¿QUIÉN MATÓ A ALEX?

V.1: marzo, 2017


© Janeth G. S., 2017

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2017

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ISBN: 978-84-16224-62-3

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¿QUIÉN MATÓ A ALEX?

El misterio que nos une

JANETH G. S.


Serie ¿Quién mató a Alex? 1

#QMAA


1



Capítulo 1


Cuando desperté, un dolor me consumió por completo. La habitación empezó a dar vueltas, así que pestañeé un par de veces. El mareo no tardó en llegar y el estómago se me revolvió. Lo veía todo distorsionado. Tenía la vaga sensación de estar en el lugar equivocado, sin ningún control sobre lo que sucedía. El techo comenzó a desplomarse sobre mi cuerpo flácido. 

Gemí de dolor. 

Tenía un sabor amargo en la garganta. Me estabilicé al cabo de unos segundos y, poco a poco, el espacio empezó a tomar forma. Las sombras se tiñeron de color. Cuando el mareo cesó, comprobé que estaba en mi habitación. Una sábana blanca me cubría de los pies al cuello y, extrañamente, estaba húmeda. Supe de inmediato que algo no iba bien: tenía la frente mojada, los huesos me dolían y cualquier movimiento lo empeoraba todo. No tardé en darme cuenta de que estaba empapada en sudor. Maldije en voz baja cuando el dolor se volvió más intenso. 

—¿Hannah? —dijo alguien desde el rincón. La voz sonaba lejana. 

Mi cabeza palpitaba mientras trataba de comprender qué había sucedido. Lo último que mi cerebro alcanzaba a evocar era un vago recuerdo del instituto. Sin embargo, solo eran momentos efímeros, piezas incompletas. Nada que pudiera ayudarme a resolver la incógnita. 

—¿Qué ha pasado? —pregunté al vacío. Mi voz sonó como si hubiera bebido alcohol. Era áspera, ronca. 

—Un accidente —respondió a lo lejos la voz masculina—. Nada grave. No hay de qué preocuparse. 

Me sobresalté. Sentí pánico al escuchar a un hombre en mi habitación. No me sentía segura. Me incorporé rápidamente y me froté la cabeza con las manos. Apreté los ojos. Mi tortura física seguía en aumento.

—No te preocupes, el dolor se te pasará en unos minutos. Te he dado una pastilla que te aliviará —explicó—. Soy el doctor Richard, Hannah. 

Saber que se trataba de un médico me ayudó a relajarme, pero no lo suficiente. Seguía mareada y con fuertes palpitaciones en la cabeza, por no mencionar la inquietud que me causaba no recordar lo que había pasado.

Moví los labios e intenté hablar con coherencia. 

—¿Qué clase de accidente? 

Pronunciar esas palabras fue un reto. Me dolían todos los músculos del rostro. Era como si me hubieran golpeado con un bate en la cara. Por supuesto, mi voz quebrada revelaba mi sufrimiento: si había tenido un accidente y un médico se encontraba en mi habitación, se trataba de algo preocupante. 

—No es nada grave —insistió. Su tono era suave, tranquilizador. Incluso percibí una sonrisa amable. Guié mi vista hacia el rincón desde el que provenía la voz. El hombre tenía una dentadura totalmente blanca y sus labios eran delgados y viejos. Tan arrugados y gastados como el pantalón que llevaba puesto—. Fue en el instituto, mientras jugabais a fútbol. Te golpearon con una pelota en la cara y te desmayaste. Pero como he dicho, no hay nada de qué preocuparse. 

Dudé. Yo no era precisamente una chica distraída. Era cuidadosa con lo que hacía y definitivamente no era tan despistada como para acabar en un campo de fútbol en pleno partido. Podía ser peligroso. Además, no se me daba bien dar patadas a un balón, se me daba mejor jugar a baloncesto. 

Examiné al hombre unos segundos. Me sostuvo la mirada mientras sonreía. Vi que guardaba una jeringa vacía en el bolsillo de su bata arrugada. Era un hombre con el rostro surcado por cientos de líneas. Parecía que se dedicaba a un trabajo que lo apasionaba desde hacía mucho tiempo. 

Como no pestañeó, decidí apartar la vista. Y entonces la habitación volvió a dar vueltas durante unos segundos. 

—¿Dónde está mi madre?

Me presioné de nuevo la cabeza con los dedos.

—Estoy aquí. —La voz sonó cerca. Tal vez procedía de la puerta, que estaba cerca de la cama. Oírla me tranquilizó. La busqué con la mirada rápidamente.

—Mamá —dije adormilada—. ¿Qué ha pasado?

—Ya te lo ha dicho el médico, un accidente en el instituto. —Su voz era apaciguadora, formal, como la que utilizaba con los estudiantes. Se había acostumbrado tanto a hablar de esa manera que, a veces, se olvidaba de que yo era su hija además de una alumna—. Afortunadamente todo está bien, es decir, tú estás bien. Y según el doctor Richard, el dolor de cabeza se te pasará pronto. 

—Eso significa que no hay excusa para librarme de ir a clase mañana, ¿verdad? —Afortunadamente, mi sentido del humor no me había abandonado. Lo había preguntado con la esperanza de que me dieran al menos un día de descanso. Ser la hija de la directora del instituto no era nada fácil. Y si alguien creía que tenía privilegios, estaba muy equivocado. De hecho, tenía más obligaciones. 

Escuché su risa suave. 

—Exacto. Así que ponte al día, he pedido a los profesores que te envíen por correo las actividades de ayer y de hoy. 

—¿Cómo? ¿Pero cuánto tiempo llevo aquí? —Estaba confundida. Ahora entendía por qué me dolía todo el cuerpo y por qué tenía un cardenal en el brazo. Había tenido las vacaciones más largas de mi vida y ni siquiera las había disfrutado. No era justo. 

—Dos días. —La voz del doctor Richard resonó en la habitación. De nuevo, todo dio vueltas—. Necesitabas descansar. 

Intenté recordar el accidente, pero fui incapaz. No había más que oscuridad. Los recuerdos no existían, se habían perdido en algún lugar de mi cerebro. 

—No recuerdo nada —comenté. Tenía la voz ronca—. ¿Por qué no lo recuerdo?

