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La confesión

El médico templario

Novela histórica

JESÚS ÁVILA GRANADOS

La confesión

El médico templario

Título: La confesión. El médico templario

Primera edición en papel: febrero de 2016
Primera edición: septiembre de 2016

© Jesús Ávila Granados

E-mail: jesusavilagranados@gmail.com
Web: www.jesusavilagranados.es

© De esta edición:

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ISBN: 978-84-943964-7-2

Diseño, producción y digitalización: Editorial Octaedro

Fotografías de la cubierta: 123RF y Archivo autor

Fotografías interior: Viquipedia y Archivo autor

A Lola, mi esposa, a quien debo gran parte de mi pasión por la historia.

«Yo estaba allí, y lo he visto.»

Ramon Muntaner

«La caridad es la belleza del alma».

«Si buscas prosperidad, quita tu mirada de los bienes de este mundo».

«Estar preparado es importante, saber esperar lo es aún más, pero aprovechar el momento adecuado es la clave».

INTRODUCCIÓN

Antes de iniciar la descripción de la presente obra, quiero manifestar que la idea de recrear un personaje templario surgió en uno de los numerosos viajes que he hecho a mi querida Granada, concretamente visitando las ancestrales salinas de interior de La Malahá, población de la zona oriental de la Vega granadina, al descubrir una sepultura grabada en su losa superior con la cruz del Temple [véase lámina I], y también al ver algunas cruces de ocho beatitudes grabadas en puertas y fachadas de viviendas del pueblo de Albuñuelas. Esta singular tumba yace olvidada, entre bloques de sal recién salida de las albercas, y que nadie ha reclamado; por ello, mediante la creación de un personaje singular, irreal, yo he querido darle vida a la persona que en este enterramiento se despidió del mundo de los vivos y que, por diferentes azares de la vida, después de infinidad de aventuras, entre finales del siglo xiii y comienzos del xiv, se trasladó a la capital del antiguo Reino de Granada. La historia de este caballero templario es un cúmulo de experiencias vividas que va recordando, en el umbral de su muerte. Comienza a describir su periplo narrando en voz alta, a un amigo musulmán, cuanto ha vivido, y su cercanía con personajes y testimonios que han pasado a los anales de la historia del mundo medieval. Espero que el lector disfrute a través de las páginas de este libro, mientras se sumerge en unos hechos que le sobrecogerán el ánimo, a través de unos personajes que cabalgan entre la realidad y la ficción, pero que no dejarán a nadie indiferente.

Resulta paradójico, además, que ambas poblaciones –La Malahá y Albuñuelas– actualmente formen parte de una comarca granadina conocida como «El Temple»…; no existen las casualidades.

Lápida templaria encontrada en las salinas de La Malahá, en la Vega de Granada. Foto: Maurici Arderiu.

En el otoño de 1320, un año después de la clamorosa victoria nazarí en Sierra Elvira sobre los ejércitos castellanoleoneses, en la Vega granadina, la capital del último reino islámico de Occidente, se vivía uno de sus momentos históricos más dulces; muestras de felicidad plena contagiaban el ambiente de calles y plazas; arriba, en la Alhambra, para celebrarlo, frente a las torres de la Alcazaba se estaban terminando los trabajos de construcción de las puertas de Alhamrá y de Justicia; sobre esta última, además de la leyenda de la mano y de la llave, el ataúd del infante don Pedro, caído muerto en esa batalla, recordaba a los granadinos su victoria sobre los cristianos.

Al otro lado del profundo cauce del río Darro, en el arrabal del Albayzín, en un modesto carmen, un anciano, a sus 69 años, agonizaba, mientras contemplaba desde su lecho la atractiva silueta de la fortaleza roja, sobre un manto verde y con la Sierra Nevada como mágico telón de fondo.

Este hombre, con los ojos llenos de lágrimas, consciente de su inminente final, decide hacer un balance de su agitada existencia cuando recibe la visita de su buen amigo, el general nazarí Ozmán ben Abi-l-Ulá, el gran artífice de esa memorable batalla, ignorada prácticamente en las crónicas cristianas, que la citan someramente como «El Desastre de la Vega». Ambos comienzan una animada conversación, consciente el anciano de la proximidad a su final, ante la curiosa mirada de algunos servidores, quienes, con dolor y tristeza en sus rostros y a una distancia adecuada, guardan : un considerable respeto. Ozmán saluda a su amigo, echado en la cama, y tras desprenderse del peso de la coraza, la espada, la daga y los brazaletes, se sienta en un diván próximo al lecho del anciano, quien manda encender unas velas perfumadas de jazmín y ordena que traigan una bandeja de frutas, dátiles, dulces y una copa de licor de arándanos.

I

En el Reino de Aragón

Escudo de la Corona de Aragón.

Mapa 1: Cataluña

Por orden alfabético: 1: Argelaguer; 2: Barcelona; 3: Bellprat; 4: Besalú; 5: Gelida; 6: Maçanet de Cabrenys; 7: Miravet; 8: Palau-Solità i Plegamans; 9: Rupit; 10: Santa Pau; 11: Santa Perpètua de Mogoda; 12: Savassona; 13: Tortosa; 14: Vallfogona de Riucorb; 15: Vic.

Capítulo 1

La infancia

Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando.

Rabindranath Tagore

–Quiero darte las gracias por encontrarte aquí, en mis últimos momentos en este mundo, amigo Ozmán, en vez de participar como principal protagonista de todos los festejos por la memorable victoria obtenida en la Vega.

–Una victoria que se ha logrado gracias, en gran parte, a ti, estimado amigo romí, por tus valiosos consejos en la plaza de Bib-barrambla sobre cómo debíamos de plantear la batalla. Además, toda Granada estará en deuda contigo por las numerosas y valiosas intervenciones médicas que has llevado a cabo en el Hospital del Maristán –exclamó el más célebre de los militares granadinos.

