Recuerdo el día que le acompañé a la estación para que cogiera aquel autocar que iba a llevarle al lado de su familia. Los dos desbordábamos nerviosismo, él de pura emoción, y yo por el miedo a que algo no saliera bien. Debía pasar varios controles antes de franquear la frontera y era una persona que acarreaba consigo antecedentes penales. Los problemas vividos por Ismail habían hecho que yo sintiera continuas decepciones, y aquella preocupación hacia él me había provocado una sensación de alerta que parecía no querer abandonarme fácilmente.
Allí estaba él, subiendo las escaleras de aquel autocar, con el rostro repleto de alegría. Ismail volvía a sonreír, una extraviada serenidad volvía a reencontrarse con su alma, relajando en gran medida la forma de sus gestos, embelleciendo la apariencia de su silueta.
Por primera vez viajaba con un billete en la mano con tranquilidad, por primera vez viajaba como debía, con dignidad.
Viéndole dentro de aquel autocar, con total convicción me dije que nadie merecía que se le llamase ilegal, que a nadie se le tendría que prohibir el derecho de ser una persona del mundo y, mucho menos, nadie debería perder su vida intentando cruzar una frontera.
Mientras Ismail se alejaba de aquella estación, mi rostro se bañaba en lágrimas. Me sumergí en un llanto dulce, provocado por la imagen figurada de aquel chico, abrazando por fin a su estimada madre.
FIN
Lola Salmerón
La esperanza tiene
un nombre, Ismail
Título original: La esperanza tiene un nombre, Ismail
Edición en formato digital: febrero de 2017
© Lola Salmerón Galí
© Edición electrónica: Petit Camagroc S.L.U., 2017
© Diseño de la cubierta: Underthecoconut (info@underthecoconut.com)
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ISBN: 978-84-946785-7-8
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A todas aquellas almas que las aguas del estrecho acuna,
ajenas a este sin sentido que la clase política
se ha empeñado en implantar con sus leyes absurdas.
Haber dedicado una pequeña parte de mi vida a Aldeas Infantiles SOS supuso para mí mucho más que una experiencia laboral. Aprendí mucho, de la institución, de las vivencias, de los profesionales que el camino me fue mostrando para que yo fuera creciendo. Sobre todo aprendí vida, mucha vida, aquella que llora a través de los jóvenes con los que trabajé, aquella que me mostraban en sus sonrisas, la misma que se les escapaba por culpa de la intolerancia, por culpa de los fracasos. Mientras trabajaba me encontraba con lo justo y lo injusto y tuve la certeza de que yo no era de las personas que ven, callan y continúan. ¡No! Yo luché contra lo injusto, siempre quise cambiar el mundo, pero supe que si no comienzas por cambiar aquellas cosas feas que suceden a tu alrededor, difícilmente podrás posar tan siquiera tu mirada unos pasos por delante de ti.
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Vivía un lindo agosto mientras terminaba de modelar esta historia, tuve oportunidad de pasar unos días con mi hermano Pascual, el que me hizo tomar consciencia de algo importante, la necesidad de apartar de mi vida esos disimulados «peros» que aún llevo conmigo; supo transmitírmelo sabiamente, lo cual le agradezco profundamente.
Tengo tantas cosas que decir y, tantas por agradecer…. que ahora me dirigiré hacia una sola persona. Gracias Ismail por confiarme parte de tu historia, gracias por darme permiso para escribirla y mostrársela al mundo, yo lo he hecho con todo el respeto que tú mereces. Espero que esto sirva para cambiar consciencias y crear esperanzas.
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Pasea por la popa del barco, atento al sonido que provoca cada uno de sus pasos sobre la cubierta. Tantas veces ha visto ante sí el puerto de la bahía de Tánger, alejándose antes de despertar. Ahora sabe que no lo va a hacer, sabe que el sueño esta vez no le va a traicionar, trayéndolo con braveza al mundo de los vivos. Una tenue oscuridad brinda los honores a un sol esperanzador que se alza con lentitud. En su ascensión derrama aliento a todo aquel que le observa. Se agarra fuertemente a la baranda de la nave, que se opone ante él y las costas marroquíes y deja que un aire fresco, un tanto salobre, le golpee la cara suavemente. Sus ojos reflejan aquello que el agua del mar descubre, una intensa luz que irradia desde el cielo para terminar salpicando sus preciosos ojos, abundándolos de luminosidad, entremezclada con el brillo que desprenden sus propias lágrimas.
Se recuerda a sí mismo que a sus dieciséis años apenas ha llorado por algo, pero ahora es diferente, llora de pura emoción porque lo ha logrado. Ni tan siquiera lloró de dolor aquella vez que aquel horrible animal —en uno de sus intentos fallidos, tratando de acceder a los bajos de un camión— le hundió sus afilados colmillos en los tobillos hasta hacerlos ensangrentar, tiñendo de un rojo carmesí el algodón de sus calcetines.
