ROMA
La ciudad del Tíber
Pilar González Serrano
INTRODUCCIÓN
La historia de una ciudad, Roma, se ensancha para convertirse en la historia de un país, Italia, y esta pasa a ser la historia del mundo, del mundo mediterráneo.
T. Mommsen
A mi marido Mariano Cutanda
Esta conocida frase de Teodoro Mommsen resume de modo magistral el devenir de la Historia de Roma que, en definitiva, fue la del mundo mediterráneo en la Antigüedad desde el siglo VI a.C. hasta el V d.C. Primero por derecho de dominio militar y político, conseguido, paso a paso, en un incesante proceso de expansión y, a partir de la Edad Media, a través de los sólidos vínculos espirituales del Pontificado. Más tarde, su cultura y sus esplendorosas manifestaciones artísticas mantuvieron y acrecentaron su condición de ciudad prodigiosa, ante la cual como caput mundi no cabe más postura que la de una rendición sin condiciones.
La famosa sentencia que afirma que «todos los caminos conducen a Roma», recuerda tiempos en los que no hubo vía enlastrada ni camino de arena, en el ámbito del Imperio, que no terminara en el miliarium aureum: el punto cero del mismo, erigido en las proximidades del umbilicus urbis Romae. Ambos hitos se encontraban en el Foro romano, en las proximidades del arco de Septimio Severo, y sus emblemáticos restos aún se contemplan in situ con una profunda sensación de admiración y de respeto.
En el pasado como en el presente, cuantos visitamos Roma no podemos dejar de sentirnos peregrinos o romeros en una ciudad única, irrepetible, que solo puede ser recorrida con humildad y sin prisas. Antaño fueron peregrini los individuos que no disfrutaban de la ciudadanía romana, los extranjeros. Ahora, en una ciudad tan universal como es la Roma actual, los peregrinos nos sentimos «viajeros curiosos y píos» (de acuerdo con la acepción medieval de este calificativo), más que extranjeros. Al mismo tiempo, como romeros, nos vemos deslumbrados y abrumados ante la inabarcable tarea de conocer su historia pasada y presente, su ingente patrimonio arqueológico y artístico, sus iglesias, sus museos, sus palacios, etc.
Por estas razones, después de cada una de nuestras visitas a la Ciudad Eterna, siempre cortos de tiempo, nos prometemos volver cuanto antes; y cuando dicha promesa se cumple, con o sin la ofrenda de las tres monedas votivas echadas al pilón de la «Fontana di Trevi», descubrimos nuevas maravillas y experimentamos inéditas sensaciones, a sabiendas, eso sí, de que nos dejaremos muchas cosas sin ver, por más que apuremos la suela de nuestros zapatos.
Ese «ensancharse» de Roma, la ciudad del Tíber, la de las siete colinas, a través de sus vías militares primero y comerciales después, jalonadas de ciudades donde, poco a poco, se fueron adoptando los patrones y estructuras de la vida romana, tuvo como resultado último la urbanización generalizada de toda la Europa situada al Este del Rin y del Danubio, de suerte que los pueblos que se mantuvieron fuera de su limes (línea de fronteras) se consideraron pueblos bárbaros, desconocedores de la civilización y del progreso.
Aunque es frecuente considerar a los romanos prototipo de los pueblos colonizadores e imperialistas, no puede negárseles la capacidad de integración de culturas de la que hicieron gala desde los inicios de su expansión. Con las primeras conquistas fuera de Italia, la experiencia les hizo comprender que el dominio de nuevos territorios mediante la simple ocupación militar era insostenible. Las legiones se diezmaban en continuas guerrillas y revueltas y el proceso de pacificación se hacía inviable. Por esta razón, preocupación primordial fue acelerar el proceso de adaptación de las poblaciones indígenas a sus patrones de vida para aglutinarlas después en la compleja maquinaria política y social del Estado. Por lo tanto, en términos generales puede afirmarse, como apuntó en su día R.G. Collingwood, que la romanización debe entenderse como un proceso continuado de urbanización, a través del cual, en los vastos territorios del Imperio, se impuso un patrón de vida uniforme y una lengua, el latín, que llegó a convertirse en única. El término de globalización, tan traído y llevado en nuestros días, puede aplicarse a la tarea ingente que Roma llevó a cabo a lo largo de sus diferentes etapas de conquista y dominio.
