El Romanticismo, movimiento cultural en el que aparece Frankenstein o el moderno Prometeo, se originó en Alemania y Reino Unido a finales del s. XVIII y principios del s. XIX. Este movimiento se caracterizó por la exaltación de los sentimientos y el amor por la naturaleza. Influyó en diferentes manifestaciones artísticas como la literatura, la música y la pintura. Su inicio y desarrollo transcurrió durante el mismo período que la Revolución Industrial, que supuso una transformación económica, social y tecnológica como nunca antes se había experimentado en la historia de la humanidad.
Los románticos amaban la naturaleza como símbolo de todo lo verdadero y genuino frente a la civilización. Frankenstein o el moderno Prometeo, concebida durante este período, se puede considerar un alegato contra los avances tecnológicos y el desarrollo científico.
La ambientación romántica, los personajes extraños, así como los elementos sobrenaturales hacen que se considere la obra de Mary W. Shelley como un exponente de la novela gótica que se gestó en Suiza durante unas vacaciones, el verano de 1816, junto a su marido Percey Shelley y el poeta Lord Byron.
La obra de Mary W. Shelley es una de las primeras novelas de ciencia ficción de la época moderna. En su título se alude a la historia de Prometeo, una leyenda de la mitología antigua. Prometeo, el Titán que robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres, en clara alusión a la intención que tiene Víctor Frankenstein de emular a Dios, haciendo uso de la ciencia.
La obra de Mary W. Shelley responde al género epistolar. A través de unas cartas, dirigidas a la Señora Saville, el explorador Robert Walton, explica a su hermana el transcurrir de su viaje hacia el Polo Norte. En ellas describe las aventuras de su empresa y el encuentro inesperado con Víctor Frankenstein, filósofo natural, oriundo de Ginebra. A partir de aquí es el propio Frankenstein el que toma la palabra y explica a Walton su terrible historia. Posteriormente, Robert Walton es el que narra el final del relato.
Se le insufla vida a un cuerpo inerte compuesto con despojos humanos, para luego rechazarlo y tratarlo con crueldad. Una criatura que no es digna de tener nombre y que, a pesar de sus esfuerzos por humanizarse e ilustrarse, solo provoca el asco y la repulsión en su creador. El monstruo nace bondadoso y las circunstancias lo convierten en verdugo de inocentes. Una obra que pone de manifiesto la idea tan arraigada de que lo feo es malo y que solo en la belleza se puede encontrar la bondad.
Gracias a todos, especialmente
a mis padres, a Nina Penttinen y
a Rosa Foddai por vuestro apoyo
y fe inamovible.
Los hechos en los que se fundamenta este relato de ficción han sido considerados por el doctor Darwin y otros fisiólogos alemanes como algo no del todo imposible. De ningún modo quiero que se considere que le doy la más mínima credibilidad a semejantes fantasías; pero, al tomarlo como base de una obra fruto de la fantasía, no considero haberme limitado estrictamente a unir una serie de sucesos terroríficos y sobrenaturales. El hecho que incita el interés por la historia está libre de las desventajas que tendría un simple cuento de fantasmas o encantamientos. La novedad en la que se desarrolla, por muy imposible que parezca como hecho físico, ofrece para la imaginación, a la hora de analizar las pasiones humanas, un punto de vista más comprensivo y autorizado que el que puede proporcionar el relato corriente de acontecimientos reales. Es por ello por lo que me he esforzado por mantener la autenticidad de los elementales principios de la naturaleza humana, del mismo modo no he tenido reservas a la hora de hacer innovaciones en cuanto a su combinación. La Ilíada, el poema trágico de Grecia; Shakespeare en La tempestad y El sueño de una noche de verano; y sobre todo Milton en El paraíso perdido se ajustan a esta regla. Por tanto, esta humilde novelista solo intenta proporcionar diversión o recibirla a cambio de sus esfuerzos; tal vez pueda emplear en su narrativa una licencia, o quizás respetar las reglas que rigen la novela de ficción, por las cuales la mezcla de los diferentes sentimientos humanos ha dado lugar a las más altas muestras de poesía.
El acontecimiento en el cual se basa mi relato se inspiró en una conversación frívola. Lo inicié en parte como diversión y en parte como pretexto para adiestrar cualquier recurso de mi mente que aún tuviera intacto. A medida que avanzaba la obra, otras motivaciones se fueron añadiendo a éstos. En modo alguno me siento indiferente ante cómo puedan inquietar al lector los principios morales que existen en los sentimientos o caracteres que la obra contiene. Sin embargo, mi principal desvelo en este punto se ha centrado en la eliminación de los efectos nocivos de las novelas de hoy en día y mostrar la bondad del amor familiar y la perfección de la virtud universal. Las opiniones que surgen del carácter y situación del héroe en ningún modo deben considerarse siempre como opiniones mías; ni se debe extraer de las páginas que siguen ninguna conclusión que prejuicie a ninguna doctrina filosófica del tipo que sea.