Me molestaba no saber qué había sucedido, que mi mente no pudiera darme una respuesta. Me sentía como el abuelo de Cara, que olvidaba las cosas más simples, como, por ejemplo, que se había puesto las gafas en la cabeza o dónde había estado el fin de semana. Era abrumador. Simplemente necesitaba crear una imagen con lo poco que el doctor Richard y mi madre me habían dicho, y resultaba muy frustrante. 

—Lo harás en su debido momento, Hannah. Los recuerdos no mueren ni se ocultan para siempre —respondió con seguridad. Tuve la sensación de que lo decía con una sonrisa. Tal vez me estaba poniendo un poco paranoica, pero es que me asustaba no recordar el accidente, y el martilleo constante en mi cabeza me atormentaba—. Ahora necesitas descansar.

—¿Todavía más? 

No quería volver a dormir, ni tampoco estar en la cama. Quería levantarme y salir corriendo, hacer algo. 

—Lo que sea necesario —dijo mi madre, firme.

—Tu madre tiene razón, necesitas descansar y recuperar fuerzas. Eres una chica sana. El dolor cesará pronto y los recuerdos volverán tarde o temprano. Solo estás en shock. —La cálida voz del doctor llenó la habitación y, de algún modo, empecé a confiar en él. Mi madre parecía hacerlo. 

Asentí ligeramente. Su sonrisa, tan serena y pura, me inspiraba seguridad. Era un hombre corpulento, la bata blanca se ajustaba a su cuerpo fornido de modo que un par de botones parecían estar a punto de salir disparados. Sus ojos se veían cansados; había manchas oscuras debajo de aquellas canicas grises que dejaban entrever su edad y su experiencia. Tenía el cabello más canoso que había visto en mi vida. Cuando los rayos del sol se filtraban por la ventana y caían sobre él, creaban la sensación de un cabello plateado brillante, como el de un anciano. Seguro que había estado en situaciones mucho peores y yo estaba quejándome por un simple dolor de cabeza. 

—Muchas gracias doctor —dijo mi madre—. Sé que tiene mucho trabajo y necesita volver al hospital. Venga conmigo y le prepararé un cheque por sus honorarios. 

El doctor asintió y se dispuso a guardar sus utensilios de trabajo en un maletín negro. 

—Espero que te recuperes pronto —dijo con franqueza. Luego se giró hacia mi madre—: Margaret, tienes mi número, ya sabes que, si pasa cualquier cosa, estoy disponible. Y si en algún momento no me localizas, alguno de mis colegas te ayudará si lo deseas. 

—Muchas gracias, de verdad —respondió mi madre con una sonrisa. Sus comisuras se elevaron rápidamente y los ojos le brillaron—. Estoy segura de que Hannah no tardará en recuperarse. Compraré los medicamentos que ha recetado y esperaremos a que surtan efecto. 

—Por supuesto —aseguró, dispuesto a salir de la habitación. Se notaba que tenía prisa. A pesar de su edad, mostraba la energía de un joven. Sus movimientos eran rápidos y enérgicos, no dudaba y su seguridad era palpable cuando hablaba o hacía algo—. Ha sido un placer conocerte, Hannah. Y no te preocupes, todo irá bien. 

Las palabras eran sinceras. 

—Muchas gracias —contesté por educación en un susurro. Me sentía débil y cansada. 

El doctor recogió su maletín y cerró la mano en un puño. Se colocó bien uno de sus tirantes, que se caía de vez en cuando. El maletín estaba perfectamente limpio y ordenado en comparación con su bata y su pantalón. 

Se despidió con un movimiento de cabeza y sonreí sin saber qué decir. Entonces mi estómago se rebeló y tuve que contener las ganas de vomitar. 

Mi madre salió de la habitación y el doctor siguió sus pasos. El sonido de los zapatos se alejó, al igual que las voces. De pronto, bajo las sábanas húmedas, me sumergí en un sueño lleno de tormentas. 

Afuera, las gotas habían empezado a caer. 


***


La tormenta me despertó al cabo de un tiempo. Una sucesión de relámpagos iluminó la habitación durante unos segundos, y el trueno que llegó después hizo temblar las ventanas. Me estremecí de miedo. La oscuridad no tardó en volver a teñir de negro cada rincón. Seguía sudando y con las sábanas empapadas. 

Lo único que alcanzaba a ver eran sombras. Mi cuarto se había impregnado del olor a tierra mojada, y estaba segura de que en las casas de los alrededores se respiraba el mismo aroma. 

Me incorporé y me quedé sentada en la cama, tratando de encontrarle sentido a todo lo que había sucedido. La tormenta no cesaba. Los truenos resonaban con fuerza, como si las tripas del cielo gruñeran. La cama tembló. Unos segundos después, la luz volvió e iluminó de nuevo el dormitorio, y tal y como llegó, se fue. 

Las gotas golpeaban con furia los cristales de las ventanas. No se detenían, eran persistentes. Parecía que quisieran entrar en el dormitorio. El cielo oscuro y nubloso seguía rugiendo, cada vez con más intensidad. Los truenos peleaban por ser los más potentes. Y las gotas, que danzaban en la tormenta, les hacían compañía. Eran grandes, como piedras. 

Por un momento creí que los cristales acabarían rotos en mil pedazos. 

A pesar de los largos intervalos de sueño, me sentía agotada. Cada miembro de mi cuerpo pesaba el doble de lo habitual. 

Con esfuerzo, me deslicé por la cama hasta sentarme en el borde. Tenía el pelo grasiento, sentía los mechones sucios pegados en mis mejillas. No hacía falta que nadie me dijera que necesitaba una ducha urgente. Sin pensarlo, me puse en pie. Mis dedos entraron en contacto con el suelo frío y di unos pasos. Busqué la lámpara de mi escritorio en la oscuridad. A tientas, reconocí papeles que había dejado esparcidos. Palpé con cuidado por temor a hacerme daño, pero solo alcancé a tocar lápices, un teclado lleno de botones, una botella de agua vacía, libros gruesos y un bote de plástico. Hice un movimiento rápido y, al instante, algo cayó bruscamente. Oí que cientos de pequeñas piezas de hierro se esparcían por el suelo. Corría el riesgo de pisar con los pies descalzos mis clips de colores. A oscuras, era propensa a hacerme daño, así que necesitaba encender la luz enseguida. 

Un relámpago volvió a iluminar el cielo y me permitió ver, durante unos escasos segundos, la lámpara color crema que mi madre me había regalado por mi duodécimo cumpleaños. Actué de inmediato, antes de que la noche volviera, y tiré de la cadena de la lámpara. La habitación se iluminó. 