Roma fue y sigue siendo la ciudad de un río, el Tíber, hasta el punto de que lo más verosímil es que el nombre de Roma, cuya etimología se ve envuelta en una maraña de mitos y leyendas, derive de un vocablo etrusco, rumon, que significa río, ya que la vía fluvial, a cuyas orillas nació y se extendió, jugó en su historia un papel transcendental, aunque hoy en día, como «río castigado» por las muchas inundaciones con las que perjudicó a la ciudad, se encuentre limitado entre las grandes murallas de travertino con las que se le encajonó en el siglo XIX1. No obstante, partido por la isla Tiberina y cruzado por los puentes de cuyo trazado se ocupaba el pontifex maximus2, cumplió durante siglos con su función de importante vía de transporte y fuente de energía para los molinos que se levantaron en sus orillas. Tiempos hubo en los que en ellas se emplazaron puertos que tuvieron una intensa vida comercial. Partiendo del puente Milvio, donde tuvo lugar en el 312 d.C. la emblemática batalla entre Majencio y Constantino y que cuenta en su haber con más de veintidós siglos de servicio, se encontraban los llamados puertos de Madera y de Rippetta, en los que se recibían las mercancías procedentes del norte. Pasado el puente Sisto se hallaba la isla Tiberina (unida a ambas orillas del río por dos viejos puentes romanos: el Cestio y el Fabricio) y las ruinas del «puente Roto»; más adelante se abría el puerto de Ripa Grande y, enfrente, a los pies del Aventino, el de la sal y el del mármol (Marmorata). Hasta este último llegaban los mármoles más preciados de ultramar para ornato de palacios y grandes mansiones.
En torno al río las gentes, que desde la Edad del Hierro (siglo X a.C.) fueron ocupando las suaves colinas del territorio del Lacio, se integraron entre sí gracias a un acelerado proceso de sinecismo. Su sistema de gobierno fue primero una monarquía, más tarde una república y, por último, un imperio que, falseando fórmulas republicanas, sirvió a los que fueron los verdaderos protagonistas de la Historia de Roma: el Senado y el pueblo romano.
No fueron casuales las razones por las que, desde la caída del Imperio Romano en el año 476 a.C. hasta el siglo XIX, nada se hiciera por propiciar la reunificación de Italia ni por devolver a Roma su condición de capitalidad política. El recuerdo de su poder omnipotente en el pasado planeaba como una sombra amenazadora en el recuerdo de Europa, por lo que se fomentó el «divide y vencerás» para prevenir el peligro de su resurgimiento, ese risorgimento que al final se convirtió en el lema clave de los patriotas y liberales de los nuevos tiempos, los mismos que acabaron consiguiendo la unidad de Italia.
En la Roma cristiana la heredera de la Curia Senatorial fue la Curia Pontificia, que ocupó su puesto en el plano espiritual. Sin embargo, su poder fue asimismo omnímodo, subyugador, y no menos agresivo. Entre tanto las pétreas ruinas de la ciudad pagana, aflorando por entre los pastizales que cubrieron los espacios más emblemáticos de la vieja urbe, abandonados y expoliados, se fueron convirtiendo en los testigos parlantes de su pasada grandeza, que con el tiempo se harían oír, como vamos a ver en las páginas que siguen.
El presente libro es fruto de mis viajes de estudios a Roma como profesora de Arqueología de la Universidad Complutense, viajes en los que también me he sentido peregrina y romera que gusta de perderse por sus calles, sentarse en sus escalinatas y hablar con sus gentes. Durante muchos años he explicado a mis alumnos, como tema impuesto por el programa de una asignatura, la topografía de Roma, y ha sido para mí motivo de orgullo recibir, a lo largo de los años, numerosas tarjetas con las vistas más emblemáticas de la ciudad y el cariñoso mensaje de aquellos que, al finalizar sus estudios, la visitaban y podían, gracias a mis explicaciones, «prescindir de guía», como yo les decía que podrían hacer si seguían con regularidad mis clases y leían los libros y textos aconsejados.
