MARCO AIME
GUIDO BARBUJANI
CLELIA BARTOLI
FEDERICO FALOPPA
CONTRA EL RACISMO
CUATRO RAZONAMIENTOS
Edición de Marco Aime
Traducción de Eugenia Frutos
Publicado por
ECONOMÍA DIGITAL, S. L.
Rambla de Catalunya, 98, 7è, 1a
08008 barcelona
© 2016 Giulio Einaudi Editore, S.p.A., Torino
Traducción a cargo de:
Eugenia Frutos
© de esta edición
Economía Digital, S. L.
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CONTENIDO
Prólogo
Introducción
En lugar de la raza, por GUIDO BARBUJANI
Se dice cultura, se piensa raza, por MARCO AIME
Por un lenguaje no racista, por FEDERICO FALOPPA
Concentrar, segregar, asistir. Así el racismo se convierte en sistema, por CLELIA BARTOLI
MÁS ALLÁ DE LA RAZA, SEGUIMOS CON EL RACISMO
JOAN SUBIRATS
Leer este bien seleccionado conjunto de ensayos sobre el racismo, ha sido apasionante por un lado e inquietante por el otro. Apasionante ya que en sus páginas uno descubre conocimiento, implicación y compromiso con lo que cada autor escribe y argumenta. Los textos transmiten pasión. Pasión por no dejar cabos sueltos, por combinar profundidad científica y argumentativa con capacidad de divulgación. Pero, esa misma pasión, esa misma pulsión al escribir, indica inquietud. Con razón. No vivimos en Europa momentos de quietud y sosiego en los espacios de convivencia. Y ello se percibe implícitamente en muchas de las páginas del libro, y se explicita en muchas otras. No es un libro neutral o ambiguo. En ningún momento se pretende rehuir el conflicto con quiénes consideran que Europa está perdiendo sus esencias por culpa de esos “otros” que no solo no aceptan nuestras reglas, sino que además acaban únicamente generando incertidumbre y desasosiego.
En este sentido el libro es reactivo. Reacciona contra esa gran corriente en Europa que mezcla elementos como el miedo a perder bienestar, la desconfianza hacia los políticos de siempre y la creciente preocupación por la erosión de las bases productivas y laborales del industrialismo a causa del cambio digital, con la presencia constante de recién llegados que pretenden algo tan natural y al mismo tiempo irritante como es vivir lo mejor posible (en una tierra que no es la suya). No es una reacción exagerada la del libro. Más bien es una respuesta razonable y pausada. Crecen los partidos y las opciones xenófobas en países de larga tradición demócrata y que se habían distinguido en su capacidad de recepción de inmigrantes y de gestión de la diversidad como Holanda o Finlandia. Pero también lo hacen en Francia, Grecia, Gran Bretaña, Hungría, Polonia o en la mismísima Alemania. Todos hemos visto como dirigentes políticos tratan de subirse a esa oleada de miedo y cerrazón con mensajes que buscan por un lado priorizar a “los de casa”, mientras, al mismo tiempo, criminalizan a los nuevos parias, sean estos “rom”, magrebís o refugiados de últimas hornadas. En el libro tenemos muchos ejemplos de matriz italiana, pero fácilmente nos vendrán a la cabeza expresiones similares de plataformas creadas al efecto o de alcaldes que fueron de grandes ciudades en un sentido parecido. Y sin duda, cualquier lector de los países mencionados más arriba sabría buscar protagonistas que cuadran en ese esquema.
No es un libro al que se le pueda achacar el ser portador de malas noticias. Lo que trata es de contextualizar y encuadrar esas noticias en itinerarios argumentativos sólidos y solventes. Los cuatro textos recogidos buscan, desde perspectivas distintas pero claramente complementarias, el reconstruir el mundo del racismo a día de hoy. Partiendo de un elemento clave: si cada vez cuesta más hablar de raza en un sentido estricto y de supremacía de una raza sobre otra, el racismo, como expresión cultural y cerrada que no atiende a digresiones teóricas ni filosóficas, sigue absolutamente en pie.
