autor era yo. Casi le tenía que dar las gracias a aquel cabrón. Lo miro y tiene la vista en el horizonte. Nos conocemos desde pequeños, somos amigos desde los cuatro años y fuimos juntos al colegio hasta que ambos lo dejamos después de la EGB. La formación profesional no era para nosotros. Pero «¿qué era para nosotros?» Los porros fueron mi clase durante dos años hasta que en casa me dijeron basta y el mundo de los estudiantes se acabó para mí. Allí conocí a Arturo y no hacía mucho que había conocido a Jessica. Ese fue mi premio en mi época de estudiante. No aprobé ni una asignatura.
Encontré trabajo como pintor. No de los que hacen cuadros y se forran, no. Yo pintaba los pisos de los demás. Y locales, o lo que mi jefe dijera. Provengo de una familia humilde donde dos hermanos y una hermana, compartiendo habitación, vivían en un cuarto piso sin ascensor. De allí no se podía escapar de mi padre cuando este venía del bar, borracho.
Mi madre casi siempre se llevaba los peores golpes, pero había para todos. Mi hermana salió de casa en cuanto pudo mantenerse y no miró atrás. Allí nos quedamos mi madre, mi hermano pequeño y yo. Ella lo aguantó hasta que yo fui lo suficientemente mayor como para que le pudiera devolver las hostias a mi padre.
Fue un 7 de junio.
Mi padre llegó borracho del bar y, como siempre, buscó cualquier excusa para atizarle a mi madre. Y a nosotros si osábamos meternos en medio. Me llevé muchas ostias de niño y no hacía mucho tiempo que tuve que llevar el brazo en cabestrillo por una luxación. Pero aquel día algo cambió. Ese día no pude, pero esperé mi oportunidad.
No tardó en llegar.
Mi madre cayó al suelo llorando y con la cara roja por un guantazo. Se dispuso a seguir y, mientras mi hermano pequeño miraba la escena horrorizado, cogí el palo de la escoba y se lo partí en la cabeza. Se partió en tres trozos, pero no lo derrumbó. Entonces ocurrió. Cerré el puño y con todas mis fuerzas le pegué el puñetazo más fuerte que he pegado en mi vida. Mi padre cayó al suelo redondo. Nunca más pegué a mi padre y creo que ese día se dio cuenta de que aquello que hacía cuando volvía del bar lo llevaba directamente al infierno. Y nos estaba arrastrando a nosotros con él. Allí se quedó, en el suelo, sin saber si levantarse, y yo de pie en un escenario de lágrimas y silencios rotos por las cadenas de la crueldad de los pobres. Las que los desgraciados como nosotros pocas veces podemos romper.
Aquel día, mi madre puso una expresión que yo jamás había visto. Casi como de paz. Ya tenía quien la defendiera y no iba a ser ella la que se llevara los golpes para evitar que nosotros sufriéramos la ira desmedida de mi padre alcohólico. Pareció que aquello era una liberación para ella. Ese día, mi madre decidió que ya había recibido bastante. Supongo que pensó que después de lo ocurrido yo me iba a llevar de casa a mi hermano pequeño y se iba a quedar ella hasta que un día la matara a golpes. Creo recordar que ese día la vi sonreír. No lo entendí bien.
Al día siguiente, mi madre se tiró por la ventana del cuarto piso.
Con el tiempo entendí que ella pensó que, una vez nos podíamos valer por nosotros mismos, su misión en este mundo de sufrimiento había terminado. Ese día, yo cumplía dieciocho años. Otra fecha para enmarcar en mi puta vida.
Con el tiempo, después de aquellos sucesos, mi existencia pareció mejorar. Empecé a trabajar y tuve un buen sueldo, que contrastaba con los amigos del barrio, que decidieron seguir estudiando. Muchos de ellos al menos lo intentaron, pero en esos años ochenta iba a llegar otra de esas modas que siempre se instalan en los lugares más marginales.
Eran los tiempos del caballo.
Tuve suerte, no caí. Muchos de mis amigos no tuvieron tanta. A veces parece que el destino de muchos de nosotros está escrito, como en esa peli del Destino final, cuando se dan cuenta de que haber perdido el avión solo retrasaba lo inevitable.
