La alegría muda de Mario

Amaya Áriz Argaya

Diagnóstico: 19 de enero 2011

 

Mudos. Nos quedamos mudos.

—Yo le pondría un tratamiento farmacológico con Risperdal y una terapia en un centro específico que conozco, ¿qué les parece? —dijo el neuropediatra.

—Pero… —respondí— ¿nos puede comentar qué tiene?

—¡Ah, claro! Yo diría que su hijo tiene autismo en grado moderado a severo —respondió.

Sin anestesia, sin levantar una ceja, sin que le temblara la voz. Sin que su diagnóstico levantara el más mínimo murmullo o comentario en las seis personas que a un lado de la pequeña habitación miraban fijamente a mi hijo mientras escuchaban un diagnóstico probablemente oído ya varias veces en el último año. Unos minutos antes estas personas, que supongo serían médicos residentes, u oyentes de otras clínicas, o estudiantes minuciosos “premiados” con clases magistrales, habían intercambiado comentarios y risas sobre lo bien que yo hablaba francés o lo gracioso que era mi hijo intentando atrapar el pollito de la suerte. Pero en ese momento, imagino que por respeto o por la intensidad del momento, callaron y se quedaron ausentes.

—El Risperdal lleva años utilizándose en niños, con muy buenos resultados—añadió el neuropediatra—. No deben leer, claro, los efectos secundarios del prospecto, porque ya saben ustedes que ahí se escribe de todo por si acaso… vamos, ¡lean el prospecto de las aspirinas sin ir más lejos y verán que a uno se le quitan las ganas de tomar ni siquiera una!

—Sobre la terapia, el centro que les he mencionado es de los mejores que existen —continuó— ¡y tienen ustedes la suerte de que se encuentra en Pamplona!

¡Dios! —pensé irónicamente— ¡pero si encima tendremos que dar las gracias!

 

Y dejé de pensar porque una ola de lágrimas me inundó la cara y el alma mientras observaba a mi pequeño Mario tumbado en el suelo pensando en las cosas de su mundo abstracto. No recuerdo si miré a mi marido en ese momento o antes o después. Sólo recuerdo su cara cuando por fin nuestras miradas se encontraron mientras todavía resonaba el eco de la contundencia de las palabras del médico. Parecía que no había lugar a dudas.

 

El día 19 de enero del año 2011 nuestras vidas cambiaron para siempre. Un neuropediatra puso nombre a las rarezas de mi hijo, nos hizo asomar a un abismo de ignorancia y nos impulsó a emprender un camino de rosas y espinas.

Mi niño Mario, mi amor, la luz de mis ojos, está enfermo. Enfermo de por vida, con un mal que hoy por hoy no tiene curación, cuyo origen es desconocido, que nos sume en la incertidumbre de la vida con más contundencia que certeza. ¿Hablará? ¿No hablará? ¿Le podré contar cuentos? ¿Me entenderá? ¿Sufrirá? ¿Me querrá? ¿Me podrá decir que me quiere? ¿Tendré paciencia? ¿Sabré escucharlo cuando quiera transmitirme sus límites? ¿Sabré entenderlo cuando quiera volar? ¿Necesitará volar? ¿Me necesitará siempre?

 

Hasta ahora me producía gran frustración que no hablara. Sobre todo porque cada vez que le decíamos a la pediatra que no hablaba, le quitaba importancia diciendo que era normal que un niño al que se le hablaba en dos idiomas, como era el caso de Mario, tardara en romper. Sin embargo antes decía más palabras que ahora.

 

Recuerdo que cuando era pequeño, por las mañanas camino de la guardería, yo le iba diciendo los nombres de los colores de los coches que por la Cuesta de Larraina iban subiendo hacia el barrio de San Juan. Y ya a los nueve meses pronunció su primera palabra, "voiture". Y pronto dijo papá, mamá, "Oui-Oui", no… Las palabras las decía con total claridad. Lo que no decía era sí, ni tampoco "oui", en francés.

 

Recuerdo también que cuando empezó a decir "Oui-Oui", que es un personaje de la tele de dibujos animados, el muñeco "Noddy" en inglés, pensé:

—Si dice "Oui-Oui", quiere decir que fonéticamente puede pronunciar esta sílaba, así que es cuestión de unos días que pueda decir "oui", o sea, sí en francés.

Sin embargo no fue así.

