[1] Sus críticos se quejan de la influencia que ha ejercido sobre Chesterton el reaccionarismo inteligentísimo de Hilaire Belloc, y aun quieren relacionar esta influencia con ciertos flaqueos literarios de Chesterton. Pero la guerra –confiesan todos– nos devolvió un Chesterton renovado en generosidad y valor. Por desgracia, Chesterton cayó enfermo a poco, y hoy la crítica espera con inquietud sus nuevos libros (1919).
[2]El Napoleón de Notting Hill parece haber inspirado algún episodio de «La Moneda Rota».
[3] El hombre torcido que anduvo una milla torcida.
[4] Juego de palabras: Bull quiere decir toro.
[5] «Oh, just the Syme». «The same» –el mismo–, y «the syme» –el Syme–, tienen, en el inglés popular de Londres, una pronunciación parecida. (N. del T.)
[6] Equivoco sobre la palabra inglesa spectacles. (N. del T.)
G. K. Chesterton
EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción de Alfonso Reyes
Prólogos de Felipe Benítez Reyes y Alfonso Reyes
ESPUELA DE PLATA - SEVILLA MMX
Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento, basado en una ilustración de Ludwig Hohlwein
© Prólogo: Felipe Benítez Reyes
© 2010. Ediciones Espuela de Plata
ISBN: 978-84-15177-51-7
1. Boceto de G. K.
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) ejemplifica como pocos la idea común –y por tanto quizá descabellada– del escritor como individuo genial. Hombre de genio y de talento incluso desmesurado, su obra –la apreciación será de Borges– «no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad».
Resulta curioso que a Chesterton pueda aplicársele, como rasgo definitorio del carácter que se le adivina a través de sus libros, un escueto informe escolar realizado por uno de sus maestros cuando el escritor tenía quince años: «Un gran aturdido con mucha inteligencia».
Realmente, en la obra de Chesterton se transparenta un gozoso aturdimiento: todo le sorprendía, le maravillaba y le provocaba entusiasmo.
Chesterton entendió el mundo como regalo, como una enorme caja de sorpresas en la que el milagro y el misterio podían llegar a ser acontecimientos cotidianos sin dejar por ello de ser acontecimientos prodigiosos. Su biógrafa Maisie Ward escribió: «La vida era para él una historia narrada por Dios; la gente que había en ella eran los personajes de esa historia. Pero, pues la historia era narrada por Dios, se trataba literalmente de una historia mágica, un cuento de hadas, una narración llena de maravillas creadas por una voluntad divina».
Su peculiar fantasía fue el arma que esgrimió contra lo que consideraba el mayor enemigo de la civilización moderna: el pesimismo. Gozosa y radiante, la literatura de Chesterton resulta un antídoto contra los ingenios sombríos: sus ficciones se valen de la oscuridad y de lo siniestro para realzar el triunfo de la luz y de la alegría.
Una de las grandes pasiones de G. K. Chesterton fue la de la discusión. De adolescente, presidió el Junior Debating Club, «grupo de niños –según Maisie Ward– que se reunían para comer bollos y criticar el universo». (Mrs. Cecil Chesterton –cuñada de G. K.– cuenta por su parte que el joven Chesterton acostumbraba a vagar por la casa familiar a todas horas y que se ponía loco de alegría si encontraba a su hermano menor dispuesto a discutir. La leyenda familiar incluía el episodio de una discusión que duró dieciocho horas y media).
En realidad, la obra ensayística de Chesterton no es en esencia otra cosa que una magnífica discusión con un interlocutor invisible que a veces tomó cuerpo en personas que se llamaron George Bernard Shaw o H. G. Wells.
Chesterton estrenó tinta de imprenta en el Debater, órgano de opinión del adolescente Junior Debating Club; en el primer número, el jovencísimo Chesterton firmó un texto sobre los dragones cuya frase inicial resulta ya inconfundiblemente chestertoniana: «El dragón es la más cosmopolita de las imposibilidades».
Chesterton mantuvo durante toda su vida el gusto por el periodismo de opinión. Ninguna otra tribuna más apropiada que un periódico, desde luego, para un polemista entusiasmado de serlo. Tras su participación en el Eye Witness –fundado por su hermano Cecil y dirigido tras la muerte de este por el propio Gilbert– fundó el G.K.’s Weekly, semanario que –aparte de costarle el dinero– dirigió de manera bastante irregular: dejando todo el entresijo de su funcionamiento en manos de sus empleados y limitándose él a las columnas y los editoriales que redactaba.
El talante del G.K.’s Weekly puede intuirse en el siguiente párrafo que –tras un planteamiento de cambio en la línea editorial– pudieron leer los seguidores de la publicación: «Nos complacería que, por sólo esta semana, nuestros lectores mostrasen el tacto de retirarse y dejarnos solos. Nos hallamos en una condición hegeliana, una condición no tanto de Ser como de Devenir. Y ninguna persona generosa debería espiar a un semejante que está sufriendo la horrible y degradante experiencia de ser hegeliano».
Chesterton dijo que G. B. Shaw entendía todo en la vida, salvo sus propias paradojas.
