STEPHANIE DANLER
DULCEAGRIO
TRADUCCIÓN DE MARÍA LUZ GARCÍA DE LA HOZ
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK
Para mis abuelos, Margaret Barton Ferrero
y James Vercelli Ferrero
De nuevo Eros, que desata los miembros, me hace
estremecer, esa pequeña bestia dulce y amarga
contra la que no hay quien se defienda.
SAFO, fragmento 104, edición Lobel-Page, traducción de Francisco Rodríguez Adrados
Echemos ahora una ojeada filosófica al placer o el
dolor a que puede dar ocasión el gusto.
BRILLAT-SAVARIN, Fisiología del gusto, México, 1852, traducción de Eufemio Romero
VERANO
I
Se te formará un paladar.
El paladar es una zona de la lengua donde hay memoria. Donde se asignan palabras a las texturas de los sabores. Comer se convierte en una disciplina obsesionada con el lenguaje. Ya nunca más te limitarás a engullir comida.
No sé exactamente qué es servir. Es un empleo, desde luego, pero no es solo eso. Algo está claro, es una ocupación despojada de las ambiciones habituales. Una no asciende ni desciende. Una aguarda. Una es camarera.
Hay dinero rápido: billetes sueltos y resbaladizos que se multiplican y desaparecen en el transcurso de una noche. Puede ser un medio para quienes tienen fines concretos y una decidida visión de futuro. La mayoría llegaba a mis manos con facilidad trabajando en el restaurante, a los veintidós años.
Tenía sus atractivos: el dinero, la sensación de seguridad que proporcionaba el tener un lugar donde esperar. Lo que yo no veía era que el tiempo estaba encerrado entre recios corchetes. Dentro de los corchetes no existía nada más. De lo que hubiese fuera solo podía recordar una borrosa locura momentánea. El noventa por ciento de nosotros ni siquiera la incluiría en el currículo. Podríamos mencionarla como una referencia rápida a nuestro rigor moral, una medalla por alguna clase de desgracia, como sobrevivir a los terremotos o pasar un tiempo en el ejército. Así de limitada era.
Llegué aquí en coche, como todo el mundo. En un coche lleno de basura que creía que significaba algo y que poco después tiré a la calle: unos DVD que pronto serían inútiles, una caja con cámaras digitales y de carrete para un talento fotográfico todavía latente, un ejemplar de En el camino que no pude terminar y una moderna lámpara sueca de Walmart. Fue un viaje largo y deprimente desde un lugar tan pequeño que ni siquiera podría encontrarse en un mapa de dimensiones generosas.
¿Acaso alguien llega limpio a Nueva York? Me temo que no. Pero al cruzar el Hudson pensé que cruzaba el Leteo, el lechoso río del olvido. Olvidé que tenía una madre que cogía el coche y se iba antes de que yo abriese los ojos, y un padre que vagaba invisible por las habitaciones de nuestra casa. Olvidé el desfile, tenue como una mosquitera, de las personas que habían pasado por mi vida sin entender lo que yo quería decirles, y olvidé que había recorrido caminos polvorientos entre campos resecos bajo una opresiva guardia de estrellas, y no sentí nada.
Sí, había conseguido escapar, pero ¿de qué? ¿De los dos pilares que eran el fútbol y la iglesia? ¿De los humildes y apagados hogares en callejones sin niños? ¿De las mañanas de la Gazette y las cajas de dónuts? ¿De la tranquilidad y el afecto que sentía al estar en medio de todo aquello? No importaba. Nunca lo sabría con exactitud, pues mi vida, como la de la mayoría, se movía imperceptible y decididamente hacia delante.
Digamos que nací a finales de junio de 2006, cuando llegué al puente George Washington a las siete de la mañana, con el sol moviéndose y saliendo, el cielo poblado de agudos ángulos de luz, antes de que los tubos de escape despertaran, antes de que el calor congestionase, las ventanillas bajaran, las radios se encendiesen en busca de alguna canción pop insoportablemente optimista y los comercios colgaran los carteles de abierto, abierto, abierto.