–Yo también he aprendido mucho en contacto con los ilustres médicos de Granada, y mi Dios ha querido que en esta lejana tierra del sur, tan lejos de mis orígenes, encuentre descanso mi cuerpo, y espero que también mi alma. Y me gustaría, apreciado hermano musulmán, ser enterrado en La Malahá, junto a las salinas y las aguas termales del hamman, de cuyas bondades he disfrutado en tantas ocasiones.

–Así se hará, hermano Esteve, recibiréis una ceremonia cristiana, y procuraré grabar en vuestra lápida de mármol la cruz del Temple. Hace muchos años que nos conocemos, pero, curiosamente, apenas sé nada de ti.

–Os quedo muy agradecido. Es cierto, apreciado Ozmán, pocas veces hemos hablado de mis raíces y de mi vida, y creo que este sería el momento de hacerlo, antes de rendir cuentas a mi Dios.

Tras una ligera pausa e incorporándose un poco en la cama, apoyado sobre una almohada, el anciano, después de tomar un sorbo de agua de un vaso de cristal que tenía en la mesa, comenzó su narración.

–Aunque aquí, en estas tierras andalusíes del reino de Granada me conozcan como «El médico templario», o simplemente romí, mi verdadero nombre es Esteve de Montpalau. Nací en Argelaguer, pequeña población de la Garrotxa, al sur del Pirineo, en tierras catalanas, en el año de nuestro Señor Jesucristo de 1250. Hace pocos días tuve la dicha de cumplir sesenta y nueve años, una edad muy elevada, por lo que debo sentirme dichoso de que el Altísimo haya permitido que la alcanzase.

–Háblame de tu familia –se interesó Ozmán.

–Mi padre, el barón Roger de Montpalau fue el propietario de vastas extensiones de tierras de pastos y cultivos e innumerables propiedades que le proporcionaron abundantes beneficios, por lo que era un noble influyente en la corte del conde de Barcelona, el rey de Aragón Jaime I. Yo fui el benjamín de la familia, el menor de ocho hermanos. A los pocos días de nacer, fui bautizado en la capilla de Santa Magdalena, recibiendo el agua bendita que, según me dijeron, trajeron expresamente del río Jordán. Recuerdo vagamente mi infancia en el castillo de mi padre, donde pasé cortas estancias en las épocas estivales. La vida en la casa familiar era un poco rígida, especialmente por la severidad de mi progenitor, quien nos levantaba muy temprano y a cada uno, según la edad, nos adjudicaba una labor. Mi hermano mayor, Armengol, que sería el heredero, tenía mayores responsabilidades; otros se ocupaban de las cuadras, y de la doma de los caballos, o bien, las mujeres, de las tareas del castillo; yo, al ser el pequeño, también era el más mimado, y me podía permitir más tiempo de juego que los demás, practicando con el arco, u ojeando algunos libros de la biblioteca familiar; reconozco que los de medicina ya me llamaban la atención, y ese mundo fascinante que era la anatomía, y cómo el cuerpo humano se ofrecía sin secretos a mis ojos. Mi madre, Alamanda, fue una mujer virtuosa, tierna y ferviente religiosa, que influyó de manera decisiva en que yo, el más pequeño, como mandaba la tradición, ingresara de muy joven en el monasterio benedictino de Ripoll para emprender la vida clerical.

–¿Ibas a ser monje? –preguntó el general granadino.

–Bueno, fue un ingreso eventual, en calidad de lego. Pero mi vocación era otra. Y recuerdo con diáfana claridad el momento en que, cuando cumplí los catorce años, comuniqué a mis progenitores mi intención de dejar los hábitos y la vida monacal.

–Fue, entonces, un acto valiente, para tu edad –exclamó Ozmán.

–Les dije, en voz muy baja, que no me atraía la vida monacal, tratando de evitar la colérica mirada de mi padre e ignorando el fingido desmayo de mi madre. «¿Qué quieres hacer, entonces?», me preguntó mi padre, echando chispas por los ojos. «No lo sé, padre. Cualquier cosa, menos ser clérigo», contesté en un susurro, bajando la mirada con humildad y también porque estaba aterrado. Mi padre, furibundo, me amenazó: «¡No sé qué vamos a hacer contigo! ¡A mozo de cuadra te voy a meter; es lo que mereces!». Con la cabeza baja le contesté: «Lo que vos digáis, padre».

»Lo cierto es que, además de la medicina, me atraía la caballería. Siempre me quedaba embelesado con la doma, o con cualquier competición de armas.

–Los deseos de la juventud son puertas que se abren para el mañana… –dijo Ozmán.

–En efecto, no creo en las casualidades, amigo. Un día, trabajando en las cuadras como mozo, tal como ordenó mi padre, el capataz fue coceado por un nervioso alazán que le produjo una profunda brecha en el muslo, por la que asomaba un hueso astillado. El hombre se quejaba con agónicos gritos de dolor y por la herida manaba sangre profusamente, como si de un surtidor se tratara. Tomé una rápida decisión y, sin pensarlo un instante, puse la mano sobre aquel chorro de sangre, presionando fuertemente. Y eso fue lo que le salvó la vida, según me dijo después mi padre, muy orgulloso de mi gesta.

–Todo un acto de valor, por tu parte –comentó el nazarí.

–Aquella noche no pude conciliar el sueño; todavía notaba la calidez de la herida y el contacto de aquella sangre caliente y pegajosa en mis manos. Sin embargo, en ningún momento sentí repulsión; al contrario, por vez primera experimenté la dulce sensación de haber salvado una vida. En ese momento tuve la revelación. A la mañana siguiente, cuando me hallé frente a mi progenitor, le dije con decisión y rotundidad: «Padre, quiero ser médico».

