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DEMONIOS EN CASA

pedro ángel palou

Para los tres…

Vas por negras riberas de la muerte,

y en el pecho, purpúrea, florece

flor invernal.

Georg Trakl

EL EMBOSCADO

Para mí todo ha errado y va en desorden

Para mí ha vuelto a nacer la naturaleza de las cosas

Erotócrito

Advertencia

Afirma Jünger que en la antigua Islandia al hombre que había entrado en grave conflicto con la sociedad –casi siempre a causa de un homicidio– le quedaba un recurso de honor, el Waldgan –escribe en alemán–, irse al bosque, la emboscadura. Así, se volvía un waldgänger, un emboscado. Sujeto a sus propias fuerzas –su propio juez y su verdugo, su médico y su sacerdote– moraba allí hasta el fin de sus días, entre animales y nieve, entre los árboles. Este es el relato de uno de esos emboscados, el Autócrata.

I

Sucedió de repente y duró tan poco que a veces cree que se trató de un sueño. Pero no fue así. Llegó a casa, como otras noches, con algo más de vino en las entrañas, es cierto, pero no ebrio. Ella estaba dormida, la miró: blanca como una recién nacida. Apretó su cuello y se tumbó en el rudo camastro, a su lado. Supo que no respiraba, pero no pareció preocuparle; pronto estuvo dormido.

De mañana recordó todo, todavía con los ojos cerrados y se resistió a abrirlos, temeroso primero de la comprobación de su recuerdo, pero después prefirió ver a su mujer, pensar que se trataba de una pesadilla. Vio el cuello, aún con las marcas de sus enormes manos volviendo lívida la piel blanquísima. No se resistió al juicio de los viejos, tampoco les desvió la mirada. Aceptó su culpa y salió de la aldea. Entonces dejó también su nombre, junto con sus cosas y su pasado. Hasta ese día se llamó Ingólf y vivió en la aldea de Laufás. Pero ese hombre había desaparecido para siempre. Ahora era otro y debía esconderse, emboscarse.

Decidió llamarse a sí mismo el Autócrata.

II

Siete días con sus noches caminó, buscando el lugar más apartado, más oscuro, donde no pudiera ser visto nunca. A un emboscado podían matarlo sin recibir castigo alguno. Él y no el asesino era quien estaba fuera de la ley. El cansancio lo venció al fin y sin haber dormido hasta entonces cayó en un sueño profundo, refugiado en una gruta. Su historia fue escrita antes, en el Landnámabok, el libro de los primeros pobladores, y por eso sabemos que la cueva se hallaba en el Raufarhólshellir. Las estalagmitas del suelo estaban cubiertas de hielo, frías como cada uno de los siguientes días.

Le dejaron llevar unas cuantas herramientas, un poco de pan, agua. Nada más. El juego era claro: sabían que era casi imposible sobrevivir en el bosque por lo que los jueces lo condenaban en realidad a la muerte, más lenta, más cruenta. El castigo habría de cumplirse, inexorable, pensó entonces, al despertar de su primer sueño como el Autócrata, pero pronto tuvo fuerzas para salir del escondite e iniciar la construcción de una casa.

Buscó el lugar, o el lugar lo halló a él, no lo sabe aún. El promontorio era perfecto, apartado. Insospechado. Trabajó allí, comiendo hierbas y pedazos de pan, por casi una semana. Cortaba madera, la apilaba y luego, cuando la cantidad parecía suficiente, construía una pared, otra más. Al fin cubrió de tierra y pasto el techo, el pequeño promontorio, hasta que ocultó la casa casi por completo, de no ser por la puerta y una pequeña ventana para iluminarse las mañanas.

Es curioso, pensó el Autócrata –quien ya nunca sería Ingólf de Laufás–, que su primera acción en el bosque no fuera buscarse un refugio, tarea propia de animales, sino construirse una casa, quizá para recordarse allí, oculto entre las sombras, que él seguía siendo humano, quizá el más libre de todos, el que se gobierna y se debe sólo a sí mismo.

