Edición en formato digital: enero de 2017
Título original: Enter a murderer
En cubierta: ilustración de Art Déco Book Plate.
Image courtesy of The Advertising Archives
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Ngaio Marsh, 1935
© De la traducción, Alejandro Palomas
© Ediciones Siruela, S. A., 2017
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16964-83-3
Conversión a formato digital: María Belloso
Prefacio
I Prólogo a una obra
II «Preparados y a escena, por favor»
III La muerte del Castor
IV Alleyn se ocupa del caso
V La declaración del regidor
VI Entrada la madrugada
VII Props
VIII Felix Gardener
IX El hombro de Stephanie Vaughan
X Al día siguiente
XI Nigel se convierte en detective
XII El apartamento de Surbonadier
XIII El contenido de una caja con refuerzos de hierro
XIV Gardener mira atrás
XV El talón de Aquiles
XVI La vista
XVII Desde Sloane Street a Scotland Yard
XVIII El arresto
XIX Nigel, apartado del caso
XX Props hace mutis
XXI Este inefable descaro
XXII Cae el telón
XXIII Epílogo a una obra
Cuando le enseñé este manuscrito a mi amigo el inspector jefe Alleyn del Departamento de Investigaciones Criminales, dijo:
—Es un relato realmente fiel del caso del Unicorn; pero yo creía que en las historias de detectives suele ocultarse la identidad del asesino.
Lo miré fríamente.
—Eso ya no es más que un vieux jeu, querido Alleyn. Hoy en día, la identidad del asesino se desvela siempre en los primeros capítulos.
—En ese caso, le felicito —dijo.
Mentiría si dijera que su respuesta me dejó satisfecha.
El 25 de mayo, Arthur Surbonadier, cuyo verdadero nombre era Arthur Simes, fue a visitar a su tío Jacob Saint, cuyo verdadero nombre era Jacob Simes. Jacob había sido actor antes que empresario y había elegido Saint como nombre artístico, un nombre que conservó durante el resto de sus días. Hacía chistes malos al respecto —«No soy ningún santo»— y no dejó que su sobrino adoptara el mismo apellido cuando también él decidió subirse a los escenarios.
—Con un solo Saint en la profesión es más que suficiente —rugió—. Ponte el nombre que quieras, Arthur, pero mantente fuera de mi territorio. Podrás dar tus primeros pasos en el Unicorn y te dejaré en herencia mi dinero, o una gran parte. Pero, si eres mal actor, no te darán ningún papel. Así funciona el negocio.
Mientras Arthur Surbonadier (el apellido Surbonadier había sido sugerencia de Stephanie Vaughan) seguía al criado hacia la biblioteca de su tío, se acordó de lo que le había dicho. No era mal actor. Era un actor más que aceptable. O, como le gustaba pensar, un actor como la copa de un pino. Intentó mantenerse erguido para el encuentro con su tío. Un actor como la copa de un pino y con personalidad. Sometería a Jacob Saint. Y, llegado el caso, estaba dispuesto a hacer uso de esa arma definitiva cuya existencia Saint desconocía por completo. El criado abrió la puerta de la biblioteca.
—El señor Surbonadier, señor.
Arthur Surbonadier hizo su entrada en la biblioteca.
Jacob Saint estaba sentado en su silla ultramoderna tras su ultramoderno escritorio. Una lámpara cubista le iluminaba los prietos pliegues de grasa de la nuca. Los músculos de la espalda se dibujaban en su chaqueta de cuadros grises. No miró a Surbonadier. Sobre su cabeza rosada caracolearon volutas del humo del cigarro. La habitación olía a humo de tabaco y a su colonia, una fragancia especialmente elaborada para él y de la que ninguna de sus damas, ni siquiera Janet Emerald, había recibido un solo frasco.
—Toma asiento, Arthur —dijo con un murmullo de descontento—. Fúmate un cigarro. Enseguida estoy contigo.
Arthur Surbonadier se sentó, rechazó el cigarro, encendió uno de sus cigarrillos y se removió, nervioso, en la silla. Jacob Saint escribió, gruñó, pasó con descuido el secante sobre el papel e hizo girar bruscamente su silla de acero.
Era como la caricatura de un magnate del teatro. Con su enorme papada roja, la voz ronca, los ojos de color azul celeste y los gruesos labios, parecía estar representándose a sí mismo en escena.
—¿Qué se te ofrece, Arthur? —preguntó y esperó.
