La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano

en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia

la que se dirigían dos discípulos desesperanzados

cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

David Masobro

La casa de las pequeñas alegrías

Colección Emaús 138

Centre de Pastoral Litúrgica

Director de la colección Emaús: Josep Lligadas

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

Dibujo de la cubierta: realizado por un interno del Hospital Psiquiátrico de Sant Boi.

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235 – Fax (+34) 933 184 218

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Edición digital: febrero de 2017

ISBN: 978-84-9805-991-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A mi familia y esposa

Introducción

Dice un proverbio zen que “las cosas grandes son grandes; en cambio, las cosas pequeñas son grandes si las miramos de cerca”. Esto es lo que he intentado mostrar en estas páginas. En lugares donde pocas veces hay curaciones y grandes acontecimientos he encontrado “pequeñas cosas” que son como gotas que llenan de color y claridad toda una vida. En cualquier lugar hay coraje, generosidad, amistad, solidaridad, amor incondicional… Depende de nosotros hacer de nuestra existencia una casa de amor y de acogida. De hecho, al final de nuestra vida seremos tan solo amor dado y derramado por Dios, como un regalo, en nuestros corazones.

“… ¡Ay! Como no podemos salvarlo todo, aprendamos, al menos, a preservar la casa del amor. Que venga la peste, que venga la guerra y, con todas las puertas cerradas, nosotros os defenderemos hasta el fin, si estáis a nuestro lado. Entonces, en lugar de una muerte solitaria, llena de ideas y alimentada de palabras, conoceréis la muerte acompañados, confundidos con nosotros en el terrible beso del amor. ¡Pero los hombres prefieren la idea!” (De la obra de teatro Estado de sitio de Albert Camus).

1. Cuento de Navidad

En aquel momento, Jesús, lleno de alegría por el Espíritu Santo, dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que ocultaste a los sabios y entendidos. Sí, Padre, porque así lo has querido” (Lucas 10,21)

Una de las cosas que más me ha impactado de los años compartidos con enfermos que sufren trastornos mentales graves ha sido cuando veo que un paciente, saliendo de su círculo cerrado de aislamiento y marginación, es capaz de salir de sí mismo, descentrarse y ayudar a otra persona.

En el pabellón donde colaboraba me sorprendió muy gratamente ver cómo un enfermo, cada día al acabar de desayunar iba, a ver a otro paciente, mayor, con demencia y que vivía atado en una silla de ruedas. Recuerdo que no lo dejaba solo ni un momento, que le daba de comer y le explicaba chistes que le hacían reírse a carcajadas.

Pasó el tiempo, y el señor mayor de mi historia murió de repente, un fin de semana. Dejé de ver a aquel chico que le hacía reír… Un día, yendo al pabellón donde colaboraba, me lo encontré paseando. Recuerdo sus ojos claros y su expresión de paz un poco extraña. Le saludé y le dije: “Recuerdo que venías al pabellón y que cuidabas a aquel señor mayor que murió hace unos meses”.

Él me dijo: “Sí, era yo. Y, ¿sabes por qué lo hacía? Pues porque yo soy el niño Jesús y he venido a este mundo a cuidar y a dar alegría a los demás. Sobre todo a los que están más enfermos. A estos yo les curo las enfermedades y absorbo sus dolores”.

Ante esta explicación, no supe qué decir. Con el tiempo y reflexionando, pensé: ¡Hacía tiempo que no escuchaba una definición tan buena de quién es Jesús! Es la teología de los pequeños en este mundo, pero grandes en el Reino de Dios.

2. ¿Quién eres, Dios?

Mira, yo estoy llamando a la puerta: si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos (Apocalipsis 3,20)

Es Semana Santa en el Hospital. Los árboles del jardín se llenan de flores, como los ojos de los enfermos se llenan de esperanzas. Esperanzas de curarse, de recibir la visita del familiar o del amigo, de que alguien les invite a un bocadillo o a un café.

Es Semana Santa y algunos estamos preparando la celebración de la Vigilia Pascual. La puerta de la iglesia está entornada pero abierta. De repente, un hombre llama a la puerta y entra tímidamente. Va vestido casi de etiqueta y lleva un sombrero muy elegante. Camina tranquilamente por la iglesia, se dirige a mí y me dice: “Buenas tardes, soy Dios, ¿queréis que os haga algún milagro?”. Me quedo en estado de “shock” y le digo: “Pues… bien… ahora mismo no, pero siéntese por favor y si lo necesitamos ya lo llamaremos, muchas gracias”. Y continuamos preparando la celebración. El tiempo se nos echa encima y aún hay que colocar las sillas. Y pienso: ¡este Señor nos puede ayudar! Y efectivamente lo hace con una sonrisa y con mucho gusto. Se puede decir que “Dios” nos ha ayudado a colocar las sillas.