Con dos años y ocho meses, también decía más palabras, “attend”, api (para que le cogiéramos aupas), guaguau, caca, pipi, mimí (cuando quería que le hiciéramos mimos) y pupi, como diminutivo de pupu. En total una decena de palabras. Llegó a decir alguna más, abuelo, abuela, "au revoir". Pero ya no las dice.

 

Todo el que conoce a Mario dice que no es el típico niño que tiene autismo. No es que la gente sea experta, pero sí que es cierto que aunque algunos de sus rasgos son muy típicos del espectro autista, otros no lo son para nada.

Mario es extremadamente cariñoso con su papá y conmigo, juega con nosotros (cuando su mente está en este mundo claro), da besos y abraza a la petite (su hermanita de casi diez meses) y quiere con locura a la educadora de la guarde con la que ha estado cada mañana desde que tenía cuatro meses.

Espontáneamente viene, me abraza, me da besos, me llama. A su padre lo provoca para que juegue con él, para que le haga cosquillas… al resto del mundo nada. Como si no existieran. Cuando nos encontramos con compañeros suyos del aula de dos años y con sus papás, mira para otro lado. Cuando vamos a casa de los abuelos les da un beso cumpliendo una orden que le damos. Durante muchos meses sólo ponía la cabeza, era incapaz de poner la mejilla. Ahora pone la mejilla, incluso a mí, si le insisto mucho, me da un beso con su boquita de piñón.

 

Mi cuñada nos consiguió la cita con el neuropediatra y alguien nos avisó:

—Es algo difícil de trato, por lo menos eso dicen —comentó— pero debe ser una eminencia.

También una de las enfermeras del control de pediatría, después de llevar dos horas esperando a que el doctor nos atendiera (teníamos cita a las once y a la una todavía no sabíamos cuándo íbamos a pasar) nos dijo:

—Sé que lleváis mucho rato esperando —añadió la enfermera— pero creedme, una vez que estéis con él veréis que ha merecido la pena.

 

Lo cierto es que un niño sano, si tiene que esperar dos horas en la consulta de un médico, es probable que se canse, se enfade, se coja una rabieta, e incluso que se vaya corriendo. Un niño con autismo supone esa impaciencia elevada al máximo, ya que su mente desestructurada le impide concentrarse en las propuestas que yo le hago para combatir el aburrimiento.

 

Unos minutos después nos pasaron a una salita y la médico residente, embarazadísima de unos ocho meses, nos hizo muchas preguntas sobre el historial de Mario y sobre los síntomas que veníamos observando. Después nos indicó que iba a contarle al doctor todo y que enseguida pasábamos a la consulta. A esas alturas Mario estaba ya muy cansado. Se había pasado su hora de la comida y en un día habitual en el cole estaría ya tumbándose en su pequeña colchoneta para echar la siesta. Por fin nos llamaron y entramos.

 

A mi mamá este señor encorvado le acaba de decir que yo no soy consciente de lo que me pasa. Hombre, no soy el mega coco de inteligencia (bueno, igual sí, todavía no lo sabemos) ¡pero algo ya me entero, eh! Sobre todo cuando a mi mamá le lloran los ojos o me está mirando fijamente. Yo sé que si la miro no podré resistir su mirada de pena y por eso no le devuelvo la mirada. Pero de reojo la observo y me gustaría abrazarla, aunque el cuerpo no me responde tan rápido como yo quisiera. Se lo diré luego, ¡lo de que la quiero mucho, claro!

 

El autismo es una enfermedad de por vida, que no se puede diagnosticar a través de un análisis de sangre o de otras pruebas médicas. Sólo con la observación de la conducta del niño y con la aplicación de ciertos test se puede dilucidar si un niño tiene manías de niño o tiene conductas raras que pueden conformar una discapacidad determinada.

 

En este sentido, el doctor se tomó su tiempo. Durante dos horas estuvo observando a Mario, jugando con él, intentando interactuar, hablándole en francés y viendo su reacción ante diferentes estímulos como un celofán de caramelo, que según nos dijo, es un sonido que cubre todas las frecuencias.

En mitad de la consulta sonó el teléfono, el médico se disculpó y salió a la carrera sin decir nada. No supimos si salía corriendo al baño o si tenía una urgencia grave que atender. Lo cierto es que las “oyentes” no mostraron ninguna sorpresa así que supusimos que era una cosa habitual.

 

Al cabo de unos quince minutos volvió y retomó como si nada la observación de mi niño.