AGRIOS: todos los zumos de cítricos exprimidos, los limones chinos de piel fina, la lima asiática que llaman «combava». Yogures y vinagres astringentes. Limones metidos en recipientes diminutos alrededor de los pinches de cocina. El Chef gritaba: «¡Esto está poco agrio!», y los cocineros destripaban limones, dejando en la boca la ardiente caricia de la comida viva.
Yo no sabía que había carreteras de peaje.
—No lo sabía —le dije a la señora de la cabina—. ¿No podría colarme por esta vez?
La mujer de la cabina se mostró impasible como un obelisco. El conductor del coche de detrás empezó a tocar el claxon, y luego el de más atrás, hasta que quise meterme debajo del volante. La mujer me indicó que me hiciera a un lado, metí marcha atrás, di la vuelta y me encontré yendo en la dirección por la que acababa de llegar.
Conseguí introducirme en un laberinto de calles industriales, a cuál más confusa. Era irracional, pero me aterrorizaba la idea de no encontrar un cajero automático y verme obligada a regresar. Me detuve en un Dunkin’ Donuts. Saqué 20 dólares y miré el saldo que me quedaba: 146 dólares. Utilicé el baño y me lavé la cara. «Casi», le dije al rostro fatigado que vi en el espejo.
—¿Podría tomar un café de avellana largo con hielo? —pregunté. El hombre que resollaba tras el mostrador me trituró con los ojos.
—¿Estás de vuelta? —Me tendió el cambio.
—¿Perdón?
—Estuviste aquí ayer. Pediste el mismo café.
—No. Yo no. No estuve. —Negué con la cabeza para subrayar mis palabras. Me imaginé bajando del coche el día anterior, el día siguiente y todos los días de mi nueva vida, entrando en el puto Dunkin’ Donuts de Nueva Jersey y pidiendo aquel café. Me entraron ganas de vomitar—. No era yo —repetí, sin dejar de negar con la cabeza.
—He vuelto, soy yo —le dije a la mujer de la cabina de peaje, bajando la ventanilla con aire triunfal. Enarcó una ceja y colgó el dedo pulgar del cinturón. Le di el dinero como si tal cosa—. ¿Puedo pasar ahora?
SALADO: la boca saliva sola. Cristales de sal marina de Bretaña que se licuan al contacto. Bloques de sal rosa de las minas del Himalaya, terrones gris mate de Japón. Un chorro interminable de sal kosher que cae de la mano del Chef. Salar, una aventura que requiere sutileza, porque la comida siempre pide más, pero el punto de saturación es letal.
Un amigo de un amigo de un amigo, su nombre era Jesse. Una habitación libre por 700 dólares al mes. Un barrio llamado Williamsburg. La ciudad estaba atrapada en una tiránica ola de calor, los titulares de los periódicos hablaban de personas fallecidas en Queens y de apagones en barrios periféricos. Los policías repartían bolsas de hielo, un consuelo que se evaporaba.
Las calles eran amplias y estaban vacías. Aparqué en Roebling. Era media tarde, no había suficiente sombra y todos los comercios parecían cerrados. Fui andando hasta la avenida Bedford en busca de señales de vida. Vi una cafetería y pensé en preguntar si necesitaban una barista. Miré a través del ventanal y distinguí a chicos con ordenadores portátiles, con los labios apretados, piercings, demacrados, mucho mayores que yo. Me había prometido a mí misma encontrar trabajo rápido y sin pensarlo dos veces: de camarera, barista o cualquier otro empleo de mierda que me permitiera sentirme instalada. Pero cuando me propuse abrir la puerta, la mano se negó.
La línea del horizonte costera estaba salpicada de esqueletos de torres de viviendas que sobresalían entre los edificios más bajos. Parecían errores que se hubieran borrado con una goma. Chirriando por encima de un solar abandonado y lleno de maleza había un rótulo oxidado de gasolina Mobil: estaba rodeada de pruebas ambivalentes de extinción.