Si eres un desgraciado tienes pocas oportunidades de salir del agujero y ese destino maldito te acaba encontrando. Algunos sí lo lograron, tengo hasta algún buen amigo en la pasma. Bueno, en realidad solo conozco bien a uno que se metió en los Mossos. Uno que salió del mismo agujero que yo. Quizá también lo podía haber logrado, pero las prisas se apoderaron de mi vida. Aunque, pasados los años, sé que yo jamás me habría hecho poli. Puede que otra cosa sí, si la vida me hubiera dado otra oportunidad, pero cuando me la dio no supe qué hacer con ella. Cogí aquel curro que me permitía sacar la cabeza del agua y navegar fuera. Por primera vez surcaba estable las aguas de ese mar embravecido que es la vida, pero erré mi rumbo y zozobré en un lugar donde solo se veían rocas y no había faro que avistar. Y, como era previsible, naufragué.
Y todo por un trabajo en un local que desgraciadamente cambió mi vida.
Observo la calle desde el asiento de atrás del coche y no oigo sirenas que se acerquen al barrio. Noto la presión que la pierna de Jessica ejerce sobre la mía. Atrás vamos tres y Arturo está en el otro extremo, ya recuperado de la vomitera. Jessica tiene una pierna sexi.
«No te despistes, Ful.»
Tengo que pensar. Ahora tengo dos preocupaciones más importantes que mi pasado y necesito llegar a casa lo antes posible. El Pelota también ha dejado de vomitar y tiene los ojos rojos. Se ha pasado al asiento del acompañante y ahora es Jose quien conduce. Arturo no abre la boca.
Nos dejan en casa y les digo que no tenemos que vernos en dos días. Que si la policía les interroga, que sobre todo no declaren nada. Si nadie abre la boca siempre tienes opción, pero mientras pierdo de vista el Fiat Punto me viene a la cabeza que las preocupaciones se van a ampliar. No solo llevo conmigo una bolsa con dos kilos de droga, que además representa una prueba del homicidio. La droga es de alguien y necesito hablar con James, él nos montó el trabajo y debe saber de quién es.
Ahora, en algún lugar, hay unos narcos con dos kilos de coca menos.
Supongo que lo relevante en este momento es saber quiénes son los traficantes.
Roberto Salcedo estaba en su mansión de Bogotá en Colombia cuando le sorprendió la noticia. Era uno de los jefes de los cárteles de la droga que vivía de la exportación de la coca hacia Europa. La que iba a Estados Unidos la hacía su primo Adalberto. De esta forma y en familia llevaban años evitando enfrentarse entre ellos y el negocio iba viento en popa.
Siempre iban buscando vías nuevas, puesto que la policía cada vez estaba más conectada e iban descubriendo sus mejores rutas. La pasma siempre iba por detrás y cuando el cártel pensaba que una ya estaba quemada dejaban coger algún alijo no muy grande con unos cuantos hombres mientras, en ese mismo momento, por una nueva ruta, transportaban un gran cargamento. Así tenían a la policía contando a los medios su gran operación contra el tráfico de drogas mientras ellos celebraban aún más que tenían una nueva ruta segura y acababan de entrar un cargamento de drogas diez veces mayor que el alijo que regalaban a la policía.
Su hermano Fredi había viajado a España y había aprovechado la estancia para visitar a unos familiares y los contactos allí. En su ruta paró en Barcelona, Girona y Lleida. Mientras él regresaba a Colombia se había producido un hecho que no sabría hasta bajar del avión. Ni mucho menos le iba a inquietar a un jefe de cártel como Salcedo que le hubieran robado dos kilos de droga, aunque en las mafias había solo dos normas que eran inquebrantables: nadie les robaba, y eso hacía referencia a los grandes cargamentos, no a cantidades ínfimas que tenían que resolver los traficantes de la zona; la otra era la que iba a hacer enfurecer al gran jefe.
Nadie toca a la familia.
Y mientras su hermano volaba de vuelta, a él le acababan de comunicar que habían matado a su prima Evelin. Aquella era la criatura que se había criado con él y que siempre quiso viajar a España. Por eso le había pagado el viaje junto a Fredy y, como este regresaba por negocios, la había enviado con un amigo suyo de la infancia. Su amigo tenía la misión de enseñarle el país y sobre todo cuidar de ella. No había cumplido con aquella tarea. Y tendría que responder por eso. Y quien quiera que fuera el responsable, ya podía esconderse en un agujero bien hondo, porque hasta allí iba a llegar la furia de Salcedo.