El calor empezaba a asfixiarme. Mi cuarto era demasiado húmedo. 

Recogí hasta el último clip y los guardé en el bote. Lo dejé en el escritorio y algo me llamó la atención: el monitor de mi ordenador se había encendido de repente, sin que yo hubiera hecho nada. 

La puerta de mi habitación estaba cerrada, y me invadió una tentación irresistible de conectarme a las redes sociales. Probablemente Cara, mi mejor amiga, me habría mandado un mensaje o habría publicado algo en mi muro de Facebook. Como mi madre no la había mencionado, supuse que no me habría visitado mientras estaba inconsciente. 

Aparté la silla del escritorio para sentarme. Al mover el ratón, la pantalla ganó brillo al instante. Me mordí las uñas en un gesto inconsciente y mastiqué un buen rato un pequeño pedazo que había arrancado. Tenía la boca seca. Empecé a teclear rápidamente para escribir un mensaje a Cara. Al terminar, pulsé el botón de enviar. Al cabo de un instante recibí una notificación. Sería su respuesta. Vaya, qué rápida. 

Pero no se trataba de Cara. 

Era un mensaje con un remitente cuyo nombre no me decía nada en absoluto. 

Alex Crowell

Un trueno bramó con fuerza. 

¿Quién demonios era Alex Crowell? 

Abrí el mensaje y lo único que decía era: «Hola». 

Como había llegado a un trato con mi madre, no podía aceptar ninguna solicitud de amistad de desconocidos. A cambio, podía tener el ordenador en mi habitación, sin que ella me controlara. Era un trato justo. 

Pero la curiosidad me consumía por dentro, así que hice clic en su nombre y accedí a su perfil. Era un chico guapo. Demasiado, a decir verdad. 

Fue entonces cuando el ángel y el demonio aparecieron sobre mis hombros. ¿Romper la única regla que tenía con mi madre? ¿O perder al chico guapo que me acababa de mandar un mensaje? Una difícil elección, por supuesto. Escupí el trozo de uña masticada que seguía en mi boca y guié el cursor hasta el botón que decía «Agregar amigo». 

Podríamos ser amigos. 

Pero la voz de mi conciencia se abrió paso y me regañé a mí misma. No podía agregarlo. No sabía quién era ni qué quería. Sin embargo, podría averiguarlo. 

Me levanté de la silla y comencé a caminar por la habitación. En un abrir y cerrar de ojos las palmas de mis manos estaban bañadas en sudor. 

Le di vueltas. Mi madre nunca se enteraría. 

Entonces pensé que tal vez le estaba dando demasiada importancia a un chico. Así que me volví a morder las uñas; ahora le tocaba al dedo índice.

En un impulso, apreté el botón y lo agregué a mis amigos. Cinco segundos después, la solicitud fue aceptada. 

Estaba tan intrigada que volví a fisgar en su muro. 

Fueron los segundos más largos de mi vida. Me quedé quieta, inmóvil, con los ojos clavados en la pantalla.

Describir el miedo y la angustia que sentí era imposible. La sangre se había acumulado en mi rostro frío y pálido por la luz del monitor. De repente, me había quedado helada. 

Permanecí quieta frente al ordenador. Un cosquilleo en la nuca me tentó a rascarme y sacudir la cabeza. Aquello era demasiado inquietante. Un escalofrío me recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Sentí que ahora la sangre circulaba por mis mejillas con más intensidad. 

Las publicaciones que leí en el muro de Alex me dejaron helada. «Eres un ángel que decidió regresar a su hogar», o, la que parecía escrita por su hermano: «El mejor hermano sobre la faz de la tierra, te quiero. Siempre te recordaremos, descansa en paz». 

Sentí un nudo en el estómago e inmediatamente me entraron ganas de vomitar. Y esta vez no era por el medicamento que había tomado. 

Alex me envió otro mensaje, ahora con un smiley. Pero esa cara parecía amenazante, no feliz. 

Tragué saliva con dificultad y me dispuse a escribir una respuesta. Los dedos me temblaban, y yo no era una persona nerviosa, pero había algo en todo ese asunto que me hacía reaccionar así. 

Tener miedo era la peor de las sensaciones. 

«¿Es una broma?», escribí. 

Subí los pies a la silla en un gesto involuntario. El cuarto estaba oscuro y la luz del monitor era la única que lo iluminaba. No recordaba haber apagado la lámpara, incluso me cuestioné si realmente lo había hecho. La nuca me volvió a picar. 

La pantalla indicó que Alex estaba escribiendo, pero luego se detuvo y no pasó nada más.

«Si es una broma y tratas de asustarme, no funciona y no tiene gracia. Si lo que pretendes es molestarme e intimidarme, te sugiero que lo hagas mejor», escribí rápidamente en el teclado. 

Error, Hannah, error. 

Estaba de espaldas a la cama cuando un ruido espeluznante me sobresaltó y tuve que girarme. Procedía de debajo de la cama. Quise encender la luz con un movimiento rápido, pero mi cerebro estaba bloqueado por el miedo y no enviaba las órdenes correctamente. Tan solo era capaz de concentrarme en una cosa: aquel sonido monstruoso. Me hice un ovillo y llevé las rodillas a mi pecho para sentirme protegida. Una voz en mi cabeza me advirtió. Si bajaba los pies al suelo, algo me agarraría y no sería agradable. 

El ruido me recordaba al sonido de los rasguños en el suelo, como si un gato lo arañara incesantemente desde abajo. Quería gritar, pero nada salía de mi garganta. Estaba petrificada. ¿Dónde estaba mi madre cuando la necesitaba? 

Cuando reuní el valor, me puse en pie y, con paso lento, me acerqué a ver qué provocaba el ruido. Rogué porque fuera un gato que se había colado en mi habitación. Sabía que era imposible, pero traté de convencerme de que esa era la única explicación. Con las piernas temblorosas y con las manos todavía sudadas, caminé un poco más. Se me puso la piel de gallina. La madera del suelo crujía a cada paso que daba. Cuando estuve lo suficientemente cerca de la cama, me arrodillé y sentí que alguien me observaba; alguien o algo estaba detrás de mí, sentía su presencia. Y, fuera lo que fuera, sabía que yo era consciente de que estaba ahí. Pero no me giré. No me atreví a hacerlo. 

