BREVE HISTORIA
DE LA MUJER
BREVE HISTORIA
DE LA MUJER
Sandra Ferrer Valero
Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com
Título: Breve historia de la mujer
Autor: © Sandra Ferrer Valero
Director de colección: Luis E. Íñigo Fernández
Copyright de la presente edición: © 2017 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla, 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Elaboración de textos: Santos Rodríguez
Diseño y realización de cubierta: Onoff Imagen y comunicación
Imagen de portada: VILLERS, Marie-Denise. Joven pintando. Metropolitan Museum of Art, Nueva York (EE. UU.).
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
ISBN edición digital: 978-84-9967-855-9
Fecha de edición: Marzo 2017
Depósito legal: M-3103-2017
A mis abuelas.
A mi madre.
A mi hija.
He leído algo de historia, por obligación;
pero no veo en ella nada que no me irrite o no me aburra […].
Hombres que no valen gran cosa,
y casi nada de mujeres, ¡es un fastidio!
La abadía de Northanger
Jane Austen
El día que el director de la colección Breve Historia contactó conmigo para proponerme este apasionante proyecto me encontraba en el tren de camino al colegio de mi hija. Ella tiene seis años. Estudia primero de primaria. Ya sabe leer, escribir, sumar, restar… Algo que para muchas mujeres de no hace muchas décadas era impensable. Algo que para muchas niñas en otros lugares del mundo es, a día de hoy, un sueño inalcanzable. Me pareció una bonita coincidencia. Porque el hecho de que las niñas de muchos países del mundo como mi hija puedan estudiar en igualdad con los niños forma parte de un capítulo más de la historia de la mujer. Y que muchas otras aún no hayan llegado a este punto también.
No hace mucho tiempo, mi abuela creía que las mujeres que tomaran la píldora anticonceptiva irían directas al infierno, mientras que sus hijas necesitaban el permiso de sus maridos para comprar una lavadora. En cuestión de pocas décadas, la situación de las mujeres que hoy en día somos adultas dista mucho de lo que vivieron nuestras abuelas. La mujer en Occidente ha alcanzado metas en su lucha por emanciparse, mientras que desde otros lugares del mundo nos llegan noticias aberrantes sobre prácticas vergonzosas como la ablación femenina, la limitación de nacimientos de niñas o la sumisión total a los hombres detrás de un humillante burka. Sin olvidarnos de la violencia de género que azota como una lacra a las sociedades aparentemente civilizadas.
Nos encontramos en un punto del camino que sólo podemos entender si conocemos cómo llegamos hasta aquí. Por eso es necesaria una historia de la mujer. Porque somos parte de la historia y nuestra vida es consecuencia directa de los hechos del pasado. Sin olvidarnos, y esto es una opinión estrictamente personal, de que indagar sobre unos hechos largamente silenciados de la mitad de la raza humana es un ejercicio absolutamente enriquecedor.
Cada vez está más aceptado que es necesaria una historia de la mujer, pero no siempre ha sido así. De hecho, no fue hasta los años setenta del siglo pasado que las mujeres se colaron en primera persona, como género, con sus características propias diferenciadas de los hombres, en los estudios históricos. No fue, sin embargo, una decisión salida de la nada. Poco a poco, desde finales del siglo XIX, en que el concepto de familia fue redescubierto como elemento básico de la evolución de las sociedades en la práctica totalidad de todos los pueblos y civilizaciones, las mujeres fueron apareciendo tímidamente en la antropología y en la historia. La Escuela de los Annales, que nació en Francia en 1929 de la mano de los historiadores Lucien Febvre y Marc Bloch, abrió una puerta al estudio de la historia social, más allá de los hechos políticos. Una nueva visión que se asimiló en muchos otros países y que abrió las puertas al estudio de las mujeres dentro de la sociedad.