Comencé a escribir estas líneas a mediados de abril del 2000, recién llegada de una Roma a la que dediqué parte de mi año sabático, con la retina llena de sus imágenes monumentales y de las ruinas que apuntan por doquier en sus calles y plazas. Continué trabajando en este libro durante un par de años y luego, casi a punto de terminarlo, tuve que abandonar su redacción. Las cosas son como son y la vida manda. Sin embargo, no quiero que mis estudios y experiencias vividas en la «Ciudad Eterna» se queden en el fondo de un cajón, así que retomo mi empeño, contenta de tener que hacer el esfuerzo de su puesta a punto. La jubilación ofrece una nueva dimensión al tiempo.
He visitado la ciudad en años posteriores, siempre en estancias breves, verificando datos, apurando los días hasta el agotamiento físico y lumínico, pero en mi recuerdo ha prevalecido la del año 2000, año de jubileo, por la impresión que me produjo la capacidad de convocatoria del Vaticano. Los peregrinos, procedentes de todo el mundo y pertenecientes a todas las etnias, recorrían sus calles infatigables, admirados. Cada grupo caminaba tras su guía, que solía enarbolar algún banderín distintivo como inconfundible reclamo, hasta llegar a la incomparable plaza de San Pedro del Vaticano abarrotada de «peregrinos-romeros», insensibles al desaliento ante las largas colas de espera que tenían que hacer para entrar en el interior del templo o ver al Santo Padre asomarse a la «ventana de las apariciones».
De esta bella ciudad dijo Lord Byron que era «un irrepetible y único museo al aire libre» y, cabría añadir, que «el más grandioso de los yacimientos arqueológicos conocidos y aún por explorar en su totalidad». Afortunadamente, las excavaciones y restauraciones continúan su constante proceso de recuperación del pasado y es de esperar que, con el tiempo, el centro monumental de la urbe emerja en su totalidad.
Roma es en la actualidad una ciudad vibrante, única, a la que hay que saber entender y aceptar tal y como es para poder disfrutarla. Hay que perderle el miedo, al igual que se hace cuando se cruza por sus pasos de cebra, confiando en que los expertos pies de los conductores pisarán el freno a tiempo. Hay que hablar con sus gentes, comer sus pastas, sus pizzas y sus helados. Y, sobre todo, no olvidar que cuenta con tres mil años de historia.
Pasar una buena temporada en Roma, caput mundi en el emblemático año 2000, fue un hecho de gran transcendencia en mi carrera vital. Encontré a la ciudad en parte rejuvenecida después de recuperar la primitiva epidermis de muchos sus viejos monumentos, entre los que había recibido un trato especial la fachada de la Basílica de San Pedro que, desde entonces, reluce con singular esplendor. Desgraciadamente, peregrinos y romeros no podremos rejuvenecer nuestra piel, pero sí nuestra mente, recordando nuestros viajes y las experiencias vividas entre sus ruinas, sus iglesias, sus museos, sus fuentes, sus calles, etc.
No puedo olvidar además que mis comienzos en el mundo de la Arqueología fueron el estudio y conocimiento de Roma de la mano del insigne arqueólogo Antonio García y Bellido, al lado del cual me formé profesionalmente. Los procesos iniciáticos se marcan en la memoria con huellas indelebles, y aún recuerdo que la primera clase que tuve que impartir, como profesora ayudante, fue sobre «los materiales romanos de construcción», tema áspero que preparé haciendo un gran esfuerzo. Desde entonces, cuando contemplo las sólidas ruinas, osamentas petrificadas del casi indestructible opus caementicium, los paramentos en colmena del llamado opus reticulatum, los magníficos ladrillos bipedales con que se construyeron las roscas de los arcos, las grandes tegulae de las cubiertas, los pavimentos musivos, el summum dorsum de las calzadas, etc., no puedo dejar de rememorar mi primus dies y recapacitar acerca de la sabiduría práctica de los arquitectos e ingenieros romanos.