El nuevo compañero de piso me había dejado las llaves en un bar próximo al apartamento. De día trabajaba en una oficina del centro y no había podido quedarse a recibirme.
Clem’s era un lugar sombrío en una esquina luminosa, el aire acondicionado zumbaba como un motor diésel. Me ungió con una gota de agua cuando entré, y me quedé parpadeando en la corriente de aire mientras se me acostumbraban los ojos a la luz.
Detrás de la barra había un camarero sentado en la encimera trasera con las botas apoyadas en el mostrador. Llevaba un chaleco vaquero remendado y adornado con tachuelas, sin camisa debajo. Dos mujeres con vestidos amarillos estampados estaban sentadas delante de él, tenían pajitas dobladas en sus grandes vasos de bebida. Nadie me dijo nada.
—Llaves, llaves, llaves —respondió el hombre cuando pregunté. Aparte de su olor corporal, que me golpeó en la cara al acercarme, aquel hombre estaba cubierto de tatuajes terroríficos, demoníacos. Parecía que tenía la piel de las costillas pegada con cola. Lucía un bigote abundante como una coleta. Sacó la caja registradora, la dejó sobre la barra y rebuscó en el cajón inferior. Tarjetas de crédito, calderilla extranjera, sobres, recibos. Los billetes, presionados por el centro, se abrían en abanico por los extremos.
—¿Eres la chica de Jesse?
—Ja —exclamó una de las mujeres sentadas a la barra. Se puso la bebida en la frente y la hizo rodar de un lado a otro—. Eso ha tenido gracia.
—Está en el cruce de la Segunda Sur y Roebling —dije.
—¿Acaso te crees que soy un puto agente inmobiliario? —Me arrojó un puñado de llaves con etiquetas de plástico de colores.
—Eh, no la asustes —dijo la otra mujer. No es que parecieran hermanas exactamente, pero ambas eran rollizas y surgían de sus cuellos halter como los mascarones de proa en un barco. Una era rubia y la otra, morena; y ahora que me fijaba los vestidos tenían estampados idénticos. Murmuraban bromas privadas entre ellas.
«¿Cómo voy a vivir aquí? —me pregunté—. Alguien va a tener que cambiar, o los demás o yo.» Encontré las llaves con la etiqueta 220 ROEBLING. El camarero se había agachado.
—Muchas gracias, señor —dije al aire.
—Oh, no hay problema, señora —respondió asomando la cabeza y haciéndome ojitos. Se abrió una cerveza, se empujó el bigote hacia arriba y recorrió la lata con la lengua sin dejar de mirarme.
—Vale —dije retirándome—. Bueno, puede que vuelva. Para… tomar algo.
—Aquí estaré esperándola con ganas —replicó el camarero dándome la espalda. Su hedor persistía.
En el momento de salir al calor oí que una de las mujeres decía:
—Ay, joder…
Y luego al camarero:
—Así va el puto barrio.
DULCE: granulado, en polvo, marrón, lento como la miel o la melaza. Los azúcares de la leche recubren la boca. En otro tiempo, cuando éramos salvajes, el azúcar nos embriagaba, fue el primer narcótico que ansiamos y por el que languidecimos. Lo domesticamos, lo refinamos, pero el zumo de un melocotón todavía corre como un torrente.
No recuerdo por qué fui a aquel restaurante.
Sí recuerdo, con todo detalle, aquel tramo de la calle Dieciséis que tan poco revelaba: aquel verdiazul impersonal de mediados de siglo del Coffee Shop, el batallón de contenedores entre nosotros y el Blue Water Grill, la tienda de comestibles con dos pequeñas mesas de cartón en la que te dejaban beber cerveza. Siempre había camareros uniformados comprando Altoids y bebidas energéticas.
El callejón donde se alineaban los cocineros para echar un cigarro entre un servicio y otro, los rincones donde fumaban maría y daban patadas a las ratas que corrían entre la basura. Y justo detrás de nuestro ángulo de visión, intuíamos el contorno del raquítico parque.
