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Colección LO REAL

dirigida por Jorge Carrión

MARCELO COHEN

NOTAS SOBRE LA LITERATURA

Y EL SONIDO DE LAS COSAS

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BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

PRÓLOGO:

PUENTE AÉREO: BUENOS AIRES-BARCELONA

Marcelo Cohen es una máquina bifronte: la cara que mira al sur no cesa de imaginar, mientras que la norteña no deja de pensar. Producidos por el mismo cráneo privilegiado, todos los textos que escribe son igual de inteligentes, pero sus crónicas y ensayos han sido eclipsados por los cuentos y las novelas de ese mundo virtual diseñado con orfebrería literaria e ingeniería filosófica, su Delta Panorámico, y por las decenas de obras que ha traducido del inglés, francés, italiano, catalán y portugués. En otras palabras: los magistrales relatos de Los acuáticos (2001) o sus novelas más ambiciosas, como Donde yo no estaba (2006) o Casa de Ottro (2009), historias de un territorio coherente y mutante inspirado en el Río de la Plata, han consolidado a Cohen como uno de los más importantes narradores vivos; y sus versiones de Henry James, Raymond Roussel, Giacomo Leopardi, Quim Monzó o Clarice Lispector, entre otros muchos autores, lo han convertido en uno de los mayores traductores de nuestro cambio de siglo; y como no es fácil de digerir que un escritor de género fantástico y traductor de todos los géneros sea, además, un brillante autor de no ficción, sus crónicas y sus ensayos no han merecido la atención y el respeto que merecen. Hasta hoy.

O hasta antes de ayer. Porque en 2003 se publicó en Argentina ¡Realmente fantástico! y otros ensayos, que rápidamente se convirtió en libro de culto. Y que se agotó. Y que ahora no es más que un fantasma que aparece, si lo invocas, en las páginas web de las librerías porteñas. Y en 2014 Cohen publicó Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), que los traductores leyeron con avidez, buscando en el maestro pistas para ser mejores en su propio oficio. Pero esos dos títulos desaparecen bajo el peso simbólico de sus dos decenas de libros de ficción y de sus más de cien obras traducidas. No es justo que así sea, porque sus crónicas y ensayos no solo constituyen el laboratorio de su pensamiento creativo y de su teoría traductora, de modo que sin ellos no se entienden por completo las aventuras paranormales de sus ficciones psicoanalíticas ni las poéticas de ciertos autores que solo él ha leído a fondo mientras les cambiaba las palabras, sino que leídos autónomamente revelan que Cohen es uno de los críticos literarios más incisivos de la lengua y un testigo excepcional de las mutaciones sociales, políticas y urbanísticas de dos ciudades neurálgicas: Buenos Aires y Barcelona.

En la historia oficial de la Barcelona hispanoamericana hay una elipsis. Los años 80 y 90. Entre la ciudad de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y José Donoso, la Barcelona del boom. Y la de Roberto Bolaño, que sería por extensión la de Rodrigo Fresán o Juan Villoro los escritores que llegaron a principios del siglo XXI. Entre una escena y la otra encontramos, sin duda, poderosos hilos conductores: la escritora Cristina Peri Rossi, la agente literaria Carmen Balcells o el editor Jorge Herralde. Pero tal vez: sobre todo varios fundidos en negro. En ellos se recortan, casi a oscuras, las siluetas de autores como los colombianos Óscar Collazos y Rafael Humberto Moreno-Durán; el peruano Vladimir Herrera; o los argentinos Germán García, Osvaldo Lamborghini o el propio Cohen. ¿Qué tienen en común? Que no se vinculan, precisamente, con marcas fuertes como la Agencia Balcells o la editorial Anagrama. Lo hacen, en cambio, con revistas que entonces eran aproximadamente centrales pero que fueron rodando hacia las orillas, como Quimera o El Viejo Topo, y con la editorial vinculada a ellas, Montesinos, entre otros sellos y proyectos que no tuvieron la continuidad ni la presencia que hubieran deseado sus impulsores (el primero: su editor, Miguel Riera).