En 1965, el historiador francés Pierre Grimal dirigía una extensa obra de cuatro volúmenes que bajo el título de Historia de la mujer daba una visión de la evolución de la situación del género femenino a lo largo del tiempo y en prácticamente todos los rincones del planeta. Pocos años después, en 1977, tres historiadoras estadounidenses, Renate Bridenthal, Merry E. Wiesner-Hanks y Susan Stuard, escribían Becoming Visible: Women in European History. Estudios, revistas, congresos se fueron sucediendo a lo largo de aquellos años en muchos países. En 1971 la antropóloga Sally Linton profundizaba sobre el papel de las primeras homínidas en las sociedades primitivas. A finales de la década de los ochenta Georges Duby y Michelle Perrot dirigían otra gran obra de cinco tomos dedicada a la historia de las mujeres en el Viejo Continente. De los libros y los grupos de estudio, se ha pasado en los últimos tiempos, aunque aún muy tímidamente, a las aulas universitarias, donde los estudios de género empiezan a tener una cierta forma y entidad propia.
En 1975, las Naciones Unidas decidían celebrar el Año Internacional de la Mujer. En la conferencia inaugural que tuvo lugar en la Ciudad de México, fueron tantos los temas que se abordaron, que se decidió iniciar una Década de Naciones Unidas sobre Igualdad, Desarrollo y Paz. A lo largo de todo ese tiempo, además de celebrarse otras conferencias internacionales, se crearon organismos específicos con el objetivo de velar por la igualdad entre hombres y mujeres.
Todos los investigadores e investigadoras, historiadores e historiadoras que decidieron embarcarse en la magna tarea de reescribir la historia desde una óptica femenina se encontraron con un problema de base: las mujeres estaban ausentes de las fuentes históricas. «En el teatro de la memoria, las mujeres son sombras ligeras», nos decían de un modo poético los historiadores Duby y Perrot en su Historia de las mujeres. Casi nunca se hablaba de ellas. Solamente las encontramos presentes en las crónicas cuando destacaron de manera extraordinaria, y de manera individual, por algún mérito que los hombres aceptaron como digno de mención. Poco o nada había que decir de las mujeres que durante siglos tuvieron que asumir el mismo modelo antropológico y social. En los cinco continentes, desde los tiempos más remotos, la mujer estaba destinada a la procreación. La maternidad, principal elemento diferenciador del hombre, la recluyó en el interior del hogar. Y por extensión, mientras cuidaba de los niños, se hacía cargo de los ancianos y los enfermos y velaba por un marido que volvía a casa después de ejercer sus tareas públicas.
Mientras el hombre escribía la historia, siendo su principal protagonista, la mujer observaba silenciosa desde el rol social que se le había asignado. Si algo se dijo de las mujeres, fue por boca de los hombres. Ellos definieron el papel de sus hijas, esposas y madres, ellos escribieron lo que consideraron digno de ser recordado de ellas, ellos definieron los roles que debían asumir y los límites que no debían traspasar. Y, curiosamente, estos modelos se repitieron en distintos lugares del mundo, manteniéndose impertérritos aún en la actualidad en algunas sociedades ancladas en el pasado.
Escultura que recrea a la madre tierra situada en un panel del Ara Pacis de Roma, construido entre el año 13 a. C. y el año 9 a. C. A lo largo de siglos, la representación de la Tierra fue personificada como una madre alimentando a sus hijos, imagen que se repite en muchas civilizaciones de lugares muy alejados entre sí.
A esta estricta definición del papel de la mujer como esposa y madre se contrapone la utilización de la imagen femenina en muchas civilizaciones como símbolos de gloria y exaltación masculina. Sólo hay que pensar en la Victoria alada de Samotracia o en Marianne como la personificación de los ideales de la Revolución francesa, por poner dos ejemplos. Y por supuesto, la representación de la Madre Tierra, divinidad que está presente en el inicio de la gran mayoría de civilizaciones. Incluso la creación de la Vía Láctea nos la explicaron los griegos con la imagen de la diosa Hera apartando de su pecho a Hércules, hijo de su esposo Zeus y la mortal Alcmena. Al rechazar al niño, la leche derramada sería el origen de la Vía Láctea. Europa y Asia tomaron sus nombres de divinidades femeninas… Las mujeres, en fin, fueron modelos, ideales. Pero la mujer real, la artesana, la hilandera, la esposa, la madre, permaneció durante siglos en la sombra.
DELACROIX, Eugène. La libertad guiando al pueblo (1830). Museo del Louvre, París. Marianne, la personificación de la Revolución francesa, guía al pueblo de París hacia la libertad en el aniversario de la revolución. Como Marianne, muchas otras personificaciones y símbolos a lo largo de la historia adoptaron nombres o formas femeninos.