–Como les decía —continuó— en este centro hay una terapeuta formada en Estados Unidos en el método TEACCH. Ahora mismo la llamo, para ver si Mario puede empezar cuanto antes.

 

El médico telefoneó al propietario del centro de terapia. Lo hizo llamando directamente a su casa a la hora de comer. Nosotros observábamos la situación un poco alucinados. En un santiamén nos dijo que contactáramos con el centro esa misma tarde, porque la terapeuta estaba empezando un proyecto de estimulación a niños con autismo en el marco de una tesis doctoral dirigida por el propietario del centro. Y en principio Mario era un candidato ideal.

Vaya —pensé— quizá no haya tantos diagnósticos de autismo como pensaba.

Porque eso parecía la caza y captura.

 

—¿Le seguimos hablando en francés? —pregunté. De hecho la mitad de la consulta transcurrió en francés porque el médico, al oírme hablar en esa lengua, siguió gran parte de sus explicaciones y las palabras que dirigió a Mario en francés, sin importarle o darse cuenta de que posiblemente ni mi marido ni las oyentes entendían el idioma. El doctor se quedó pensativo unos segundos.

 

—No veo inconveniente —respondió— una segunda lengua enriquece y por lo que parece Mario codifica y descodifica bien el lenguaje.

 

La vuelta a casa fue triste. Triste y sumidos en la incertidumbre. Sin darnos cuenta de la dimensión de ese diagnóstico. Pero sí con la certeza de que un hacha había caído sobre nuestras cabezas. Volvimos andando empujando la silleta de Mario.

 

Llegamos a casa ya pasadas las cuatro de la tarde, después de recoger a la petite Leyre de casa de mi madre. Allí, en casa de mis padres, empezó el peregrinaje. Anuncié a mis padres las noticias, siendo consciente de que igualmente estaba soltando la información de forma fría y sin anestesia. Pero para no llorar, era la única forma. No pude soportarlo y me fui lo más rápidamente que pude.

 

Llegué a casa y organizamos la tarde. Yo tenía a las cinco y media de la tarde una reunión y recuerdo perfectamente cómo tuve que hacer de tripas corazón, coger el autobús, y presentarme en la reunión como si no pasara nada y dispuesta a aportar ideas. ¡Dios! ¡Qué buenas actrices podemos llegar a ser!

 

Volví pronto a casa para estar con mis niños. Mis suegros llevaban allí un rato, pero enseguida se fueron. Esa noche seguimos con las rutinas habituales, bañar a la petite, bañar a Mario, cenas… la noche fue dura. Alterné ratos de insomnio con cortos periodos en los que en un duerme vela me carcomía por el futuro que nos esperaba.

 

Y a partir de ese día empezó la toma de decisiones. Recuerdo que antes de casarnos y de tener a los niños, las decisiones más trascendentales pasaban por dónde íbamos a cenar o en casa de qué abuelos comíamos el domingo. Cuando nació Mario, la negociación de las decisiones se complicó por supuesto, pero tampoco distaron mucho de las primeras en cuanto a su importancia: a qué cole llevar a Mario, dónde pasar las vacaciones o qué ropa ponerle o comprarle.

 

Cuando nació la petite aumentó de nuevo el número de decisiones diarias a consensuar y tomar, pero aunque en esos momentos nos pudieran parecer trascendentales, la realidad es que tampoco lo eran. Sin embargo, a partir del 19 de enero, la toma de decisiones y la lucha diaria se multiplicó por… no sé, por infinito.

Lo primero que tuvimos que decidir fue acerca del tratamiento farmacológico. Creo que los dos, mi marido y yo, hubiéramos preferido tener un segundo diagnóstico antes de comenzar a medicar a Mario. Pero el doctor, al que dijimos que teníamos cita el 31 de enero con el neuropediatra de la Seguridad Social, nos dijo que íbamos a perder un tiempo precioso y que nos aconsejaba empezar cuanto antes.

 

Así que me puse a leer lo que pude en Internet sobre el Risperdal aplicado en niños tan pequeños, pero no pude encontrar apenas nada. Porque de hecho es un medicamento que en general se da a niños a partir de 5 años y no a todos sino a los que presentan conductas agresivas, auto-lesivas o trastornos del sueño. Lo cual no era el caso de Mario para nada.

 

Mario era un niño tranquilo, obediente y cariñoso, en el marco de sus límites por supuesto. Discutimos un poco, mi marido y yo, sobre si darle o no la medicación.