Tomé la sábana entre mis dedos, con una fuerza que no sabía que tenía. La tormenta no cesaba. El impacto de las gotas sobre el cristal resonaba por toda la habitación. 

En un segundo de infarto, levanté la sábana rápidamente. 

En cuanto lo hice, los rasguños cesaron. Debajo de la cama no había nada, absolutamente nada, lo cual era todavía más inquietante. Regresé al ordenador y vi un nuevo mensaje de él. 

«Podría hacerlo mejor, pero te quiero de mi parte», respondió. 

«¡Basta! Quienquiera que seas, déjame en paz». 

Se me hizo un nudo en la garganta. Si alguien del instituto o algún vecino me estaba gastando una broma pesada, me la pagaría. No se iría de rositas. Me estaban asustando de verdad. 

«Hannah, necesito que me ayudes a averiguar quién me mató», escribió.

—Esto no tiene gracia, ¡déjame en paz! —jadeé. Me costaba respirar. Y entonces sentí que algo me soplaba en la nuca. 

¿Qué estaba pasando? 

Iba a levantarme de la silla para salir corriendo, pero antes de poder hacerlo recibí un nuevo mensaje: 

«¡Corre!». 

Y entonces alguien golpeó la puerta tres veces.

Capítulo 2


El picaporte de la puerta comenzó a moverse rápidamente de arriba abajo en un gesto aterrador. Sin pensarlo, salté de la silla de un brinco. Retrocedí un paso, y luego otro, para alejarme de la puerta. Mis piernas flaqueaban y supe que en cualquier momento me desplomaría. El picaporte seguía agitándose y sentí la necesidad de correr. Pero ¿hacia dónde? 

No había salida. 

¿Por qué temía algo que no podía ver?

Respiré con dificultad. 

—¿Hannah? —exclamaron al otro lado de la puerta. Era una voz dulce y tierna de mujer. Una voz que reconocí de inmediato. Era mi madre—. ¿Por qué cierras la puerta? —gritó, luchando por hacerse escuchar a pesar del ruido de la lluvia. 

Suspiré. 

Bien, era mi madre, todo iba bien. 

Todo iba bien, me repetí. 

—Me estoy cambiando de ropa, un momento —mentí.

Corrí hasta el armario y agarré lo primero que vi. Me saqué la ropa húmeda que llevaba y en rápidos y acelerados movimientos me puse lo que había cogido, incluidas mis zapatillas blancas. Me alisé la camiseta con las manos temblorosas y apagué el ordenador. Respiré profundamente. Lo más profundo que pude hasta que me dolieron los pulmones. Solté el aire por la boca, y mi respiración volvió a un ritmo normal. 

Las manos me sudaban involuntariamente y los pies estaban totalmente descoordinados, olvidé cuál era el derecho y cuál el izquierdo. Era extraño sentirse así, incapaz de pensar con claridad. Tenía que tranquilizarme o en cualquier momento acabaría de bruces por los suelos, y entonces sí que tendría una buena excusa para faltar a clase. Pero la verdad era que quería volver al instituto lo más pronto posible. Di siete pasos hasta llegar a la puerta. El picaporte estaba inmóvil, totalmente en reposo. 

Aún notaba la adrenalina en el cuerpo, pero no podía hacerla esperar más. Tenía que abrir la puerta. 

—Lo siento… —dije cuando vi a mi madre. Estaba de brazos cruzados y con el ceño fruncido. Traté de sonreír y aparentar normalidad. 

Pensé en lo joven que era mi madre. Era idéntica a mí, pero con unos años más. Sus brillantes ojos me miraban con inquietud. Su cabello, tan negro como el mío, estaba recogido en una coleta alta, y su piel era tan blanca como la mía. Éramos iguales en todo, excepto en los ojos. Los suyos eran de color miel, mientras que los míos eran azules, como los de mi padre. Un padre al que no conocía. 

—¿Estás bien? Tienes la cara muy pálida —dijo. Su delgada boca se movía rápidamente mientras hablaba y el brillo rosa de sus labios se pegaba y despegaba suavemente cuando lo hacía. 

—¿Todavía más pálida de lo normal? —bromeé y ella sonrió. Intuí que ya no haría más preguntas. Su rostro se suavizó y lució incluso más joven. 

—Cara está aquí, dice que habéis quedado —explicó mi madre. 

—¿Cara? Pero si ya casi es la hora de dormir y hay una tormenta horrible. 

¿Qué habría pasado? 

¿Y si era ella quien me había gastado la broma de Alex? No sería de extrañar. Cara era tan ocurrente… Conocía a casi todos los alumnos del instituto y cualquiera haría lo que fuera por ella, la capitana de las animadoras. 

Yo era todo lo contrario a Cara. 

—A lo mejor hoy se quedaba a dormir y no lo recuerdas. 

Dudé. No era consciente de haber hablado con Cara en la última semana, excepto por el mensaje que le acababa de enviar por Facebook. Y no recordaba haber planeado una fiesta de pijamas para esa noche. 

—Sí, es posible. Los exámenes y este dolor de cabeza me están volviendo loca. —Sonreí y entonces vi que no había soltado el picaporte desde que había abierto la puerta. Mi mano sudorosa seguía sujetándolo con fuerza. 

Mi madre se limitó a negar con la cabeza mientras sonreía. Se marchó por el pasillo del segundo piso, donde estaban nuestros dormitorios. En casa solo vivíamos ella y yo. La puerta de su habitación estaba justo enfrente de la mía y era blanca. Toda la casa estaba ordenada, limpia y brillante. Excepto mi habitación. Y por supuesto, mi madre no quería que pegara pósteres o cualquier cosa en las paredes o en las puertas de la casa. 

Solté el picaporte, que estaba completamente mojado, igual que mis manos. Me las limpié en el pantalón caqui y cerré la puerta, dispuesta a salir.

Cuando bajé las escaleras me sorprendí al ver a una persona en la sala, de espaldas a mí. Era alto y, por cómo movía la cabeza, parecía estar buscando algo, como si hubiera perdido alguna cosa en la casa. Fruncí el ceño y me detuve en uno de los últimos escalones. 

Me permití unos segundos para examinarlo. 

Tenía el cabello castaño y revuelto, con pequeños rizos aquí y allá. Su espalda, amplia y fuerte, mostraba unos omóplatos en tensión. Parecía alguien en forma. Tenía una mano apoyada en el costado, y con los dedos de la otra se golpeaba suavemente la pierna, como si estuviera nervioso. Luego, su pie derecho empezó a seguir el mismo ritmo que sus dedos. Aunque no le veía la cara, apostaba a que estaría apretando la mandíbula. 