Ahora piensa en esas figuras humanas uniformadas, alentando a esos canes para atrapar a su objetivo sin compasión, sin importarles que la posible caza tome a presas tan precoces. Él mismo ha presenciado a jóvenes que apenas llegaban a los doce años de edad, atacados por esos mismos coléricos perros, protagonistas de sus interminables pesadillas.
Pero ahora parte de su mal sueño ha terminado, ya siente que está en el otro lado, el lado que tantos otros anhelan.
Observa cómo se aleja su hogar y con él esos años de propósitos fracasados. Porque no olvida que tres largos años de su adolescencia han transcurrido en ese puerto. No olvida que ahí, en ese cuadro de agria esperanza, con sonidos de sirenas de barco y pinceladas de horror, ha dejado de ser joven para hacerse mayor.
Ante él se despliegan amargas imágenes que le abruman el alma y casi siente el miedo que se apoderó de todos sus sentidos semanas atrás, cuando el autocar se ponía en movimiento, mientras la mitad de su cuerpo todavía no había conseguido ocultarse en un pequeño compartimento, cerca de las ruedas traseras del vehículo. Mientras intentaba ajustarse en aquel reducido cajón, oyó el rugido amenazador del motor, alertándolo del inminente peligro. No conseguía salir de allí, estaba atrapado completamente y paralizado por el pánico. El autocar emprendía su viaje hacia la desgracia, entonces recordó las veces que había sido testigo de atropellos a jarragas (NOTA: Migrante clandestino). Esos accidentes retrasaban unas horas el siguiente intento, hasta que las autoridades marroquíes se ocupaban del cuerpo sin vida y abandonaban el lugar dejándolo con una menor vigilancia. Incluso conseguían apartarlo del muelle unos días por temor a correr el mismo destino.
En aquel momento se sentía inundado de irrevocables pensamientos que le oprimían el pecho.
Recordó a aquellos jóvenes que volvían sin vida a sus casas, después de varias horas de viaje, escondidos en zonas impensables de enormes camiones, entrando en un profundo y dulce sueño, entregándose a la muerte causada por los gases tóxicos desprendidos por el tubo de escape, o a niños fallecidos al recibir golpes mortales en sus frágiles cuerpos, provocados por el incesante traqueteo del vehículo.
Inclinó su cabeza hacia el cielo y notó la opresión que había en sus labios, los fue relajando suavemente, para comenzar a entonar una oración que tantas veces había oído a su amado padre recitando el Corán.
El rezo ascendió ligeramente hacia las nubes, para tomar después un vertiginoso descenso hacia las arremolinadas aguas, yendo al encuentro de inocentes ánimas, para permanecer eternamente abrazado junto a aquellos que habían perecido en el estrecho de Gibraltar.
El chico dejó aquel estado de trance y percibió que sus manos seguían cogidas con fuerza a aquella barandilla, advirtió el agarrotamiento en sus dedos, lo que le hizo tomar conciencia del largo tiempo que llevaba allí divagando. Giró totalmente el cuerpo con un cambio brusco, y se dirigió lentamente a la proa del barco. Sentía que dejaba atrás su hogar, su país, aquel puerto que había sido testigo tantas veces de su ansiada escapada. Quería evitarlo pero, mientras se iba alejando más y más de todo aquello, recordó el cansado rostro de su madre hablando con baba:
—Si nuestro hijo Ismail alguna vez lograse cruzar el mar, yo moriría. Mi alma dejaría de acompañaros, al igual que su presencia.
No podía imaginar entonces, que meses más tarde, una de sus hermanas le explicaría que su querida madre, lwalida, como él le llamaba en su lengua marroquí, al enterarse de que finalmente consiguió atravesar aquel Estrecho que por tanto tiempo lograría separarlos, cayó sin sentido al suelo del piso, ante la mirada afligida del resto de sus hijos. Intuía lo que aquella mujer lloraría en silencio, por la ausencia en el hogar del pequeño de sus hijos varones.
Dando la espalda al sur y sintiendo tras de sí tierras marroquíes, decidió abandonar aquella sensación de pérdida. Posó su mirada al frente, hacia aquel desconocido país, y mientras comenzaba a visualizar aquella costa tan deseada, se prometió a sí mismo que no volvería hasta que se hubiera convertido en un hombre de bien, con un puesto de trabajo a sus espaldas que le permitiese llevar una vida digna y poder así demostrarle a sus padres que había sido capaz, que todo su esfuerzo había servido para algo. Su familia se tenía que sentir orgullosa de él, él se lo debía a todos ellos, sobre todo a su madre que tanto había sufrido sus escapadas al atardecer, para no verlo volver hasta que comenzaba a despuntar el sol. Siempre salía a escondidas o esperaba a que todos estuvieran durmiendo para salir de casa. El camino lo emprendía a pie desde su barrio hasta el puerto, más de una hora de esperanzador camino, que se convertía en angustioso cuando lo realizaba de vuelta, después de haberse frustrado el intento.