Por la noche, mientras rezo me pregunto: Realmente, ¿quién eres Dios? ¿Cómo eres? Y me viene a la cabeza el episodio de aquella tarde. Dios es aquel que entra bondadosamente en tu vida de cada día, en tu historia, con dulzura y tranquilidad, ofreciéndose Él mismo, sin enviar a nadie más. Dios es aquel que siempre está atento a tus necesidades y te quiere ayudar. Solo hace falta que encuentre abierta la puerta de tu corazón. ¡Y entrará! Aunque la encuentre entornada.

3. Volver a vivir

Nosotros hemos pasado de la muerte a la vida, y lo sabemos porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama, aún está muerto (1 Juan 3,14)

Hace unos años conocí a Juan. De la primera impresión que tuve, recuerdo su extrema delgadez, sus grandes ojos hundidos y su mirada fija, vidriosa y perdida. Decía pocas palabras, la mayoría de las veces se limitaba a decir “no”. No quería comer, ni afeitarse, ni jugar al dominó con otros pacientes.

Fueron pasando los días y, semana a semana, mes a mes, su actitud fue cambiando. Ya comía más, engordó y, un día, de repente, sin decir una sola palabra, se puso a jugar al dominó con los otros compañeros.

Su recuperación fue emocionante. Ahora ya era uno más entre los demás pacientes: hablaba por los codos, reía y explicaba historias de su pueblo. Su mujer, al ver la recuperación, no podía contener las lágrimas de alegría. Yo lo viví como una resurrección, en un tipo de Hospital en el que, sinceramente, ves pocas historias de recuperación. Aproximadamente al cabo de un año, Juan recibió el alta médica y regresó a casa.

Pero la historia no acaba aquí. Un sábado vi a Juan. Iba vestido con ropa de calle y su aspecto era sonriente e inmejorable. Nos saludó a todos con afecto y ternura y se puso a jugar con nosotros toda la mañana. Después, entró en el pabellón y saludó a los enfermeros, a los auxiliares y a todos los enfermos que conocía. Fue viniendo al Hospital durante un año. Cuando yo volvía a casa me acompañaba hasta la estación de metro y me explicaba cómo le iba su nueva vida junto a su mujer y sus hijas. Un día me comentó: “Vengo al Hospital cada sábado porque estoy tan agradecido de como me han tratado aquí que me gustaría devolverles aunque fuera solamente una pequeña parte de todo lo que he recibido”.

Para mí, como creyente, el caso de Juan fue una verdadera resurrección. Juan pasó de la muerte a la vida. Y no solo eso. Pasó de la muerte a ser no solo un ser vivo sino a una vida que da vida.

4. Me confundí (carta)

Mientras conversaban y discutían, Jesús mismo se les acercó y se puso a caminar a su lado. Pero, aunque le veían, algo les impedía reconocerle (Lucas 24,15-16)

Querido Antonio, me llamo David. Quizá ya no te acuerdas de mí. Es normal. ¡Supongo que conoces a tanta gente! Recuerdo un día que yo iba paseando con aquel compañero tuyo, aquel chico joven que tenía el cerebro destrozado por las drogas. Sí, aquel chico alto y delgado que tenía barba y se sentía triste por todo lo que había hecho sufrir a su madre cuando él consumía... Pese a todo, decía, mi madre continúa viniéndome a ver... no hay amor más grande... Te recuerdo bien. Ibas vestido con un pijama azul, sucio, lleno de manchas de café y agujereado por quemaduras de cigarrillo. Tu cabello era largo, negro, limpio y desordenado y tus ojos eran tan oscuros y abiertos como la inmensidad de un lago. Recuerdo que te acercaste a nosotros y con los ojos llenos de lágrimas nos pediste un cigarrillo. Yo te dije: “No llores”, y mi compañero te dio un cigarrillo rubio. Dejaste de llorar inmediatamente. Recuerdo tus dedos quemados por las veces que te dormías con el cigarrillo encendido en los largos ratos de soledad en los jardines del Hospital. Estuviste caminando y fumando a nuestro lado y, de repente, hablaste. Nos dijiste: “Una pregunta: Yo... debo de ser Dios, ¿verdad?”. Y yo te miré y te dije: “No, tú eres Antonio”. Y es en este momento cuando me confundí. Realmente tú eras Dios. Eras el mismo Dios que, pequeño y pobre, habías venido a visitarnos y caminabas a nuestro lado, como aquella vez con los discípulos de Emaús. Eras Dios llagado y suplicante que llamaba a la puerta de nuestro corazón... No sé si te sentiste querido y acogido. Perdóname Antonio. Perdóname Dios.