Los pantalones negros que llevaba se ajustaban a sus caderas y a sus piernas. Parecía el look de un joven. Y aunque seguía de espaldas, estaba segura de que era apuesto. 

—¿Hola? —pregunté, pero un trueno amortiguó mi voz. 

El chico no me escuchó. 

Me aclaré la garganta y esperé a que los truenos me dieran una tregua para hacer otro intento. 

Estaba totalmente absorto. 

—¿Hola? —Ahora mi voz fue fuerte, segura. 

Hubo un silencio. Sentí un cosquilleo en las piernas. 

Entonces, el joven se giró lentamente, como si le costara procesar lo que estaba pasando. Sus movimientos eran inseguros, titubeantes. 

Alzó la vista para mirarme. 

Sus ojos estaban llenos de miedo, por algún motivo le aterraba verme. Pero luego perdieron brillo, se hicieron profundos, negros como la noche. Y me observaron interrogativos, como si mis ojos tuvieran las respuestas que él parecía estar buscando. 

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, erizando cada centímetro de mi piel. 

Era Alex. El mismo chico con el que había estado hablando unos minutos antes. 

—¿Qué haces aquí? —Mi voz tembló, igual que mis piernas, y esta vez no fue culpa de ningún trueno. 

El chico no habló. Sus labios se abrieron, pero no pronunció palabra alguna. Ni siquiera salió un grito, o un susurro. 

Se llevó las manos a los ojos y sacudió la cabeza con rudeza. Apartó las manos para levantar la vista de nuevo y negó con un movimiento lento. Parecía roto. Sus ojos vagaron por toda la sala y, luego, se posaron en mí, para observarme con confusión. Fruncía el ceño, sus labios tiritaban. Todo en él temblaba.

—¿Qué haces aquí, Alex? —insistí, con la esperanza de que me reconociera o dijera algo. 

Al tenerlo justo delante de mí, sentí una conexión con él. Algo fuerte. Tan fuerte que pensé que nadie podría romperlo. Era extraño. Lo sentí cerca de mi corazón, y luego se expandió por todo mi cuerpo. Después algo despertó en mi memoria. Era Alex Crowell, iba a mi instituto. Lo conocía y habíamos cruzado un par de miradas y tímidos saludos. 

Afuera volvió a tronar, esta vez más fuerte que las últimas. Fue como si el trueno se hubiera generado cerca de mi oído, golpeándolo y dejándome un zumbido molesto. La potente luz del relámpago que lo precedió fue lo que más me aterró, como si fuera lo último que iba a ver en mi vida. 

Tenía frío. 

—Alex Crowell. —Las palabras habían salido de mi boca involuntariamente. Él estaba tan sorprendido como yo—. ¿Es una broma?

Estaba a punto de decir algo, pero otra voz respondió por él. 

Una voz familiar y enérgica. 

—¡Hey! —saludó Cara al verme. Venía de la cocina con un vaso lleno de agua—. Espero que no te importe, me he quedado sin agua en la botella y me estaba deshidratando —explicó mientras levantaba el vaso de cristal.

Giré la cabeza en su dirección. 

Cara no vaciló y se dejó caer en uno de los sillones. Tenía el cabello negro suelto y un pequeño y delgado mechón caía sobre sus ojos. Llevaba un pantalón de mezclilla y una blusa blanca de encaje que había comprado en un mercadillo. Recuerdo que insistió tanto en comprársela… La blusa dejaba a la vista sus hombros desnudos y blancos. Las palpitaciones volvieron a mi cabeza.

—¿Es que no piensas saludar? —gruñó.

Entonces reaccioné. Sacudí la cabeza. Mis ojos se abrieron de par en par y buscaron por toda la sala a Alex. Ya no estaba, se había esfumado. Apreté la barandilla de la escalera y apoyé todo mi peso en ella. La madera estaba fría. O tal vez era yo.

—¿Dónde está?

Cara frunció los labios.

—¿Dónde está quién? —Se acomodó en el sillón y me miró muy seria. 

—Él —dije en un susurro—. El chico que estaba aquí hace un momento. 

—Hannah, aquí no hay nadie, solo estamos tú y yo. —De pronto, su rostro se tiñó de miedo y el vaso que sostenía en las manos empezó a resbalarse de sus dedos sudorosos—. ¿Seguro que estás bien?

—Estaba aquí hace unos segundos, no ha podido desaparecer como si nada. Estaba aquí. 

—Hannah, no hay nadie más aparte de nosotras. —Se puso en guardia y se levantó del sillón. Su rostro pasó del terror a la preocupación.

—Cara, de verdad. —Mi voz se quebró—. Estaba aquí. 

—Hannah… —dijo en un susurro—. Voy a llamar a tu madre, pero necesito que te calmes, ¿de acuerdo?

—No. —Sacudí la cabeza. Tenía la piel de gallina. De repente me quedé helada, sentí los primeros escalofríos en la espalda. Mis dedos se habían entumecido—. Estoy bien, solo… me ha parecido ver a alguien.

Cara estaba desconcertada. Pero para tranquilizarla añadí:

—Las pastillas tienen efectos secundarios, he dormido demasiado y eso me habrá provocado una alucinación. No te preocupes, me pondré bien enseguida.

Cara asintió, sin comprender del todo qué sucedía. 

No quería asustarla. Aunque yo lo estaba. 

Bajé los últimos peldaños con las piernas temblando, pero lo oculté con una sonrisa forzada. 

¿Qué hacía Alex Crowell en mi casa? ¿Quería robar algo? ¿O se escondía de alguien? 

Tomé aire y me acerqué a Cara. Aunque mi corazón amenazaba con salirse del pecho, era bastante buena controlando mis emociones. 

Poco a poco conseguí que mi ritmo cardíaco se estabilizara. 

—¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en tu casa, durmiendo? —bromeé. 

—No quería llegar temprano a casa. Mi madre me pidió que la acompañara a una cena familiar y ya sabes que odio a Luke —dijo con tono molesto, torciendo la boca. Me reí y, poco a poco, empecé a olvidar lo que había pasado. 