 

—Yo no lo veo muy claro —le dije— en Internet hablan de muchos efectos secundarios y poca certeza sobre la mejora.

—Pero tenemos que tomar un camino, una dirección concreta

—me replicaba mi marido— y seguirla lo más cerca posible.

Finalmente decidimos empezar a darle la medicación. El mismo día 19 empezamos.

El día 19… ese día diagnosticaron a Mario. Ese día empezamos a darle Risperdal. Ese día 19, a primera hora, había yo vuelto a la oficina a trabajar después dar a luz a la petite Leyre y de mi baja maternal…

 

 

Capítulo 1

PARTE I
El primer mes de una nueva vida

 

 

Capítulo 2

¿Cuándo nos empezamos a dar cuenta? Primeros pasos

 

Todo había empezado muchos meses antes. Ya en la revisión de los doce meses recuerdo que Mario no pasó las pruebas que la pediatra nos había dicho. No recuerdo exactamente cuáles eran, pero algo así como hacer el gesto de adiós o decir que tenía un año.

 

A los trece meses lo volví a llevar a la pediatra y le dije que pensábamos que Mario no oía. Le hizo alguna prueba sencilla y me dijo que creía que oía perfectamente. Le insistí en que no oía, o en que si oía no hacía caso, e insistí entre otras razones porque tenemos antecedentes de hipoacusia en la familia y veía más conveniente que nos derivara al otorrino. Además Mario había tenido varias otitis, ¡llegó a tener nueve otitis antes de los quince meses! Pero no nos hizo caso.

 

En las siguientes revisiones y en cada cita con la pediatra por catarros, amigdalitis y otras enfermedades varias, le seguíamos comentando los síntomas: no hablaba, no jugaba con otros niños, no se adaptaba al aula de dos años, se negaba a comer y echar la siesta en el cole… Para todo tenía una respuesta. Si no hablaba, la pediatra lo achacaba a que le hablábamos en dos idiomas e iba a tardar un poco más. Si no jugaba con otros niños era debido a que hasta los tres años los niños no socializaban. Si no comía en el cole era por porque el cole era nuevo para él, si se cogía rabietas era por celos hacia su hermana…

El 7 de enero, en la revisión de los cinco meses de Leyre, comenté por enésima vez a la enfermera nuestra preocupación por Mario. En los últimos tres meses se había cogido tres infecciones y le habíamos dado tres dosis de antibióticos. Le pedí vitaminas para que mi niño tuviera más defensas. Le volví a decir que no hablaba, que no quería comer en el cole... De nuevo la misma cantinela, todo normal. Y en vez de vitaminas nos dio un medicamento para estimular el apetito.

 

El 9 de enero de 2011, ya pasadas y casi olvidadas las vacaciones de Navidad, mi padre aprovechó un momento que nos pilló a mi marido y a mí y con solemnidad nos dijo que quería hablar con nosotros.

 

—Creemos que a Mario le pasa algo —dijo— y que habría que hacerle pruebas. Si hace falta yo mismo puedo pagarle estas pruebas, no sé, un escáner —añadió—. Pero creo que lo debéis mirar, porque pensamos que en un momento dado, hacia los trece meses, algo pasó y Mario empezó a retroceder en su evolución normal.

 

Yo me contuve y no dije nada. La verdad es que cuando oí a mi padre hablar, lo primero que sentí fue que era una injerencia. ¿Por qué alguien se está metiendo en mi intimidad y aunque lo haga con cariño y preocupación me está haciendo daño? Pero como siempre me pasa en la vida, primero las cosas me sientan regular o mal, y después las reflexiono. Y así lo hice. De vuelta en casa hablamos un poco y quedé en telefonear a la pediatra al día siguiente. No sabía ni qué iba a decirle, más de lo mismo, pensé que pensaría ella.

El 10 de enero, lunes, a las nueve de la mañana llamé a nuestra pediatra, una persona en la que hasta ese momento habíamos confiado completamente. Volví a decirle los síntomas que veíamos en Mario y que queríamos llevarlo a un especialista. Esta vez, quién sabe por qué, nos hizo un poco más de caso.

 

—Si necesitas ver a Mario —le dije después de relatarle de nuevo los síntomas— lo puedo llevar a la consulta.

—No hace falta mamá —me respondió rápida como el rayo— con esto que me cuentas es suficiente para derivar al niño al Centro de Salud Mental.