En este sentido, como afirman los mismos autores, se trata de un libro post-raza, pero no de un libro post-racista. Si bien, como señala de manera fundamentada el texto de Guido Barbujani, cada vez son más excepcionales las voces que tratan de fundamentar de manera científica la existencia de razas en el sentido fuerte de la expresión, la traslación al mundo cultural de las justificaciones que explican las practicas segregadoras son plenamente actuales. Esta es la principal contribución de Marco Aimé, que combina con acierto conceptos como cultura, raíces, pueblo… para conformar ese universo cognitivo que logra que veas, como natural y tradicional, lo que no deja de ser una práctica excluyente y esencialmente racista (sin la componente fuerte de raza).
Los dos últimos textos del volumen, acaban de completar la mirada poliédrica sobre el racismo en su versión contemporánea, incorporando, a través de Federico Faloppa, el importante ángulo del lenguaje. Y cómo, mediante la lengua, acostumbramos a teñir de expresiones de contenido segregador y excluyente la descripción de acciones o conductas realizadas por personas en las que el hecho de que sean blancas, negras, musulmanas o budistas no añade valor alguno a lo acaecido. En el texto de Clelia Bartoli, nos adentramos en las políticas concretas que se han ido generando para abordar la presencia de los colectivos de inmigrantes y refugiados. La autora concentra su análisis en una tríada conceptual: “concentrar, segregar, asistir”, que expresa con precisión muchas de las prácticas seguidas por algunas administraciones, que acaban convirtiendo el racismo no en algo etéreo y teórico, sino en un verdadero sistema de gestión de la presencia de “los otros”.
Lo cierto es que el libro ayuda a situar el fenómeno de la inmigración y de los refugiados en un contexto distinto al que estamos acostumbrados. Habitualmente nos referimos al tema como algo discontinuo, episódico, fruto de acontecimientos que no dan lugar a continuidad. El punto de vista del texto es que estamos frente a una situación de flujo continuo, en la que la característica de migrante se extiende y se diversifica en todo el mundo. Muy sugerente la referencia a cómo la especie humana surge de África y, usando los pies, busca, viaja y persevera encontrando espacios en los que vivir y subsistir de la mejor manera posible. Somos una especie migrante por naturaleza, y ahora lo volvemos a vivir y sentir tanto por los que continuamente llegan, como por los muchos que se van, y los que incesantemente van y vienen.
Uno de los aspectos clave para mí del texto que prologo, es la relación entre racismo y diversidad. No es casualidad, pienso, que el libro se abra con la cita de Faulkner en la que se apunta la sinrazón del racismo, incapaz de entender que la diversidad es algo tan natural como la nieve de Alaska. Vivimos en un mundo en el que la heterogeneidad y coexistencia de etnias, culturas, costumbres, formas de vida, opciones sexuales o pautas alimentarias es una de sus características esenciales. No porque antes no existiera tal diversidad en mayor o menor medida, sino sobre todo porque ahora existe mucho mayor contacto y fricción entre todas esas distintas opciones en cada lugar, en cualquier espacio y momento. Como apunta otra de las buenas citas de las que el texto está repleto, estamos hechos de diversidad, el resto es ideología (François Jacob, Premio Nobel de Medicina, 1965).
Los siglos XIX y XX estuvieron caracterizados por la tensión entre libertad e igualdad, y desde ese binomio se fueron articulando opciones ideológicas y movimientos sociales. El siglo XXI ha añadido a la autonomía personal y a la igualdad la necesidad de reconocer la diversidad y la igual dignidad de las personas a partir de sus opciones vitales. Y por tanto, existe una tensión entre esos tres valores que se expresan en mayor o menor medida en muchas de las decisiones y políticas públicas que abordan los problemas colectivos. Lo peor es cuando se confunde igualdad con homogeneidad, ignorando que lo contrario de la igualdad es la desigualdad y lo contrario de la homogeneidad es diversidad. Y que por tanto igualdad y diversidad son objetivos o valores perseguibles de manera simultánea.