Para la autora es de gran importancia el hecho de que esta historia se comenzara en la majestuosa región donde se desarrolla la obra principalmente, rodeada de sus más preciados amigos a los que no deja de extrañar. Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La estación era fría y lluviosa, y por las noches nos reuníamos en torno a la chimenea. De vez en cuando nos entreteníamos contando historias alemanas de fantasmas, que casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones nos animaron a recrearlas como divertimento. Otros dos amigos (cualquier relato de la pluma de uno de ellos resultaría mucho más placentero para el lector que nada de lo que yo jamás pueda llegar a crear) y yo nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, basado en algún acontecimiento sobrenatural. Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dos amigos salieron de viaje hacia los Alpes donde olvidaron, en aquellos espléndidos parajes, cualquier recuerdo de sus espectrales visiones. El siguiente relato fue el único que se completó.
A la señora SAVILLE, Inglaterra
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17...
Te alegrará saber que ningún contratiempo ha acompañado el comienzo de la empresa que tú contemplabas con tan malos augurios. Llegué aquí ayer, y mi primera obligación es sosegar a mi querida hermana sobre mi bienestar y comunicarle mi creciente confianza en el éxito de mi empresa.
Me encuentro ya muy al norte de Londres, y andando por las calles de San Petersburgo noto en las mejillas una fría brisa ártica que estimula mis nervios y me llena de alegría. ¿Entiendes este sentimiento? Esta brisa, que viene de aquellas regiones hacia las que yo me dirijo, me anticipa sus climas helados. Animado por este viento prometedor, mis esperanzas se hacen más fervientes y reales. Intento en vano convencerme de que el Polo es la morada del hielo y la desolación. Sigo imaginándomelo como la región de la belleza y la complacencia. Allí, Margaret, se ve siempre el sol, su amplio círculo acariciando justo el horizonte y difundiendo un perpetuo resplandor. Allí pues con tu permiso, hermana mía, concederé un margen de confianza a anteriores navegantes, allí, no existen ni la nieve ni el hielo y navegando por un mar tranquilo se puede llegar a una tierra que supera, en maravillas y belleza, cualquier región descubierta hasta el momento en el mundo habitado. Puede que sus productos y paisaje no tengan precedente, como sin duda sucede con los fenómenos de los cuerpos celestes de esas soledades inexploradas. ¿Hay algo que pueda sorprender en un país donde la luz es eterna? Puede que allí encuentre la extraordinaria fuerza que mueve la brújula; podría incluso llegar a evidenciar mil observaciones celestes que solicitan solo este viaje para deshacer para siempre sus aparentes contradicciones. Mi curiosidad se saciará viendo una parte del mundo que jamás hasta ahora ha sido visitada y pisaré una tierra donde nunca antes el hombre dejó huella. Estos son mis reclamos, y son suficientes para vencer todo temor al peligro o a la muerte e inducirme a emprender este laborioso viaje con el placer que siente un niño cuando se embarca en un bote con sus compañeros de vacaciones para explorar su río natal. Pero, suponiendo que todas estas suposiciones no fueran ciertas, no puedes negar el inestimable bien que podré transmitir a todo el mundo, hasta su última generación, al descubrir, cerca del Polo, una ruta hacia aquellos países a los que se tarda muchos meses en llegar en la actualidad; o al desvelar el secreto del imán, para lo cual, caso de que esto sea posible, solo se necesita de una empresa como la mía.
Estos pensamientos han disipado la excitación con la que empecé mi carta y siento arder mi corazón con un entusiasmo que me transporta; nada hay que tranquilice tanto la mente como un propósito claro, una meta por la cual el alma pueda confiar su aliento intelectual. Esta expedición ha sido el sueño favorito de mis años jóvenes. He leído con apasionamiento los relatos de los diferentes viajes que se han hecho con el propósito de llegar al Océano Pacífico Norte a través de los mares que rodean el Polo. Tal vez recuerdes que la totalidad de la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos los viajes realizados con fines exploradores. Mi educación estuvo un poco descuidada, pero fui un lector empedernido. Estudiaba estos volúmenes día y noche y, al familiarizarme con ellos, aumentaba el pesar que sentí cuando, de niño, descubrí que la última voluntad de mi padre en su lecho de muerte prohibía expresamente a mi tío que me permitiera seguir la vida de marino.
Aquellas visiones se desvanecieron cuando entré en contacto por primera vez con aquellos poetas cuyos versos colmaron mi alma y la elevaron al cielo. Me convertí en poeta también y viví durante un año en un paraíso de mi propia creación; me imaginé que yo también podría obtener un lugar allí donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare. Tú estás bien al corriente de mi fracaso y de lo amargo que fue para mí este desengaño. Pero justo entonces heredé la fortuna de mi primo y mis pensamientos retornaron a su antiguo cauce.