»Mis padres se miraron, como hechizados, y una sonrisa se dibujó en los labios de ambos, y vi cómo un par de lágrimas humedecían sus rostros. Yo permanecía hierático, seguro de aquella decisión. Tras meditarlo un momento, mi padre dijo: “Bien, sea pues. Irás a estudiar a Vicus Ausonae”. Y días después me encaminaba hacia esa populosa ciudad a estudiar medicina, en su célebre hospital, centro médico especializado en pestilentes y leprosos, por lo que mis primeros contactos con la medicina fueron precisamente las pruebas más duras para cualquier persona que deseara conocer los secretos de esta ciencia. Pero también me sirvieron para superar cualquier temor que pudiera albergar en mi interior a lo largo de mi vida.

Capítulo 2

En la capital del condado de Osona

La plaza de Vic es tan hermosa que parece italiana.

Josep Pla

Vicus Ausonae, antigua capital del condado de Osona, era una ciudad de larga tradición ganadera y campesina; en su plaza mayor, conocida como la del Mercat del Ram, o simplemente Mercadal, centro urbano de la villa, se concentraba el palpitar de sus gentes todos los días, especialmente los martes y sábados, así como durante las multitudinarias ferias anuales, que se celebraban en abril y en diciembre. Su estratégica situación, en el corazón de la geografía catalana, hacía de esta población un punto de encuentro de personas llegadas de todos los lugares; de ahí la necesidad de disponer de una dotación médica importante, para atender a toda clase de enfermos. Me llamó la atención que las gentes se refirieran cariñosamente a su ciudad con el diminutivo nombre de Vic, y yo me acostumbré de inmediato a llamarla así.

–¿Qué más te sorprendió de esa ciudad? –se interesó Ozmán.

–Sin duda, su riqueza monumental. Para una persona como yo, que procedía de un medio rural, y sin haber salido mucho del territorio de mi familia, acostumbrado a un mismo entorno natural, formado por personas conocidas, árboles, campos, animales pastando, masías…, encontrarme de pronto en una ciudad con tantos y monumentales edificios, como por ejemplo el templo romano, que recordaba la importancia que debió de haber alcanzado Vic en tiempos antiguos, fue una experiencia inolvidable. La ciudad estaba dividida entre el señorío de los condes de Montcada, cuyo castillo se alzaba en el sector nordeste, frente al portal de Santa Eulalia, y el obispado, cuya sede era el Palau Episcopal, y se encontraba al sur de la catedral, entre el portal de Queralt y el de Teixidor. Ambos poderes regían la vida de todos los ciudadanos; en medio estaba la judería, una comunidad muy activa, comercialmente hablando. Recorrí todos sus rincones urbanos, a través del laberinto de calles estrechas y tortuosas, donde se respiraba una miseria extrema, y abundaban los escándalos nocturnos en las zonas de los burdeles, donde el maltrato a mujeres obligadas por la pobreza a ejercer la prostitución era habitual; mi curiosidad también me llevó a cruzar las siete puertas de entrada al recinto amurallado, y me perdí deambulando por sus arrabales interiores, admirando la catedral, cuyo elevado campanario, y su coqueta e íntima cripta, se remontaban a la consagración de aquella iglesia por el abad Oliba, quien fue, al mismo tiempo, obispo de la ciudad. Frente a la fachada de poniente, se hallaba la iglesia de Santa María, conocida como «la Rotonda», por su curiosa forma circular. Vic tenía entonces unas setecientas familias.

–¿Ambos poderes se repartían el control de la ciudad? –preguntó Ozmán.

–En realidad Vic estaba dividida en dos áreas urbanas, cuya demarcación las gentes conocían muy bien. Al norte se hallaba la partida soberana de los Montcada, conocida como jussana, que representaba el poder de la nobleza, y el resto, que era la mayor parte de la ciudad, era jurisdicción del episcopado y de la realeza.

–Veo que os agradó esa ciudad.

–Sí, y mucho, amigo Ozmán, porque supuso una gran experiencia, en todos los sentidos, como verás a continuación. También me llamó la atención el gran aprecio que la gente sentía hacia los templarios, cuyos caballeros garantizaban el equilibrio en la ciudad, vigilando que los precios en el mercado no fueran desorbitados; además, según me dijeron, uno de los maestres provinciales del Temple en Cataluña y Provenza, Guillem de Montrodón, que fue mentor del monarca Jaime I, en el castillo de Monzón, era hijo de Vic.

La ciudad de Vic a finales del siglo xiii y comienzos del siglo xiv; la línea punteada definía el trazado de la separación de ambas jurisdicciones, que se prolongaba enlazando los portales de Queralt y de Manlleu.

–He ordenado a unos servidores que os traigan un vaso de leche con miel y unos dulces, pues creo que necesitas reponer fuerzas, amigo cristiano.

–Gracias, hermano musulmán, me vendrá bien, porque además tengo algo de apetito y mi garganta se estaba quedando seca.

–Sigue tu relato, por favor; estoy asombrado por tu gran retentiva.

–No es una casualidad que en esa ciudad hubiera nada menos que tres centros hospitalarios y asistenciales: el hospital de Sant Jaume, destinado a atender a los leprosos; el hospital de sacerdotes enfermos, administrado por el abad del monasterio de Santa María de l’Estany, y el de Sant Bartomeu, destinado a la atención de los peregrinos. Recuerdo que el hielo, que era tan necesario en los hospitales, para la conservación de los medicamentos y calmar hinchazones y muchos males de la piel, llegaba cada mañana a Vic en carros, a través del Portal de Malloles, desde Moià, Castellterçol y Collsuspina, en bloques cuidadosamente colocados en cajas de madera y separados por ramas y hojas de árboles de ribera.

–¿Y en qué hospital estuviste? –preguntó Ozmán.