¿Hacia dónde miraba el Propietario cuando lo construyó? Hacia el futuro.
Cuando llegué me contaron muchas historias. Nadie iba a Union Square en los años ochenta, decían. Solo unas pocas editoriales de libros se habían mudado allí. La ciudad había sido reemplazada por otra. Allí se amontonaron supermercados Whole Foods, librerías Barnes & Noble y tiendas de electrónica Best Buy. En Roma excavan para ampliar el metro y encuentran civilizaciones enteras, con sus artistas, políticos, sastres, peluqueros, camareros. Si excavaran aquí, en la calle Dieciséis, nos encontrarían a nosotros, más jóvenes, y todos los antros rancios, y a los viejos vagabundos del parque, también más jóvenes.
¿Qué vieron aquellos primeros empleados cuando acudieron a las primeras entrevistas en 1985? ¿Una taberna, un asador, una casa de comidas? ¿Una mezcla de Italia, Francia y algo de esa floreciente cocina americana en la que nadie creía aún? ¿Un batiburrillo que no debería haber funcionado? Cuando les pregunté qué vieron, dijeron que el Propietario había construido un restaurante de los que nunca había habido antes por allí. Todos aseguraban que cuando entraban se sentían como en casa.
AMARGO: siempre un poco inesperado. Café, chocolate, romero, corteza de cítricos, vino. Antes, cuando éramos salvajes, nos advertía del veneno. La boca todavía duda en cada nuevo encuentro. Le damos ánimos, le decimos: «Adáptate». Y ahora, disfruta.
Sonreí demasiado. Al final de la entrevista me dolían las comisuras de la boca, como si me hubieran clavado las estacas de una tienda de campaña. Llevaba un vestido veraniego negro y una rebeca llena de bolitas, la prenda más conservadora y de aspecto profesional que poseía. Tenía un puñado de currículos doblados en el bolso, y mi triste plan, si es que esa era la palabra apropiada para designar al vacilante instinto que me había obligado a seguir con cierta sensación de fatalidad, era entrar en restaurantes hasta que me contrataran. Cuando le pregunté a mi compañero de piso dónde podría encontrar trabajo, dijo que el mejor restaurante de Nueva York estaba en Union Square. Un minuto después de apearme del metro ya tenía unas gigantescas medias lunas de sudor en las axilas de la rebeca, pero el escote de mi vestido era demasiado atrevido para quitármela.
—¿Por qué ha elegido Nueva York? —preguntó Howard, el gerente.
—Creí que me preguntarían por qué he elegido este restaurante —dije.
—Empecemos por Nueva York.
Sabía, por los libros, las películas y la serie Sexo en Nueva York, cómo se suponía que debía responder. «Siempre soñé con vivir aquí», dicen. Hacen hincapié en la palabra «soñé», alargándola, para que suene a verdad.
Sabía que muchas responderían: «He venido para ser cantante/bailarina/actriz/fotógrafa/pintora»; «Para trabajar en el mundo financiero/de la moda/editorial»; «He venido para ser poderosa/guapa/rica». Esto siempre parecía significar: «He aterrizado aquí para ser quien no soy».
Yo contesté:
—No creo que haya sido una elección. ¿A qué otro sitio podría ir?
—Ya —dijo—. Algo así como una vocación, ¿no?
Eso fue todo. «Ya.» Y me sentí como si el tipo comprendiera que mis opciones no eran infinitas, que solo había un lugar lo bastante grande para acoger un deseo tan desenfrenado y desorientado. «Ya.» Puede que supiera lo mucho que había fantaseado con vivir la vida veinticuatro horas al día. Puede que supiera lo mucho que me había aburrido hasta el momento.
Howard estaba cerca de los cincuenta, tenía el rostro cuadrado y parecía culto. Su calvicie incipiente acentuaba unos ojos saltones que me revelaron que no necesitaba dormir mucho. Se apoyaba en unas piernas atléticas que mantenían en equilibrio una barriga prominente. «Expresión juiciosa», pensé, mientras me evaluaba y golpeteaba con los dedos en el mantel blanco.