III

Frío. Todo, todo es frío. Él, la tierra, su piel, la noche. Helado. Busca cobijo, sin suerte. No hay resguardo posible, ni dentro de la oscura cueva que la lava socavó tantos años atrás. Hace tiempo que no le importa nada como no sea el frío. El hambre no existe; se trata apenas de un agujero en el estómago que pronto aprende a ignorar. Encuentra un animal, hierbas, cuando todo es negro y no hay estrellas. Engulle, traga; ya no hay sabor alguno en sus alimentos, son sólo eso, gramos de comida que su boca hace desaparecer pronto. La sed, en cambio, es otra cosa. Ha aprendido a guardar agua de la lluvia en un cántaro abollado y perdido. Camina, también en la madrugada, hasta un pequeño manantial de agua dulce y allí lo llena cuando no hay nubes. Usa las manos o bebe directamente del cuenco. El agua le regresa, apenas un instante, a lo que fue alguna vez; lo limpia por dentro. Pero eso es sólo un segundo, dos a lo sumo. Luego recuerda en lo que se ha convertido al huir, al perderse. La soledad de esta segunda semana le ha enseñado a temer, a agazaparse, de eso está seguro. Es su única certeza; lo ha enseñado a ser invisible. Ha renunciado a salir de la isla; hubo un tiempo en que abrigó esa última esperanza: salir en un barco y escapar de todo, para siempre. Ahora también se ha desvanecido ese sueño de futuro. Se ha vuelto esto, este ser que ha olvidado las palabras para no obligarse a no pensar. No hay regreso, no al menos del lugar al que ha huido. Sabe que pasarán los días, las semanas, los meses, pero desconoce cuántos; para el Autócrata sólo existe cada nueva mañana, la luz del sol que baña sin misericordia todas las cosas. Entonces se hunde en lo más hondo de la cueva, todavía la casa no está lista, con sus magras provisiones come un poco de lo que tiene: hierba, hongos, peces. Nunca ha hecho un fuego. Sería una temeridad, alertaría el humo su escondite a veces húmedo, con la marea alta de las noches. En ocasiones recuerda la comida caliente, cocida, pero se espanta el pensamiento con celeridad. No puede precisar, además, cuándo dejó de importarle. Se ve a sí mismo, si se obliga a cavilarlo, a la semana y media de su fuga: el hambre lo mataba por dentro, lo obligaba a retorcerse acostado en la tierra, como un cachorro enfermo; hasta ese día había sido pura hierba toda su dieta. No aguantó más y salió a cazar, con la mirada fija en el suelo, obligado a encontrar pronto una presa que mitigara el hueco enorme del abdomen. Decidió detenerse, tirarse en el piso a esperar cualquier movimiento que delatara la presencia de algún animal que comer. Le tocó en suerte un conejo silvestre, de los que la isla estaba repleta. Un segundo los ojos del asesino y los de la víctima se juntaron. No hubo miedo en ninguno, quizá sólo el helado recuerdo de la muerte los paralizó un momento. El Autócrata entonces le arrojó la piedra, certera, a la cabeza, aturdiéndolo y se abalanzó hacia el diminuto cuerpo peludo que el golpe había petrificado. Todo fue cuestión de segundos; un orden aprendido quién sabe dónde o cuándo lo llevó a torcerle el cuello, crack, sonó la columna del animal; luego hundió sus uñas en el vientre sacándole las vísceras, el corazón, los pulmones; cubierto de sangre, sin tiempo para desollarlo le comenzó a arrancar, desde dentro, pedazos de carne que iba introduciendo a su boca con prisa, tragándolos casi sin masticar; poca carne, sin embargo, para su apetito; le arrancó una pierna con destreza y le quitó la piel, los pelos, de un solo tirón. La carne del conejo le supo dulce, caliente aún. Después aprendería, con el aplomo que le dieron los largos días y las tantas noches, a curtir la piel con agua de mar y a dejar secar salados pedazos de carne que podía conservar por una semana. Se cubrió el cuerpo con una túnica de conejo malhecha y peor cosida con pedazos de cuerda que recogía en la playa. Pero esa noche, cuando hubo dado cuenta del animal supo que ya no había nada que lo separara del reino de las bestias, ni su futura habitación. Se había convertido en uno de ellos. Es tan tenue la línea que nos distingue, se dijo frente al cuenco de agua con el que se lavó la sangre de la cara y de las manos, es tan corto el camino. Si tan sólo hubiese aprendido a no sentir frío, piensa mientras al fin se traslada a su nuevo hogar, un cuarto tan sólo, que deberá protegerlo como un vientre.

IV

Luego fabricó una mesa, una silla, un camastro. Se cubría con una piel de venado que arrancó de un animal muerto muy arriba, en la montaña. Era la primera ocasión que exploraba el territorio y encontró ese tesoro a pesar de la carne descompuesta: la piel, caliente, a la que añadiría poco a poco pedazos de sus víctimas, pequeños animales o cabras medianas que inmolaba para satisfacer el hambre.

El lugar tenía cada vez más la apariencia de una casa. Esas cuatro paredes parecían aislarlo de la inmensidad que lo circundaba, le hacían creer que había menos soledad, pero terminaron por recluirlo.