Capítulo 3

Mi vida en una leprosería

A partir del siglo x y al calor del crecimiento de los burgos, las escuelas médicas abandonaron paulatinamente las abadías y comenzaron a edificarse bajo la protección de las catedrales.

Francisco José Gómez Fernández,
La medicina en la Edad Media

–Mi padre me llevó directamente al primero, es decir, al de los leprosos, porque, según él, así aprendería más sobre las enfermedades más terribles. Y no se equivocó. Con el tiempo le di la razón, y cada día se lo agradezco más.

–La lepra no es una de las enfermedades más abundantes en Granada, como sabes, amigo cristiano –comentó el general nazarí.

–Sí; pero en Cataluña y en el resto del Reino de Aragón, así como en gran parte del mundo mediterráneo, constituye una terrible plaga. Pero déjame que siga explicando aquella odisea, que fue tan importante para mi formación como médico, y también como persona.

»El centro hospitalario de Sant Jaume, fundado a comienzos del siglo xii, era un hospital llamado de planta única, porque tenía como elemento arquitectónico esencial una sala abierta o única planta principal, similar al de una iglesia basilical, con varias naves a modo de capillas radiales que generaban un amplio espacio indiviso. En su interior, las camas de los enfermos, colocadas de forma que podían verse en tu totalidad, sin barreras, permitían llevar a cabo todas las actividades cotidianas (vivir, comer, dormir y, sobre todo, rezar). En los altares se honraba a santos muy concretos: san Lázaro (los leprosos); san Roque o san Sebastián (los apestados); santa Lucía (los enfermos de la vista); san Blas (los aquejados de algún mal de la garganta); san Lorenzo (los que sufrían por quemaduras en la piel)…; y, en la misa de difuntos, rezos a san José, el abogado de la buena muerte.

–¿Qué diferencias hay entre la peste y la lepra? –preguntó Ozmán.

–Sin duda, querido amigo, son las dos epidemias más letales para la humanidad que haya conocido el mundo que nos ha tocado vivir: la lepra y la peste. Ambas han dado lugar a la construcción de instalaciones hospitalarias capaces de combatir esas contagiosas patologías. Sin embargo, ambas enfermedades son muy diferentes. Mientras que la primera, con elevada incidencia entre la población, ya hace tiempo que está castigando a todo el mundo occidental, la segunda, la peste, es un mal que apareció más recientemente, pero que, si no se ponen medios, se convertirá en una epidemia de colosales y dramáticas consecuencias. También sus formas de contagio son distintas: mientras que la lepra precisa contactos muy íntimos y repetidos durante un largo período de tiempo para que se produzca la infección, la peste presenta una epidemiología que la hace especialmente agresiva. La lepra es una enfermedad crónica, de evolución muy insidiosa, que solo a largo plazo repercute en la duración de vida del individuo; la peste, por el contrario, tiene una aparición rápida, afecta masivamente a la población y su mortalidad es muy elevada. Estas son, por lo tanto, las razones esenciales que determinan las diferencias de los centros asistenciales dedicados a una y otra enfermedad. La fundación de leproserías en Cataluña y en otros lugares del Reino de Aragón se inició con el período de aparición de esta enfermedad, a mediados del siglo xi.

–¿Y cómo era la vida de aquellos desdichados?

–Pues nada agradable, como puedes suponer. Para un leproso, el reconocimiento de ese mal suponía un aislamiento físico inmediato del enfermo, en lugares de acogida a las afueras de las poblaciones, por eso el hospital de Vic se hallaba a extramuros de la ciudad. Al ser separado de la comunidad, el leproso recibía una misa de difuntos y sus familiares le acompañaban en algo similar a una procesión, que tenía como destino, casi lúgubre, la leprosería, puesto que al enfermo se le consideraba un muerto en vida; perdía todos sus derechos civiles y sus bienes pasaban al hospital que le recibía; la capilla principal de las leproserías estaba dedicada a san Lázaro, de ahí que también se llamaran «lazaretos». En torno a ese centro hospitalario se agrupaban las cabañas, construidas con barro y madera, donde se alojaban los leprosos, evitando con ello el contagio entre los asilados; un pequeño huerto cultivado por los mismos enfermos les proporcionaba parte de su alimentación, y el camposanto, que era conocido popularmente como la sagrera, advertía en toda su crudeza de que la segregación de los acogidos era total y se prolongaba más allá de la muerte. El lazareto se construía en las inmediaciones de las vías de comunicación más transitadas, para despertar la caridad a un mayor número de viandantes; el leproso hacía sonar unas campanillas para advertir de su presencia a los transeúntes, y debía vestirse de forma distinta a las personas sanas, una vez que el médico le había diagnosticado la enfermedad, con lo cual le expresaba la muerte civil que condenaba al paciente a un riguroso aislamiento del resto de la sociedad. Todo esto sucedía en aquella ciudad, y, como puedes imaginarte, contemplar de cerca aquellas tragedias humanas me producía un gran dolor.

–Es terrible la enfermedad, pero también las consecuencias de la misma –exclamó Ozmán un tanto malhumorado.

–Sí, amigo nazarí, la lepra o, mejor dicho, la confirmación por parte de los médicos de que el enfermo está afectado por este mal, era causa inmediata de marginación, y no tanto por el temor al contagio, sino por la absurda creencia de que se trataba de un castigo divino porque el leproso sentía rencor hacia los santos. También existía la creencia de que los niños leprosos habían sido concebidos en el instinto pecador de la lujuria, y no durante el cumplimiento del mandato divino de la procreación. Igualmente los hijos de los leprosos eran marginados del resto de la sociedad, obligados a vivir aparte y a ejercer los oficios más bajos: sepultureros, limpiadores de cloacas y pozos, etc.

–¿Y cómo sabías distinguir este mal?