—¿Cómo estás, tío Jacob? ¿Mejor del reúma?
—No es reúma, es gota, y es un espanto. ¿Qué quieres?
—Se trata del nuevo espectáculo del Unicorn. —Surbonadier vaciló y Saint volvió a esperar—. Yo... no sé si has visto el cambio de reparto.
—Sí.
—Ah.
—¿Y bien?
—Entonces —empezó Surbonadier en un intento desesperado por animar su tono—, ¿das tu aprobación, tío?
—Así es.
—Yo no.
—¿Y a mí qué demonios me importa? —saltó Jacob Saint. El rostro ceñudo de Surbonadier palideció. Intentó representar el papel de quien controla la situación, de quien domina el escenario. Mentalmente, toqueteó su «arma».
—En un principio yo iba a hacer el papel de Carruthers —dijo—. Puedo representarlo y hacerlo bien. Y ahora se lo han dado a Gardener..., a Master Felix, al que todos adoran.
—A quien Stephanie Vaughan adora.
—Eso no tiene nada que ver —dijo Surbonadier. Le temblaban los labios. Presa de una especie de júbilo mezquino, sintió que la ira se adueñaba de él.
—No seas crío, Arthur —rugió Saint—, y no vengas aquí a llorarme. Felix Gardener se ha llevado el papel de Carruthers porque es mejor actor que tú. Es probable que también sea esa la razón de que Stephanie Vaughan le prefiera a él. Tiene más atractivo sexual que tú. A ti te toca el papel del Castor. Es un papel muy agradecido y se lo han quitado al viejo Barclay Crammer, que por otro lado lo habría bordado.
—Pues te repito que no estoy satisfecho. Quiero que lo cambies. Quiero el papel de Carruthers.
—No lo tendrás. Ya te dije antes de que te subieras a los escenarios que nuestra relación en ningún caso te serviría para conseguir sin más papeles protagonistas. Te di tu oportunidad y no la habrías tenido si yo no hubiera sido tu tío. Ahora tienes que valerte por ti mismo. —Miró sombríamente a su sobrino e hizo girar la silla hacia el escritorio—. Estoy ocupado —añadió.
Surbonadier se humedeció los labios y se acercó a él.
—Me has amedrentado toda mi vida —dijo—. Pagaste mis estudios porque con ello alimentabas tu vanidad y porque te gusta el poder.
—Y sales con lentitud al proscenio declamando pausado... Menudo actorcillo de pacotilla estás hecho.
—¡Tienes que deshacerte de Felix Gardener!
Por primera vez, Jacob Saint dedicó a su sobrino toda su atención. Tenía los ojos un poco saltones. Inclinó la cabeza hacia delante, un gesto que resultaba extrañamente desconcertante y que le había dado buenos resultados en la lidia con hombres más duros que Surbonadier.
—Como vuelvas a hablarme en ese tono —dijo en voz muy baja—, estarás acabado. Ahora, lárgate.
—Todavía no. —Surbonadier se agarró al borde del escritorio y se aclaró la garganta—. Sé demasiadas cosas sobre ti —añadió por fin—. Más de las que crees. Sé por qué..., por qué pagaste dos mil a Mortlake. —Se miraron fijamente. Un hilillo de humo de cigarro escapó entre los labios entreabiertos de Saint. Cuando volvió a hablar, lo hizo con venenosa contención.
—Ah, así que se nos ha ocurrido intentarlo con el chantaje como último recurso, ¿me equivoco? —Se le había enronquecido la voz—. A saber lo que habrás estado maquinando, pedazo de...
—¿Nunca echaste en falta una carta que él te mandó en febrero... cuando..., cuando estaba...?
—Cuando estabas invitado en casa. ¡Santo Dios, no hay duda de que he hecho una buena inversión contigo, Arthur!
—Aquí tienes una copia. —La mano temblorosa de Surbonadier desapareció en su bolsillo. No podía dejar de mirar a Saint. Había algo en Surbonadier que recordaba a un autómata. Saint miró el papel y lo soltó.
—Si hay más como este —dijo, y su voz se elevó hasta convertirse en un grito ronco e imponente—, te denunciaré por chantaje. Te destrozaré. No volverás a actuar en Londres. ¿Has oído?