—Tiene usted las uñas bonitas —comenté, mirándole las manos.
—Es parte del trabajo —dijo sin inmutarse—. Cuénteme qué sabe de vinos.
—Pues lo básico. Soy competente para lo básico. —O sea, conocía la diferencia entre el vino blanco y el tinto, y no había nada más básico que eso.
—Por ejemplo —dijo, mirando alrededor de la sala como si cazara la pregunta al vuelo—, ¿cuáles son las cinco uvas nobles del burdeos?
Imaginé uvas de dibujos animados con corona en la cabeza dándome la bienvenida a sus châteaux: «Hola, somos las uvas nobles del burdeos», decían. Pensé en mentir. Era imposible saber cuánta sinceridad e ignorancia valoraría.
—¿Mer… lot?
—Sí —contestó—. Es una.
—¿Cabernet? Lo siento, la verdad es que no bebo burdeos.
Parecía comprensivo.
—Por supuesto, el precio está un poco por encima de la media.
—Sí. —Asentí con la cabeza—. Eso es.
—¿Qué bebe?
Mi primer impulso fue enumerar las diferentes bebidas que tomaba a diario. Las uvas nobles estaban al fondo de mi cabeza, bailando, contándole todo sobre mi café helado del Dunkin’ Donuts.
—¿Qué bebo cuándo?
—Cuando va a comprar una botella de vino, ¿por cuál se decide?
Me imaginé a mí misma comprando una botella de vino sin tener en cuenta el precio o la proximidad a la caja, sin fijarme en el animal que hubiera en la etiqueta, sino en la raíz interna de mi propio gusto. Esa imagen era tan risible como mis uvas nobles, aunque llevara puesta una rebeca.
—¿Beaujolais? ¿Es un vino?
—Lo es. Beaujolais, c’est un vin fainéant et radin.
—Sí. Eso.
—¿Qué cosecha prefiere usted?
—No estoy segura —dije, parpadeando con engañosa eficacia.
—¿Tiene experiencia como camarera?
—Sí. Trabajé durante años en una cafetería. Está en mi currículo.
—Me refiero a un restaurante. ¿Sabe lo que significa servir?
—Sí. Cuando los platos están listos, los llevo a la mesa y sirvo a los clientes.
—Querrá usted decir «invitados».
—¿Invitados?
—Sus invitados.
—Sí, a eso me refería. —Garabateó algo en mi currículo. ¿Servir? ¿Invitados? ¿Qué diferencia hay entre un invitado y un cliente?
—Aquí dice que estudió usted Filología inglesa.
—Sí. Lo sé. Sin especialidad.
—¿Qué está leyendo?
—¿Leyendo?
—¿Qué está leyendo en estos momentos?
—¿Eso es una pregunta de trabajo?
—Quizá. —Sonrió. Su mirada se paseó por mi rostro sin disimulo.
—Mmm. Nada. Por primera vez en mi vida, no estoy leyendo nada. —Me detuve y miré por la ventana. Creo que nunca, ni siquiera mis profesores, me habían preguntado jamás qué estaba leyendo. El gerente indagaba y, aunque no tenía ni idea de lo que estaba buscando, pensé que era mejor jugar—. Sabe, Howard, si me permite llamarle así, cuando estaba haciendo el equipaje para venir aquí, preparé unas cuantas cajas con libros. Pero entonces empecé a examinarlos. Aquellos libros eran… no sé… emblemas de mi identidad… Yo… —Mis palabras tenían un objetivo, acababa de darme cuenta: quería explicarle la verdad—. Los dejé. A eso me refería.
Apoyó la mejilla en una aristocrática mano. Escuchaba. No, comprendía. Me sentí comprendida.
—Sí. Es sorprendente recordar las apasionadas epifanías de nuestra juventud. Pero quizá sea una buena señal. Que nuestra mente ha cambiado, que evolucionamos.