Si hay dos nombres femeninos que simbolizan el camino que tomaron las mujeres y el papel que jugaron en el inicio de las sociedades patriarcales son, sin lugar a dudas, Pandora y Eva. Dos imágenes de mujeres curiosas que por su poca capacidad de represión de dicha curiosidad condenaron al mundo (de los hombres) a la desdicha. Pandora fue la primera, en la civilización grecorromana. Eva la siguió (e imitó) en el cristianismo. Y ambas pervivieron, o al menos su significado, en las sociedades occidentales que al llegar a tierras ignotas de Asia, América, África y Oceanía, las incorporaron al imaginario de la época colonial, colocándolas como un estrato más por encima de las visiones propias que todos aquellos pueblos colonizados tenían de las mujeres. Pandora y Eva se encuentran también en el inicio de una larga tradición misógina que se empeñó en definir a las mujeres como seres incompletos e inferiores en comparación a los hombres.
Victoria de Samotracia (h. 190 a. C.). Museo del Louvre, París. Procedente del santuario de los Cabiros en Samotracia, habría sido esculpida para conmemorar las victorias de Demetrio Poliorcetes sobre Antíoco III Megas. Esta hermosa estatua representa el concepto de la victoria, recreado con un cuerpo femenino.
Existe una similitud sorprendente en las imágenes que nos han llegado a lo largo de los siglos desde lugares tan alejados entre sí como la India o Italia. Una imagen de sumisión al hombre, con un objetivo claro, el de dar a la humanidad los hijos que necesita para continuar con su supervivencia, mientras ellas solamente pueden ser espectadoras de la vida que las rodea.
En este rol primordial de hacerse cargo de la familia y el hogar, las mujeres no lo tuvieron fácil. Porque, además de velar por los suyos, trabajaron (y trabajan) en los campos las aldeanas, en las fábricas las obreras, en las oficinas las ejecutivas. La doble carga es un elemento inherente a su género que ha provocado a lo largo de los siglos conflictos sociales de gran envergadura.
La historia de la mujer, por su situación dependiente y sometida al género masculino, ha ido de la mano de las reivindicaciones femeninas. Primero como voces tímidas e individuales, con el tiempo, las reivindicaciones de las mujeres se materializaron en manifiestos y en grupos conformados y organizados para alcanzar unos derechos largamente vetados. Esas mismas reivindicaciones son, sin embargo, límites para la visión objetiva del pasado de las mujeres. Como lo son los prejuicios religiosos y de índole machista, que provocan la omisión consciente de cualquier mérito femenino, las teorías más radicales en favor de las mujeres mueven el péndulo hacia el otro extremo, intentando defender ideas que no siempre tienen base histórica demostrable.
Esta óptica distinta de la historia en la que la parte femenina debe tener más presencia y protagonismo nace de la frustrante incapacidad de encontrar pruebas concluyentes sobre el origen de la sumisión de la mujer. La principal diferencia biológica entre hombres y mujeres es la capacidad femenina de la maternidad. Pero de la misma manera que no se ha demostrado científicamente lo que denominamos «instinto maternal», tampoco es verdad que la maternidad haga de las mujeres seres más débiles que los hombres. O al menos que esa debilidad física sea la base para someterlas socialmente.
RUBENS, Peter Paul. El nacimiento de la Vía Láctea (1636-1638). Museo Nacional del Prado, Madrid. El lienzo recrea el mito de la creación de la Vía Láctea simbolizada por una mujer. Según este mito, Hera, la esposa del dios Zeus, da el pecho a Heracles, el hijo habido entre su esposo y la mortal Alcmena.