Han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo la presente empresa. Incluso ahora puedo recordar el momento preciso en el que decidí dedicarme a esta gran labor. Empecé por acostumbrar mi cuerpo a la privación. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al mar del Norte y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y sueño. A menudo trabajé más durante el día que cualquier marinero, mientras dedicaba las noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la Medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas que pensé serían de mayor utilidad práctica para un aventurero del mar. En dos ocasiones me enrolé como segundo de a bordo en un ballenero de Groenlandia y en ambas salí con éxito. Reconozco que me sentí muy orgulloso cuando el capitán me ofreció el puesto de piloto en el barco y me pidió insistentemente que me quedara ya que apreciaba mis servicios.
Ahora, querida Margaret, ¿no merezco llevar a cabo alguna gran empresa? Podía haber pasado mi vida rodeado de lujo y comodidad, pero he preferido la gloria a cualquiera de los placeres que me pudiera proporcionar la riqueza. ¡Si tan solo una voz, alentadora me respondiera afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes, pero mis esperanzas vacilan y mi ánimo se deprime con frecuencia. Estoy a punto de emprender un largo y difícil viaje, cuyas vicisitudes exigirán todo mi valor. No solo debo levantar el ánimo de otros, sino que debo conservar mi entereza cuando su fortaleza flaquee.
Esta es la estación más favorable para viajar por Rusia. Los trineos vuelan a gran velocidad sobre la nieve; el movimiento es agradable y, a mi modo de ver, mucho más cómodo que el de los coches de caballos ingleses. El frío no es extremo, si vas envuelto en pieles, atuendo que yo ya he adoptado. Hay una gran diferencia entre andar por la cubierta y permanecer sentado, inmóvil durante horas, sin hacer el ejercicio que impediría que la sangre se te hiele materialmente en las venas. ¡No tengo la intención de perder la vida en la ruta entre San Petersburgo y Arkángel!
Partiré hacia esta última ciudad dentro de dos o tres semanas, y pienso fletar allí un barco, cosa que no resultará difícil si le pago el seguro al dueño; también contrataré los servicios de los marineros que sean necesarios de entre los que están acostumbrados a ir en balleneros. No pienso navegar hasta el mes de Junio; y en cuanto a mi regreso, querida hermana, ¿cómo responder a esta pregunta? Si tengo éxito, pasarán muchos, muchos meses, incluso años, antes de que tú y yo nos volvamos a encontrar. Si fracaso, me verás o muy pronto, o nunca.
Hasta la vista, mi querida y encantadora Margaret. Que el cielo te colme con todas las bendiciones y a mí me proteja para que pueda demostrarte una y otra vez mi gratitud por todo tu amor y tu bondad.
Tu afectuoso hermano,
ROBERT WALTON.
A la señora SAVILLE, Inglaterra
Arkángel, 28 de marzo de 17..
¡Qué lentamente pasa aquí el tiempo, rodeado como estoy de nieve y hielo! Sin embargo, he dado ya un segundo paso hacia la ejecución de mi empresa. He fletado un barco y estoy ocupado en reunir la tripulación; los que ya he contratado parecen hombres en quienes puedo confiar e indudablemente están dotados de gran valor. Sin embargo, tengo un deseo aún por satisfacer y este vacío me apremia ahora de manera espantosa. No tengo amigo alguno, Margaret; cuando arda con el entusiasmo del éxito, no habrá nadie que comparta mi alegría; si soy víctima del desánimo, nadie se esforzará por disipar mi desesperación. Podré plasmar mis pensamientos en el papel, cierto, pero es un pobre medio para comunicar los sentimientos. Extraño la compañía de un hombre que pudiera compenetrarse conmigo, cuya mirada respondiera a la mía. Me puedes tachar de romántico, querida hermana, pero echo en falta un amigo. No tengo a nadie cerca que sea tranquilo a la vez que valeroso, culto y capaz, cuyos gustos se parezcan a los míos, que pueda aprobar o corregir mis proyectos. ¡Qué bien enmendaría un amigo así los fallos de tu pobre hermano! Soy demasiado impetuoso en la ejecución y demasiado impaciente con los dificultades. Pero aún me resulta más nocivo el hecho de haberme autoeducado. Durante los primeros catorce años de mi vida corrí por los campos como un salvaje, y no leí nada salvo los libros de viajes de nuestro tío Thomas. A esa edad empecé a familiarizarme con los renombrados poetas de nuestra patria. Pero no vi la necesidad de aprender otras lenguas que la mía hasta que no estaba en mi poder el sacar los máximos beneficios de este convencimiento. Tengo veintiocho años, y en realidad soy más inculto que muchos colegiales de quince. Es cierto que he reflexionado más, y que mis sueños son más ambiciosos y magníficos, pero carecen de armonía (como dicen los pintores). Me hace mucha falta un amigo que tuviera el suficiente sentido común como para no despreciarme por romántico y que me estimara lo bastante como para intentar ordenar mi mente.