Cuando Cara usaba la palabra «familiar» en alguna de sus frases, se refería a Luke y a sus dos hijas, ambas mayores que ella. Cara y su madre habían estado muy unidas hasta que llegó Luke, el prometido de la señora Julie y futuro padrastro de Cara. Lo aborrecía totalmente, el mero hecho de pronunciar su nombre la ponía de mal humor. Y eso no era bueno. Tal vez lo odiaba porque había reemplazado muy rápido el lugar que había dejado su padre. No fue fácil superarlo. Yo estuve con Cara todo ese tiempo. 

—Y has mentido con la excusa de que tenías trabajos pendientes y que vendrías a mi casa a acabarlos. 

Me senté en otro sillón frente a ella. 

Cara asintió.

—¿Y has visto la tormenta horrible que hay ahí fuera? Qué miedo. Así que he venido para hacerte una visita sorpresa. Además, llevo casi una semana sin saber nada de ti y, antes de que te enfades, déjame decirte que he estado muy ocupada con las animadoras y no he podido venir a verte hasta hoy. —Chasqueó la lengua y sonrió—. Pero llamé para ver cómo estabas. Tu madre me contó cómo iba todo, así que cuando me dijo que habías despertado no dudé en venir.

Se estaba disculpando, algo habitual en Cara. 

Le gustaba bromear acerca de ser la capitana de las animadoras y decía que se haría millonaria cuando grabase videoclips con artistas famosos o cuando ganase concursos internacionales. 

—No hacía falta que vinieras hasta aquí. Además, mañana volveré al instituto.

—¿Tan rápido?

Asentí. 

—Mi madre —respondí poniendo los ojos en blanco.

—No desearía estar en tu lugar, Hannah, tienes a la madre más dulce y a la vez estricta que haya conocido. 

Volví a asentir. 

—Lo sé. 

Nos quedamos en silencio. Cara se perdió en sus pensamientos, con la mirada fija en una de las tazas que había en la mesa de centro. Se había puesto seria. Había algo más que no me había contado, aparte de lo de Luke. Habitualmente, lo insultaba hasta la saciedad, y hoy, nada de nada. 

—Hey —dije—, ¿qué sucede?

Se encorvó y resopló. 

—Nada —se limitó a responder.

—Cara, hace cinco años que nos conocemos. No puedes mentirme a estas alturas.

Resopló. 

—¿Es que no te has enterado? —susurró. Su tono despertó mi curiosidad. Se acercó un poco a mí y levantó una ceja. 

—¿Qué es? ¿Algún cotilleo nuevo? 

A Cara se le daba bien enterarse de todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Aunque esta vez no parecía ser algo digno de risa… pero sí de asombro. Y por lo tensa que estaba y la palidez que teñía su rostro, no era algo bueno. 

Cara cogió aire mientras negaba con la cabeza. Sus manos, inquietas y temblorosas, recorrieron sus piernas de arriba abajo, pero finalmente se cruzó de brazos. 

—Es Alex Crowell. —Hizo una pausa y tragó saliva. Sus ojos mostraban terror puro—. Murió hace dos días y mañana es su funeral. Imagino que no lo sabías. 

Por enésima vez, mi piel se puso de gallina. Escuchar ese nombre me ponía los pelos de punta, me hacía perder la cabeza. Sin embargo, me acerqué a ella. Quería saber más.

—Lo han asesinado —prosiguió—, pero lo más inquietante es que no se sabe quién fue, ni cómo lo hicieron. 

Me estremecí. Aunque había intuido que Alex había muerto al leer las frases en su muro de Facebook, que alguien me confirmara que lo habían asesinado fue espeluznante.

—Bromeas, ¿no? —reaccioné con una risa nerviosa.

Volvió a negar. Esperaba que soltara una carcajada capaz de apaciguar el sonido de la lluvia. Pero no lo hizo, y la lluvia fue lo único que escuché. 

No hubo risas. 

La muerte de Alex Crowell no era una broma, era real. Todo era real.

Se me quedó la boca seca, pero apenas me di cuenta porque mi mente estaba centrada en otro asunto de mayor importancia. 

—¿Qué más sabes?

Cara parecía turbada. No era la chica alegre y bromista de siempre. Algo en ella había cambiado drásticamente. Lo notaba en sus ojos apagados. Su labio tembló ligeramente, pero intentó ocultarlo aclarándose la garganta. 

—Solo sé que mañana se celebrará su funeral. Todo el mundo estará allí —explicó con voz lenta y pesada, arrastrando las palabras—. Es decir, yo también quiero ir. 

Cara me miró. 

—¿Sabes Hannah? Deberíamos ir juntas —afirmó.

Yo negué y bebí un poco de agua del vaso que Cara había dejado en la mesita.

—¿Para qué? Nunca llegamos a hablar con él, no formábamos parte de su círculo de amigos.

Era una excusa para no acceder de entrada. Ser parte de su círculo de amigos no me preocupaba. En el fondo, me daba miedo volver a ver a Alex, con el que había estado hablando por Facebook y al que había visto hacía unos minutos en mi casa. 

Y esa era la razón que me empujaba a ir. Como un presentimiento de que debía estar ahí. 

—Unos cuantos alumnos del instituto asistirán al funeral —anunció—, así que no seríamos las únicas. Alex tenía muchos amigos. 

Un relámpago iluminó parte de la sala, y después, el cielo manifestó su enfado gruñendo. 

Mis manos temblaron mientras sujetaban el vaso. 

—Está bien —accedí finalmente—. ¿A qué hora será? 

Me arrepentiría de ir, estaba segura, pero todavía me arrepentiría más si no lo hacía. Un intenso deseo interior me pedía a gritos que acudiera a aquel funeral.

Mi voz se volvió a camuflar con la lluvia. El viento soplaba con fuerza, agitando las hojas de los árboles con su sonido brumoso, amenazando con arrancarlas y enviarlas a cualquier lugar. 

—Por la tarde, después de clase. 

Fruncí el ceño y suspiré. 

—Iré con la condición de que vengas conmigo y no me dejes sola —afirmé.

Ella asintió.

—Trato hecho. 

Cara y yo nos despedimos en la puerta de mi casa. Le presté un paraguas negro para que no se empapase mientras corría hasta su coche. Se despidió agitando la mano desde el interior. Al cabo de unos segundos, las luces de su coche desaparecieron calle abajo. 

Cerré la puerta y me senté en el sillón donde había estado ella. Su aroma había impregnado todo el comedor.