El racismo tiene una larga trayectoria, y casi siempre ha basado sus argumentos precisamente en la confusión entre diversidad e igualdad. Piensan algunos, que no pueden tratarse de igual manera y considerarse igualmente como personas a individuos, cosas o seres que no tienen las mismas características físicas, intelectuales o morales de aquellos que hemos construido y decidido el edificio en el que se condensan los elementos que hacen que alguien pueda ser considerado humano, y por tanto, sujeto de derechos propios de los humanos. En esa línea de pensamiento, a veces más explícita, a veces más implícita, habría una superioridad moral (¿racial?) de las civilizaciones que hemos conseguido alcanzar el reconocimiento de los derechos básicos. Y los “recién llegados”, esos “otros” tienen aún mucho camino por recorrer. No son sujetos de derechos, pueden ser en todo caso, objeto de nuestra consideración y atención.
En fin, el libro apunta en su parte final que no se combate al racismo con buenas palabras, pero sí que son necesarios buenos argumentos para construir y defender alternativas a esa plaga que vuelve a extenderse por la “civilizada” Europa. El racismo, esa “pasión” a la que aludía Sartre, se nutre de los miedos racionales e irracionales que el momento de interregno en el que estamos alimenta. El texto que tienen en sus manos busca que luchemos contra esos miedos y prevenciones mejor armados de argumentos, de buenas razones. Y sin duda contribuye a ello.
Barcelona, Agosto 2016
La inmigración ya no es una emergencia. Ya no lo es desde cuando, en los últimos años, el flujo de mujeres, hombres y niños hacia Europa se ha transformado de una serie de llegadas más o menos dispersas en el espacio y en el tiempo en una corriente continua, copiosa, imparable. Hoy, quienes llaman masivamente a las puertas de Europa no son solo migrantes, sino prófugos: personas que huyen de guerras, dictaduras, muerte. La diferencia no es poca cosa: si el concepto de migración lleva implícita la idea de una elección entre dos mundos en los que vivir (elección siempre dolorosa, mas siempre elección), la fuga de países en los que, sencillamente, vivir se ha convertido en imposible carece de alternativas. De este modo, la inmigración se ha transformado en un hecho con el que debemos contar cotidianamente, y ya no es un acontecimiento esporádico que gestionar como una emergencia. Detrás de este ingente movimiento periódico de migrantes se encuentran crisis y conflictos en los que, a menudo, los países europeos tienen una responsabilidad directa, a causa de intervenciones en la mayor parte de los casos irresponsables, que han dado lugar a reacciones en cadena, propagándose por regiones cada vez más extensas. Conflictos a los que parece que ninguna gran potencia y tampoco la Unión Europea sepan hacer frente o dispongan de una solución eficaz para contenerlos. Al menos, en un plazo breve. Por tanto, esto hace prever que incluso si, como todos deseamos, habrá una solución, y será posible llevar una vida digna de este nombre en Siria, Iraq, Somalia, Afganistán, Eritrea, Sudán, Nigeria y en tantos otros lugares, harán falta igualmente muchos años hasta que esto suceda. La única certeza es que el flujo de personas que dejarán sus países para intentar establecerse en Europa no se reducirá en breve. Antes al contrario, probablemente aumentará.