Estas lamentaciones son vanas; sé que no encontraré amigo alguno en el inmenso océano, ni siquiera aquí, en Arkángel, entre mercaderes y hombres de mar. Sin embargo, incluso en estos rudos corazones laten algunos sentimientos, raros a la escoria de la naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de enorme valor e iniciativa, empecinado en su afán de gloria. Es inglés, y, aunque lleno de prejuicios nacionales y profesionales, jamás limados por la educación, retiene algunas de las más preciosas cualidades humanas. Lo conocí a bordo de un ballenero, y, al saber que se encontraba en esta ciudad sin trabajo, no tuve ninguna dificultad para persuadirlo de que me ayudara en mi aventura.
El capitán es una persona de excelente disposición y muy querido en el barco por su amabilidad y flexibilidad en la disciplina. Tanta es la bondad de su naturaleza, que no quiere calar (deporte favorito aquí) casi la única diversión, porque no soporta derramar sangre. Es además de una generosidad sin medida. Hace algunos años se enamoró de una joven rusa de familia acomodada; tras hacerse con una considerable fortuna por la captura de navíos enemigos, el padre de la joven dio su consentimiento al matrimonio. Él vio a su prometida una vez antes de la ceremonia. Bañada en lágrimas, se le arrojó a los pies, y le suplicó la perdonara, a la vez que le confesaba su amor por otro hombre con el cual su padre nunca consentiría que se casara, ya que carecía de fortuna. Mi desprendido amigo tranquilizó a la suplicante muchacha y, en cuanto supo el nombre de su amado, abandonó al instante su galanteo. Había ya comprado con su dinero una granja, en la cual pensaba pasar el resto de su vida, pero se la cedió a su rival, junto con el resto de su fortuna, para que pudiera comprar algunas reses. El mismo solicitó del padre de la joven el consentimiento para la boda, mas el anciano se negó considerándose en deuda de honor con mi amigo, el cual, al ver al padre en actitud tan inflexible, abandonó el país para no regresar hasta saber que su antigua novia se había casado con el hombre a quien amaba. «¡Qué persona tan noble!», exclamarás sin duda, y así es, pero desgraciadamente ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas tiene idea de algo que no sean las maromas y los obenques.
Pero no pienses que el que me queje un poco, o crea que quizá nunca llegue a conocer el consuelo para mi tristeza, signifique que vacilo en mi disposición. Ésta es tan firme como el destino mismo, y mi viaje se ve retrasado tan solo porque espero un tiempo favorable que me permita zarpar. El invierno ha sido extremadamente duro; pero la primavera promete ser buena e incluso parece que se adelantará, de modo que quizá pueda hacerme a la mar antes de lo previsto. No actuaré con precipitación; me conoces lo suficientemente bien como para fiarte de mi prudencia y moderación cuando tengo confiada la seguridad de otros. No puedo describirte la emoción que tengo ante la proximidad del comienzo de mi empresa. Es imposible transmitirte una idea de la tremenda emoción, mezcla de agrado y de temor, con la cual me dispongo a partir. Marcho hacia lugares inexplorados, hacia «la región de la brumas la nieve», pero no mataré a ningún albatros, así que no temas por mi suerte.
¿Te encontraré de nuevo, tras cruzar inmensos mares y rodear los cabos de África o América? No me atrevo a esperar tal éxito, y no obstante no puedo soportar la idea del fracaso.
Aprovecha toda oportunidad de escribirme; puede que reciba tus cartas (si bien hay pocas esperanzas) cuando más las necesite para animarme. Te quiero mucho. Recuérdame con afecto si no vuelves a tener noticias mías.
Tu afectuoso hermano,
ROBERT WALTON
A la señora SAVILLE, Inglaterra
7 de julio de 17...
Mi querida hermana:
Te escribo con premura unas líneas para decirte que estoy bien y que mi viaje está muy avanzado. Te llegará esta carta por un buque mercante que regresa a casa desde Ankángel; es más afortunado que yo, que puede que no vea mi patria en muchos años. Sin embargo, estoy animado; mis hombres son valerosos y parecen tener una firme voluntad. No les desaniman ni siquiera las capas de hielo que constantemente flotan a nuestro lado, presagio de los peligros que alberga la región hacia la cual nos dirigimos. Ya hemos alcanzado una latitud muy alta, pero estamos en pleno verano, y, aunque la temperatura es menos alta que en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan velozmente hacia las costas que ansío ver, traen consigo un alentador grado de calor que no había esperado.
Hasta el momento no nos ha acaecido ningún incidente que merezca la pena contar. Un par de ventiscas fuertes y la ruptura de un mástil son accidentes que navegantes experimentados apenas si recordarían. Me sentiré satisfecho si nada peor nos acontece durante el viaje. Adiós, querida Margaret. Estate tranquila, ya que por mi bien como por el tuyo no afrontaré peligros innecesarios. Permaneceré tranquilo, decidido y prudente.