—Lo haré. —Surbonadier retrocedió, como si temiera de verdad que le agrediera—. Lo haré. —Tenía la mano en la puerta. Jacob Saint se levantó. Medía casi un metro noventa y era enorme. Podía dominar la situación, pues era sin duda más imponente que su sobrino. Y, sin embargo, a pesar de su aspecto enfermizo, blandengue y claramente tembloroso, Surbonadier tenía un aire de furtiva superioridad.
—Me voy —dijo.
—No —respondió Saint—. No. Vuelve a sentarte. Voy a hablar.
Surbonadier volvió a ocupar su silla.
La noche del 7 de junio, después de la primera función de La rata y el castor, Felix Gardener dio una fiesta en su apartamento de Sloane Street. Había invitado a todos los miembros de la compañía, incluida Susan Max, que se animó en exceso por obra y gracia del champán y empezó a hablar de los papeles que había representado con Julius Knight en Australia. Janet Emerald, la «mala» de la obra, la escuchaba con una expresión de insondable melancolía. Stephanie Vaughan era sin duda el alma de la fiesta: serena, muy elegante, de una afabilidad despreocupada con todos y a todas luces dócil con Felix Gardener. Nigel Bathgate, el único periodista presente en la velada y viejo amigo de Felix desde los años que habían compartido en Cambridge, se preguntó si la señora Vaughan y él estarían a punto de anunciar su compromiso. Sin duda, las atenciones que se dispensaban el uno al otro iban más allá de una simple efusión teatral. Arthur Surbonadier estaba también presente y se mostraba casi demasiado amigable con todos, o así se lo pareció a Nigel, que no le tenía mucha simpatía. Y J. Barclay Crammer, que detestaba aún más si cabe a Surbonadier, lo fulminó con la mirada desde la otra punta de la mesa. Dulcie Deamer, la jeune fille de la obra, era también la jeune fille de la fiesta. Y Howard Melville la observó durante un rato, disfrutando de su juvenil encanto, de su juvenil timidez y de otras cosas que resultaban juveniles de manera genuina y muy placenteras. Jacob Saint estaba también allí, ruidosamente jovial y jovialmente ruidoso. «Mi compañía, mis actores, mi espectáculo», parecía gritar de forma incesante, y es que así era. Al autor de la obra, que se encontraba allí en actitud sumisa, Saint lo llamaba de hecho «mi autor». El autor siguió en actitud sumisa. Hasta George Simpson, el regidor, había acudido también, y fue justo él quien inició la conversación que Nigel recordaría semanas más tarde y que relataría a su amigo el inspector jefe Alleyn.
—Lo de la pistola ha salido bien, Felix —dijo Simpson—, aunque tengo que reconocer que me pone nervioso. Detesto los trucos.
—¿Se ha visto bien desde la sala? —preguntó Surbonadier, volviéndose hacia Nigel Bathgate.
—¿A qué se refiere? —preguntó Nigel—. ¿Qué es todo eso de la pistola?
—Santo Dios, ¡ni siquiera te acuerdas! —suspiró Felix Gardener—. En el tercer acto, mi querido muchacho, disparo al Castor..., a Arthur..., al señor Surbonadier a bocajarro y él se desploma sin vida.
—Por supuesto que lo recuerdo —dijo Nigel, muy irritado—. Ha estado perfecto. Realmente convincente. La pistola ha disparado.
—¡Que la pistola ha disparado, dice! —chilló la señorita Dulcie Deamer, echándose a reír—. ¿Le has oído, Felix?
—La pistola no ha disparado —dijo el regidor—. Ahí está la gracia. Soy yo quien dispara con otro revólver en la caja del apuntador y Felix sacude la mano. Esto es, él dispara al Castor a bocajarro. De hecho, aprieta el cañón del revólver contra su chaleco; por eso no podemos usar balas de fogueo, porque le quemarían la ropa. Las balas con las que el Castor carga la pistola no son más que casquillos, balas vacías.
—Y me alegro de que sea así —dijo Arthur Surbonadier—. Odio las armas y sudo sangre en esa escena. Es el precio que hay que pagar por ser actor —añadió, dramáticamente. Miró entonces a su tío, Jacob Saint.
—¡Oh, por el amor de Dios! —masculló J. Barclay Crammer a Gardener en un aparte desdeñoso y burlón—. ¿Es tu pistola, verdad, Felix? —dijo, alzando la voz.
—Sí —respondió Felix Gardener—. Era de mi hermano. La llevó durante toda la campaña de Flandes. —Su voz se oscureció—. No pienso dejarla en el teatro. Es demasiado valiosa. Aquí está. —La compañía enmudeció por un momento cuando le vieron sacar un revólver militar que dejó encima de la mesa.