El propósito de este libro sobre la antigua Roma es ofrecer una síntesis útil, de fácil consulta, a cuantos deseen estudiar su historia y la de sus monumentos arqueológicos. En él he tratado de incluir cuantos datos me han parecido esenciales para una primera aproximación al tema. Además, en las notas que aparecen a pie de página, he procurado ofrecer una información particularizada sobre los personajes y hechos más destacados a los que se hace alusión, para que, en cada caso, los lectores y estudiantes no especializados en dichos temas puedan recordarlos.
En lo que se refiere al devenir de sus célebres colinas, espacios públicos, edificios y monumentos más emblemáticos, en los cuales el pasado y el presente se hallan trabados de forma indisoluble, he tratado de resumir su continuidad histórica, sin pretender profundizar en los aspectos referentes a los siglos que van del VI al XXI, pero señalando los avatares sufridos hasta llegar a su estado actual.
En Roma (la única, la eterna) hay muchas Romas: la republicana, la imperial, la catacumbal, la medieval, la renacentista, la barroca, la neoclásica, la de los tiempos modernos y modernísimos. Por esta razón, los romanos suelen exclamar: «¡Roma è molto stanca!» en su afán de consolar a los exhaustos turistas, visitantes o estudiosos que intentan, en tan solo unos días, la aventura imposible de su integral recorrido. Mi interés se ha centrado en la arqueología de la ciudad de las siete colinas, tal y como yo la explicaba en clase año tras año, sin abordar, por razones de programa, el devenir de la ciudad a partir de Medievo y sin detenerme, por supuesto, en la descripción de sus innumerables iglesias y edificios singulares. Sin embargo, en mi recorrido me veía obligada a hablar de los monumentos que nos salen al paso por doquier como parte ineludible del paisaje urbano. Y porque están ahí, me parecía y me ha parecido oportuno describirlos, aun a riesgo de desviarme de mi principal objetivo.
Soy consciente de que, a pesar de mis buenos propósitos, me he visto obligada a realizar muchos recortes, siguiendo un criterio personal tal vez no siempre atinado, sobre todo en lo que se refiere a las menciones que hago de los monumentos renacentistas y barrocos, por los que paso sin profundizar con el fin de no sobrepasar ese punto medio, ponderado por los antiguos y necesario para que el libro sea de fácil consulta y no se caiga de las manos. En cualquier caso, ruego al lector que considere que mi visión de Roma es personal y que responde a mi forma de verla y de sentirla, razón por la cual asumo cuantas críticas pueda merecer. Segura estoy de que serán muchas y variadas, pero es un riesgo inevitable. Lo importante es que la protagonista, por encima de todo, es Roma, siempre poderosa y bella, vivaz y urbana, a pesar de que las fotos que realizamos cada uno de nosotros, los actuales peregrini, con nuestras cámaras digitales desenfoquen las imágenes que hubiéramos deseado captar bien y transmitir mejor.
1 Cruzando la «Via di Ripetta» desde el Ara Pacis, puede verse en la fachada sur de la iglesia de «San Rocco» una placa de mármol en la que se hallan registradas las grandes inundaciones del Tíber antes de la construcción de los diques del «Lungotevere» a finales de la década de 1870-80.
2 Se ha relacionado el nombre del sacerdote de mayor rango, en la religión romana, con el cargo o condición de constructor de puentes. Sin embargo, también hay filólogos que hacen derivar este vocablo de posse facere, es decir, «poder hacer», aludiendo a la potestad de realizar los sacrificios sagrados.