Mis saludos a mis amigos ingleses.
Tuyo afectísimo,
ROBERT WALTON
A la señora SAV1LLE, Inglaterra
5 de agosto de 17...
Nos ha sucedido un accidente tan insólito, que no puedo dejar de anotarlo, si bien es muy probable que me veas antes de que estos papeles lleguen a tus manos.
El lunes pasado (31 de julio) nos hallábamos rodeados por el hielo, que cercaba el barco por todos los lados, dejándonos apenas el agua precisa para continuar a flote. Nuestra situación era algo peligrosa, sobre todo porque nos envolvía una espesa niebla. Decidimos, por tanto, permanecer al pairo con la esperanza de que aconteciera algún cambio en la atmósfera y el tiempo. Hacia las dos de la tarde, la niebla levantó y observamos, extendiéndose en todas direcciones, inmensas e irregulares capas de hielo que parecían no tener fin. Algunas de mis compañeros lanzaron un quejido, y yo mismo empezaba a intranquilizarme, cuando de pronto una extraña imagen acaparó nuestra atención y distrajo nuestros pensamientos de la situación en la que nos encontrábamos. Como a media milla y en dirección al norte vimos un vehículo de poca altura, sujeto a un trineo y tirado por perros. Un ser de apariencia humana, pero de gigantesca estatura, iba sentado en el trineo y dirigía los perros. Observamos con el catalejo el rápido avance del viajero hasta que se perdió entre los lejanos montículos de hielo.
Esta visión provocó nuestro total asombro. Nos creíamos a muchas millas de cualquier tierra, pero esta aparición parecía demostrar que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos. Pero, cercados como estábamos por el hielo, era imposible seguir el rastro de aquel hombre al que habíamos observado con la mayor atención.
Unas dos horas después de esto oímos el bramido del mar y antes del anochecer el hielo rompió, liberando nuestro navío. Sin embargo, permanecimos allí hasta la mañana siguiente, temerosos de encontrarnos con esos grandes témpanos sueltos que flotan tras haberse roto el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.
Por la mañana, en cuanto hubo amanecido, salí a cubierta y me encontré a toda la tripulación amontonada a un lado del navío, aparentemente conversando con alguien fuera del barco. En efecto, sobre un gran fragmento de hielo, que se nos había acercado durante la noche, había un trineo parecido al que ya habíamos divisado.
Únicamente un perro permanecía vivo; pero había un ser humano en el trineo, al cual los marineros intentaban persuadir de que subiera al barco. No parecía, como el viajero de la noche anterior, un habitante salvaje procedente de alguna isla inexplorada, sino un europeo. Cuando aparecí en cubierta, mi segundo oficial gritó:
—Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.
Al verme, el hombre se dirigió a mí en inglés, si bien con acento extranjero.
—Antes de subir al navío —dijo—, ¿tendría la amabilidad de indicarme hacia dónde se dirige?
Podrás imaginar mi sorpresa al oír semejante pregunta de labios de una persona al borde de la muerte y para la cual yo habría pensado que mi barco ofrecía un recurso que no hubiese cambiado ni por las mayores riquezas del mundo. Le respondí, sin embargo, que nos dirigíamos al Polo Norte en viaje de exploración. Pareció satisfacerle y consintió en subir a bordo. ¡Santo cielo, Margaret! Si hubieras visto al hombre que de esta forma ponía condiciones a su salvación, tu sorpresa hubiera sido ilimitada. Tenía los miembros casi helados y el cuerpo horriblemente demacrado por la fatiga y el sufrimiento. Jamás vi hombre alguno en condición tan lastimosa. Intentamos llevarlo al camarote, pero en cuanto dejó de estar al aire libre perdió el conocimiento, de manera que volvimos a subirlo a cubierta y lo reanimamos frotándolo con coñac y obligándolo a beber una pequeña cantidad. En cuanto volvió a mostrar síntomas de vida lo envolvimos en mantas y lo colocamos cerca del fogón de la cocina. Poco a poco se fue recuperando, y tomó un poco de sopa, que le hizo mucho bien.
Así pasaron dos días, sin que pudiera hablar, y a menudo temí que los sufrimientos le hubiesen privado de la razón. Cuando se hubo repuesto un poco, lo llevé a mi propio camarote y lo atendí cuanto me lo permitían mis obligaciones. Nunca había conocido a nadie más interesante. Suele tener una expresión exaltada, como de locura, en la mirada. Pero hay momentos en los que, si alguien le demuestra alguna atención o le presta el más mínimo servicio, se le ilumina la cara con una benevolencia y ternura que no he visto en otro hombre. Por lo general está melancólico y resignado; a veces aprieta los dientes, como si se impacientara con el peso de los males que lo afligen.