—Hace que la obra parezca una tontería —dijo el autor.
No volvieron a hablar de la pistola.
La mañana del 14 de junio, cuando La rata y el castor llevaba una semana llenando el teatro, Felix Gardener envió a Nigel Bathgate dos invitaciones para el patio de butacas. Angela North, que no aparece en esta historia, estaba fuera de Londres; de ahí que Nigel llamara a Scotland Yard y preguntara por su amigo el inspector jefe Alleyn.
—¿Tiene planes para esta noche? —preguntó.
—¿Qué quiere que haga? —respondió la voz al otro lado de la línea.
—¡Hay que ver lo suspicaz que es usted! —dijo Nigel—. Tengo un par de entradas para la obra del Unicorn. Me las ha dado Felix Gardener.
—¡Cuánta gente interesante conoce usted! —apuntó el inspector—. Iré encantado. Pero cene antes conmigo, ¿le parece?
—No, cene usted conmigo. Invito yo.
—¿Ah, sí? Suena muy prometedor.
—¡Magnífico! —exclamó Nigel—. Le recogeré a las siete menos cuarto.
—Perfecto. Tengo la noche libre —dijo la voz—. Gracias, Bathgate. Adiós.
—Espero que lo disfrute —dijo Nigel, pero el otro ya había colgado.
Ese mismo 14 de junio, a la hora del cóctel, Arthur Surbonadier visitó a la señorita Stephanie Vaughan en el apartamento que ella tenía en Shepherd Market y le pidió que se casara con él. No era la primera vez que lo hacía. La señorita Vaughan se vio obligada a echar mano de todo su savoir-faire profesional y personal. La situación requería un especial manejo, y ella puso en ella todo su oficio.
—Querido —dijo, tomándose su tiempo para encender un cigarrillo y adoptando de forma por completo inconsciente la mejor versión de sus seis posturas apoyada sobre la repisa de la chimenea—. Querido, no sabes cuánto lamento todo esto. Siento que tengo yo la culpa. Que la culpa es mía y solo mía.
Surbonadier no habló. La señorita Vaughan cambió de postura. Él sabía a la perfección, gracias a su larga experiencia, cuál sería su siguiente pose, del mismo modo que sabía también que le embelesaría con ella como si la estuviera viendo por primera vez. Stephanie bajaría la voz y ronronearía. Eso mismo fue lo que hizo.
—Arthur, cielo, estoy angustiada. Esta obra me ha dejado exhausta. No sé dónde estoy. Tienes que tener paciencia conmigo. Me siento incapaz de amar a nadie. —Dejó caer los brazos con desgana sobre los costados y se llevó luego con delicadeza una mano al escote para que él la mirara—. Absolutamente incapaz —añadió con un hondo suspiro.
—¿Incluso de amar a Felix Gardener? —preguntó Surbonadier.
—Ah... ¡Felix! —La señorita Vaughan esbozó su famosa sonrisa beatífica, alzó un poco los hombros y adoptó una expresión meditabunda y resignada. Logró transmitir un mundo de algo que, sin estar definido del todo, quedaba por completo fuera de su control.
—La cuestión es la siguiente —dijo Surbonadier—. Acaso Gardener... —Se interrumpió y desvió la mirada, apartándola de ella—. ¿Me ha eliminado?
—Cariño, semejante eduardianismo... Felix habla una de mis lenguas. Tú hablas otra.
—Daría lo que fuera para que te limitaras al inglés más común —dijo Surbonadier—. Puedo hablar tan bien como él. Te amo. Te deseo. ¿Entra eso en alguna de tus lenguas?
La señorita Vaughan se sentó con delicadeza en una silla y entrelazó las manos.
—Arthur —le llamó—, tengo que conservar mi libertad. No puedo encarcelarme emocionalmente. Felix me da algo.
—De eso no me cabe duda —dijo Surbonadier. También él se sentó y, fiel a la costumbre del actor, lo hizo muy teatral. Sin embargo, las manos le temblaban de una emoción sincera, y Stephanie Vaughan lo vio y se dio cuenta.
—Arthur —dijo—, debes perdonarme, cielo. Te tengo mucho cariño y odio hacerte daño, pero... si pudieras... dejar de desearme. No me pidas que me case contigo. Podría decirte que sí y hacerte aún más desgraciado de lo que ya eres.