No parece haber soluciones rápidas ni siquiera para las preguntas de naturaleza humanitaria, social e incluso económica generadas por la afluencia de miles de hombres, mujeres y niños: no hay respuestas fáciles. Por un lado, se expresa una retórica de la solidaridad que es justa, pero que hasta ahora raramente se ha traducido en prácticas concretas; por otro, el éxito de las derechas xenófobas en muchos países europeos está ligado a la ilusión de que se pueda sencillamente contener la oleada de refugiados e “inmigrantes” manteniéndoles fuera de alguna manera. Son respuestas estúpidas e irreales que enseguida muestran la intención. Ciertamente no se puede negar que la llegada, cada vez más frecuente a nuestras playas, de multitud de personas en busca de un futuro ha conducido a tensiones sociales en toda Europa, por la incapacidad de los gobiernos para gestionar la situación y para imaginar soluciones a medio y largo plazo. Pero el precipitar de la crisis política y el estallido de guerras en África y en la región mediterránea ha modificado las cosas. Las tensiones se han convertido en auténtico enfrentamiento entre un país y otro y entre partes de población local y extranjeros. “Nosotros odiamos a algunas personas porque no las conocemos; y no las conoceremos nunca porque las odiamos”, decía el escritor inglés Charles Caleb Colton: así, a menudo el inmigrante es señalado como portador “natural” de peligro, como icono de todos los males. La aversión, la xenofobia y el racismo hacia los extranjeros aumenta, al igual que aumentan los prejuicios, muchas veces nacidos del escaso conocimiento y de la ignorancia. Prejuicios que en ocasiones calcan esquemas y modelos del pasado, y que en algunos casos se presentan bajo nuevas formas, pero que instados por la tensión y por ciertas retóricas político-mediáticas acaban inevitablemente por traducirse en formas corrientes de racismo. En realidad, el regurgito racista en Italia y en Europa no es algo de los últimos tiempos. Desde hace algunas décadas asistimos al triunfo de partidos y movimientos localistas en distintos países europeos, incluso en algunos de larga tradición democrática como Holanda, Finlandia o Noruega, que han hecho de la opción étnico-racial y de la autoctonía la viga maestra de sus políticas de exclusión. Movimientos que explotan la desazón y el descontento de mucha gente afectada por la crisis y ahora atemorizada ante a lo que se presenta como una “invasión”, a la que la política no sabe, y quizás tampoco quiere, dar respuestas eficaces.
Si queremos ser pragmáticos, debemos, sin embargo, evitar engañarnos con que existan soluciones rápidas y eficaces. La diversidad que irrumpe en nuestra cotidianeidad plantea inevitablemente preguntas y problemas. Más allá de cualquier sacrosanto deber moral y de un claro deber constitucional, la convivencia no se construye en unos pocos días. Tendremos que convivir mucho tiempo con los problemas, trabajando sobre ellos con seriedad, y esto será fatigoso. Pero es una fatiga inevitable, dado que seguramente no volveremos al mundo en el que vivíamos (o creíamos vivir) hasta hace unos años. La elección será entre afrontar, como adultos, el trabajo de aprender a convivir con los problemas que la crisis de los refugiados suscita, paso a paso, en un camino largo; o bien esperar, de manera infantil, que se produzca un toque de varita mágica. A nadie le agrada renegociar aspectos de su estilo de vida que hasta ayer parecían garantizados, somos conformistas por tendencia. Pero nunca como en estos momentos es indispensable razonar con la mente fría y no dejarse arrastrar por la incomodidad o por optimismos infundados. Por eso hemos intentado examinar y relativizar los conceptos de identidad y diferencia, comprender los derechos del extranjero en Italia, calibrar lo profundo de nuestras convicciones –a menudo equivocadas- sobre las diferencias biológicas y culturales y cómo se debe hablar de ellas; todo esto no solo es signo de buen corazón (como desearían los que no cesan de hablar del denominado “buenismo”), sino un ejercicio necesario. La alternativa es un sucederse de conflictos para los que nadie vislumbra una solución. Hemos intentado reunir distintos conocimientos, para afrontar el problema con miradas diferentes, porque el tema del racismo es muy complejo y poliédrico y termina por afectar ámbitos diferentes de nuestra existencia y de nuestro saber. Por eso hemos buscado observarlo con la perspectiva de la genética (Guido Barbujani) para deconstruir sus presuntas bases “científicas”; con una mirada socio-jurídica (Clelia Bartoli) para intentar comprender cómo las insidias del racismo se esconden hasta en las instituciones “democráticas”; un análisis de tipo lingüístico (Federico Faloppa) es útil para comprender cuántos elementos clasificatorios y discriminatorios ponemos en juego, a menudo inconscientemente, usando las palabras de un cierto modo; finalmente, una aproximación antropológica (Marco Aime) para entender algunas declinaciones nuevas, de carácter cultural, asumidas por ciertos racismos.
Ninguno de nosotros cree que racismo y xenofobia se puedan erradicar con un buen sermón. Pero sí que estamos seguros de que razonar es indispensable, especialmente cuando no puede esperarse nada bueno de la alternativa, que hoy es el estallido de los miedos, racionales e irracionales. Y ponemos a disposición del lector nuestros argumentos porque, como ciudadanos, deseamos contribuir con nuestro pequeño grano de arena a que este difícil pasaje histórico sea menos injusto, menos violento y menos insensato.
m. a., g. b., c. b., y. f. f.