–Me basaba en los síntomas físicos que ofrecían los enfermos para efectuar un diagnóstico. Una prueba bastante clara era la pérdida de las cejas; también cuando advertía los ojos saltones, hinchazón en la nariz, cara amoratada, aparición de nódulos junto a las orejas, piel de la frente tensa y brillante, la voz ronca, etcétera.

–Y de la peste, ¿se sabe cuál es la causa de esta terrible enfermedad? –preguntó Ozmán.

–En primer lugar, no debes confundir la peste blanca con la peste negra. La primera afecta principalmente a los pulmones, y presenta los siguientes síntomas: extremado enflaquecimiento, enrojecimiento de la piel provocado por la constante fiebre y tos con expectoración sangrienta. Mientras que la peste negra es una enfermedad provocada por la pulga de la rata negra, traída desde el lejano Oriente por los navegantes genoveses, y que se está extendiendo por toda Europa infestando a todas las personas, sin distinción de clase social, religión o profesión. Esta enfermedad se presenta principalmente de forma bubónica, con la aparición de pústulas en las ingles, las axilas y el cuello; los afectados no tardan en abandonar este mundo más de una semana; la más grave causa hemorragias cutáneas con placas de color negro azulado, que da nombre a esta terrible enfermedad, y los afectados fallecen en tres días. Otros síntomas que se presentan en todas las formas de esta cruel enfermedad son fiebre alta, nauseas, fatiga extrema, sed, ahogos, tos y esputos sangrientos.

–¿Se conocen las causas reales de este mal? –preguntó Ozmán.

–En un principio, se atribuyó a los judíos la causa esencial de esta enfermedad, diciendo que los miembros de las juderías habían envenenado el agua potable de las fuentes, y también el aire; pero estas absurdas causas no tardaron en ser rechazadas por las autoridades para evitar que se persiguiera, linchara y masacrara a los judíos. También se decía que este mal era la consecuencia de una conjunción adversa de los astros, o bien un castigo divino por los pecados de los hombres; esta fue la principal exposición que los sacerdotes lanzaban desde los púlpitos, como amenaza al carpe diem.

–En realidad, en el Reino de Granada he de manifestar que no se ha llegado a una epidemia tan grande como en Aragón, Castilla y otros reinos hispanos –expuso el general nazarí.

–Tienes razón, amigo Ozmán, y es porque en Granada hay más tradición higiénica en las personas, y eso ayuda mucho a evitar contagios. Por otro lado, la peste negra está erradicándose, aunque lentamente, con la llegada de la rata gris, que va exterminando a la rata negra, que parece ser la portadora de un terrible mal causante de esta terrible enfermedad.

–¿En aquel lugar estuviste todo el tiempo aprendiendo medicina? –se interesó Ozmán.

–No. Aquella prueba duró un par de años. Luego, para conocer otros males, decidí pedir el traslado al hospital de Sant Bartomeu, dedicado a la atención de los peregrinos. Una lápida recordaba que aquel hospital fue fundado por Arnaldo de Cloquer, influyente familia de Vic que donó gran parte de su fortuna para la creación de ese centro asistencial, dedicado a atender a los peregrinos. En aquel hospital la actividad era mucho más calmada, puesto que mi labor estaba dirigida a poner a los caminantes en condiciones de continuar el viaje, o bien, en casos extremos, el camino de regreso a sus lugares de origen.

–¿Y qué males solían afectar a aquellas personas?

–Eran muy numerosos. Desde asaltos de bandidos, a reyertas entre los mismos peregrinos, que daban lugar a lesiones en muchas ocasiones traumáticas; además, especialmente los pies sufrían las consecuencias de las largas caminatas. El agotamiento físico era el mal más generalizado de quienes llegaban al hospital. También hubo quien había sido víctima del ataque de fieras y alimañas. Numerosos peregrinos llegaban afectados por males producidos a consecuencia de relaciones carnales en burdeles que visitaban en los pueblos por donde transitaban, o en la misma calle; el morbo gaélico y otras enfermedades venéreas eran una verdadera pesadilla.

–Y ahora, entre nosotros, ¿qué es la enfermedad? –preguntó Ozmán.

–La enfermedad se produce en el organismo humano cuando se rompe el equilibrio entre los humores.

–¿Los humores?

–Desde los tiempos antiguos, la medicina se fundamenta en la teoría griega de los cuatro humores, basada en la creencia de que en el cuerpo están presentes los mismos cuatro elementos que existen en la Madre Naturaleza, cada uno de los cuales tiene sus propias cualidades y está relacionado con un órgano del cuerpo. Esta teoría sirve al mismo tiempo para definir las características físicas, mentales y sociales del paciente. Un exceso de humores clasificaba a las personas en sanguíneas, flemáticas, coléricas o melancólicas, al tiempo que la naturaleza fría y húmeda de las mujeres confirmaba su timidez y su menstruación.

Los cuatro humores y su correspondencia entre los elementos naturales, sus cualidades y los órganos del cuerpo humano:

Humores

Elementos

Cualidades

Órganos

Sangre

Aire

Caliente y húmedo

Corazón

Flema

Agua

Frío y húmedo

Cerebro

Bilis amarilla

Fuego

Caliente y seco

Hígado

Bilis negra

Tierra

Frío y seco

Bazo

Capítulo 4

El morbo gaélico

Las enfermedades desesperadas requieren remedios desesperados.

Guy Fawkes

–¿Qué es el morbo gaélico? –se interesó Ozmán.

–Es una enfermedad del grupo de las vergonzosas, que también se conoce como avariosis, búa o buba, que se convirtió en una verdadera pesadilla, al no poder establecerse ningún diagnóstico previo; por eso, los médicos la llamamos la gran imitadora, porque en su fase primaria sus síntomas podían dar lugar a graves confusiones con otros males, lo que generaba que la persona afectada no le diera importancia y, por ello, no acudía al médico hasta que el mal estaba bien visible.