Casi a la vez que decía esto supo que había dado un paso en falso. Surbonadier corrió rápidamente a su lado y la tomó entre sus brazos.
—Me arriesgaría a la infelicidad —masculló—. Tanto es lo que te deseo. —Le hundió el rostro en el cuello y Stephanie se estremeció levemente. Ahora que Surbonadier no la veía, la cara de ella expresaba una suerte de repugnancia triunfante. Le tocaba el pelo con las manos. De pronto, lo apartó de un empujón.
—No, no, no —dijo—. ¡No! Déjame sola. ¿Es que no ves que ya no lo soporto más? Déjame sola.
En ninguno de los papeles de «malo» que había representado había tenido Surbonadier un aspecto tan malvado como el que tenía en ese momento.
—Antes la muerte que dejarte sola —respondió—. No voy a permitir que me eches. Me trae sin cuidado que me detestes. Te deseo y por Dios que serás mía.
La agarró de las muñecas y ella no opuso resistencia. Se miraron fijamente a la cara, con ostensible hostilidad.
A lo lejos sonó un timbre, y de inmediato Stephanie, en caso de que de verdad se hubiera rendido, se recuperó.
—Es la puerta de la calle —dijo—. Suéltame, Arthur. —Tuvo que forcejear para liberarse de Surbonadier, que seguía junto a ella en un estado de excitación patente cuando Felix Gardener entró en la habitación.
Blair, el portero de la entrada de artistas del Unicorn alzó la vista hacia la mugrienta esfera del reloj, que marcaba las 19:10 horas. En ese momento todos los artistas estaban cómodamente instalados en sus respectivos camerinos. Todos excepto, claro está, la pobre Susan Max, que tenía un papel insignificante en el último acto y a quien el regidor le concedía ciertas licencias. Susan llegó a eso de las ocho.
Se oyeron pasos procedentes del callejón adyacente. El viejo Blair soltó una especie de suspiro plañidero muy propio de él, se levantó renqueante del taburete y se asomó al aire templado de la noche. Un instante después, aparecieron dos hombres con esmoquin en el tenue halo de luz que proyectaba la lámpara situada sobre la puerta de acceso a la entrada de artistas. Blair se acercó al umbral y los miró en silencio.
—Buenas noches —saludó el más bajo de los dos hombres.
—Buenas noches, señor —respondió Blair, y esperó.
—¿Podemos ver al señor Gardener? Nos está esperando. Soy el señor Bathgate. —Abrió una pitillera y sacó una tarjeta. El viejo Blair la cogió y volvió la vista hacia el más alto de los dos visitantes—. El señor Alleyn me acompaña —dijo Nigel Bathgate.
—¿Serían tan amables de esperar un momento? —preguntó Blair, y con la tarjeta en la palma de la mano, como si se avergonzara, se alejó por el pasillo.
—Ese viejo caballero le ha hecho un buen repaso con la mirada —dijo Nigel Bathgate a su acompañante al mismo tiempo que le ofrecía la pitillera.
—Quizá me haya reconocido —apuntó el inspector jefe Alleyn—. Soy muy famoso.
—No me diga. ¿Quizá demasiado para que estas cosas le resulten divertidas? —Nigel agitó el cigarrillo en dirección al pasillo.
—En absoluto. Soy tan sencillo como inteligente; un rasgo, por otro lado, adorable de mi carácter. Un actor en su camerino puede llegar a emocionarme hasta límites insospechados. Le prometo que me sentaré y lo miraré boquiabierto.
—De hecho, creo que es más probable que sea Felix quien lo mire a usted boquiabierto. Cuando me ha dado el par de entradas de platea para esta noche y le he dicho que Angela no podía venir y que... En fin —dijo Nigel con premura—, le he dicho que le invitaría a usted, se ha sorprendido porque no pensaba que yo fuera tan importante.
—De modo que parecería... de verdad estupefacto. Cuando su novia está ausente, invita a un policía. Un hombre sensato, su amigo Felix Gardener, además de un actor como la copa de un pino. Y confieso que siempre disfruto de una buena obra policiaca.
—Ah —dijo Nigel—. Jamás lo habría imaginado. Temía que quizá ya tuviera bastantes crímenes en su día a día.
—En absoluto. ¿Es una de esas obras en las que hay que adivinar quién es el asesino?
—Así es. Y se le pondrá cara de tonto si no lo consigue, ¿no le parece, inspector?