Durante los veinte años que Cohen vivió en Barcelona, entre 1975 y 1996, se dedicó profesionalmente tanto a la traducción como al periodismo cultural, en el suplemento cultural de El País, en el diario La Vanguardia o en la mencionada Quimera. Tras su regreso a Buenos Aires, en 2001 funda y codirige la revista Milpalabras, y dos años más tarde crea con Graciela Speranza el proyecto de la revista Otra parte, que desde entonces ha sido una plataforma de discusión crítica de la cultura argentina e internacional, tanto en papel como en su versión digital (OP Semanal). O una madriguera de letraheridos, donde conviven los exalumnos de Speranza con Alan Pauls, Guillermo Kuitca o escritores y cineastas de paso. O un cuartel general de operaciones insurgentes y descabelladas, como esa caja bellísima, con dieciocho cuadernos en su interior, cada uno una propuesta distinta alrededor de la reflexión y la creación sobre lo que duran las cosas. Un «número especial», lo llamaron.

En todas esas publicaciones se reconoce una misma voz: reflexiva e irónica, experimental y sabia, hiperconsciente pero por momentos surreal, a menudo contagiada por la urgencia de querer compartir con los lectores ciertas lecturas, ciertos descubrimientos. «Nunca terminaremos de contar cómo suceden estas cosas», leemos en uno de los textos que conforman este volumen panorámico que siempre mira hacia otras partes. «Amorfo es solo algo cuya forma todavía no concebimos», leemos en otro de estos ensayos narrativos o crónicas que ensayan: cada pieza ha sido concebida en la forma idónea para contar o explicar su tema, su argumento, su caos. El fraseo de Cohen, su música, va del aforismo y la frase feliz a la subordinación del pensamiento que aduce razones y las detalla; de la cita pertinente a la afirmación paradójica; del comienzo de párrafo que plantea un problema al final de párrafo que lo soluciona parcialmente, dejando siempre una ventana abierta hacia la opinión del lector, hacia nuevas lecturas que amplíen o discutan las conclusiones siempre parciales a las que ha llegado. La forma de la pieza será siempre distinta: ensayo clásico, diario al borde de la corriente de conciencia, intervención crítica, reseña falsamente objetiva o con alusiones personales, trabajo de campo, divagación de paseante, cuento sin ficción. Pero la voz, pese a las variaciones de tono o las máscaras de la puntuación, es siempre la misma. Da igual que esté analizando la obra de escritores tan diferentes como Joseph Roth, Antonio di Benedetto, Zurita u Oliver Sacks; o que esté describiendo la Plaza Real de Barcelona o la estación Retiro de Buenos Aires; o que se haya enzarzado en el análisis de los malentendidos que circulan en Cataluña sobre Diego Armando Maradona. Porque todo le interesa. Desde la palabra y la oración hasta la literatura centro-europea, la tradición argentina, la poesía chilena, el psicoanálisis, las tipologías urbanas, los medios de transporte, las zonas de tránsito, los mitos tan humanos.

Si yo tuviera que destacar un único rasgo de Marcelo Cohen, no sería su inteligencia, su mente traductora, la música de su sintaxis o su capacidad de fabular un mundo completo y coherente y lleno de matices en dos dimensiones complementarias (la imaginada del Delta Panorámico, la pensada de las lecturas que nos rodean, ¡realmente reales!), sino su generosidad. Una generosidad que regala lecturas: de los clásicos, de los autores que traduce, de sus maestros, de sus contemporáneos, de la generación que tomamos el testigo en esta carrera de obstáculos que es la literatura, de las mitologías políticas, artísticas, urbanas, incluso deportivas. Como el puente aéreo Madrid-Barcelona, la cabeza de Marcelo Cohen es bidireccional. Pasó veinte años en Barcelona y ahora hace exactamente otros tantos que vive en Buenos Aires. En ambas ciudades fue fiel a un mismo proyecto personal que es al mismo tiempo una ética y una poética: crear, traducir, intervenir. En ese absurdo cuarenta aniversario se inscribe este libro, que se edita en Barcelona para que viaje, de regreso, por los distintos paisajes de América Latina, ampliando lecturas a su paso, volviéndonos un poco más sabios y sobre todo mucho más panorámicos.