Una de las preguntas que sobrevolará esta obra será por qué uno de los sexos, en este caso el hombre, tuvo que dominar al otro sexo, la mujer, en la gran mayoría de sociedades del planeta. Una de las respuestas más extendidas es la que explica dicha dominación masculina por una cuestión de miedo y envidia hacia las mujeres. En la mitología japonesa, la historia del dios Izanagi y la diosa Izanami nos expone el miedo secreto que los hombres guardan en lo más recóndito de su ser, cuando Izanami amenaza a Izanagi con destruir a toda su estirpe por haber desobedecido su voluntad de dejarla marchar sola al reino de los muertos. Esta suerte de temor hacia la mujer, plasmado en una historia ancestral, fue puesta de relieve en el siglo xx por una corriente psicológica que desmontó las ideas freudianas de la inferioridad femenina por ser seres «castrados». Quienes rebatieron a Freud expusieron todo lo contrario y afirmaron que los hombres sentían miedo y envidia de las mujeres precisamente por su sexualidad y su capacidad de procrear. La maternidad daba a las mujeres un sentido a su vida, estaban seguras de que sus hijos eran suyos, mientras que para ellos siempre existía la duda de su paternidad, función que al principio de los tiempos no estaría del todo clara. Las mujeres alcanzan la madurez tras su paso por la adolescencia en un proceso físico claramente establecido. La llegada de la menstruación y todos los cambios que su cuerpo experimenta al convertirse en madre marcan claramente los distintos estadios de su existencia. Los hombres, en cambio, deben inventar, como han señalado Bonnie Anderson y Judith Zinsser, «ritos sociales análogos que señalan su paso de la niñez a la madurez». Serían estos sentimientos no expresados socialmente, pero identificados por la psicología moderna los que habrían dado pie a la sumisión de las mujeres. Una sumisión que, sin embargo, aparece testimoniada desde períodos protohistóricos e históricos, pero que no sabemos cuándo empezó. La existencia de matriarcados, ampliamente defendidos sobre todo por las corrientes históricas feministas, no están del todo claras, aunque tampoco se pueden sacar conclusiones del todo convincentes sobre si las sociedades prehistóricas ya estaban organizadas con el hombre como sexo dominante.
EITAKU, Kobayashi. Izanagi e Izanami creating the Japanese islands (s. XIX). Museo de Bellas Artes, Boston (Estados Unidos). Dioses de la mitología japonesa que representan la creación del mundo, un relato antiguo en el que la mujer era superior al hombre. Ella, Izanami, es la diosa de la creación y de la muerte y él es su esposo, al que sometió a una dura venganza al no cumplir con su voluntad.
Por todo esto, es importante abordar su historia. Para entender por qué en la actualidad existen grupos feministas que defienden la igualdad de derechos entre hombres y mujeres; por qué la maternidad se ha colocado en el centro de un dilema social; por qué, en un mundo tan globalizado, las mujeres occidentales se han emancipado, mientras el islam se empeña en relegarlas a una situación sumisa que no encaja en un mundo como el del siglo XXI; por qué, a pesar de esa emancipación, de la supuesta igualdad legal entre hombres y mujeres, aún hoy en día las mujeres tienen salarios inferiores respecto de los hombres y por qué la lacra de la violencia de género continúa amenazando la dignidad e integridad de las mujeres.
En esta Breve historia de la Mujer, intentaré dar una visión histórica del género femenino desde la prehistoria hasta nuestros días, en los cinco continentes. Espero que el lector disfrute tanto como yo he disfrutado rescatando la vida de la mitad de la población mundial.
El Museo de Historia Natural de Viena acoge en una de sus salas una pequeña figurita de piedra caliza de más de veinte mil años de antigüedad. Protegida por un grueso cristal, su belleza ancestral se muestra tímida, rodeada de fósiles e infinidad de restos de un pasado remoto. Su pequeñez, poco más de diez centímetros de altura, no le resta solemnidad y belleza. La Venus de Willendorf, que así se llama la figurita, permaneció miles de años sepultada en las profundidades de los estratos prehistóricos austriacos, ajena a la evolución de la humanidad hasta que a principios del siglo xx fue desenterrada. Delante de esta imagen de una mujer (¿diosa?, ¿icono?, ¿madre?) que ha sobrevivido miles de años, es sobrecogedor pensar en todos los secretos que esconden sus formas. Y que, a día de hoy, aún nadie ha podido desvelar.
La época prehistórica ha despertado el interés de las teorías feministas porque fue el momento en el que se habrían forjado las relaciones de sumisión femenina. Pero los restos arqueológicos no son suficientes para concluir de manera contundente cuándo ni cómo las mujeres pasaron de ser consideradas como iguales (¿o superiores?) a los hombres a convertirse en el conocido durante siglos como el «sexo débil» o el «segundo sexo». Las teorías forjadas en uno u otro sentido han estado durante mucho tiempo influenciadas por prejuicios ideológicos que hacen difícil una visión real de la situación de la mujer en la prehistoria.