—Cállese. Sobornaré a ese anciano caballero para que me lo diga. Aquí vuelve. —El viejo Blair apareció al fondo del pasillo.
—¿Me acompañan, por favor? —dijo, sin acercarse a la puerta.
Nigel y Alleyn entraron por la puerta de artistas del Unicorn. Fue entonces cuando, sin la menor sospecha de lo que estaba por llegar, el inspector jefe Alleyn se adentró en el que iba a ser uno de los casos más difíciles de su carrera.
Enseguida percibieron la indescriptible esencia de esa mitad del teatro que se convierte en un hervidero cuando la función nocturna está a punto de empezar. La puerta de artistas daba paso a un pequeño reino, desconocido o familiar, pero siempre único y encerrado. El pasillo iba directo al escenario, que en ese momento estaba tenuemente iluminado y olía a pintura seca y a polvorienta oscuridad, desde tiempo inmemorial, los aromas de las salas de teatro. Había un puñado de decorados apoyados contra la pared, y un bombero se apoyaba a su vez contra el decorado exterior, que representaba parte de una estantería. Un hombre en mangas de camisa y con zapatos de suela de goma corrió distraído hacia la parte posterior del decorado. Un niño con un ramo de guisantes de olor desapareció por una entrada iluminada de forma profusa situada a la derecha. El conjunto de decorados se ocultó en un resplandor opalescente. Detrás, iluminados por lámparas de luz matizada, los muebles de una biblioteca miraban enmudecidos el reverso del telón. Desde el otro lado del telón se oía el murmullo perturbador y profundamente estimulante del público y el chillido inmemorial del afinado de los violines. Desde el lado del apuntador, un hombre en mangas de camisa no dejaba de estudiar los decorados que colgaban del techo.
—¿Qué demonios estáis haciendo con esos malditos azules? —preguntó. Su voz quedó silenciada por las alfombras y los muebles.
Alguien respondió desde arriba. Se oyó el chasquido de un interruptor, y de repente el decorado se iluminó. Por encima de la cabeza de Nigel aparecieron un par de pies. Al alzar la vista alcanzó a duras penas a ver la plataforma de los electricistas, en la cual había un hombre de pie con la mano en el cuadro de interruptores y otro sentado con las piernas colgando. Blair condujo a los dos visitantes a la entrada iluminada, que resultó ser otro pasillo, a la izquierda del cual estaban las puertas de los camerinos, la primera de ellas marcada con una estrella deslustrada. Del otro lado de las puertas llegaba un murmullo de voces: ocupadas, íntimas, relajadas. Hacía mucho calor. Un hombre con expresión de profunda preocupación emergió a toda prisa por un recodo del pasillo. Los miró de manera inquisitiva al pasar.
—Es George Simpson, el regidor —susurró Nigel con aires de importancia. El viejo Blair llamó a la segunda puerta.
Después de una pausa una agradable voz de barítono gritó:
—Hola, ¿quién es?
Blair abrió la puerta apenas un par de centímetros y dijo:
—Sus visitas, señor Gardener.
—¿Qué? Ah, sí. Un segundo —gritó la voz. Y enseguida habló a alguien que estaba también dentro—: Estoy de acuerdo contigo, viejo amigo, pero ¿qué puedes hacer? No, no te vayas. —Se oyó el chirrido de una silla contra el suelo, y la puerta se abrió en el acto—. Pasen, pasen —dijo Felix Gardener.
Franquearon la puerta y, por primera vez en su vida, el inspector Alleyn se encontró en un camerino, estrechando la mano del actor que lo ocupaba.
Felix Gardener no era un hombre en exceso atractivo. Es decir, no era tan apuesto como para que su público masculino deseara a veces darle una patada en el trasero. Sin embargo, sí poseía la esquiva cualidad de la distinción. Una espesa mata de pelo pajizo le cubría la cabeza con pulcritud, perfectamente torneada. Los ojos, muy juntos, eran de un azul extraño, y la nariz, estrecha y recta. La boca, generosa y con dos curiosos pliegues en las comisuras, era sin lugar a dudas la alegría de los caricaturistas de la prensa. Tenía la mandíbula marcada de forma ostensible, lo cual remarcaba un rostro por lo demás finamente perfilado. Era alto, de hermoso porte, aunque no era el típico artista, y poseía una voz deliciosa, clara pero grave. Las mujeres decían de él que tenía «algo». Los hombres lo definían como un tipo muy respetable, y los críticos lo calificaban de actor de cualidades excepcionales.