GUIDO BARBUJANI
Interrogado sobre su raza, responde:
-Mi raza soy yo, Joào Passarinheiro.
Invitado a explicarse, añade:
-Mi raza soy yo mismo. La persona es una humanidad
individual. Cada hombre es una raza, señor policía.
MIA COUTO, Cada hombre es una raza.
En 1954 ya hace tiempo que acabó la guerra, el nazismo ha sido derrotado, el racismo no: en el Sur de los Estados Unidos de América se vive todavía en régimen de segregación racial. De Virginia a Louisiana, en Kansas y en Florida, los ciudadanos de color (etiqueta que ha reemplazado a negro, y que después será reemplazada por negro, afroamericano y finalmente africanoamericano) no pueden viajar en los mismos compartimentos ferroviarios que los ciudadanos blancos; frecuentar las mismas escuelas, restaurantes, cines, salas de espera y toilettes; sentarse en los mismos bancos en los parques y beber en los mismos dispensadores de agua. A pesar de ser formalmente iguales ante la ley, los ciudadanos de color prestan el servicio militar en secciones separadas, mandadas por oficiales blancos, y en dieciséis estados no pueden casarse con quien quieran: el matrimonio mixto entre blancos y negros sigue siendo delito hasta 1967. Así lo prescriben las leyes, las denominadas “Jim Crow Laws”; y Jim Crow es el negro de los chistes, un personaje que el humorista Thomas Rice interpretaba con la cara embadurnada de betún. El 17 de mayo de 1954, el Tribunal Supremo abole la segregación en las escuelas: ningún estado de la Unión podrá, a partir de aquel momento, disponer que estudiantes negros y blancos asistan a escuelas públicas diferentes. Como ocurre a menudo en la historia de las luchas por los derechos civiles, las consecuencias no son inmediatas. La sentencia está acompañada de polémicas, y va seguida de una serie de iniciativas que obstaculizan y retrasan la actuación: el senador por Virginia Harry Byrd, Sr. querría sencillamente cerrar las escuelas, con tal de no dejar de segregarlas. Pero, como sucede a menudo en la historia de las luchas por los derechos civiles, poco a poco la sociedad acoge el cambio jurídico, y algo, trabajosamente, empieza a moverse. Un año más tarde, en Montgomery, Alabama, Rosa Parks se negará a ceder el asiento en el autobús a un pasajero blanco, dando un impulso decisivo a la derogación de las Jim Crow Laws, y vinculando su nombre a las aspiraciones de igualdad de una generación, la de Martin Luther King.
Sesenta años después, mayo de 2014. Mientras que en Kansas, Michelle Obama celebra el aniversario de la sentencia del Tribunal Supremo, Nicholas Wade presenta en la revista semanal “Time” su nuevo libro, A Troublesome Inheritance: Genes, Race and Human History, en el que sostiene que “el análisis de los genomas de todo el mundo establece que las razas tienen una base genética, a pesar de que importantes organizaciones en las ciencias sociales sostengan lo contrario”. El mensaje es claro: consideraciones políticas o sociales empujan a combatir las discriminaciones ligadas a la raza (incluso a costa de negar la evidencia, dice Wade), pero la genética nos vuelve a poner con los pies en la tierra y nos obliga a reflexionar sobre nuestras irremediables diferencias, impresas en nuestro ADN y fruto de nuestra pertenencia a razas distintas.