Cuando mi huésped se encontró un poco mejor, me costó protegerlo del acoso de la tripulación que quería hacerle mil preguntas. No permití que lo atormentaran con su ociosa curiosidad, ya que aún se encontraba en un estado físico y moral cuyo restablecimiento dependía por completo del reposo. Sin embargo, en una ocasión el lugarteniente le preguntó que por qué había llegado tan lejos por el hielo en un vehículo tan extraño.
Una expresión de dolor le cubrió el rostro de inmediato; y respondió:
—Voy en busca de alguien que huyó de mí.
¿Y el hombre a quien perseguía viajaba de manera semejante?
—Sí.
—Entonces pienso que lo hemos visto, pues el día antes de recogerlo a usted vimos unos perros tirando de un trineo, en el cual iba un hombre. Esto despertó la atención del extranjero, e hizo múltiples preguntas acerca de la dirección que había tomado aquel demonio, como él le llamó. Al poco rato, cuando se hallaba solo conmigo, dijo:
—Sin duda he despertado su curiosidad, así como la de esta buena gente, aunque es usted demasiado discreto como para hacerme ninguna pregunta.
—Sería impertinente e inhumano por mi parte él molestarlo con ellas.
—Y no obstante —prosiguió—, me rescató usted de una extraña y peligrosa situación. Usted me ha devuelto generosamente la vida.
Poco después de esto quiso saber si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, habría destruido el otro trineo. Le contesté que no podía responderle con ninguna certeza, ya que el hielo no se había roto hasta cerca de medianoche, y el viajero podía haber llegada a algún lugar seguro con anterioridad. Me era imposible aventurar juicio alguno. A partir de este momento el extranjero demostró gran interés por estar en cubierta, para vigilar la aparición del otro trineo. He conseguido persuadirlo de que permanezca en el camarote, pues está aún demasiado débil para soportar las inclemencias del tiempo, pero le he prometido que alguien oteará en su lugar y lo avisará en cuanto aparezca cualquier objeto nuevo a la vista.
Por lo que respecta a este extraño incidente, éste es mi diario hasta el momento. La salud de nuestro huésped ha ido mejorando gradualmente, pero apenas habla, y parece inquietarse cuando alguien que no sea yo entra en su camarote. Sin embargo, sus modales son tan conciliadores y delicados, que todos los marineros se interesan por su estado, a pesar de no haber tenido apenas relación con él. Por mi parte, empiezo a quererlo como a un hermano, y su constante y profundo pesar me llena de piedad y simpatía. Debe haber sido una persona muy noble en otros tiempos, ya que, deshecho como está ahora, sigue siendo tan interesante y amable.
Te decía en una de mis cartas, querida Margaret, que no hallaría ningún amigo en el vasto océano, pero he encontrado un hombre a quien, antes de que la desgracia quebrara su espíritu, me hubiera gustado tener por hermano.
De tener nuevos incidentes que relatar respecto del extranjero, continuaré a intervalos mi diario.
13 de agosto de 17...
El afecto que siento por mi invitado aumenta cada día. Suscita a la vez mi piedad y mi admiración hasta extremos asombrosos. ¿Cómo puedo ver a tan noble criatura destruida por la miseria sin sentir el dolor más acuciante? Es tan dulce y a la vez tan sabio; tiene la mente muy cultivada, y cuando habla, si bien escoge las palabras cuidadosamente, éstas fluyen con una rapidez y elocuencia poco frecuentes.
Está muy restablecido de su enfermedad, y pasea continuamente por la cubierta, vigilando la aparición del trineo que precedió al suyo. Sin embargo, aunque apenado, no está tan sumido en su propia desgracia como para no interesarse profundamente por los quehaceres de los demás. Me ha hecho muchas preguntas respecto a mis propósitos y yo le he contado mi pequeña historia con toda sinceridad. Pareció alegrarle mi franqueza, y me sugirió varios cambios en mis planes, que encontraré sumamente útiles. No hay pedantería en su ademán, sino que más bien todo lo que hace parece brotar tan solo del interés que instintivamente siente por el bienestar de todos los que lo rodean. A menudo le invade la tristeza y entonces se sienta solo e intenta superar todo lo que de hosco y antisocial hay en su humor. Estos paroxismos pasan, como una nube por delante del sol, si bien su abatimiento nunca le abandona. Me he esforzado por granjearme su confianza y espero haber tenido éxito. Un día le mencioné mi eterno deseo de encontrar un amigo que pudiera simpatizar conmigo y orientarme con su consejo. Le dije que no pertenecía a la clase de hombres a quienes un consejo puede ofender.
—Soy autodidacta, y quizá no confíe demasiado en mi propia capacidad. Por tanto, desearía que mi amigo fuera más sabio y avezado que yo, para afianzarme y apoyarme en él. Tampoco creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo.