JORGE CARRIÓN

ENSAYOS QUE NARRAN

EL SONIDO DE LAS COSAS:
NOTAS SOBRE LITERATURA

Ahí están las cosas, acumulándose pese a todo, ni al acecho ni a la espera porque, como se sabe, esperar o acechar son actitudes nuestras. No llegamos a las cosas. Aun cuando las tocamos siempre se entrometen las palabras. Las cosas son lo otro del humano y lo mismo; recuerdan o delatan, callan, se resignan. Son utilidad y redundancia, opacidad y poder, deseo y repulsión, desintegración y permanencia: son lo que somos y lo que seremos. Este tema absorbió mucho al pensamiento del siglo XX. Hoy no es tan así. Por eso emociona ver cómo se afanó la literatura por ofrecer el lenguaje a las cosas (por poner la poesía sobre el uso y la neurosis), como condición de una política de la vida no gestionada por la instrumentalidad. Tomemos unos pocos hitos:

En 1907, después de un período de crisis, Rilke publicó los Nuevos poemas. Se había propuesto hacer poemas-cosas; pero «no cosas plásticas, escritas, sino realidades como las que surgen del trabajo manual». Eran cuadros anímicos compuestos con una conciencia de hermandad con lo distinto de él, sin suspiros ni gritos intempestivos. «Cada vez me serán más familiares las cosas, / y las imágenes cada vez más contempladas.» En 1912, desde el castillo de Duino, escribió: «He experimentado que las manzanas, apenas comidas, y a veces durante la comida, se transforman en espíritu». Era la época del desasosiego por la limitación del mundo a un lenguaje caído en palabrerío. Se acercaba el paroxismo de la técnica industrial en la maquinaria de destrucción. Rilke abjuraba de la palabra que no fuera «susceptible de disolverse en la boca».

En 1920 Virginia Woolf publicó el cuento «Objetos sólidos». John y Charles, dos jóvenes con promisorios futuros parlamentarios, caminan por una playa. John, que no está muy conforme con los negocios políticos, hunde la mano en la arena y encuentra un pedazo de vidrio tan pulido que parece una gema: «Lo intrigaba: era tan duro, tan concentrado, tan nítido comparado con la vaguedad de la costa brumosa». No tiene idea de qué es eso, qué fue antes. Atónito y fascinado, empieza a recorrer vías de tren, baldíos y casas abandonadas en busca de «cualquier cosa más o menos redonda, quizá con una llama muy adentro», y acumula tantas que le sobran hasta como pisapapeles. Desde que el hallazgo de un añico de porcelana con forma de estrella lo desvía de un mitin electoral, la carrera política de John se desvanece. Pero él no se frustra en absoluto; lo que le importa es la críptica expansión del mundo que está experimentando. Esta historia inolvidable había surgido de una aspiración programática de Woolf: que los relatos pudiesen ser como pedazos de vidrio que, afectados por una larga erosión y enterrados, bloquearan los juicios de valor y modificasen el alma del que los descubriera en otro contexto.

En 1934 William Carlos Williams, habiéndose desviado ya del mandato poético de Ezra Pound (tratar el tema de la manera más directa, usar las palabras imprescindibles y acordes, verso con valor musical pero no machaconamente regular) hacia una indagación del mundo social y natural humano centrada en detalles, escribió el poema «Entre muros»: «En las alas del fondo / del / / hospital donde / nada // crece hay / cenizas // entre las cuales brillan // pedazos de una botella /verde». En el objetivismo de Williams, un poema era una suerte de ícono austero que debía aunar la cosa, la mirada veraz y el sentimiento.

En 1937 Paul Valéry tomó un caracol marino y, después de un libérrimo ejercicio de observación analítica («El hombre y el caracol»), de describir la espiral de la concha, la justa asimetría de las dos hélices, la iridiscencia y el parentesco con la flor y el cristal, después de recurrir a la teoría de la evolución y la morfología y conceder que el hombre podría fabricar algo así, se rindió elegantemente: la solución religiosa no era más satisfactoria que la cientificista; sin caer en el mito ni la ilusión no se podía explicar no solo quién había hecho eso (salvo la «naturaleza viva») sino por qué. «En nuestra mente este cuerpo calcáreo, pequeño, hueco y espiralado concita muchos pensamientos, ninguno de los cuales concluye.» Pero mirarlo bien le había servido para esclarecer qué era él mismo, qué sabía y qué no («solo sé lo que sé hacer»), y entendió que, si la necesidad del caracol había impulsado un desarrollo en su casa, así procedía la obra humana de arte: de la idea o el plan a la realización, con el azar de por medio.