I. LA NATALIS ROMAE
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La fecha legendaria de la fundación de Roma, el 21 de abril del año 753 a.C.1, aparece incrustada con tal fuerza en las páginas de la Historia que bien merece ser tenida por cierta. De hecho, como tal se ha impuesto, y así lo proclama anualmente el gozoso repicar de la Patarina. Esta célebre campana de la torre del Palazzo Senatorio, que solo deja oír su metálica voz en ocasiones solemnes, recuerda cada 21 de abril a los romanos y al mundo entero la natalis Romae, aniversario sacralizado y legitimado por la fuerza de la tradición2.
Los vestigios de chozas hallados en el Palatino, así como las tumbas aisladas encontradas en el Foro y en el Esquilino, y los restos arqueológicos exhumados recientemente en el Capitolio, confirman que el poblamiento del área romana data de la Edad del Hierro, es decir, del siglo X a.C., a pesar de los argumentos esgrimidos por los tradicionalistas que defendían la del siglo VIII a.C., para hacer coincidir el mito con la Historia. Por lo tanto, a la Arqueología le corresponde la tarea de ir, poco a poco, llenando de contenido esos dos siglos de ocupación humana que median entre ambas fechas: una documentada por los vestigios materiales aparecidos, y la otra considerada desde hace siglos como el punto de arranque de la historia de la ciudad del Tíber.
Lo verdaderamente importante es comprender que a partir de ese supuesto primus dies la historia de Roma se perfiló, ininterrumpidamente, como la gesta de todo un pueblo unido por un proyecto común del que siempre fue consciente y del que se sintió orgulloso. Reflejos de esa conciencia colectiva son los vestigios míticos y arqueológicos que, con el tiempo, han asumido el papel de símbolos carismáticos de la Roma eterna. A la fecha de la natalis Urbis hay que añadir la emblemática figura (etrusca o medieval) de la loba capitolina3, la Mater Romanorum, con sus gemelos postizos, añadidos por Pollaiuolo en el siglo XVI, y las letras que conforman la elocuente sigla de SPQR (Senatus Populusque Romanus), repetida por doquier y que aún hoy puede verse en las tapas de registro de las arquetas del alcantarillado ciudadano.
¡El Senado y el pueblo romano! De hecho, ambos han sido los verdaderos protagonistas de la historia de Roma y así se trasluce en la mayoría de las páginas que sobre ella se han escrito. La fuerza de este singular binomio justifica que la conclusión última de cuantos historiadores han profundizado en el pasado de Roma haya sido muy similar. Pueden citarse como ejemplo a dos de los más grandes, separados por los siglos, pero unidos por el profundo conocimiento que ambos llegaron a tener del devenir de la ciudad eterna: Tito Livio y Mommsen.
Cuando en época augústea Tito Livio4 se propuso escribir su conocida obra Ab Urbe condita libri, la historia del «pueblo príncipe», desde la fecha de la fundación de la ciudad hasta los comienzos del Imperio, tuvo que empezar por refundir toda la información contenida en la Analística para conseguir redactar una síntesis patriótica y moralizadora, cuyo fin último era justificar el legítimo orgullo del pueblo romano ante los logros alcanzados con su esfuerzo y sacrificio. Convencido republicano, pudo escribir su obra a instancias del emperador Augusto sin traicionarse a sí mismo, ya que nunca se desvió de su idea básica: demostrar que el dominio del mundo, el gran imperio universal (el sueño del malogrado Alejandro Magno), había sido posible gracias al esfuerzo de todos los romanos, regidos por un Senado de respetables campesinos, orgullosos de las arrugas de sus rostros y de los callos de sus manos, ásperas por cavar la tierra y guiar el arado. El resultado no había sido otro que la gloria de la República y, por ende, la de Roma.
Como ilustración de la profunda añoranza que animó a los puristas republicanos, nada más elocuente que contemplar la magnifica galería de retratos de la época (siglos II-I a.C.) que han llegado hasta nosotros5. Son, en su mayoría, rostros de personajes anónimos con expresiones tan realistas, tan falsamente espontáneas, que dejan huella imborrable en el espectador. Además, resultan históricamente familiares, porque se intuye que son esos «famosos desconocidos» de los que habla Poulsen6, miembros de las poderosas familias de la oligarquía senatorial citadas por las fuentes escritas y que jugaron un papel decisivo en la historia de Roma.