Mi madre probablemente estaría dormida. No había bajado desde que había llegado Cara y era extraño, porque solía quedarse a hablar con nosotras, aunque fuera solo unos minutos. 

Parecía que mi mundo había cambiado drásticamente en dos días. Incluso el olor en casa me resultaba raro, los muebles no estaban donde se suponía que debían estar y el clima era distinto. 

Cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir rápidamente. Por primera vez en mi vida, tuve miedo de estar sola en una habitación. 

Pensé en Alex. 

¿De verdad se estaba comunicando conmigo? ¿Por escrito y en persona? 

Vamos, Hannah, eso es ridículo, pensé. Debía de estar alucinando. Los fantasmas no existían. Yo no creía en esas cosas. Y no iba a hacerlo ahora. Era una consecuencia de los medicamentos, estaba segura. 

Me aseguraría de no volver a tomar nada de eso jamás. 

El ruido de una caja de cereales al caer al suelo me sobresaltó. Me levanté sigilosamente y caminé hacia la cocina arrastrando un poco los pies. Llegué hasta el umbral y vi la caja en el suelo. La contemplé unos segundos. Afortunadamente, no se abrió y los cereales no se esparcieron por toda la cocina. El parqué seguía limpio. Me agaché y recogí el paquete. Maldije en voz baja. 

Cuando me levanté, mi pesadilla había vuelto. 

Otra vez esa sensación. Algo estaba detrás de mí. 

Fue involuntario, miré por el reflejo de la alacena y vi una sombra. Algo tocó mi hombro y, por el tacto y la forma, supe que era una mano. Grité y, en un acto reflejo, solté la caja que acababa de recoger. Esta vez los cereales se derramaron por el suelo, pero no me importó. Me quedé en shock contemplando la sombra. Al igual que los cristales con los truenos y las hojas de los árboles del exterior, mi cuerpo tembló. No podía moverme, estaba petrificada, y seguramente también en peligro. Inspiré y reuní el valor para correr escaleras arriba. 

Fui todo lo rápido que pude y, como sabía que no había nadie más en mi habitación, sentía la necesidad de refugiarme allí cuanto antes: si me detenía, unas manos me agarrarían los pies y me arrastrarían hacia abajo. Esto era peor que una película de miedo, estaba horrorizada. Mi corazón latía con tanta fuerza que, en cualquier momento, podría salirse de mi pecho. Pero necesitaba que siguiera en su lugar al menos hasta llegar a mi cuarto.

Un escalofrío se originó en mi nuca. Me quedaban pocos escalones, pero, desafortunadamente, tropecé. Miré hacia abajo y chillé, sé que lo hice. Unos dientes invisibles crujieron cerca de mí. La vista se me nubló. Me golpeé las rodillas y los codos, pero logré levantarme y seguí corriendo hasta llegar al pasillo. Tres segundos después estaba frente a mi cuarto. 

Entré y cerré la puerta. Apoyé la espalda en la madera y me deslicé hasta el suelo. 

Quería llorar. Estaba asustada. La piel me ardía. Me temblaban las manos. Era insoportable. 

Esa noche no pude dormir. 

Esperé a que pasaran las horas y a que el sol volviera a salir. 

Capítulo 3


Unas horas después, el sol apareció en el cielo. Todo parecía estar en orden. Mi habitación de paredes blancas se llenó de vida, y todos los colores claros de mis cuadros resplandecieron con los rayos del sol. 

No le contaría a nadie lo sucedido. Me había pasado la noche dándole vueltas, pensando qué hacer o con quién podría compartirlo. Pero al final llegué a la conclusión de que todo había sido un efecto secundario de los medicamentos. Y aunque una parte de mí pensaba que era absurdo, quería convencerme de ello. 

Bajé a la cocina, pero todo estaba en silencio. 

Miré el reloj de la pared. Era temprano, las 7.45. 

—¿Mamá? —llamé, buscándola por toda la casa—. ¿Hola? ¿Mamá, dónde estás?

En la mesa encontré un pequeño papel doblado. Los dobleces eran cuidadosos, el papel estaba en perfecto estado, incluso olía a perfume de mujer. 

Lo abrí y leí. 


El doctor ha dicho que sería conveniente que descansaras un día más, y me ha parecido bien. Úsalo con sabiduría. 

Te queire: Mamá. 


Sonreí. Esa última frase de «úsalo con sabiduría» era una broma entre nosotras. Era un chiste malo que habíamos escuchado en el instituto cuando íbamos caminando por el aparcamiento para volver a casa. Unos chicos de último curso estaban pasándose cigarrillos ilegales, pero al ver a mi madre uno de ellos dijo esas palabras para sonar profesional. Mi madre y yo nos reímos por lo ingenioso y lo ridículo que había sonado. Desde entonces, a veces usábamos esa frase. 

Volví a doblar el papel. Por supuesto que aprovecharía el día. 


***


A las cinco de la tarde sonó el timbre de casa. Bajé las escaleras con paso apresurado. El estruendo de mis pasos en la madera anunció mi llegada. Era normal, se trataba de una casa vieja y aunque era algo molesto escuchar esos crujidos, a mi madre le gustaba la ubicación porque estaba cerca del instituto. 

Es Cara, tan puntual como siempre, pensé. 

—¡Ya voy! —grité. 

Las rodillas me dolían un poco cuando las flexionaba. Tenía un rasguño con costra en las dos, fruto de mi caída de la noche anterior. Cada vez que me veía las heridas o me dolían, no podía evitar recordar aquella sombra, aquella mano tocándome, aquella terrorífica angustia. Aquella cruel alucinación.

Abrí la puerta y, efectivamente, era Cara. 

—¡Hola! —saludó con gracia. Una sonrisa apareció en su rostro y me guiñó un ojo. Me reí. 

—¡Hola! ¿A qué esperas? ¡Pasa! —dije, y la agarré del brazo para animarla a entrar. Fingió una mueca de dolor. Llevaba un vestido negro y unos zapatos a juego del mismo color. El cabello estaba recogido en un moño y el flequillo le tapaba toda la frente. Llevaba, como siempre, los labios pintados de un rojo brillante y los ojos excesivamente delineados. Sus pestañas bañadas en rímel eran tan enormes que me pregunté, incluso, si podría cerrar los ojos para dormir. 

—Excelente, ¿estás lista? —preguntó. Levantó una ceja mientras me observaba de arriba abajo. Me quedé quieta. 