En 1942 Francis Ponge publicó De parte de las cosas, varias decenas de prosas poéticas sobre temas que van desde la espuma o el cenicero hasta el camarón, la madre joven, el pan o el guijarro. Como tantos franceses de su generación, Ponge (que estaba en la Resistencia) se había hartado, no solo de la culminación del capitalismo en la guerra y el nazismo, sino de la literatura sectaria que servía de contracara a la vulgaridad del lenguaje depredador. Ni lírico exaltado ni positivista, se propuso hacer poesía desde un materialismo afectuoso y un espíritu vindicativo; hacer de cuenta que podía entregar su lenguaje a las cosas y coincidir con ellas en una «rabia de la expresión». Ponge pensaba, primero, que hablar no priva al hombre de ser una cosa más; segundo, que tenía que atender a todo lo que una cosa suscitaba en él. Todo: todas las jergas y discursos científicos, mitológicos, jurídicos, lo que fuera arrancados a sus usuarios y aglutinados en una enunciación flexible, suspicaz consigo misma, confiada en que en la indiscriminación había una chance de comprender, de que el mundo dejase de ser un telón de fondo. Ponge deshumanizó las palabras, hurgando en su espesor semántico, y deshumanizó las cosas prescindiendo del servicio que podían prestar. Acotó el proyecto a crear «objetos literarios que interesasen a las generaciones», algo «del orden de la definición-descripción-obra de arte literaria». Así por ejemplo «El agua»: «Por debajo de mí, siempre por debajo de mí se encuentra el agua. Como el suelo, como una parte del suelo, como una modificación del suelo… Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: la pesadez; y para satisfacer este vicio dispone de medios excepcionales: esquiva, atraviesa, erosiona, filtra… Se hunde sin cesar, a cada instante renuncia a toda forma, solo tiende a humillarse. Tal parece su divisa: lo contrario de excelsior».

En los años cincuenta vino la Guerra Fría. En la Unión Soviética, moral de la emulación productiva. En Occidente, competencia y publicidad. Coches como aeronaves, desodorante en aerosol, sillones convertibles, elepés, vestidos de poliéster, radio a pilas. De eso hasta el iPad y el bebé de diseño, lo que sucedió fue el fin de las jerarquías, no en objetos singulares como en Ponge, sino en la indistinción del deseo de consumo. En 1953 el dispensador de comida del bar automático entra en la literatura con Las gomas, de Robbe-Grillet, la primera novela policial fenomenológica. Metódicas, impersonales descripciones de situación centradas en los objetos sustituyen a la psicología y las razones de los personajes. «En el nouveau roman dijo R-G, los objetos no están para describir al sujeto, ya no son de propiedad humana. Están “en sí”, privados de significación.»

En 1965 Georges Perec publicó Las cosas, una novela que es a la vez una tragicomedia sobre el apetito de poseer, una profecía sobre la saturación y un acelerado juego de clasificación. Jérôme y Sylvie, psicosociólogos de veintipocos años, hacen encuestas sobre la recepción de la publicidad; pero lo que creen la evolución del gusto es una falacia. Ellos también compran y desechan y vuelven a comprar; son puros medios de un deseo omnívoro, y la novela que protagonizan, una enormidad de enumeraciones, es un hacinamiento donde cada objeto brilla un momento y en seguida aterra.

(La filosofía ya no hablaría de autenticidad, sino de espectáculo y seducción. En la literatura, el tema cosas iría cayendo en la melancolía y al cabo en el olvido.)

Algo vincula estas obras y otras de esas cinco décadas. Es un impulso de salir del maniático soliloquio humano y la paralela certeza de que solo desajustando el lenguaje se podría ver de veras lo real. Después está la invención de procedimientos que hagan parte del trabajo sin que intervenga mucho un sujeto dudoso, siempre condicionado u ofuscado de romanticismo. Por fin la deliberación de construir o aparatos u organismos verbales que tengan la indefensión, la duración variable y la impavidez de las cosas. En el extremo, lo que se busca son piezas imposibles de «hacer sonar»: con sentido pero sin significación, reacias al uso y a la cháchara, como los poemas gráficos de los conceptualistas brasileños. Obras con «la callada elocuencia de las cosas».