Junto al protagonismo del pueblo romano, en las directrices de la obra de Tito Livio, marcaron rumbos preferentes las grandes fuerzas constructivas del pasado: el respeto a los dioses, la moral tradicional, el espíritu de sacrificio y el amor a la patria, valores de profunda raigambre popular en los que él creía, como convencido republicano. Todos ellos fueron, a su vez, ensalzados y sabiamente manipulados por Augusto como instrumentos políticos, al servicio de la renovación estatal que suponía la implantación del Imperio. De esta suerte, la versión de la historia de Roma escrita por Tito Livio vino a coincidir, en último término, con la estrategia populista imperial.
En cuanto a Mommsen7, el mejor conocedor de la historia y de la cultura romanas a finales del siglo XIX, se puede constatar que sus conclusiones se acercan a las de Tito Livio. En el prólogo de su obra magna, Historia de Roma, sintetizó su visión personal sobre la misma aseverando que el Imperio romano fue un largo y duro proceso de integración, cuyo único protagonista fue siempre el mismo: el pueblo romano, obligado, a su pesar, a mantener un pulso bélico con sus vecinos para poder sobrevivir. Cabe pensar que Mommsen, como hombre de su tiempo, se dejara seducir en sus apreciaciones por los últimos destellos del romanticismo, pero a la postre, ese hacerse malgre lui que solía subrayar con personal acento en sus clases magistrales otro gran maestro de la Historia y de la Arqueología, el profesor Blanco Freijeiro8, subyace en la gesta histórica del pueblo que en la Antigüedad, regido por un Senado que decidía desde su sede, el noble edificio de la Curia, llegó a ser el indiscutible dueño del mundo.
Hechas estas consideraciones previas, imprescindibles para poder penetrar en el complejo entramado de la historia de Roma, y volviendo al primus dies, a la fecha de su fundación, obligado es recordar que ya Tito Livio se encontró con los mismos problemas que todavía se plantean en la actualidad al intentar rastrear los orígenes de la ciudad. A pesar de que recientes excavaciones y estudios van permitiendo precisar la realidad cultural y cronológica de los primeros asentamientos sobre el Palatino y el Capitolio, lo cierto es que sus inicios se siguen solapando entre las fábulas que, como decíamos al principio, la tradición ha consagrado.
La solución adoptada por Tito Livio no pudo ser otra que la de recoger y repetir las noticias vigentes en su época. Sus fuentes de información fueron la Analística romana y la Historia de Polibio9, considerado como el primer representante de la historiografía pragmática. En ellas, como puede comprobarse, no pudo encontrar otros datos que los que, hasta hace pocos años, se venían manejando.
Hay que tener en cuenta que la historia de la ciudad de Roma se corresponde con la de uno de los imperios más vastos de la civilización europea y mediterránea, un modelo a imitar desde hace dos milenios en el que, ya en el siglo I a.C., se habían consolidado los mitos acerca de su fundación, al tiempo que se consideraba evidente su predominio sobre el resto de los pueblos del orbe conocido10.
En consecuencia, aunque son muchas y variadas las fuentes que se manejan para reconstruir la historia de Roma y rastrear sus orígenes, como veremos, la fecha mítica del 21 de abril del año 753 a.C. se mantiene viva, aunque las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo recientemente en el Palatino obliguen a situar sus comienzos en el siglo X a.C., como hemos señalado y comentaremos más adelante.
1 Las leyendas existentes, tanto en torno a la etimología del nombre de Roma como a la fecha de su fundación, son numerosas, como más adelante veremos. La fecha que finalmente se impuso fue la propuesta por Varrón, erudito del siglo I a.C.