—No sabe cuánto me alegra que haya venido —le dijo a Alleyn—. Siéntese. Ah, deje que le presente al señor Barclay Crammer. El señor Alleyn. A Bathgate ya lo conoce.
J. Barclay Crammer era un actor de reparto lo suficientemente conocido como para que la gente preguntara «¿Quién es ese hombre?» cuando salía a escena, aunque no tanto como para que se molestara en buscar su nombre en el programa. Era un tipo moreno, de rostro sereno y buen actor secundario. Parecía de mal humor, pensó Nigel, que le había conocido en la cena que había organizado Gardener tras el estreno de la obra.
—Siéntense donde puedan —dijo Gardener. Él se sentó delante del tocador, Alleyn y Nigel encontraron un par de butacas. La estancia estaba profusamente iluminada y hacía mucho calor. Una lámpara de gas protegida con una jaula abierta borboteaba encima del tocador, sobre el que había un espejo y toda la parafernalia del maquillaje. El camerino olía a maquillaje. Junto al espejo había un revólver y una pipa. Un espejo de cuerpo entero colgaba de la pared de la derecha, junto a un aguamanil. En la pared de la izquierda, un guardapolvo cubría en parte una colección de trajes. Desde el otro lado de la pared llegaba el murmullo de voces femeninas procedentes del camerino principal.
—Me alegra sobremanera que hayáis venido, Nigel —dijo Gardener—. Ya nunca te veo. Cuesta un mundo pillaros a los periodistas.
—No te creas. No somos más escurridizos que vosotros, los actores —respondió Nigel—, y ni la mitad que los policías. Te aseguro que ha sido todo un logro traer esta noche a Alleyn.
—Lo sé —concedió Gardener, volviéndose hacia el espejo y aplicándose polvos marrones en la cara—. Me pone muy nervioso. ¿Sabía usted, J. B., que el señor Alleyn es el alma del Departamento de Investigaciones Criminales?
—¿En serio? —recitó el señor Barclay Crammer, visiblemente conmocionado. Vaciló un instante antes de añadir, dando muestras de un júbilo poco convincente—: Eso me pone más nervioso si cabe, puesto que soy uno de los villanos de la obra. Aunque un villano menor, muy menor —añadió, con una acritud más que evidente.
—Oh, ¿no irá a decirme que es usted el asesino? —dijo Alleyn—. Me estropearía la noche.
—No soy tan importante —dijo Barclay Crammer—. Apenas un «cameo», según me dice la dirección. Y eso expresándolo con benevolencia. —Dejó escapar un breve sonido burlón que Nigel reconoció como parte de su oficio.
En ese momento, una voz procedente del pasillo gritó:
—Media hora, por favor. Media hora, por favor.
—Tengo que irme —anunció el señor Crammer, dejando escapar un profundo suspiro—. Todavía no me he maquillado y soy el primero en actuar en esta obra repugnante. ¡Bah! —Se levantó mayestáticamente e hizo una salida nada mediocre.
—El pobre J. B. está muy descontento —dijo Gardener, bajando la voz—. Iba a representar el papel del Castor, pero al final se lo han dado a Arthur Surbonadier. Les aseguro que el cambio le ha provocado una terrible acidez. —Esbozó una sonrisa encantadora—. Qué vida más rara, Nigel —dijo.
—¿Te refieres a que son gente rara? —preguntó Nigel.
—Sí, en parte. Son como niños, y nunca, nunca dejan de actuar. Siempre en su papel de actores.
—No me parecías tan crítico en nuestra época del Trinity.
—No me recuerdes mi bisoña juventud.
—¡Juventud! —exclamó Alleyn—. Qué gracia me hacen ustedes, los jóvenes. El mes que viene hará veinte años que salí de Oxford. ¡Ah, diantre! ¡Maldita sea! ¡Al diablo!
—En cualquier caso —insistió Nigel—, no conseguirás convencerme de que no estés satisfecho con tu profesión.
—Eso es distinto —dijo Felix Gardener.
En ese momento llamaron con suavidad a la puerta, que se abrió lo suficiente como para dejar ver una cara ostensiblemente ancha coronada por una gorra de cuadros y adornaba con un pañuelo de lunares rojo. El rostro llegó acompañado de una ráfaga de alcohol, solo parcialmente disimulada por una pastilla de menta.