Esta sí que es una noticia, habría que decir; y sí, lo sería si fuese verdadera: pero no lo es: es una mentira, una patraña: ningún análisis de los genomas ha establecido jamás algo así, y quienes lo afirman no son incompetentes sociólogos de izquierdas, sino, desde hace cuarenta años, biólogos de todas las ideologías políticas. En una carta al “New York Times”, 139 genetistas de distintos países, desde la A de Gonçalo Abecasis a la Z de Sebastian Zöllner, han dejado muy claro que Wade no ha entendido nada. ¿Qué es lo que está pasando, pues? Nicholas Wade no es un recién llegado: es un periodista célebre, responsable durante años de la sección de ciencia del “New York Times”. Y no está solo: entre otros, han expresado opiniones idénticas el premio Nobel James Watson, descubridor con Francis Crick y Rosalind Franklin de la estructura en doble hélice del ADN. ¿Por qué figuras públicas eminentes se exponen de este modo, sostienen con palabras y con escritos tesis pseudocientíficas que tanto molestan a los genetistas y, como veremos, se pulverizan a la primera verificación? Intentaremos dar una respuesta. Hay un punto sobre el que no cabe la menor duda: si la ciencia encontrase verdaderamente el modo de distinguir en el hombre razas biológicas, no quedaría más remedio que levantar acta; y si se hubiese de demostrar que entre las diferencias raciales también hay diferencias significativas en las capacidades cognitivas, o en las tendencias morales, en la creatividad artística o en cualquier otro campo, sería de cretinos hacer como si nada. Un gran genetista, Theodosius Dobzhansky, nos ha recordado que nuestros iguales derechos no derivan de ser todos iguales, sino de ser todos humanos, y no es posible no darle la razón. Pero para decir que la humanidad está dividida en razas no basta con la constatación banal de que somos distintos. Todos somos distintos, ciertamente, pero para poder hablar de razas también hace falta que estas diferencias se subdividan en grupos homogéneos y reconocibles; en otras palabras, hace falta que los seres humanos sean como los automóviles, que pueden ser Ford o Toyota o Fiat, pero sin duda no un 42% Ford, un 33% Hyundai y el resto un poco Volvo y un poco Peugeot.
¿Realmente estamos hechos así? A partir del siglo XVIII, muchos han intentado definir estos grupos homogéneos, es decir compilar el catálogo de las razas humanas. Lo han intentado, junto a unos cuantos desequilibrados, también los mejores antropólogos y naturalistas, que, por tanto, han tenido todo el tiempo del mundo para devanarse los sesos sobre qué características (¿El color de la piel? ¿La forma del cráneo? ¿El grupo sanguíneo? ¿Ciertos segmentos del ADN?) permitan subdividir la humanidad en grupos biológicos distintos, análogos a los que en otras especies denominamos razas o subespecies. Una vez identificados estos grupos, se podría colocar a cada uno de nosotros en la raza justa; y en base a la etiqueta racial se habrían podido prever un montón de cosas interesantes, como el temperamento, la inteligencia, la predisposición a ciertas enfermedades y quizás, directamente, la tendencia a hacer dinero o a delinquir. Una idea platónica de la ciencia, la búsqueda de una serie de tipos humanos ideales de las que cada individuo concreto sería una realización imperfecta. Esto es lo que pensaba ayer Cesare Lombroso y, hoy, Nicholas Wade: pero, a diferencia de los tiempos de Lombroso, hoy sabemos muy bien que no es así. Todos somos diferentes, no hay duda, pero qué razas constituyen la humanidad nadie lo ha comprendido nunca, es misión imposible: y alguna cosa debe querer decir. Pero, procedamos con orden.
En primer lugar, ¿qué es una raza?
En el uso corriente, la palabra tiene muchos significados: demasiados. Puede indicar toda una especie biológica (“la raza humana”), algunos de sus miembros (“la raza blanca”), o solo una familia (“el último de su raza”); se utiliza tanto con acepciones positivas (“delantero de raza”) como negativas (“raza de deficientes”). Habitualmente indica a un grupo de individuos emparentados, es decir que descienden (o que se han empeñado en descender: la “raza padana”) de antepasados comunes. Según la versión inglesa de la Wikipedia (la voz Race, human classification en español no existe), la raza es “un sistema de clasificación utilizado para categorizar a los seres humanos en el seno de poblaciones o grupos vastos y distintos, sobre la base de su afiliación anatómica, cultural, étnica, genética, geográfica, histórica, lingüística, religiosa y/o social”. Es una definición que reúne criterios muy heterogéneos. Hay una clara diferencia anatómica entre uno que es alto y otro que es bajo, y una diferencia cultural entre quien va de vacaciones al mar y quien prefiere la montaña; yo, que soy del grupo sanguíneo 0, soy genéticamente distinto de quien es del grupo A, por ejemplo mi hermana; canadienses y estadounidenses viven en regiones geográficas diferentes; berneses y ginebrinos hablan lenguas distintas; musulmanes, católicos, ortodoxos y ateos de Sarajevo tienen confesiones religiosas diferentes; relojeros y fontaneros representan estratos sociales distintos. Por suerte, no creo que se le haya ocurrido a nadie definir cada uno de estos grupos como una raza. Decíamos que, por mor de ser omnicomprensivo, el redactor de la voz de la Wikipedia ha escrito una definición inútil. Aunque, pensándolo bien, no es inútil del todo, porque, al menos, evidencia cómo en el lenguaje cotidiano la palabra raza tiene muchos significados diferentes, y precisamente estos significados múltiples la confieren esa pizca de vago e informe que nos condena luego a discusiones sin conclusión. Si queremos comprender, tenemos que apoyar los pies en un terreno más sólido, y concentrarnos en el significado biológico de la palabra, que es en lo que piensa Nicholas Wade en su ensayo.