Venus de Willendorf (h. 280000-25000 a. C.). Museo de Historia Natural de Viena. Esta figurilla de poco más de diez centímetros de alto representa una figura femenina de pechos, abdomen, vulva y nalgas marcados de manera exagerada. Sin rostro dibujado, la cabeza está recubierta por una serie de incisiones. La Venus de Willendorf fue descubierta en 1908 en el yacimiento austriaco de Willendorf por el arqueólogo Josef Szombathy. Como todas las Venus prehistóricas, su significado está aún por descubrir.
En torno a los 40 millones de años, en la era Terciaria, algunos de los primates que poblaban la tierra iniciaron un proceso evolutivo que culminaría en el hombre actual, conocido como Homo sapiens. En esta larga y extraordinaria carrera por la evolución, el cuerpo de los primeros homínidos fue mutando, sus cerebros crecieron, sus mandíbulas se perfeccionaron y sus extremidades se convirtieron en excelentes herramientas humanas que empezaron a controlar el medioambiente que les rodeaba.
Las primeras culturas que demuestran la presencia de humanos capaces de desarrollar industrias primitivas se sitúan en el Paleolítico. Las primeras evidencias de útiles elaborados por homínidos se encontraron en Etiopía, en Hadar, y fueron elaborados hace dos millones y medio de años.
Las culturas de cantos trabajados protagonizadas por Homo habilis empiezan a desarrollar los primeros útiles con piedras que fueron utilizados para cortar, machacar y golpear. Tradicionalmente se ha considerado que aquellas primeras herramientas habrían sido elaboradas por los primeros homínidos masculinos por la fuerza necesaria para percutir y moldear las duras piedras. En aquellas primeras sociedades, a las mujeres se les asignaría un papel de recolectoras de frutos y, por supuesto, de garantes de la supervivencia con sus constantes maternidades. Un modelo que se perfecciona en el Achelense, hace un millón de años, momento en el que el Homo erectus empieza a extenderse desde África hacia Asia y Europa.
El Achelense es el momento en el que se descubre el fuego. En las terrazas junto a los ríos, en los abrigos rocosos, en el hábitat, en fin, del hombre paleolítico, nace el «hogar». Alrededor del fuego, los hombres y mujeres prehistóricos cocinan los alimentos encontrados y manipulados con aquellos primeros útiles de piedra rudimentarios. Los modelos tradicionales pintaron un cuadro en el que los hombres, con sus hachas bifaciales e instrumentos más o menos desarrollados con piedras y huesos, se dedicaban a la caza, mientras que las mujeres utilizaban largos palos para desenterrar raíces del suelo o alcanzar frutos de los árboles, se encargaban de buscar ramas para mantener vivo el fuego y cuidaban de su prole.
Un modelo que la arqueología feminista denuncia estar influenciado por las estructuras familiares de las sociedades posteriores basadas en su mayor parte por las premisas cristianas. De hecho, muchos de los primeros investigadores de la prehistoria y la protohistoria eran clérigos, como el abate francés Henri Breuil o el sacerdote español José Miguel de Barandiarán. Según las premisas de la arqueología feminista, el modelo de familia cristiana habría sido el utilizado para entender aquellos primeros núcleos de población humana sin ninguna base científica distinta de la mera utilización de modelos modernos en tiempos pasados.
Por otro lado, si fuera verdad esa división marcada del trabajo, que los hombres se dedicaran a la caza y las mujeres a la recolección, no tendría por qué ser argumento de peso para decidir que las tareas masculinas eran mejores y más importantes que las de las mujeres. La pregunta que cabría hacerse es: ¿los hombres y mujeres prehistóricos se sintieron mejores o peores que los del sexo contrario? Es muy atrevido pensar que ya en aquellos momentos existiera una visión plagada de prejuicios hacia el sexo opuesto.