—O quizá signifique que nos hemos olvidado de nosotros mismos. Y seguimos olvidándonos. Y ese es el gran secreto para sobrevivir en la madurez.
Miré por la ventana. La ciudad pasaba, ajena a todo. Si aquello iba mal, también yo lo olvidaría.
—¿Es usted escritora?
—No —respondí. Volví a concentrarme en la mesa. Me estaba observando—. Me gustan los libros. Y todo lo demás.
—¿Le gusta todo lo demás?
—Ya sabe a qué me refiero, me gusta todo. Me gusta que me conmuevan.
Escribió otra nota en mi currículo.
—¿Qué le disgusta?
—¿Qué? —Pensé que le había oído mal.
—Si le gusta que la conmuevan, ¿qué le disgusta?
—¿Estas preguntas son normales?
—Este no es un restaurante normal. —Sonrió y entrelazó las manos.
—De acuerdo. —Miré por la ventana. Suficiente—. No me gusta esa pregunta.
—¿Por qué?
Sentí las palmas húmedas. En aquel momento me di cuenta de que quería el empleo. Aquel empleo, en aquel restaurante. Me miré las manos y dije:
—Me parece muy personal.
—Muy bien. —No se inmutó, echó un rápido vistazo a mi currículo y continuó—. ¿Puede hablarme sobre algún problema al que se haya tenido que enfrentar en sus últimos trabajos? En la cafetería, por ejemplo. Cuénteme algún problema que se encontrara allí y cómo lo solucionó.
Como si fuera un sueño, el interior de la cafetería se disolvió justo cuando traté de recordarla. Y cuando quise recordar el momento de fichar, el fregadero, la caja registradora o los molinillos de café, los objetos se desvanecieron. Entonces apareció el rostro de aquella mujer, grasiento, presuntuoso, vengativo.
—Había una mujer detestable, la señora Pound. Lo digo en serio, era insufrible. La llamábamos la Martillo. Desde el momento en que entraba allí todo estaba mal, el café le quemaba o sabía a tierra, la música estaba demasiado alta o se había intoxicado la noche anterior con el bollo de arándanos. Siempre amenazaba con cerrarnos el establecimiento, nos decía que tuviéramos listo un abogado cada vez que tropezaba con una mesa. Quería huevos revueltos para su perro. Nunca dejó ni un centavo de propina. Era temible. Pero entonces, de esto hará más o menos un año, tuvieron que amputarle un pie. Era diabética. Ninguno de nosotros lo sabía, es decir, ¿cómo íbamos a saberlo? Solía pasar por allí con su silla de ruedas y todo el mundo decía: «Ya está, nos hemos librado de la Martillo».
—Ya está ¿qué? —preguntó Howard.
—Ah, he olvidado esa parte. No teníamos rampa. Y había escaleras. Así que nos libramos de ella, más o menos.
—Más o menos —repitió.
—Falta la parte interesante de la historia. Un día pasó por la puerta con la silla de ruedas, y echaba chispas, quiero decir, con mucho odio. Y no sé por qué, pero la eché de menos. Echaba de menos su cara. Así que le preparé un café y corrí tras ella. Le empujé la silla por la calle hasta el parque, mientras ella se quejaba de todo, desde el tiempo hasta de una indigestión. A partir de entonces fue nuestro rollo. Todos los días. Incluso le llevaba los huevos revueltos en un recipiente de plástico, para el perro. Mis compañeros se burlaban mucho de mí.
Las piernas hinchadas y varicosas de la Martillo. Asomaban como troncos cercenados bajo su vestido casero. Los dedos amoratados.
—¿Responde eso a su pregunta? El problema era no tener una rampa, supongo. La solución fue llevarle el café. Lo siento, no me he explicado muy bien.
—Creo que se ha explicado usted perfectamente. Fue un acto muy amable.
Me encogí de hombros.
—La verdad es que me caía bien.