En la calle Bonaire de Lleida, Carlos Alfonso Gómez acababa de colgar el teléfono. Esa era una línea segura que solo utilizaba para hablar con sus jefes en Colombia. Cuando vio que sus dedos temblorosos no conseguían darle a la tecla roja y colgar la llamada, se dio cuenta del lío en el que se había metido. ¿Cómo diablos se le había ocurrido enviar a la prima de Salcedo a llevar el encargo a los africanos? En la peor decisión de su vida, pensó que ya que tenía que hacerle de niñera a aquella mocosa malcriada, por lo menos se iba a ganar el sueldo.
Solo tenía que llevar la bolsa, ni siquiera tenía que volver con el dinero. Siempre lo hacía así con los africanos, un día la droga y otro el dinero. Ellos sabían de dónde venía ese material y pagaban religiosamente.
Carlos Alfonso era de estatura normal tirando a bajito y regordete. Tenía cuarenta y cinco años. De piel muy negra y nariz ancha, se puso las manos en la cabeza pensando en lo que se le venía encima. Se habían cargado a la prima del gran jefe. ¿Qué ocurrencia había sido enviar a la prima? ¿Para pagar su estancia? Dios, si todo lo pagaba Salcedo. Tenía que pensar, puesto que aquello solo tenía una solución. Iba a matar a los responsables. No solo matarlos. Iban a sufrir una muerte horrible que calmara las ansias de venganza de su jefe. Y Salcedo tenía un ansia descomunal. Alguien iba a pagar lo que le habían hecho a la prima del gran jefe y no tenía previsto ser él, o al menos albergaba esa esperanza.
A sus órdenes tenía a más de diez personas, pero solo dos eran los que trabajaban en el negocio directamente con él. Su primo Ezequiel y su hombre de confianza, al que apodaba el Gorila. Este era un armario y tenía la cabeza de chorlito, pesaba más de cien kilos y le había venido bien en alguna trifulca en una noche de fiesta mal rezada. Algunos compatriotas no saben decir basta a la hora de beber, y si no hubiera sido por su hombre, se habría llevado algún navajazo que ahora adornaba la espalda del gran Gorila. Ya hacía algunos años que no frecuentaba aquellos antros. Para qué si tú eres el rey de la coca en la ciudad. Cuando tienes ese poder, las mujeres vienen a ti, y a Carlos Alfonso lo que le gustaba era tirarse a las españolas que a cambio de unas rayas eran capaces de hacer cualquier cosa. Ese mundo en el que vivía, ahora se veía amenazado porque era un rey súbdito. Y el verdadero monarca vivía en la patria. Alguien con mucho poder que en ese momento estaba sediento de sangre. La venganza era la única opción, y a partir de aquel día y de muchos días iba a ser su razón de ser.
Su única misión iba a ser encontrar a aquellos desgraciados.
No lo comento a menudo, y la gente cree que me llamo Ful por la mano de póquer que tengo tatuada en el brazo derecho. Nada de corazones. Tres ases y dos K. Como Full se pronuncia sin la «l» final, todos entienden que hay algo de juego en mi nombre. Y Ful es un nombre guay. Pero nada más lejos de la realidad. Solo mis amigos lo saben porque me conocen desde muy pequeño, cuando no había tatuajes en mi piel. Mi nombre nada tiene que ver con un juego de cartas.
En realidad, mi padre llegó a tal extremo de maldad que, en plenos años setenta, cuando a los niños de mi quinta los llamaban Miguel Ángel, Salvador o simplemente Pedro, a mí me llamó Fulgencio. Mis amigos, con Pepe el mosso a la cabeza, me llaman Ful desde siempre. Con el tiempo, eso dio paso a lo del Full del póquer sin la «l» final y no me importó. De hecho, lo creí mejor, y lo siguiente fue amanecer una mañana después de una borrachera con ese tatuaje en el brazo izquierdo. A veces creo que aquel día me metí alguna pastilla de más. Pero eso es otra historia y ya quedó atrás.
Estoy en una situación que requiere mucha cabeza si quiero salir de esta con ella incrustada a mi cuello. La poli ahora mismo sería un mal menor, pero claro, si me enchironan, los dueños de la droga aún lo tendrían mejor para ajusticiarme a su modo. Y ríete tú de las pelis de miedo si nos pillan. Necesitamos pasta y eso requiere contactos, pero para eso utilizaré a James, él tiene buenos contactos y los necesitamos. Si llamamos a la puerta equivocada para colocar los dos kilos de coca, acabaremos en una fosa a trocitos.