Los restos humanos de aquellos milenios, concretamente las mandíbulas, nos indican que la base de su dieta se centraba en alimentos vegetales. La caza, por ahora, era secundaria. Pero los útiles para esta actividad identificada como tarea primordial de los hombres han llegado hasta nuestros días, de modo que podemos estudiar la evolución desde los primeros cantos trabajados hasta las más desarrolladas herramientas. Los aparejos que pudieran usar las mujeres, las recolectoras, elaborados muy probablemente con materiales no perdurables, han desaparecido. La gran cantidad de testimonio material de caza llevó a la conclusión de que la caza era primordial mientras que la recolección era una simple tarea secundaria en la que las mujeres ni se jugaban la vida ni empleaban grandes esfuerzos.
Las sociedades primitivas construyeron sus primeras herramientas a partir del trabajo de cantos rodados cuyas formas fueron evolucionando y perfeccionándose. No existen pruebas del todo concluyentes que indiquen que ese trabajo del sílex fuera tarea exclusiva de los hombres. O de las mujeres. Por otro lado, los restos de algunos yacimientos apuntan que en aquellos tiempos, en muchas ocasiones, la caza se basaba en lo que se conoce como caza oportunista, aprovechando los cuerpos muertos por causas naturales de animales que encontraban a su paso. Las herramientas servirían para manipular las presas de una caza incipiente pues las primeras sociedades paleolíticas tenían una dieta mayoritariamente vegetal. Alimentos que serían recogidos con rudimentarias herramientas formadas por palos. No existen pruebas definitivas de que fueran solamente las mujeres las que realizaran esta tarea. La única labor que sabemos biológicamente comprobada es que ellas eran las que daban a luz y cuidaban de sus hijos, a los que alimentaban con su leche materna. A partir de ahí, el resto son sólo elucubraciones.
Hace unos cuarenta mil años, la Tierra se vio sometida a duras oscilaciones frías correspondientes a la glaciación de Würm. Entramos en la época identificada como el Paleolítico medio y superior, donde primero el hombre de Neandertal y después el Homo sapiens iniciaron su andadura en la tierra. Los fríos del glaciar avanzaron desde el norte hasta zonas meridionales. La vegetación fue desapareciendo y la fauna de zonas frías se movió con los hielos.
El hábitat al aire libre junto a ríos y mesetas se abandona en aquel momento y predomina la búsqueda de zonas protegidas como profundos abrigos rocosos y cuevas. La caza se convierte en elemento necesario de subsistencia, ante la desaparición de los principales alimentos vegetales. Que durante el Paleolítico Medio y Superior se viviera de la caza no es argumento de peso para afirmar que fueron solamente los hombres los que ejercían dicha actividad de subsistencia. En recientes estudios de las pinturas rupestres que recrean, en distintas partes del mundo, supuestas escenas de caza protagonizadas por hombres se ha planteado la posibilidad de que dichas figuras sean de mujeres cazadoras. Algunas de estas pinturas, a día de hoy, se identifican claramente con recreaciones de cuerpos femeninos, como la cazadora de la cueva del Tío Garroso de Alacón, en Teruel.
Los neandertales protagonizaron los primeros enterramientos conocidos. La primera fosa que se encontró fue en el yacimiento de La Chapelle aux Saints, donde se hallaron los restos de un neandertal que algunos investigadores identificaron como un hombre mientras que otros aseguraron que era una mujer. Un año después, en la Ferrassie, se encontró una fosa en la que un hombre y una mujer habían sido inhumados uno al lado del otro acompañados de huesos de niños. Estos restos no sólo nos hablan de las primeras inhumaciones voluntarias que indicarían una evolución social de asimilación cultural de la muerte. Que las mujeres fueran enterradas de la misma manera que los hombres en aquellas primeras inhumaciones nos lleva a deducir que su destino se consideraba igual. En la cueva de Tabun, en Israel, se encontró también otro enterramiento de una mujer. Pero una de las más misteriosas inhumaciones femeninas es la que se encontró en el yacimiento de Dolní Věstonice, en Moravia, donde, después de desenterrar decenas de figuritas femeninas datadas de hace aproximadamente unos veinticinco mil años, apareció un enterramiento femenino. Junto al cuerpo de una mujer, se desenterró una cabeza de marfil femenina, dos cuchillos, utensilios de piedra y restos de un zorro. Esta mujer, cuyo cuerpo fue espolvoreado con ocre rojo, una práctica habitual en las inhumaciones prehistóricas, plantea la duda de si fue una mujer excepcional, si fue una matriarca, una sacerdotisa, cazadora quizás. ¿Los cuchillos y los restos de animales serían un indicativo de que la mujer de Dolní Věstonice era cazadora? ¿La figurilla de marfil la asimilaría como una sacerdotisa de una sociedad matriarcal? Todas las hipótesis están abiertas.