2 El 21 de abril se celebraban en Roma las Parilia (o Palilia), en honor a Pales, el ancestral numen protector de los ganados y de la vida pastoril. Esta divinidad, venerada, a veces, como un genio masculino y otras como una diosa, carecía de leyenda y su nombre se solía asociar al del Palatino. En el transcurso de esta festividad se encendían grandes hogueras de paja y de la maleza arrancada de los campos de cultivo y sobre ellas se saltaba, al igual que hacemos hoy nosotros, el 24 de junio, en la noche de San Juan.
3 Recientemente se ha desechado su origen etrusco, ya que su restauradora Anna María Carruba ha demostrado que se trata de un bronce medieval. Sin embargo, esta noticia ha hecho poca mella en la mentalidad colectiva romana ante la cual la célebre loba no ha perdido su mítico significado.
4 Tito Livio nació y murió en Padua (59 a.C.–17 d.C.). Orgulloso de sus orígenes, nunca renegó del característico acento de su hablar, propio de esta región septentrional de Italia, a pesar de las críticas de sus contemporáneos por su patavinitas. Republicano convencido, fue en su juventud testigo presencial de las luchas entre Pompeyo y César, y el fin de la República se convirtió para él en motivo de constante añoranza. Se trasladó a Roma después de la batalla de Actium (31 a.C.) y pronto alcanzó en dicha ciudad un gran prestigio como historiador. Llevó, siempre, una vida retirada, lejos de la política y las intrigas de las clases poderosas. A pesar de sus diferencias ideológicas, llegó a disfrutar de la amistad y la confianza de Augusto, por cuyo encargo escribió su gran obra, Ab Urbe condita libri, compuesta por 142 libros, de los cuales solo se conservan 35. En ellos se narraba todo lo acontecido desde la llegada de Eneas a Italia, hasta la muerte de Druso, acaecida en el 9 d.C.
5 Schweitzer, B., Die Bildniskunst der römischen Republik, Leipzig, 1948
6 Poulsen, Fr., «Probleme der Datierung früromishe Porträt», A. Arch., 13, 1942, pág. 178 y ss.
7 Teodoro Mommsen (1817–1903) famoso historiador y filólogo alemán, considerado como el padre de la Historia Moderna. Fue profesor de Historia Antigua en Leipzig y Berlín y autor de numerosas obras científicas. Entre ellas destaca su Historia de Roma (1854–56). Fue elegido miembro del Parlamento prusiano en 1873 y en 1902 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.
8 Blanco Freijeiro, A., (n. en Marín, Pontevedra, en 1923 y m. en Madrid, en 1991) fue catedrático de Arqueología en la Universidad de Sevilla y en la Complutense de Madrid. Autor de numerosas obras y artículos fue discípulo personal de Antonio García y Bellido y maestro indiscutible de muchos de los profesores de Arqueología que, en la actualidad, imparten clases en nuestras universidades. Véase: «La República de Roma», en Historias del Viejo Mundo, de Historia 16, nº 12.
9 Polibio (†ca. 120 a.C.) fue un famoso historiador griego, comandante de la caballería de la Liga Aquea que apoyó a Perseo, rey de Macedonia, en su lucha contra Roma. Vencido este reino por L. Emilio Paulo (hijo del Emilio Paulo que perdió la vida en Cannas) en la batalla de Pidna (168 a.C.), fueron deportados como rehenes a Italia muchos nobles aqueos, partidarios del monarca vencido. Polibio tuvo la suerte de ser acogido en el hogar de Paulo Emilio, con cuyo hijo, Escipión el Joven, mantuvo una gran amistad. Volvió a Grecia en el 146 a.C. cuando esta se convirtió en provincia romana y trató, por todos los medios a su alcance, de mejorar la suerte de sus compatriotas. En contrapartida, fue defensor de la helenización de los vencedores. Su Historia de Roma, que abarcaba desde el 221 a.C. hasta el 146 a.C., constaba de 40 libros. De todos ellos solo se ha conservado el primero. Fue uno de los principales representantes de la llamada historiografía pragmática, en tanto y cuanto trató de exponer los hechos relacionados con sus causas.
10 Virg., En., VI, 791–796.