Solo que las cosas no se callan. El universo no es silencioso. El caracol suena.

Hoy el afecto, el trabajo y todo lo humano transcurren en un plano cada vez más virtual. Ciento veinte millones de blogs. Andanadas de pedeefes. Fotos de Júpiter y de mi amigo. La carga de información estimula, hasta que empieza a exceder la memoria RAM del cerebro; en ese estado uno no recuerda ni qué fue a hacer a la cocina. A despecho del exhibicionismo pueril generalizado, la ausencia material del otro y de lo otro priva al sujeto de ser algo. Nadie salvo los técnicos tiene un trato real con las cosas; mal podemos siquiera controlarlas; o controlarnos. Despavorido, el usuario se previene de no ser nada multiplicando las apariciones e impersonaciones; en eso se enfrasca. Mientras, las cosas siguen ahí. En estantes o armarios, en órdenes, composiciones, destacamentos.

Hay una confusión endémica que la filosofía ya no puede curar y el arte agrava: una neblina semántica envuelve a cosa y objeto. Se supone que la cosa es inabordable, inefable, y el objeto una cosa tal como la incorpora la conciencia; pero hay objetos inasibles y cosas asimilables sin reflexión, como una croqueta o un toblerone. Hay objetos de contemplación y dispositivos o prótesis con funciones. Encima cunde el concepto de obsolescencia programada, que produce la PC o el reloj de vida efímera. El diseño, esa alianza sombría entre conveniencia y distinción, condena la cosa a trasto. Lo descartable es casi todo; la basura, el horizonte del objeto convertido en cosa. El arte, prevenido desde hace tiempo, ha elegido desmaterializarse.

Una actitud sensible muy popular actualmente es investir de sentido sacro las cosas de la biografía propia. En los altares de ese culto, donde prosperan la superstición y la culpa, las cosas son hiperhumanizadas y de paso se mercantiliza la intimidad del hombre. Pero no es cuestión de lagrimear añorando el decrépito humanismo austero; la calma de la biblioteca también cotiza alto en los mercados, incluido el del narcisismo.

Y ahora una hipótesis: durante mucho tiempo, influida por la centralidad de la visión en la cultura de Occidente, la literatura se esforzó por reformar la lengua para que las palabras viesen mejor. «La lengua es un ojo», dijo Wallace Stevens. Era insuficiente, porque la palabra ojo, como siempre la visión, inmovilizaba el objeto en la imagen. Así que desde hace un tiempo, la literatura abre el oído. Hay un ritmo en la distribución de las cosas en espacio, pero también una espaciosidad en cómo suenan.

La necesidad de describir, nombrar y traducir que signó a la literatura mestiza de América Latina, de los cronistas a Lezama Lima, evolucionó de la inquietud al asentimiento. América no se deja decir, pero por Saer, entre otros, sabemos que eso que se hurta al lenguaje, «lo esencial», es lo que tenemos (en todas partes) y es real; que somos con eso y ser con eso es nuestra única manera real de ser. En la violencia del continente surgió la vía apacible. Un ejemplo delicioso es el de Margarita, la señora gordísima de un cuento de Felisberto Hernández («La casa inundada», 1960) que anega su casa y se hace pasear en bote en homenaje, no a su marido, sino a la fuente de un hotel de Italia cuyo rumor le llevó recuerdos y la hizo llorar por primera vez desde que el marido había muerto. «El agua insiste como una niña que no puede explicarse», dice la señora. Como si dijera que la fuente sabe y hay que entenderla. Porque no es que las cosas guarden nuestra verdad, como fotos de un álbum; la verdad está entre las cosas y uno, y en un modo de reunión de saberes, de materias y sonidos del hombre y el ente, que podríamos llamar extimidad.

Es un modo que ahora vuelve, pese al climaterio de lo real, como para reparar una vida mutilada. Vulgarmente, se nota en la recuperación del cariño por artefactos de cooperación mecánico-muscular como la bicicleta; se nota en el uso del viejo casete por artistas de la performance. Y también en la lúgubre tribulación por lo que se acumula y es desdeñado, por el desperdicio y la merma. Huele un poco a devaneos de autenti­cidad.