Jessi entra por la puerta sin llamar. Tiene llaves de casa. Se las di hace años. Es un bombón. Le falta algo de altura para parecer una supermodelo, pero es una preciosidad. Ojos azules intensos, pelo rubio, con unas facciones suaves. Tiene un cuerpo de infarto que nadie sabe de dónde heredó porque nunca ha pisado un gimnasio. Sus tatuajes la hacen más sexi aún, y si hubiera tenido otras oportunidades o encontrado otras tentaciones estaría sobando a algún famoso de la tele. Pero en esta vida solo es Jessi. Mi amiga.
—Nena, os dije que en dos días era mejor no vernos.
—Lo sé, pero no te imaginas cómo está Arturo. No ha abierto la boca desde que hemos llegado y no parece que lo pueda hacer. ¿Me cuentas qué ha pasado? Porque la droga, tal y como dijo «tu amigo», está ahí —dice, señalando la bolsa azul que me llevé de casa de Bakary.
—James nunca falla, ya lo sabes. Estaba la droga, pero también una chica que no tenía que estar.
—Entonces, sí falla.
—Déjame acabar.
—Lo siento —dice con una sonrisa nerviosa que enseguida se convierte en preocupación.
—Entramos en el piso, y como Bakary no nos había visto nunca, yo incluso solo llevaba una gorra roja para ocultarme un poco y llamar más la atención. Eso siempre me lo explica mi amigo Pepe el mosso, la gente se acaba fijando más en el detalle chillón y no en la cara.
Ella arquea las cejas como si aquello no lo entendiera y le diera igual.
—El caso es que nos habían dicho que el tal Bakary era un cagón. Pero, claro, si nos presentábamos con pasamontañas, igual nos veía por la mirilla y no nos abría la puerta. —Dejo escapar un bufido de frustración—. Pero es que nos dijeron que era un mierda.
—¿Tu amigo?
—Sí, mi amigo —digo algo enojado.
—Perdona, sigue.
—El caso es que entramos. Todos nos colocamos en posición tal y como acordamos. Arturo en la puerta, Jose cerca de donde estuviera la coca, y yo me acercaría donde estuviera Bakary. Éramos tres y él uno, y encima llevábamos una pipa.
Miro al suelo e intento recordarlo todo lo más exactamente posible. Han pasado solo unas horas y parece que mi cerebro ya tiene lagunas.
—Le digo: «Danos la coca que te han traído y nadie saldrá herido». Vi en su cara que empezaba a relacionar que la chica que le había encargado el paquete de su vida quizá le había vendido. Tranquila no sabrá jamás que tú hiciste las llamadas previas. —Parece que eso no la tranquiliza mucho, pero sigo—. Total que se gira y se queda mirando a una chica sudamericana que ha aparecido de la nada como si estuviera viendo al mismísimo diablo. Entonces se lanza a coger una pipa que sale no sé de dónde. Veo el cañón y no me lo pienso.
Me pierdo en los ojos azules de Jessi, pero intento recodar lo que pasó en aquel piso. Aquellas sensaciones. Ella también me mira expectante. Nunca me ha visto furioso, siempre estoy en calma, y eso que hace algunos años que solo le doy a los porros muy de vez en cuando. Recuerdo la escena y me lo recuerdan sus ojos azules. Son los mismos de Uma Thurman en Pulp Fiction. Le va acorde al drama. No me quita ojo. Creo que espera que le diga que quizá ese era mi límite y exploté al ver la pipa.
Nada de eso.
—Saqué el cuchillo con un movimiento tan rápido que hasta yo me sorprendí y se lo clavé una sola vez. En el pecho y con toda la fuerza que tenía —le digo, repitiendo el gesto—. Nada de ira asesina por si esperabas algo más gore.
—No, no, siempre eres muy tranquilo. Pero fue en defensa propia, ¿no? Eso tiene que valer.
—Pero ¿qué te has metido, Jessica? ¿Crees que esto se arregla en un juicio? Le fuimos a robar a un traficante, y además —paro porque no sé cómo contarle la otra parte—, lo mío no es lo peor.
—¿Qué puede haber peor?