—¿Al Centro de Salud Mental? —pregunté sorprendida—. ¡Pero si sólo tiene dos años!

—Del Centro de Salud derivamos al Centro de Salud Mental para que lo valore la psicóloga clínica —añadió— pero yo misma voy a llamar para que inmediatamente lo deriven a psiquiatría.

—Pero —dije con voz temblorosa— me han comentado que los niños tan pequeños tienen que ir al Centro de Atención Infantil.

—¿Qué centro? —preguntó— no lo conozco, desde aquí derivamos al que yo te digo, y de ahí al Centro Juvenil donde le harán una valoración. Te preparo volante también para el neuropediatra. Pásate a las 14:30 por aquí y recoges los volantes para que pidas hora.

 

No quise insistir ni ponerme borde, porque ya veía que la pediatra no sabía de qué le estaba hablando y su última respuesta había sido de malos modos. Sin embargo yo había estado investigando un poco y preguntando a conocidos y todo el mundo me había remitido a lo que llaman el Centro de Atención Infantil, que se ocupa de los niños de hasta los tres años, lo cual era nuestro caso obviamente.

 

De vuelta a casa, muy poco conforme con la solución que la pediatra me había dado, busqué un poco en Internet y vi la web del Centro de Atención Infantil y de qué se ocupaba. Los llamé por teléfono y les expliqué el caso, que la pediatra no me quería derivar a su centro pero que veía en la web que se podía acudir directamente. Me dijeron que no, que en principio sólo se podía acudir con un informe de la pediatra, pero ante mi insistencia, me dijo que se lo apuntaba para que esa semana me llamara la trabajadora social.

A eso de las dos de la tarde me llamó por teléfono la pediatra. No sé, me dio la sensación de que no se sentía del todo bien, o de que veía que el tema era serio, porque me dijo que ella misma había hecho las gestiones de los volantes y ya había conseguido la hora con neuropediatría para el día 31 de enero. En cuanto al otro volante, para que nos viera la psicóloga del Centro de Salud Mental, estábamos en lista de espera.

 

 

Capítulo 3

Lucha por conseguir una cita: listas de espera

 

El día 11 enero, miércoles, como todavía estaba de baja maternal, a falta ya solo de unos días para incorporarme al trabajo, acudí por la mañana al Centro de Salud Mental para intentar saber cómo de larga era la lista de espera para que nos viera la psicóloga clínica. La persona de centralita, muy amable, no supo decirme cuándo nos podrán llamar.

—Le ruego que por favor sea cuanto antes, porque ya hemos perdido muchos meses —le dije.

 

No quería contar mi vida por capítulos a todo el mundo, pero empecé a ser consciente de que empezaba un largo periplo de listas de espera y de que iba a tener que rogar y arrastrarme para lograr citas lo antes posible. Al cabo de una hora, recibí una llamada telefónica. La persona que me había atendido en el Centro de Salud Mental se había acordado de mí al quedarse un hueco libre y nos daba cita para el día siguiente. ¡Tenía una cita! Exultante, llamé a mi marido para contarle todas las gestiones.

Mientras tanto fui acabando cosillas que tenía pendientes por casa, para tener todo lo más listo posible para mi vuelta al trabajo.

Al día siguiente por la mañana, fuimos mi marido y yo a la cita con la psicóloga. Le relatamos lo mismo de nuevo, los síntomas que veíamos, desde cuándo los tenía y nuestras preocupaciones. Nos comentó que ya le había llegado información del caso.

—¿Habéis hablado con el psiquiatra, verdad?—nos preguntó—Porque me ha llegado un email del Centro Juvenil comentándome su preocupación por el caso de Mario.

Nos miramos sorprendidos.

—No —respondí— ahora mismo no caigo quién puede ser ese señor —añadí.

La psicóloga nos leyó en voz alta el email que había recibido. Al ir leyendo caí en la cuenta. Este señor debía ser un vecino de mis padres, al que mi madre había comentado el día anterior el tema para ver si podía adelantarnos algo.

—Voy a derivar a Mario para valoración al Centro Juvenil —siguió diciendo la psicóloga— porque parece posible que tenga un TGD. De ahí os llamarán porque tienen bastante lista de espera.

Lista de espera, pensé, lista de espera. Ese parece ser nuestro sino…

Pillé la palabra TGD al vuelo, de hecho recuerdo que luego le comenté a mi marido y él ni siquiera había oído a la psicóloga pronunciarla.