–¿Y por qué se caracteriza esta enfermedad?

–Las pústulas de esta enfermedad cubrían frecuentemente gran parte del cuerpo de la persona afectada, desde la cabeza a las rodillas, haciendo que se desprendiera la carne de la cara de los enfermos y provocando la muerte en pocos meses.

–¿Y se ha podido determinar la causa de la aparición de este mal?

–No. Pero yo creo que gran parte de culpa la tiene el rápido crecimiento de las ciudades, y la falta de higiene, especialmente en los lugares más pobres de los arrabales de los grandes burgos. Se trata de una enfermedad de transmisión sexual; un mal producido por una bacteria; una forma de infección que afecta la piel, los huesos y las articulaciones. En comunidades que viven en pobres condiciones higiénicas, el morbo gaélico puede transmitirse también por contacto no sexual.

–Es terrible –exclamó el general nazarí–. Nosotros aquí, en Granada, no conocemos ese terrible mal.

–Desde luego. En la fase precoz de la enfermedad, el sujeto contagiado resulta altamente contagioso, y en las relaciones entre hombre y mujer es más fácil que se contagie el hombre, siendo la edad más común entre los 20 y 25 años. El período de incubación es de entre 10 días y 6 semanas. El contagio es muy común en varones sodomitas, al practicar el sexo anal. Por otro lado, la mayoría de las mujeres que padecían el morbo gaélico no sabían que estaban afectadas, porque casi siempre el chancro aparece en el interior del cuello uterino, y cuando la bacteria entra en el organismo se expande rápidamente por él y, lentamente, va invadiendo todos los órganos y tejidos. En el varón, los chancros suelen localizarse en el pene y en el interior de los testículos, aunque también suelen aparecer en el recto, dentro de la boca o en los genitales externos; mientas que en la mujer, las áreas más afectadas son el cuello uterino y los labios genitales mayores o menores. El chancro desaparece al mes o mes y medio, pero no porque el enfermo se esté curando, sino porque la segunda etapa está por empezar.

–Entonces, amigo cristiano, ¿qué solución tendría ese mal, el no fornicar? –preguntó con sorna Ozmán.

–¡No! Desde la antigüedad, médicos como Galeno recomiendan hacer el coito, cuyas virtudes también enaltecía Plinio, quien afirmaba multa genera morborum, en especial el efectuado por primera vez. Las eyaculaciones seminales generaban un alivio inmediato de dolencias producidas por la flema, la melancolía y los humores fríos. Hipócrates estableció que el coito era una pequeña epilepsia, durante la cual el organismo expulsaba, junto con el semen, elementos que causaban precisamente esta dolencia y el principio perturbador. Lo que es fundamental es mantener la higiene necesaria.

–Y si no es mucho preguntar, amigo cristiano, ¿cómo llevaste a cabo la curación de aquellos desdichados, que se hallaban en el umbral de la muerte, afectados por esa pesadilla, una de las enfermedades más terribles?

–Pues esencialmente aplicando en los enfermos una cura a base de tisanas con hojas y troncos de saponaria y bardana.

–Tengo entendido que estas plantas abundan en las Alpujarras –comentó Ozmán.

–Sí, y también en todos los territorios del Reino de Aragón, y del resto de Europa. Pero ahora, Ozmán, me gustaría descansar, pues me encuentro algo fatigado. Más tarde seguiré mi narración.

–Descansa, apreciado romí. Yo aprovecharé para dar unas órdenes a mis soldados, que aguardan en la puerta. Volveré cuando te hayas recuperado –y Ozmán salió de la estancia, a la que regresó al cabo de dos horas dispuesto a seguir escuchando la confesión de Esteve.

–Ozmán, voy a seguir por donde nos habíamos quedado. La saponaria es una planta silvestre que florece de mayo a junio, con la cual yo preparaba una cocción cuya dosis establecía en 25 gramos de esta planta por litro de agua durante diez minutos, y luego hacía que el enfermo bebiera esta infusión durante cuarenta días consecutivos. La bardana, que florece en los meses estivales en el norte de España, era la segunda planta utilizada para combatir el morbo gaélico. La raíz de la bardana tiene propiedades sudoríficas, diuréticas y depurativas; la dosis era el cocimiento de 60 gramos de raíces por litro de agua; igualmente, las hojas administradas en forma de cataplasma dan excelentes resultados contra los tumores blancos, las obstrucciones de las articulaciones y la tiña; por ello, la bardana es también conocida como «hierba de los tiñosos», que siempre he aplicado con el mayor de los éxitos contra las enfermedades de la piel.

–¿Y qué trato recibían esos enfermos en el hospital?

–No muy distinto al del resto. Recuerdo que bien temprano mandaba abrir las ventanas para ventilar la sala y despertarlos. Después del desayuno, hacía que los que podían salir al exterior fuesen trasladados al patio, para que respiraran el aire fresco y tomaran el sol saludable de la mañana; muchos de estos enfermos, a consecuencia del terrible mal, padecían de melancolía, para lo cual el mejor tratamiento era conversar con ellos, hacerles sentir que estaban vivos y que eso era lo más importante, que tenían que luchar para vencer al demonio de la enfermedad; el trino de los pájaros, el rumor del agua de la fuente, el griterío exterior de los niños corriendo por las calles, o la visita de algún familiar, eran los mejores medicamentos, sin duda, para combatir la enfermedad. He tenido en mis manos el aliento de personas que pedían la muerte a gritos porque no podían soportar más el dolor, pero la dicha de haber logrado curar a muchas de ellas, y a veces no con medicamentos, sino con el afecto de unas palabras, ha sido verdaderamente maravilloso. Esos momentos de felicidad y agradecimiento que me transmitían mis enfermos era, sin duda, lo mejor que me voy a llevar de este mundo.

–Tus palabras te hacen todavía más grande, estimado romí.