En la literatura no. En 2004 Fabio Morábito publicó Caja de herramientas, un libro extemporáneo. Es una colección de prosas sobre esos implementos que no pueden cumplir su función sin aliar fuerzas con la voluntad humana. La mayoría de las herramientas son crueles, pero no sin ser producto de un plan de dominio calculador y despiadado. Son cosas corrientes pero mal conocidas y Morábito las investiga desde la anomalía que es el hacer humano. Les atribuye intención y táctica, carga la descripción de tropos, exaspera la falacia simpática, la facundia, la verborrea, lo más inservible para el lenguaje común, precisamente para hablar de lo más útil. «La lima obra por persuasión, disminuye la potencia del ataque a cambio de multiplicarlo; en lugar de una punzada fuerte, muchas punzadas débiles que agreden ordenadamente… con más monotonía que pasión, pero sin errores posibles.» La prosa combina impulsos, presiones y resistencias y la cosa cobra una actualidad sorprendente. Al mismo tiempo, el espesor de la lengua demuele el malentendido de que exista una autonomía, incluso de un espíritu autónomo, tanto de las cosas como del hombre; y el mito de la inocencia de las cosas.

En 2005 Laura Wittner publicó La tomadora de café, una colección de poemas que surge de una decisión similar pero elige respetuosamente las palabras que entrega. Una mujer, su bebé y los objetos elementales de un departamento se dan a un despertar, en definitiva el simple fin de la ansiedad, y emergen conjuntamente a una realidad sin cualidades. Los nombres, las marcas que Wittner siembra son la embajada de un mundo desmedido entre las paredes de la casa: «Jazmines avejentados / en un frasco de yogur parmalat. / Perfuman la cocina / y pueden desconcertar más que el romero». Antes que un caos, los versos desparejos y suficientes de Wittner manifiestan un vaivén, una desorganización confiada en la unidad de las cosas, en su distribución fortuita pero no independiente: «La coca chisporrotea / en un vaso / en la oscuridad». Entre la banalidad del nombre-marca, el ruidito o luminiscencia y la mujer que escucha, la vida doméstica se hace morada: «Lo novedoso aquí no es el tipo de clima / ni su abordaje, sino solo / que esté juntando las perlas dispersas / en un racimo de atención».

De obras como estas, por diferentes que sean, se extrae por igual el beneficio de, diría Ponge, «una especie de modestia». Las palabras tienden a prescindir de la persona y de la introspección; antes que ser imagen, o aun canción, tratan de consonar con lo que aparece y suena, todo unido. Época tras época el sentido común se emperra en creer que puede capturar lo real pero vive en una réplica exigua. La literatura sabe que no captura nada, y no le importa. Puede alabar la variedad de lo real, su indomable rareza. Puede, con la elasticidad de un lenguaje que nunca logramos anquilosar del todo, obrar una variedad no menos versátil e inasimilable que le permita ampliar la experiencia del mundo. Ser co-inmensurable.

En 1913 el futurista Luigi Russolo atronó la casa de Marinetti con dos obras para dieciséis instrumentos acústicos de vibración activada electrónicamente que llamaba intonarumori, «cantarruidos». De Russolo a John Cage, cuyo Roaratorio contiene gran parte de los cinco mil sonidos locales descritos en el Finnegans Wake de Joyce, y de los «sonidos sin tono» de Salvatore Sciarrino al cuarteto para cuerdas y helicópteros de Stock­hausen, hace un siglo que la música se afana en reemplazar la altura, base de un sistema musical que nunca se sobrepuso del todo a la misión de representar un orden universal, por el sonido en sí. A la disonancia y la atonalidad, más acordes con el despropósito de la historia, siguió la incorporación del ruido, tanto producido por uso no convencional de instrumentos como electrónicamente. El ruido, el sonido de componentes complejos y frecuencias caóticas, saturado de información, pertenece al campo de lo difícil de nombrar, lo difuso, lo que Saer llama «lo conocido a medias»: el campo indicado para la reunión. Y vivimos rodeados de ruidos, inextinguibles ruidos del cuerpo y el mundo. El ruido es nuestra percepción del desorden, nuestra apertura heroica, dice Michel Serres, a las dificultades, a lo que escapa a la ley, y es nuestro mejor vínculo con la distribución de las cosas, tan dispersas que hay muchas que no vemos. El ruido musical (si es música) ha abierto el oído a una constatación: acá no estamos solos. Para la lingüística, ruido es todo elemento de un mensaje que no aporta información; justamente algo que a la literatura le interesa sobremanera. Por el ruido empieza una poética del contacto que no sea solo la vetusta, equívoca musicalidad. Así en el mundo como en la frase, el ruido proviene de los artefactos y de la naturaleza; carece de metro, de pie y de pauta, pero tiene ritmo; un ritmo cambiante, como el del aliento, como el del eterno ciclo de bang-expansión-contracción del universo, como el de las licuadoras en un bloque de departamentos. Dado que la música es humana, decir que las cosas cantan estropearía este ensayo de unidad. Pero ¿cómo escucha la literatura?