Entonces, ¿qué es una raza biológica?
Eso es, así está mejor. La ciencia que clasifica los organismos es la taxonomía. Fue fundada en el siglo XVIII por el naturalista sueco Linneo, que dio nombre y apellido, género y especie, a los animales y a las plantas conocidos en la época. Su obra fue continuada por otros y lo sigue siendo, a medida que se descubren nuevas especies. Poniendo orden en los fragmentarios conocimientos biológicos de la época, Linneo construye una clasificación de los seres vivos en la que cada uno halla su lugar. Nosotros somos Homo sapiens y somos biológicamente distintos de las demás especies, incluso de aquellas que nos son más próximas, como el chimpancé y el gorila. Después, los géneros se reagrupan en categorías más vastas y más distantes entre ellas, las familias, y éstas luego en órdenes, clases, filos (o phyla), cada vez más diferentes. Linneo no llegó a saberlo, pero nosotros sí sabemos que estos grupos representan nuestras parentelas evolutivas, más o menos estrechas. Organismos de aspecto similar (o con ADN similares) están estrechamente emparentados porque descienden de antepasados comunes recientes, y organismos menos similares están menos estrechamente emparentados porque tienen antepasados comunes más remotos: y todos están emparentados con todos, porque todo organismo conocido utiliza las mismas reglas para traducir en proteínas la información contenida en su ADN. Atención: en este contexto, reciente y remoto se miden en la escala temporal de la vida sobre la Tierra, es decir sobre algo menos de 4.000 millones de años. En lo que nos atañe, formamos parte de la familia de los grandes simios, los Hominidae, junto a orangután, gorila, chimpancé y bonobo (es decir, los chimpancés pigmeos), en el orden de los Primates, clase de los Mamíferos, filo de los Vertebrados. Pero también entre los miembros de la misma especie, es decir entre individuos que tienen en común antepasados relativamente cercanos, hay diferencias. Un gran evolucionista, Ernst Mayr, distingue entonces entre dos tipos de especies: aquellas en las que las características biológicas cambian gradualmente y sin sobresaltos en el espacio geográfico, y aquellas otras en las que, por el contrario, poblaciones con características distintas están separadas por fronteras. En las especies del segundo tipo, las entidades separadas por fronteras se denominan razas o subespecies.
Un par de ejemplos. El chimpancé, Pan troglodytes, nuestro pariente más próximo, vive en una franja de África que va del Atlántico hasta Uganda y se subdivide en cuatro especies: Pan troglodytes verus al oeste, del Senegal a Ghana; Pan troglodytes ellioti, en Nigeria y en el norte del Camerún; Pan troglodytes troglodytes en el sur del Camerún, en Gabón y en el Congo-Brazzaville; y Pan troglodytes schweinfurthii en el norte de la República Democrática del Congo y en pequeñas áreas de Burundi, Uganda y Tanzania. Los expertos son capaces de colocar cada chimpancé en su subespecie, simplemente estudiando ciertas regiones particularmente informativas de su ADN, en especial una que denominaremos ADN mitocondrial. Las subespecies ellioti y troglodytes están prácticamente en contacto una con otra, separadas únicamente por el río Sanaga, pero no comparten ninguna variante del ADN mitocondrial, lo que demuestra que descienden de diversos grupos de antepasados recientes y nos permite atribuir cada individuo a su subespecie con seguridad.