—Estoy de acuerdo con usted —contestó el extranjero— en que la amistad es algo no solo deseable, sino posible. Tuve una vez un amigo, el más noble de los seres humanos, y por tanto estoy capacitado para juzgar con respecto a la amistad. Tiene usted esperanzas y el mundo ante usted es suyo, y no tiene razón para desesperar. Pero yo..., yo he perdido todo y no puedo empezar la vida de nuevo.
Al decir esto, su rostro cobró una expresión de sereno y resignado dolor que me llegó al corazón. Pero él permaneció en silencio, y al poco se retiró a su camarote.
Incluso desfondado como está, nadie puede gozar con mayor intensidad que él de la hermosura de la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todo el paisaje que estas maravillosas regiones nos proporcionan parecen tener aún el poder de despegar su alma de la tierra. Un hombre así tiene una doble existencia: puede padecer desgracias, y verse arrollado por el desencanto; pero, cuando se encierre en sí mismo, será como un espíritu celeste rodeado de un halo cuyo círculo no ose atravesar ni el pesar ni la locura.
¿Te ríes del entusiasmo que demuestro respecto a este valiente nómada? Si fuera así, debes haber perdido esa inocencia que constituía tu encanto característico. Pero, si quieres, sonríete ante el calor de mis alabanzas, mientras yo sigo encontrando mayores razones para ellas de día en día.
19 de agosto de 17...
Ayer el extranjero me dijo:
—Fácilmente habrá podido comprobar, capitán Walton, que he padecido grandes y singulares desventuras. Una vez decidí que el recuerdo de estos males moriría conmigo, pero usted me ha inducido a cambiar mis propósitos. Busca usted el conocimiento y la sabiduría, como me sucedió a mí en otra época; deseo con fervor que el fruto de sus ansias no se convierta para usted en una serpiente que le muerda, como me ocurrió a mí. No creo que el relato de mis desventuras le sea útil, pero, si quiere, escuche mi historia. Pienso que los extraños sucesos vinculados a ella pueden proporcionarle una visión de la naturaleza humana que amplíe sus facultades y conocimientos, y le descubrirá poderes y sucesos que usted ha estado acostumbrado a creer imposibles. Pero no dudo que a lo largo de mi relato se pruebe la evidencia interna de la veracidad de los sucesos que lo componen.
Como te puedes imaginar, me halagó mucho la confianza que depositaba en mí, pero me dolía que él reavivara sus sufrimientos contándome sus desventuras. Estaba ansioso por escuchar la narración prometida, en parte por curiosidad y en parte por un deseo de aliviar su suerte, caso de que esto estuviera en mi mano, y así se lo expresé en mi respuesta.
—Le agradezco su amabilidad —me contestó—, pero es inútil; mi sino casi se ha cumplido. Espero solo un acontecimiento y luego descansaré en paz. Comprendo lo que siente —continuó al advertir que quería interrumpirlo—, pero está confundido, amigo mío, si así me permite llamarle. Nada puede alterar mi destino. Escuche mi relato y verá de qué modo está irrevocablemente está determinado.
Me dijo entonces que empezaría su narración al día siguiente, cuando yo estuviera más libre. Esta promesa provocó mi más profundo agradecimiento. Me he propuesto escribir cada noche, cuando no esté ocupado, lo que me haya contado durante el día, empleando en lo posible sus propias palabras. Si lo estoy, al menos tomaré algunas notas. Sin duda este manuscrito te proporcionará gran placer. ¡Y con qué interés y simpatía lo leeré yo algún día en el futuro! ¡Yo, que lo conozco y que lo oigo de sus propios labios!
Soy ginebrino de origen, y mi familia es una de las más distinguidas de esta república. Durante muchos años mis antepasados habían sido consejeros y magistrados, y mi padre ocupó con gran honor y buena reputación diversos cargos públicos. Todos los que lo conocían lo respetaban por su honradez y constante dedicación a la causa pública. Pasó toda su juventud dedicado por completo a los asuntos de su país, y solo al final de su vida pensó en el matrimonio y así dar al Estado unos hijos que pudieran perpetuar su nombre y sus virtudes.
Puesto que las circunstancias de su matrimonio reflejan su personalidad, no puedo dejar de referirme a ellas. Uno de sus más íntimos amigos era un comerciante, que, debido a numerosos contratiempos, cayó en la miseria tras gozar de una muy desahogada situación. Este hombre, de nombre Beaufort, era de carácter orgulloso y altivo y se resistía a vivir en la pobreza y el olvido en el mismo país en el que, con anterioridad, se le diferenciara por su categoría y riqueza. Habiendo, pues, saldado sus deudas en la forma más honrosa, se retiró a la ciudad de Lucerna con su hija, donde vivió sumido en el anonimato y la desdicha. Mi padre profesaba a Beaufort una auténtica amistad, y su reclusión en estas desgraciadas circunstancias le afligió mucho. También sentía íntimamente la ausencia de su compañía, y se propuso encontrarlo y persuadirlo de que, con su crédito y ayuda, empezara de nuevo.