Todo ruido es efecto de la acción de una fuerza: la gravedad, la combustión, la mano que aprieta el alicate o pellizca la cuerda, el viento, la corriente eléctrica. Más interesante que la idea de unas fuerzas espontáneas y otras deliberadas es la de una energía total, un caudal de información abarcador pero diversamente repartido. Vivo en una casa. De noche las cosas no paran de emitir, superpuestas: siseos, crujidos, escandalosas contracciones de maderas recalentadas; chasquido de un termostato; ronroneo de la heladera; trinar de vajilla apilada al retumbo de un colectivo, además del jadeo del viento en las plantas, el aleteo de la polilla, el reventón de una grieta en la pintura, el chirrido del retén de la persiana, los quejidos de mi tripa, el gorgoteo de una pera blanduzca que empieza a supurar, y tanto, tanto más solo en este minúsculo rincón del universo, y en mí, que está claro que no tengo léxico decente de que valerme (todo sucede en la casa y en mi cabeza), y la onomatopeya es vergonzosa. Pero lo cierto es que verdaderamente no tengo por qué valerme de nada. Si el mundo es una fuerza, no una «presencia», la literatura solo puede participar, suponer que participa de esa fuerza, cada escritor con su reserva hasta que se le consuma. Puede avenirse, dispersar sus energías entre las del mundo sin constreñirlo. Un escrito también es un compuesto de naturaleza y dispositivo.

En 2000, el canadiense Steve McCaffery publicó unos poemas (en Seven Pages Missing, Volume Two) que, desvaneciendo los versos en un tejido intrincado y borroso, figuran a la vez la forma y el sonido de una situación, como en ese juego de chicos en que uno hace ruido con algo y el otro intenta adivinar qué cosa es. En estas manchas apasionantes, ilegibles las palabras, todo significado se funde en lo conocido a medias: se ve cómo suena el mundo.

En 2004 Arturo Carrera publicó Potlatch, una suite de poemas sobre el descubrimiento del dinero en la infancia, la posesión, la codicia, la caridad, la religión, la economía doméstica y afectiva, el ahorro, la escasez, el derroche. «Oh monedas que anhelamos / porque contienen restos de un habla perdida, / el oro de relieve rugoso con la cara de la esperanza ciega / que no acierta a palpar nuestra esperanza ciega // y en ella la Belleza / pide más…» En la consumada sonovisualidad de la página de Carrera, en la alternancia de amplios blancos mudos, estrofas susurrantes, prosas ceñidas y líneas que crepitan, el lenguaje se anuncia, se repliega, se abroquela, vigila, tiende a desvanecerse, y la mente lo oye como si estuviera conectada al podcast de un mundo. Lentos, discontinuos caen los versos, plon, plin, como monedas en una alcancía o un aljibe, con flujo de fondo de dinero electrónico. Carrera no ve por qué deberíamos prescindir de la palabra. Nuestro divorcio del mundo sucede en el lenguaje y solo ahí podría empezar la reconciliación.

Para una literatura así el sonido es una membrana de contacto; una interfaz entre el lenguaje y las cosas. Más que a contravenir la gramática y el léxico, atiende a los cambios de posición de la palabra en el discurso, al tono o la ausencia de tono: eso es el ritmo. No inmoviliza el remolino de lo que existe en imágenes claras y silenciosas. Oye los sonidos y su transitoriedad: aparición, inestabilidad, deceso.