Por tanto, en el chimpancé, como en todas las especies donde existen claras diferencias, anatómicas o genéticas, suficientes para atribuir cada individuo o casi a un grupo bien definido, se puede decir que son razas biológicas. Pero no siempre es así. En el Atlántico, por ejemplo, ni el aspecto físico ni las características genéticas permiten decir si un atún pescado en las Islas Canarias proviene de allí, o de las Azores, o del golfo de Guinea, o tal vez de Canadá. Los atunes de las Canarias, de Guinea y del Canadá descienden en parte de los mismos antepasados recientes. Por tanto, en el atún no hay razas biológicas reconocibles, en el chimpancé sí, y se trata de entender si, desde este punto de vista, nosotros somos como los chimpancés o como los atunes. Naturalmente, las razas se definen con criterios objetivos, de modo que cualquiera que utilice estos criterios llegará a la misma conclusión respecto a cuántas o cuáles razas hay.
“Cada individuo, o casi”:
¿no es un concepto un poco vago?
Sí, pero no podría ser de otra manera. Pensándolo bien, también lo es el concepto de especie. En la escuela se aprende que pertenecen a la misma especie los individuos capaces, si se acoplan, de tener prole fértil (por ejemplo, dos caballos, o dos asnos), mientras que asno y caballo son especies diferentes porque de su cruce se obtienen descendientes estériles, mulas o burdéganos. Pero el cuadro se complica si también nos preguntamos de dónde vienen todas estas diferencias. Como muchos de sus contemporáneos, Linneo pensaba que las distintas especies habían sido creadas así, como las vemos ahora. La tarea de los naturalistas resultaba muy simplificada: bastaba con colocar cada planta o animal en la casilla justa para obtener una clasificación exhaustiva. Pero el estudio de los fósiles pone en crisis esta concepción; se descubre que en el pasado han vivido animales y plantas diferentes de los actuales, animales y plantas hoy extinguidos, pero que tienen una clara relación de parentesco con los animales y las plantas actuales. Ya con Lamarck y después, sobre todo, con Darwin, las especies dejan de ser realidades inmutables y se convierten en entidades dinámicas, que evolucionan en el curso del tiempo.
No es un cambio pequeño. Pensamos en nosotros mismos y en los chimpancés. Nadie, si no es en broma, podría confundir a uno de nosotros con uno de ellos. Pero los expertos en simios, los primatólogos, los paleontólogos que estudian los fósiles, y los genetistas que estudian el ADN, nos explican que iguales no somos, pero parecidos, nosotros y los chimpancés, lo somos, y mucho. Tan parecidos, que se puede estimar, con bastante precisión, que hace seis millones de años, en África, vivió una población de criaturas que eran al mismo tiempo antepasados nuestros y de los chimpancés. Cómo eran, no lo sabe nadie. Ni siquiera tienen un nombre, son uno de tantos eslabones que faltan en la historia natural; llamémosles antepasados comunes del hombre y del chimpancé. Pero sigue siendo lo mismo: lo que hoy son dos especies muy distintas, en el pasado eran una sola cosa. Por tanto, descartando el debate, interesante pero no concluyente, sobre cuándo exactamente nos hemos convertido en humanos, está claro que las especies no atraviesan, inmóviles, los millones de años, sino que se forman (y se extinguen) con el pasar de las generaciones. Especies distintas descienden, con modificaciones, de antepasados comunes: esto lo ha escrito Lamarck, y quiere decir que la evolución ha modificado los organismos y sigue haciéndolo, por lo que la que en un momento dado es una única especie, más tarde puede subdividirse en dos grupos que al final quizás llegarán a formar dos especies distintas. En este contexto tan fluido, las razas son, precisamente, estos grupos, dos o más poblaciones de la misma especie, encaminadas por la senda que podría llevarlas a convertirse en especies distintas, pero todavía no a llegar a destino. Obviamente, estando así las cosas, puede ser difícil decidir si dos poblaciones o dos individuos forman o no parte de la misma raza.