 

Y ese mismo día y los siguientes busqué en Internet acerca de esto, sin saber si se trataba de una enfermedad, un síndrome o qué. Pero la palabra TGD era lo único a lo que podía agarrarme para investigar. Lo bueno del TGD y del autismo es que por mucho que busques en Internet, toda la información disponible es parecida. La mayor parte está traducida del inglés, los síntomas en todas las web son similares y la información es muy concreta. El TGD, Trastorno General del Desarrollo, es el nombre que la Sociedad Americana de Psiquiatría da al autismo.

 

Sin reaccionar fui mirando página tras página. En cuanto pude hablé con mi marido. Me dijo que no era posible. Que es cierto que Mario presentaba cierto retraso, pero que no creía que fuese tanto como algo así. Yo le insistí que todos los síntomas cuadraban.

 

De hecho yo misma podía hacer un pre-diagnóstico, ya que parecía de manual: Mario tenía casi tres años y sólo decía unas pocas palabras ("papa, mama, mimi, oui oui, no, voiture, pupu, pupi, mas, attend, guaguau, agua, pipi, caca, antes también decía voiture, au revoir, abuelo, abuela") , no jugaba con otros niños, tenía movimientos repetitivos, a menudo se quedaba en posición de congelado, se quedaba mirando fijamente la luz y entrecerraba los ojos, giraba sobre sí mismo, en el aula de dos años decían sus tutoras que no sabía jugar, si le lanzaba un balón no sabía que me lo tenía que devolver para seguir jugando… Sin embargo, pese a todo, seguí leyendo al respecto sin asimilar que realmente eso era lo que le estaba pasando a mi niño.

 

El día 13 enero, jueves, llamé por teléfono al Centro Juvenil y hablé con la psiquiatra que había pasado un email al Centro de Salud Mental para acelerar que nos atendiera la psicóloga. Le expliqué de nuevo lo ocurrido, me intentó tranquilizar y me dijo que esa misma mañana me llamaría una administrativa para darme cita con ellos.

Le comenté también que había intentado que me atendieran en Atención Infantil sin éxito. Me dijo que no hiciera nada con Atención Infantil, que si era necesario ellos mismos me derivarían y nos dio cita para el 24 de enero. (Pero no le hice caso, claro, si le hubiera hecho caso aun estaría esperando empezar la estimulación de mi niño.)

Al día siguiente, viernes, me llamaron por fin de Atención Infantil. Me llamó la directora. Me comentó que estaba de vacaciones pero que le habían pasado mi llamada. Supongo que por algún lado le habían llegado noticias del caso de Mario, porque en su día cuando yo llamé quedaron en que me llamaría la trabajadora social y ahora me estaba llamando la propia directora del centro.

De nuevo le volví a explicar todo y me dijo que le extrañaba mucho que la pediatra no conociera el Centro de Atención Infantil y que no nos quisiera derivar ahí.

—Si quieres haz una solicitud directa —me dijo— entregándola aquí mismo. Si vienes hoy puedes estar con una compañera y se la das.

 

Ese día mi marido se había cogido fiesta, así que lo dedicamos a hacer recados, entre otros comprar un mueble para el cuarto de Mario y entregar la solicitud en Atención Infantil.

—Os enviarán una carta con la cita —me indicaron.

—¿En qué plazo? —respondí angustiada.

—Bueno, hay bastante lista de espera, no sé deciros —nos indicó la administrativa de centralita muy amablemente.

Salimos de allí mareados. Una nueva lista de espera, ¿así funcionaba la Seguridad Social después de años de pagar impuestos?

De ahí nos fuimos a la única asociación que conocíamos, la asociación de discapacidad. Habíamos llamado un par de días antes, un poco a la desesperada. Nos atendieron de maravilla y nos dieron bastante información. Aunque lo cierto es que en aquel momento no éramos capaces de asimilar prácticamente ni una décima parte de la información que nos llegaba. Mario no tenía todavía tres años, por lo que la asociación no tenía en Pamplona competencias para atenderlo y teníamos que esperar a lo que nos dijera el servicio de Atención Infantil. Aun y todo decidimos hacernos socios, porque no teníamos en aquel momento ningún referente de nada y necesitábamos un apoyo, un pilar, una referencia.

La verdad es que salimos de allí por lo menos reconfortados, aunque posiblemente todavía más confundidos y perdidos en aquel abismo al que nos había empujado la vida.