Capítulo 5

La masía de Tavèrnoles

De las masías primitivas se desconocen sus formas. Se trata de casas de los siglos xi, xii y xiii. Para reconstruirlas, se ha acudido a las características propias de las casas del siglo xiv, en las cuales la ventana románica se conserva más esbelta, son más estrechas las columnas, con más abertura de aire, a la luz y al ataque exterior, pero manteniendo los elementos análogos a los romanos.

Joaquim de Camps i Arboix, La masía catalana

–Una tarde, yendo por los pasillos del hospital, no pude evitar oír las palabras de unas personas que hablaban en voz alta: «Mañana es el encuentro con el macho cabrío en el bosque». Otra contestó: «Sí, yo quisiera ir, como otros años, pero tiemblo al pensar en lo que representa ese espectáculo sangriento». Y oí que una tercera persona decía: «Yo no sé si iré, aún recuerdo la experiencia del año pasado».

»Me acerqué a aquellas personas y, tras pedirles perdón por mi atrevimiento, les dije que no había podido evitar escucharles, y les pregunté que a qué se referían. Uno de los que allí se encontraban me contestó que estaban hablando del encuentro en el bosque del rey de las sombras y del infierno, Satán, con sus siervas. No entendí de qué me hablaban e insistí en que me explicaran de qué se trataba. Una de aquellas personas, Bertomeu Gros, que era el enfermero, se quedó mirándome y, con un gesto de gran extrañeza reflejado en su rostro me preguntó que si no conocía el bosque de Savassona. Al contestarle que no, Bertomeu me explicó que en la festividad de san Juan Bautista, que se celebraría al día siguiente, era cuando se producía la aparición de la Bestia rodeada de sus sirvientas. Yo le pregunté que si el bosque de Savassona estaba muy lejos y me contestó que se encontraba a un par de horas a caballo. Precisamente, añadió, al día siguiente iría a su pueblo, Tavèrnoles, a ver a su familia, y el lugar del que hablamos estaba muy cerca. Dijo que si lo deseaba podía acompañarle. Como mis funciones me permitían ausentarme, decidí que iría con él. Al día siguiente, tras asegurarme de que todos los pacientes estuvieran bien atendidos, dejándolos a cargo de un par de enfermeros, le dije a Bertomeu que lo acompañaría. Bertomeu manifestó que sería un honor para él y, de paso, me explicaría más cosas acerca de lo que nos esperaba, que era algo sorprendente. Le pregunté por la hora de salida y me dijo que si me parecía bien partiríamos a la hora tercia. Le dije que me parecía muy acertado y quedamos a esa hora en la puerta del hospital. Reconozco que me costó conciliar el sueño aquella noche, pues no podía dejar de pensar en las palabras que había oído en aquel pasillo. Pero mi curiosidad era muy fuerte, y estaba deseando conocer la naturaleza de aquellas frases.

»Ya hacía bastante rato que el sol iluminaba el firmamento cuando Bertomeu y yo partimos de Vic en dirección al curso medio del río Ter. El enfermero me preguntó si conocía la zona del norte de la ciudad de Vic, y le dije que era la primera vez que la recorría. Me contó que en aquellas tierras había nacido y se había criado con su familia. Dejamos a nuestra espalda Folgueroles, y no tardamos en llegar a Tavèrnoles. Le dije a Bertomeu que lo veía muy dichoso, y me explicó que se debía a que hacía mucho tiempo que no veía a sus padres, que eran muy mayores. También me comentó que su padre padecía un mal en los pies que le producía terribles dolores. Como siempre, llevaba conmigo el instrumental, y le dije que lo examinaría. Bertomeu se mostró muy agradecido.

»Después de atravesar algunos valles, siguiendo siempre hacia el norte, entre unas colinas alfombradas de espesa vegetación, apareció el pueblo de Tavèrnoles. Las campanas de la iglesia doblaban a laudes, y nos dirigimos directamente a la casa de mi compañero, que era una masía situada cerca del camino real. Era una casa de planta horizontal, establecida en tres naves, con balcón corrido de madera en el nivel superior, orientado al sur; en la zona más alta se abrían unas ventanas para airear los alimentos conservados en esa estancia; las caballerizas y el corral se hallaban en un ala de la planta baja de aquella enorme masía. Núria, la madre de Bertomeu, salió a recibirnos acompañada de dos grandes perros labradores que no paraban de lamerle las manos a mi compañero. Este hizo las presentaciones, y Núria, con el mayor respeto y sin levantar la mirada, me dijo que estaba encantada de recibirme y ofrecerme su humilde casa. Yo le di las gracias y le pregunté cómo se encontraba su esposo. Me informó que Ermengol llevaba varias semanas en cama, con dolores muy fuertes en los pies. Le pedí permiso para entrar a verlo y me llevaron a la alcoba principal de la vivienda, donde se hallaba el enfermo. En aquel momento, Núria, corrió las cortinas y abrió un poco los postigos de madera de las ventanas, para que el sol iluminara la estancia. El padre de Bertomeu, sobresaltado, preguntó qué sucedía y quién era yo. Núria lo tranquilizó diciéndole que era un doctor del hospital de Vic, compañero de su hijo Bertomeu, y que quería verlo. Cuando examiné sus piernas vi que tenía grandes hematomas y le pregunté si había tenido alguna caída o había sufrido un golpe. Él recordó que hacía unos diez días, cuando estaba cortando las ramas de unos árboles, resbaló y se cayó dando vueltas hasta el lecho de un riachuelo, golpeándose los pies fuertemente, y desde entonces no podía moverse de la cama. Le dije que debería ser trasladado al hospital porque podía tratarse de una rotura de un hueso del pie o de una dislocación de los nervios. Ante la perspectiva de un traslado al hospital, Ermengol dijo en un tono suplicante que si no podría curarle allí, en su casa. Tras su insistencia, decidí realizar las curas necesarias allí mismo y le pedí a Bertomeu que me trajera el maletín que estaba en la grupa de mi caballo. A Núria le pedí por favor que preparase agua caliente en un recipiente grande, que tuviera a punto lienzos de tela y que hiciera una infusión de tila para calmar a su esposo. La mujer salió corriendo hacia la cocina. Yo abrí las ventanas de par en par para que no faltara luz natural, que era mucho mejor que la de los cirios, y fui hablando con voz suave al enfermo, para tranquilizarlo. No cabía la menor duda de que Ermengol, de carácter un poco gruñón, se encontraba más seguro en su casa, con los suyos, que en una estancia llena de enfermos y olores de hospital. Le di a beber agua, que tomó con ansiedad. Una hora más tarde ya estaba todo preparado, y Ermengol se encontraba más relajado, después de haberse bebido toda la infusión. Pero era necesario llevarle a un estado de plena relajación, que conseguí aplicándole un sedante. Le dije con voz muy calmada que iba a abrir la zona dañada, que no se preocupase por la sangre. Pero él ya no me oyó, estaba adormilado.