La Martillo era la única persona maleducada que conocía. Ella me colocó en aquel restaurante. Por entonces lo pensé, pero no lo entendí. Fue la hija de su sobrina, que era amiga de una amiga de mi nuevo compañero de piso de Williamsburg. Nuestra despedida estuvo llena de lágrimas… lágrimas mías, no suyas. Le prometí escribirle, pero las semanas fueron eclipsando nuestra pequeña relación. Y mientras miraba a Howard y la mesa perfectamente dispuesta, y la hortensia de tan buen gusto que había entre ambos, entendí a qué se refería con «invitados», y también supe que nunca volvería a verla.
—¿Ha venido aquí con alguien? ¿Amigas? ¿Novio?
—No.
—Es un acto muy valiente.
—Ah, ¿sí? Llevo dos días y me siento muy idiota.
—Es valentía si lo consigue, una idiotez si fracasa.
Quería preguntarle cómo podría ser yo capaz de saber la diferencia y cuándo.
—Si la contratáramos, ¿qué le gustaría que le trajera el nuevo año?
Había olvidado que me estaban entrevistando. Me había olvidado de los números rojos de mi cuenta corriente, de las manchas de sudor en las axilas y de las uvas nobles. Dije algo sobre querer aprender. Sobre mi ética laboral.
Nunca he sido muy previsora. Crecí con chicas cuya ocupación principal era el futuro: diseñarlo, propiciarlo. Podían hablar de él con tanta seguridad que era como si se refiriesen al pasado. Durante aquellas charlas, yo no decía nada.
Tenía fantasías, demasiado abstractas y anodinas para aferrarme a ellas. Durante años vi una ciudad sin nombre iluminada de noche. Solía utilizar aquellas remotas luces artificiales para conciliar el sueño. Un día abandoné el empleo sin sensación de euforia, otro dejé una nota para mi padre, me fui de casa con el coche, ligeramente desconcertada, y dos días después estaba sentada frente a Howard. Así vino a mí el futuro.
La imagen que me acompañó durante el viaje era la de una joven, de una señora en realidad. Teníamos el mismo cabello, pero no se parecía a mí. Llevaba un abrigo beige y botines. Debajo del abrigo, un vestido con un cinturón muy por encima de las caderas. Cargaba varias bolsas de tiendas especializadas y mientras paseaba, deteniéndose ante ciertos escaparates, el viento agitaba su abrigo. Los altos tacones de sus botines resonaban sobre las baldosas de la acera. Tenía amantes y rupturas, un psicoanalista, un bibliotecario, conocidos con los que se cruzaba por la calle y cuyos nombres no recordaba. Se pertenecía solo a sí misma. Tenía bordes, límites, gustos, nitidez bajo las pestañas. Y al andar, estaba claro que sabía adónde se dirigía.
Cuando le di las gracias y revisamos mis datos de contacto, no sabía qué impresión le había causado, si buena o mala. Incluso tardé un momento en recordar el nombre del restaurante. Él me sostuvo la mano demasiado rato y, al ponerme en pie, me recorrió el cuerpo con los ojos, no como mi futuro jefe, sino como un hombre.
—No me gusta pasar la fregona. Ni mentir —dije. No sé por qué—. Son las dos cosas que se me ocurren.
Él asintió moviendo la cabeza y sonrió… con lo que me gustaría calificar de sonrisa íntima. Tenía las pantorrillas húmedas de sudor y, cuando me alejé, sentí sus ojos clavados en mi culo. Ya en la puerta, me bajé la rebeca de los hombros y me arqueé para estirarme. Nadie sabe cómo conseguí el trabajo, pero es mejor ser sincera con estas cosas.
«El SABOR —dijo el Chef—, depende totalmente del equilibrio.» Lo agrio, lo salado, lo dulce, lo amargo. Ahora tienes la lengua codificada. Cierto conocimiento especializado del sabor, lo cual es una señal de cómo nos enfrentamos al mundo, refleja la capacidad para saborear lo amargo, para desearlo incluso, tal como ocurre con lo dulce.