El dolor de cabeza aún persistía, aunque no era tan fuerte como el día anterior. 

Cara apoyó un dedo en sus labios chillones mientras torcía un poco la boca y comenzaba a dar vueltas a mi alrededor. 

Yo también me había puesto un vestido negro. El mío, sin embargo, estaba hecho de una tela fina semejante a la seda y formaba un volante alrededor de mi cuello. Encima, había otra capa de encaje de flores pequeñas. Usé un pequeño suéter de manga larga, que me llegaba un poco más abajo del pecho, para ocultar mis pálidos brazos. Me dejé el pelo suelto y até dos delgados mechones de mi cabello en la parte de atrás. Llevaba las piernas a la vista y, gracias a Dios, el vestido me llegaba unos centímetros por debajo de las rodillas, ocultando los arañazos.

—Sí, Cara. Lo estoy, tenemos que irnos ya —dije con tono seco, aunque en realidad no estaba enfadada. Ella puso los ojos en blanco.

—Muy bien. 


***


Cara y yo caminábamos por la acera con el viento en contra. Nos golpeaba con fuerza en el rostro y nos alborotaba el pelo. Un mechón de pelo se me metió en la boca, así que lo saqué en un rápido movimiento y me lo coloqué detrás de la oreja. 

Cara me dedicó una sonrisa cálida y luego volvió a agachar la mirada. Supuse que se estaba preparando mentalmente para acudir al triste lugar al que nos dirigíamos. 

Cara era mi mejor amiga desde que llegué a la ciudad. Era la persona en la que podía confiar plenamente, y no solo porque me hubiera ofrecido su amistad, sino porque además me la demostraba día a día. Cualquier secreto que compartiéramos se quedaba entre nosotras. 

Me divertía con Cara, era una chica muy alegre. A veces, llegaba al punto de contagiarme su energía y me hacía cometer actos no del todo éticos. Era simpática y amable, una de esas personas que caía bien a todo el mundo. La verdad es que nunca le había preguntado por qué pasaba tiempo conmigo y no con las demás animadoras. Porque yo no era popular, y ella sí. 

—Hannah, ¿quién crees que pudo cometer tal atrocidad? —dijo Cara—. Me refiero a lo de Alex. Quiero decir… hay muchas personas que podrían haber sido. Pero ¿sospechas de alguien en especial? 

Sabíamos que Alex Crowell había nacido en una familia pudiente, aunque no era el típico chico que presumía de dinero, ni de lujos. Si Alex Crowell era alumno de nuestro instituto, era por la sencilla razón de que sus padres confiaban plenamente en la educación pública. Ahora mis recuerdos sobre él cobraban luz y, poco a poco, iban volviendo. Sabía desenvolverse en cualquier lugar. Era seguro, carismático y guapo. Su actitud y su forma de hablar lo hacían especial y diferente a los demás chicos. 

—No, no tengo ni la más remota idea —respondí mientras caminábamos. 

Lo único que se oía eran nuestros pasos y el viento. El cemento todavía estaba húmedo y, aquí y allá, encontrábamos charcos de agua. Veía el reflejo de mis zapatos. Las hojas se movían al mismo ritmo y en la misma dirección. Cara volvió a bajar la mirada, perdida en su mundo. El tiempo había refrescado. 

Una ráfaga de aire frío nos congeló los huesos y erizó la piel. Nos miramos por un segundo, pero ninguna de las dos dijo nada. Cara se estaba comportando de una manera muy, muy extraña. Le pasaba algo más. 

Accedimos a la urbanización donde residía Alex, y las diferencias saltaban a la vista. Las casas hacían gala de unos patios enormes, con un césped exageradamente verde. Los jardines, de dimensiones muy generosas, se extendían a lo largo y ancho con hermosas flores y puntiagudos pinos que se agitaban al compás del viento. Las viviendas eran grandes, espaciosas e indudablemente lujosas. La mayoría tenían las fachadas blancas y el marco de las ventanas pintado de color azul. Todas eran de estilo victoriano. Eran preciosas, me encantaban. Los tejados terminaban en pequeños triángulos de tejas azules que apuntaban al sol. Supuse que cada una de ellas tendría por lo menos seis o siete habitaciones. Y unos cuantos baños. Seguro que no exageraba.

—¿Es por aquí? —pregunté. 

Cara asintió. 

—Bien. —Cogí aire—. ¿Qué vamos a decir?

—La verdad. —Se encogió de hombros—. Somos compañeras de Alex del instituto. 

Recorrimos otras tres manzanas y giramos a la izquierda para entrar en una calle que no había visto nunca. Sentí un hormigueo en las piernas, y la tela del vestido me rozaba las heridas de las rodillas. El dolor de cabeza, que durante el día había mejorado mucho, ahora volvía a molestarme. El cráneo me empezaba a retumbar. 

Me sacudí sin darle mayor importancia y traté de disfrutar de las vistas de aquellas casas de ensueño. Todas las viviendas de la zona eran imperiales y hermosas. Las calles eran tan anchas que cabrían perfectamente cuatro coches, o tal vez más. Los jardines verdes desprendían olores húmedos. El aroma a flores llegó hasta mí. 

Inspiré. Eran rosas rojas, definitivamente. 

A lo lejos vi gente vestida de negro. Lo asocié automáticamente con el funeral de Alex. 

Era ahí. 

Me mordí la uña del dedo índice en un acto reflejo. Sabía que morderse las uñas era de mal gusto e infantil, pero era un tic nervioso que había adquirido cuando era pequeña. Así que sería muy difícil deshacerme de aquel hábito. 

A medida que nos acercábamos, me pregunté si estaba lista para ver a Alex en un ataúd. Verlo allí acostado… con las manos cruzadas sobre el pecho, un rosario entre los dedos, vestido con un traje negro con un lazo de luto atado al cuello, los ojos cerrados, la piel blanca y apagada, y los labios morados y secos… sin esperanzas de vida. 

Muerto. 

La esperanza me invadió cuando pensé que, tal vez, ese Alex no era el Alex Crowell que la noche anterior me había enviado un mensaje aterrador, sino que eran dos personas distintas, dos chicos que se cruzaron en mi destino por error y pura coincidencia. Pero la lógica me decía que eso era imposible.

Y ahí estábamos, a tres casas de la suya. A juzgar por la cantidad de gente, Alex no solo contaba con muchos amigos, sino que también tenía una gran familia.