Una cárcel que le devolvió por un rato la ilusión de que era alguien y no algo. Nada más. Entonces empezó a pensar.

Curioso, se dijo al inicio, que todos esos días de trabajo hasta la extenuación se hubiera dedicado a olvidar, no a pensar. Y ya su pasado no era el suyo, sino el de otro más, desconocido –su nombre, su aldea, la pálida belleza de su mujer, Hildur, cuya melena cubría casi todo su cuerpo hecho de suave y mullido consuelo, hasta esa tarde en que sus manos apretaron su cuello.

Y descubrió que pensaba, en realidad, cuando ya había dejado de hacerlo. Respiró hondo, con una larguísima exhalación y entonces se percató de lo que su propia voz le había dicho en ese rato –un minuto o tres horas, quién sabe– en las que no necesitó seguir olvidando.

Tres ideas resumían lo cavilado:

Los que se creen más inteligentes y más sabios y más ingeniosos que el resto de los mortales ocultan una estúpida hipocresía, una voluntad de engaño que termina por consumirlos.

No se trata de poner atención solamente –algunos lo logran al fin cuando han aprendido a olvidar–. Lo esencial es que se trate de una atención activa, donde todo el cuerpo experimente lo que ve, escucha, huele, siente. No somos otra cosa que experiencia.

Todos los hombres tienen ideas, son claros. A mí, el Autócrata, sólo me resta vivir en la perplejidad, en el asombro, en la duda. Nada es cierto cuando uno se tiene nada más a sí mismo. Nada, ni el propio saco de huesos y piel que nos contiene.

Se repitió las tres sentencias varias veces, como si quisiera memorizarlas y entonces le vino una súbita necesidad de escribirlas, de dejarlas allí, grabadas para siempre. Encontró entonces un método personal, súbito, para ir salvando de su propio olvido –el de los otros no importaba, porque no existían– sus pensamientos más contundentes. Así, decidió asignarles un signo, una runa, a cada uno. Los primeros tres fueron encriptados para su memoria por tres simples trazos: que lo decían todo y lo ocultaban. Los grabó en la madera de uno de los muros de su cuarto.

Los detuvo así, para siempre.

V

¡De qué oscuro barro están hechas las cosas!, se dijo el Autócrata una mañana más fría de lo habitual en la que un ruido lo despertó, alertándolo.

Por vez primera en mucho tiempo sentía el peso del miedo. Tomó el hacha mientras intentaba distinguir el ruido, una especie de rascado en la madera de la puerta. Así estuvo por varios minutos hasta que se decidió a abrir.

Al principio no distinguió de qué animal se trataba, puro pelo ocupando el espacio diminuto de la entrada. Se trataba, lo supo después, de un caballo. Le dio, entonces, dos trozos de carne seca, no sabe por qué, tal vez porque esos días le habían permitido distinguir a otro ser con hambre. El animal se retiró con el regalo en la boca.

Los primeros habitantes de la isla, lo cuentan los libros, trajeron cientos de caballos antiguos capaces de soportar las inclemencias del clima. De patas muy delgadas pero tronco voluminoso y cubiertos de una gruesa pelambre, estos animales comían de todo: hierba, carne, granos, a diferencia de la mayoría de las especies cercanas.

Habían desarrollado un estómago resistente que les permitía ingerir grandes cantidades de alimento y luego pasar días sin probar bocado. El caballo, a quien el Autócrata no quiso bautizar –los nombres, pensó, no contienen a las cosas, antes bien las diluyen como agua– volvió los días siguientes, siempre muy de mañana, siempre también anunciándose al rascar la puerta.

Muchos días después decidió salir a verlo, contemplarlo completo. Sólo entonces se percató de que el caballo era ciego. Una espesa niebla cubría toda la superficie de sus ojos. Se guiaba por otros de sus sentidos. Ávido de compañía, no sólo aceptó al animal, sino que le construyó un corral y algo parecido a un establo. Poco a poco se fue acostumbrando a su presencia.

Un día se decidió a montarlo. Había fabricado un freno de cuerda rudimentario y a guisa de brida otros pedazos de cuero curtidos por él mismo. Allí, en esa cabalgata inicial por las montañas cubiertas de nieve, supo que además de gobernarse a sí mismo podía domeñar lo que lo rodeaba.

No fue feliz al descubrirlo, al contrario. Se sintió estúpido. No sólo no había podido ser un verdadero Autócrata, sino que cometía, uno tras otro, todos los errores de su especie: la misma arrogancia guiaba sus turgencias, sus anhelos, sus dudas.