Nota de la autora
Jamás olvidaré el momento en el que me relató lo que a continuación voy a redactar. Fueron muchas las veces en que mi alma se llenó de emoción mientras escuchaba sus memorias, en diversas ocasiones no pude contener el llanto mientras le prestaba toda mi atención. Realmente le entregaba todos mis sentidos cada vez que me regalaba parte de su historia. Me sorprendía su pasividad al describirme los momentos vividos intentando acceder a los bajos de algún camión o de algún autocar. Yo me estremecía escuchando mientras él hablaba con serenidad sobre tanta fatalidad. Pero aquí detecté el sufrimiento en sus ojos mientras me explicaba, aquí vibró su voz afligida mientras me describía tan mala experiencia.
—Recuerdo un día —me decía— en el que intenté acceder al puerto sin conseguirlo, no lo logré porque había mucha vigilancia; después de horas de eterna y fracasada espera me volví para el barrio. Hacía mucho frío y llovía con fuerza, estuve andando algo más de una hora hasta llegar a casa. El agua me calaba la ropa, mi cuerpo estaba completamente empapado, durante todo el trayecto no pude dejar de temblar, en mi vida había sentido tanto frío. Andaba y andaba soportando aquel chaparrón encima de mí. Se me hizo interminable el camino de vuelta. Cuando llegué a casa, tenía las manos completamente heladas, no las sentía. Intentaba meter los dedos en el bolsillo para sacar las llaves y me resultaba imposible. Con mucho dolor, al cabo de un rato, conseguí sacar el juego de llaves, solo deseaba entrar en casa, darme una ducha de agua caliente que me hiciese entrar en calor y meterme en la cama bajo las mantas. Cogí la llave que abriría la puerta, la metí en la cerradura e intenté girarla, Lola —me dijo con voz ahogada—, no pude, no podía girar la llave, tenía los huesos entumecidos, se me caían las lágrimas del dolor, de la impotencia, de la rabia por tener que vivir todo aquello. —Se detuvo unos segundos como queriendo llenarse de aliento para poder continuar—. No sé cuántas cosas probé para conseguir mover mis manos. No quería tocar al timbre para que no me vieran en aquel estado. No era justo hacer sufrir más a mi madre, ella no lo merecía, se apenaba cada vez que se encontraba la ropa ennegrecida por las mañanas, yo la dejaba en el cubo de la ropa sucia y aquello me delataba. Mi pobre madre sabía que yo no dejaría de intentarlo hasta que lo consiguiese. Ella solía reprenderme por eso, otras veces me suplicaba que desistiese, lloraba mucho por mí. Era consciente de que yo no me rendiría hasta que lo lograse. Yo no soportaba verla llorar, por eso no llamé a la puerta y volví a la calle abatido. Me encontré con un señor mayor al que le pedí por favor que me ayudase. No solo mi cuerpo temblaba, mis palabras eran pronunciadas entre balbuceos, no sé qué pensaría de mí aquel hombre en ese momento y del estado tan lamentable en el que me encontraba, pero sin objeción alguna me acompañó hasta la puerta y giró aquella maldita llave.
Cómo sollocé delicadamente mientras le escuchaba; no podía permitirme llorar impulsivamente, como seguramente habría hecho de no ser porque, quizá, aquel llanto hubiera irrumpido su confesión.
• • • •
Ismail era consciente de que aquel viaje no se encontraba más que en el principio, sabía que sería duro, pero nunca se hubiera imaginado cuán crudo llegaría a ser. El destino parecía estar planeando ya su encrucijada, elaborándola sin el más mínimo reparo.
Miró a su alrededor y observó a gente sonriente paseando de aquí para allá. Niños correteando con gran alboroto entre sus progenitores, jóvenes parejas fotografiándose para conmemorar aquel feliz momento.
Podría haber sido cualquiera de aquellos viajantes que estaban disfrutando de unas inolvidables vacaciones, o alguno de esos ejecutivos adinerados con maletín en mano realizando un viaje de negocios. Pero no era así. Desde ese momento comenzaba a ser un ilegal, un sin papeles, ni tan siquiera sabía lo que eso significaba. Pero la propia vida pronto se lo iba a transmitir, es más, la actitud de muchas de las personas con las que tenía que encontrarse en su complicado camino se lo demostraría día tras día, a él y a tantas otras personas migrantes desplazadas a diferentes puntos de éste nuestro planeta.
Se atrevió a entremezclarse con aquellas gentes, se dejó llevar por aquel engaño que lo embaucó por un corto espacio de tiempo. El sol se encontraba un tanto alejado ya del horizonte cuando apreció cierto revuelo, sospechó que se estaban acercando a lo que sus antepasados más lejanos hubieran llamado al-Ándalus. Se escabulló de allí en un par de minutos, desapareció sin dejar huella como había aprendido a hacer en los últimos años. Accedió a las bodegas del barco, donde se encontraban infinidad de coches aparcados. Vio a lo lejos el camión que le había permitido lograr su sueño, lo miró con orgullo como el que mira un objeto preciado. Se acercó hasta él y se inclinó para ver detenidamente el compartimento en el que había permanecido lo que le pareció un tiempo interminable.