De aquellos primeros restos humanos se pudo determinar también que los hombres tenían una esperanza de vida mayor que la de las mujeres, cuya existencia no superaba, salvo raras excepciones, los cuarenta años.
Durante el Paleolítico aparecieron de manera extraordinaria a lo largo y ancho de Eurasia un elevado número de estatuillas femeninas que contrastan con la práctica inexistencia de representaciones masculinas. Fue el marqués de Vibraye quien en 1864 las bautizó con el nombre de «venus». Identificar todas estas estatuillas con la diosa de la fertilidad según la mitología romana nos da una idea de la función que se les asignó.
Estas figuras femeninas se han encontrado en lugares tan dispares como Siberia y la costa francesa. Fabricadas en distintos materiales, como marfil, piedra, hueso, madera o terracota, sus formas coinciden en destacar los pechos, las caderas, los glúteos y la vulva. El rostro parece carecer de importancia en estas pequeñas representaciones femeninas. Casi todas son de bulto redondo y representan todo el cuerpo, aunque se encuentran también en relieves esculpidos sobre distintos materiales, como la Venus de Laussel. También existen bustos femeninos, como el encontrado en Dolní Věstonice o en Brassempouy. Esta última se considera la primera representación encontrada de un rostro femenino.
Venus de Dolní Věstonice (29000-25000 a. C.). Museo de Brno, República Checa. Unos 25.000 años de antigüedad. Estatuilla de terracota de poco más de once centímetros de alto. Tiene los pechos y las caderas muy marcados. En la cabeza, dos incisiones podrían indicar los ojos. Le faltan las extremidades. Fueron centenares las figurillas que recrean el cuerpo de la mujer, correspondientes a culturas distintas, que se encontraron por todo el territorio europeo.
Diosas madre, símbolos de la fertilidad, representaciones maternales, o simplemente figuritas femeninas. Su significado continúa siendo un misterio del que los estudiosos no se ponen de acuerdo. Con las «venus» se planteó la cuestión del conocimiento por parte de las sociedades prehistóricas del papel del hombre en la reproducción. Algunas teorías apuntan a que en tiempos muy antiguos y durante miles de años, hubo un total desconocimiento de la función procreadora del hombre, haciendo de la mujer la única garante de la supervivencia de la especie. Una idea que no todos los prehistoriadores aceptan. Conocedores o no de su papel reproductor, los hombres podrían haber participado en el culto a la mujer. Lo que nos lleva a plantear la pregunta de si en aquellos milenios existieron sociedades matriarcales. La pervivencia de las «venus» no es, sin embargo, una prueba concluyente.
Venus de Lespugue (h. 25000 a. C.). Museo del Hombre, París. Estatua de marfil de casi quince centímetros de altura. Resaltan los pechos y el vientre de la mujer mientras que otras partes como la cabeza, los brazos o los pies, prácticamente no están trabajados. Fue hallada en 1922 en la localidad francesa de Lespugue, en la cueva de Rideaux. A pesar de que no queda clara la función de estas figuritas, la gran cantidad de ellas hace pensar en la importancia del cuerpo femenino y su función reproductora en las sociedades prehistóricas.
Que existieran o no matriarcados no es óbice para plantear unas sociedades en las que los primeros indicios de rituales religiosos tuvieran a la diosa-madre como su deidad principal, si nos fijamos en la práctica inexistencia de representaciones masculinas, mientras que las femeninas son constantes en todas las sociedades prehistóricas. Cada vez son más los estudiosos que defienden ese culto ancestral a un ser femenino primogénito o a la función primordial de la mujer, la fertilidad y fecundidad.
Si esto fuera así, habría que preguntarse cuándo ese dominio de lo femenino en el panteón religioso paleolítico fue destruido y sustituido por uno o varios dioses masculinos.