—Hola, hola, Arthur. Pasa —dijo Gardener afable, aunque sin demasiado entusiasmo.
—Lo siento mucho —fue la afectada réplica del rostro—. Creía que estabas solo, amigo. No era mi intención interrumpir.
—¡Bobadas! —exclamó Gardener—. Pasa y cierra la puerta. En este cuarto hay una corriente de aire del demonio.
—No, no, no es importante. Es solo ese asuntillo de... Te veré luego. —La cara desapareció y la puerta se cerró con sumo cuidado.
—Ese era Arthur Surbonadier —le explicó Gardener a Alleyn—. Le ha birlado el papel a J. B. y cree que yo le he birlado el suyo. El resultado es que J. B. lo odia y él me odia a mí. A eso me refería con lo de los actores.
—¡Ah! —dijo Nigel con aplomo juvenil—. Los celos.
—¿Y a quién odia usted? —preguntó Alleyn como si tal cosa.
—¿Yo? —dijo Gardener—. Yo estoy en la copa de este árbol singular y puedo permitirme ser generoso. Me atrevería a decir que me volveré como ellos antes o después.
—¿Te parece que Surbonadier es buen actor? —preguntó Nigel.
Gardener encogió un hombro.
—Es el sobrino de Jacob Saint.
—Entiendo.
—Jacob Saint es el dueño de seis teatros. Este es uno de ellos. Da buenos papeles a Surbonadier. Nunca contrata a malos actores. Por eso entiendo que Surbonadier debe de ser un buen actor. Me niego a ser más malintencionado. ¿Conoce esta obra? —preguntó, volviéndose hacia Alleyn.
—No —respondió el inspector—. No sé absolutamente nada de ella. He estado intentando descubrir a tenor de su maquillaje si es usted un héroe, un estafador, un policía o las tres cosas a la vez. La pipa que veo sobre el tocador sugiere que es un héroe, el revólver sugiere que es usted un estafador, y el excelente gusto que demuestra el abrigo que está a punto de ponerse, que es un miembro de mi profesión. Deduzco entonces, mi querido Bathgate, que el señor Gardener es un héroe disfrazado de pistolero, y miembro del Departamento de Investigaciones Criminales.
—¡Usted lo ha dicho! —exclamó Nigel triunfal. Se volvió, orgulloso, hacia Gardener. Por una vez, Alleyn se comportaba como es debido en su papel de detective.
—¡Maravilloso! —dijo Gardener.
—¿No irá a decirme que estoy en lo cierto? —preguntó Alleyn.
—No anda muy desencaminado. Pero uso el revólver en calidad de policía, la pipa en la de pistolero, y en la obra no me pongo ese traje.
—Lo cual no hace sino demostrar —dijo Alleyn con una sonrisa de oreja a oreja— que la intuición es tan válida y certera como la inducción. —Encendieron unos cigarrillos y Nigel y Gardener dieron comienzo a un largo recordatorio de su época de Cambridge.
La puerta volvió a abrirse y entró un hombrecillo enjuto que vestía una chaqueta de alpaca.
—¿Preparado, señor Gardener? —preguntó, sin apenas dedicar una mirada a los demás.
Gardener se quitó el batín y el ayudante de camerino sacó una chaqueta de debajo del guardapolvo y le ayudó a ponérsela.
—Necesita un poco más de maquillaje, señor, si me permite el comentario —apuntó—. Hace calor esta noche.
—¿Lo de la pistola está preparado ya? —preguntó Gardener, volviéndose hacia el espejo.
—Eso dice Props. Deje que le cepille un poco la chaqueta, señor Gardener.
—Oh, adelante, soy todo tuyo, tata mía —respondió Gardener. Y se sometió de buen talante al cepillado de la chaqueta.
—El pañuelo —murmuró el ayudante, metiéndole uno en la chaqueta—. La petaca del tabaco, en el bolsillo interior. La pipa. ¿Está usted bien, señor?
—Como una rosa. Adelante.
—Gracias, señor. ¿Le llevo la pistola al señor Surbonadier, señor?
—Sí, ve al camerino del señor Surbonadier. Salúdelo de mi parte y pregúntele si cenará con mis invitados y conmigo esta noche. —Cogió el revólver.
—Desde luego, señor —dijo el ayudante antes de salir.
—Menudo personaje —observó Gardener—. Cenarán conmigo, ¿verdad? Se lo he pedido a Surbonadier porque me detesta. Su presencia aportará picante al cangrejo relleno.