Beaufort había tomado medidas eficaces para esconderse, y mi padre tardó diez meses en descubrir su paradero. Entusiasmado con el descubrimiento, mi padre se apresuró hacia su casa situada en una humilde calle cerca del Reuss. Pero al llegar solo encontró miseria y desesperación. Beaufort no había logrado salvar más que una pequeña cantidad de dinero de los despojos de su fortuna. Era suficiente para sustentarlo durante algunos meses y, mientras tanto, esperaba encontrar un trabajo respetable con algún comerciante. Así pues, pasó ese lapso inactivo; y, con tanto tiempo para reflexionar sobre su dolor, se hizo más profundo y amargo y, al fin, se apoderó de tal forma de él, que tres meses después estaba enfermo en cama, incapaz de realizar cualquier esfuerzo.
Su hija lo cuidaba con el máximo cariño, pero veía con desazón que su pequeño capital disminuía con rapidez y que no había otras perspectivas de sustento. Pero Caroline Beaufort estaba dotada de una inteligencia poco común; y su valor vino en su ayuda en la adversidad. Empezó a hacer labores sencillas; trenzaba paja, y de diversas maneras consiguió ganar una miseria que apenas le bastaba para sustentarse.
Así pasaron varios meses. Su padre empeoró, y ella cada vez tenía que emplear más tiempo en atenderlo; sus medios de sustento menguaban. A los diez meses murió su padre dejándola huérfana e pobre. Este golpe final fue demasiado para ella. Al entrar en la casa mi padre, la encontró arrodillada junto al ataúd, llorando amargamente; llegó como un espíritu protector para la pobre criatura, que se encomendó a él. Tras el entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra, confiándola al cuidado de un pariente; y dos años después se casó con ella.
Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, las obligaciones de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que dejó varios de sus trabajos públicos y se dedicó por entero a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y el destinado a heredar todos sus derechos y obligaciones. Nadie puede haber tenido padres más tiernos que yo. Mi salud y desarrollo eran su constante ocupación, ya que fui hijo único durante varios años. Pero, antes de proseguir mi narración, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando yo tenía cuatro años.
Mi padre tenía una hermana a quien amaba tiernamente y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su boda, había acompañado a su marido a su país natal, y durante algunos años mi padre tuvo muy poca relación con ella. Murió alrededor de la época de la que hablo, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado haciéndole saber que tenía la intención de casarse con una dama italiana y pidiéndole que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su difunta hermana.
—Es mi deseo —dijo— que la consideres como hija tuya y que como a tal la eduques. Es la heredera de la fortuna de su madre, y te enviaré los documentos que así lo demuestran.
Reflexiona sobre esta propuesta y decide si preferirías educar a tu sobrina tú mismo o que lo haga una madrastra.
Mi padre no dudó un instante, y de inmediato se puso en camino hacia Italia con el fin de acompañar a la pequeña Elizabeth hasta su futuro hogar. A menudo he oído a mi madre decir que era la criatura más preciosa que jamás había visto, e incluso ya entonces mostraba síntomas de un carácter dulce y afectuoso.
Estas características y el deseo de afianzar los lazos del amor familiar hicieron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, plan del cual nunca encontró razón para arrepentirse.
A partir de este momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, a medida que crecíamos, en una amiga. Era dócil y de buen carácter, a la vez que alegre y juguetona como un insecto de verano. A pesar de que era vivaz y animada, tenía fuertes y profundos sentimientos y era desacostumbradamente afectuosa. Nadie podía disfrutar mejor de la libertad ni podía plegarse con más gracia que ella a la sumisión o lanzarse al capricho. Su imaginación era exuberante, pero tenía una gran capacidad para aplicarla. Su persona era el reflejo de su mente, sus ojos de color avellana, aunque vivos como los de un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa y, aunque era capaz de soportar gran fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. A pesar de que me cautivaba su comprensión y fantasía, me encantaba cuidarla como a un animalillo predilecto. Nunca vi más gracia, tanto personal como mental, ligada a mayor modestia.
Todos querían a Elizabeth. Si los criados tenían que pedir algo, siempre lo hacían a través de ella. No conocíamos ni la desunión ni las peleas, pues aunque éramos muy diferentes de carácter, incluso en esa diferencia había armonía. Yo era más tranquilo y filosófico que mi compañera, pero menos dócil. Mi capacidad de concentración era mayor, pero no tan firme. Yo me deleitaba investigando los hechos relativos al mundo en sí, ella prefería las aéreas creaciones de los poetas. Para mí el mundo era un secreto que anhelaba descubrir, para ella era un vacío que se afanaba por poblar con imaginaciones personales.