El Neolítico, hacia el 7000 a. C., trajo consigo un cambio de las sociedades cazadoras-recolectoras a las sociedades campesinas. El hombre y la mujer salen de las cavernas y consiguen domesticar algunos animales y cultivar alimentos, dando paso a la ganadería y la agricultura. Y de nuevo se plantea la pregunta acerca de la existencia de una supuesta división del trabajo. Mientras que las teorías tradicionales identifican al hombre como el ganadero y a la mujer como la segadora, no existen pruebas objetivas que así lo corroboren. Estas teorías serían una evolución del modelo paleolítico del hombre cazador y la mujer recolectora. El hombre dominaba a los animales, mientras que las mujeres controlaban la tierra y el fruto que salía de ella.
Según el modelo tradicional, la mujer sería, desde los tiempos neolíticos, la encargada de arar la tierra, sembrar y recoger la cosecha. A la vez que sería la encargada de proveer de agua, mantener vivo el hogar para poder cocinar y, por supuesto, cuidar de los hijos. Modelo que aún en la actualidad sigue siendo válido en algunas tribus primitivas africanas.
La mujer del Neolítico es también la encargada de la fabricación de la vestimenta familiar, de los cestos con cañas y de la producción alfarera. ¿Qué hacían entonces los hombres? En el Neolítico, las mejoras en la producción de alimentos y las más adecuadas condiciones climatológicas trajeron como consecuencia un importante aumento de la población. La presión demográfica provocó la necesidad de emigrar a otros lugares, lo que puso en conflicto a los distintos grupos humanos. La lucha por la propiedad de la tierra daba inicio a las primeras guerras de la humanidad. Y sería precisamente en este momento cuando la subordinación de las mujeres se vio, en palabras de Anderson y Zinsser, «racionalizada y justificada». La protección necesaria de las mujeres y los niños se haría en ese momento argumento más que suficiente para que el sexo femenino empezara su larga historia de sometimiento.
La mujer en la prehistoria pudo haber vivido en igualdad de condiciones con los hombres. De manera progresiva se habría dado una especialización del trabajo según el sexo aunque, como hemos visto, no lo podemos saber a ciencia cierta. Porque, si es cierto que los hombres eran los que cazaban, ¿por qué existen testimonios de arte rupestre en los que se ven cuerpos claramente femeninos cazando animales? Tampoco sabemos qué significan las hermosas figuras paleolíticas que, por cierto, continuaron fabricándose durante el Neolítico. ¿Por manos femeninas o masculinas?
De los tiempos neolíticos nos han llegado imágenes femeninas más desarrolladas, como la mujer entronizada del yacimiento turco de Çatal Hüyük. Realizada en el VI milenio a. C., esta pequeña estatua de veinte centímetros de altura es una impresionante representación de una mujer gruesa que está dando a luz sentada en un trono flanqueado por leopardos. Fue encontrada en el nivel II del poblado neolítico de Çatal Hüyük, en Turquía, el conjunto urbano más grande y mejor preservado de aquel período del Oriente Próximo. La figura muestra a una mujer sentada con los brazos apoyados sobre las cabezas de los leopardos. Entre sus piernas aparece la cabeza de un niño, representando claramente un parto. En este caso, la supuesta diosa-madre aparece detentando un marcado símbolo de poder, el trono, que, además, está flanqueado por dos felinos. Algo que demuestra una evolución de la religiosidad centrada en la mujer en tanto que poseedora de la capacidad de dar la vida. Una evolución intrigante, porque parece evidente que la simbología femenina estaba en la cúspide de las creencias de unos pueblos que tenían que ver en el sexo femenino la esencia de algo poderoso.
Estatua femenina de Çatal Hüyük (VI milenio a. C.). Museo de las civilizaciones de Anatolia, Turquía. Figura de arcilla cocida de unos quince centímetros de alto. Esta impactante representación femenina nos da una idea de la importancia que tendría la mujer y su capacidad procreadora.
Los tiempos prehistóricos se encuentran aún en un silencio inquietante acerca del papel real de los hombres y las mujeres. Las teorías relativas al posible inicio de la sumisión femenina paralela al nacimiento de las sociedades campesinas neolíticas parecen bastante lógicas. Lo que sucedió en los milenios anteriores está aún hoy sometido a distintas corrientes ideológicas.