»Después de unas horas, ya había terminado mi intervención, y los pies de Ermengol se hallaban vendados. Le recomendé a su esposa que siguiera en cama unos días, y le dije que yo me acercaría a hacerle las curas siguientes. Me invitaron a comer. Y después, Bertomeu me susurró que debíamos irnos ya al bosque, antes de que comenzara a caer la noche. Mientras nos despedíamos con sincera amabilidad, Núria nos advirtió que fuéramos con mucho cuidado, que en aquel bosque ocurrían cosas muy extrañas. Le recordó a su hijo aquella niña que desapareció en ese maldito lugar hacía unos años; y añadió que no nos acercáramos a ningún gato negro. Luego me preguntó que cuánto me debía, y le dije que no me debía nada, y volvería dentro de unos días. Mientras tanto le recomendé que su esposo no andara, que comiera alimentos suaves y reposara, y que lo calmara con infusiones, que no estaban nunca de más. Me dio las gracias, me dijo que seguiría mis consejos y me ofreció su casa. Tras despedirse, se dirigió a unos campesinos y les mandó que acumularan los excrementos de los animales, con la ayuda de unas horquillas de madera, en la explanada de la era, próxima a la fachada de la masía. Le pregunté a Bertomeu por qué lo hacían y me contestó que en el solsticio de verano solían hacer un fuego con estiércol del diablo, quemando asafétida, para ahuyentar a los demonios, evitando que entraran en la casa. Lo que no sabía exactamente era el simbolismo del gato negro, y me preguntó que si yo sabía algo sobre aquello. Le expliqué que el gato negro estaba vinculado, según la tradición popular, con el diablo, y que se identificaba con las fuerzas del Mal porque algunas de las características del gato coincidían con las cualidades de Lucifer: era peludo, tenía uñas y era símbolo de lujuria, debido a los chillidos que lanzaba en época de celo; el color negro era también una característica que lo asemejaba al Mal; además, el gato era nocturno, veía de noche y era áspero al tacto. El gato era maligno y siempre estaba vigilante. Le conté que el papa Gregorio IX, en su bula Vox in Rama, dijo que en el aquelarre el demonio se aparece en forma de hombre cuyo cuerpo, de cintura para arriba, es brillante y luminoso como el sol, y de cintura para abajo áspero y velloso como el de un gato. Y añadí que, además, tenía otras cosas que contarle sobre aquella cuestión. Yo conocía bien aquella bula, y también a su autor; le expliqué que fue aquel pontífice, en otra bula suya, Excommunicamus, quien estableció el tribunal de la Inquisición, haciendo depender directamente de él aquella poderosa fuerza religiosa, nombrando a los dominicos como inquisidores y estableciendo que los herejes fueran entregados al brazo secular para su castigo. Las mismas profecías de san Malaquías se refieren a este pontífice como Avis ostiensis, como una especie de ave de rapiña. Además, en mi casa de Argelaguer siempre hubo gatos, y nos ha dado igual el color de su pelo.

»Salimos cabalgando en dirección al río Ter; Savassona no estaba lejos de allí. A poco más de una milla de distancia hacia el norte llegamos a la entrada del robledal. Le pregunté a Bertomeu si no sería peligroso estar allí y me dijo que no, que las brujas y brujos de aquellos territorios contaban con el apoyo de los señores de Montcada, de Vic, y estos con el del mismísimo monarca Jaime I. Por lo tanto, los esbirros de la Inquisición no acostumbraban a ir por aquellas tierras a molestar, aunque, añadió, no podíamos fiarnos del Santo Oficio, porque tenían delatores por todas partes. Yo ya había podido comprobar cuánto apreciaban las gentes a los señores de Montcada, lo que hacía que esos nobles estuvieran sometidos a una severa vigilancia por parte de la Inquisición. Aunque, según me contó Bertomeu, ello no impedía que esos señores castigasen con sangrante crueldad a quienes los traicionaban. Me explicó que en la ciudad de Vic encerraban en sus terribles mazmorras a los servidores infieles, bien por envidias y demás miserias humanas, o por el hecho de haber denunciado ciertas cuestiones a los esbirros, vigoleros y explotadores del Santo Oficio. Yo sabía que era cierto, pues me habían contado que desde hacía algunas semanas se hallaba recluido en las mazmorras del Castell de los Montcada un delator sorprendido en el momento de transmitir información a un miembro de la Iglesia, recibiendo seguidamente una bolsa de monedas, tal como hizo Judas. Bertomeu me dijo que esa denuncia traicionera provocó que se levantara un proceso contra varias mujeres de Cantonigrós, aprovechando la ausencia del señor de Montcada, que se hallaba esos días en la Ciudad Condal.