A esa misma catalogación de paradojista fue a parar Chesterton, y ya se sabe que tal catalogación suele conducir a la mayor de las paradojas: descalificar al paradojista no en función de la eficacia de sus paradojas, sino sencillamente por ser un paradojista, como si el hecho de serlo implicase el padecimiento de una enfermedad mental. Ya Hilaire Belloc (en su libro, de escaso interés, On the Place of G.K. Chesterton in English Letters) avisó del riesgo de tildar a Chesterton de mero paradojista, y en especial del riesgo de entender por paradoja una «tontería por medio de contradicción» y no una «iluminación mediante una yuxtaposición inesperada». Alfonso Reyes, por su parte, escribió: «En apariencia, Chesterton es un paradojista. Pero, a poco leerlo, descubrimos que disimula, bajo el brillo de la paradoja, toda una filosofía sistemática. Sistemática, monótona: cien veces repetida con palabras y paisajes muy semejantes a través de todos sus libros». (En realidad, no existen muchos motivos para pensar que debajo de un brillante paradojista no pueda disimularse de forma legítima un filósofo sistemático, de igual modo que es posible que tampoco resultase complicado hallar a un paradojista sistemático disimulado con toda legitimidad bajo la apariencia de un filósofo. Todo sería, no sé, cuestión de buscarlo.)
Como la de tantos grandes autores, la biografía de G. K. Chesterton no presenta grandes tumultos, aunque sí algunos rasgos pintorescos: era despreocupado en el vestir, desconocía el valor del dinero, le gustaba beber y escribir sobre el gusto de beber, ignoraba los malabarismos que tienen como resultado un nudo de corbata y se enorgullecía de ser un fumador de auténtico vicio. Acabó siendo católico en un país anglicano, le divertían los chistes en torno a su obesidad, mantuvo fidelidad a su esposa y siempre se sorprendió de su fama literaria.
2. Boceto de Domingo
En 1908, cuando su autor contaba treinta y cuatro años, se publicó El hombre que fue Jueves (Pesadilla), novela precedida en la bibliografía chestertoniana por títulos narrativos como El Napoleón de Notting Hill (1904) o El club de los negocios raros (1905).
En el prólogo a su versión castellana, Alfonso Reyes supone que El hombre que fue Jueves es «una novela policiaca, pero una novela policiaco-metafísica, verdadera sublimación del género».
Se trata El hombre que fue Jueves, en efecto, de una novela acogida a los esquemas de las historias de policías y malhechores, pero acogida asimismo a una fórmula de fantasía que sólo mantiene en común con las tramas policiales sus signos externos: El hombre que fue Jueves es –como señaló Reyes– una novela de índole metafísica… siempre que por metafísica no quiera entenderse un sufrido y sesudo argumento, pues si algo caracteriza a esta novela es su sentido trepidante de la acción: una acción, sí, metafísica, especulativa y en gran medida abstracta, pero acción indudable. Narración de ritmo preciso y vertiginoso, El hombre que fue Jueves constituye un ejemplo de relato como pieza de relojería: cada acción, cada página, cada detalle en sus justos tiempo y medida.
El subtítulo, Pesadilla, no resulta en modo alguno caprichoso: por toda la novela se expande un clima de irrealidad que en algunos momentos roza la inverosimilitud inquietante de lo onírico. A lo largo de la novela, Chesterton utiliza uno de los recursos más característicos de sus ficciones: presentar un hecho de manera excepcional –y con grandes dosis de sobrenaturalidad– para luego resolverlo de forma implacablemente lógica y en clave de humor. No obstante, este recurso se ajusta de manera más estricta a los relatos que tienen como protagonista al Padre Brown o a Horne Fischer o a novelas como El club de los negocios raros, ya que en El hombre que fue Jueves su resolución puede resultar en gran medida desconcertante.
El gran responsable de ese desconcierto es sin duda el personaje denominado Domingo, figura que recorre como una gran sombra toda la novela y que acaba erigiéndose en su personaje central un sí es no es fantasmagórico.
J. de Tonquédec, en su libro –escrito en 1919– sobre Chesterton, se preguntó a propósito de los protagonistas de El hombre que fue Jueves:
¿Puede darse a tales construcciones el nombre de personajes? Y, ampliando la pregunta, ¿hay siquiera personajes en la obra de Chesterton? En ella vemos pasar ideas fuertemente coloreadas, tesis que se muerden y luchan entre ellas (…) También vemos en ella figuras de neto corte fantástico, que ni siquiera poseen esa armadura interior de ideas y en las que sólo el capricho reúne, modela y dilata a su gusto los rasgos; y, en fin, realmente algunos rostros más individuales, caracterizados por rasgos originales, singulares, pero justamente tan singulares, tan distintos de los que encontramos en la vida diaria, que nos resulta imposible adivinar las personalidades humanas encarnadas en ellos, y que son más bien máscaras que rostros. Por lo demás, todos esos actores no aparecen sino para exponer o valorar por contraste las opiniones del autor: tal es su único papel. Todos hablan su idioma enérgetico, incisivo, rico en colores, humorístico; tienen actitudes irónicas o burlescas y exponen su paradojas (…) Pero todo ese mundo, por muy interesante que resulte, no vive. Con todos sus poderosos esfuerzos de imaginación, en la independencia absoluta de su fantasía, el novelista no alcanza a crear una sola alma. Nunca hace otra cosa que afirmar su propia personalidad: es el único personaje de su obra.
El reproche de Tonquédec puede ser compartido en su planteamiento, pero no en sus consecuencias. (André Maurois, desde una posición más amable, llegó a decir: «Las novelas de Chesterton no son en realidad novelas, sino alegorías en las que cada personaje representa uno de los temas chestertonianos».) Chesterton no se distingue, en efecto, como creador de personajes, entre otras cosas porque la suya –y así hay en todo caso que entenderla y aceptarla– es una narrativa dentro de la narrativa: un desarrollo autónomo de fantasías a lo largo del cual los personajes sólo representan un papel secundario al servicio de la trama en sí. De ahí tal vez el que Chesterton –poco preocupado, o muy indispuesto si se quiere, para la creación de personajes novelescos emblemáticos– atribuyese al Padre Brown, por ejemplo, una larga serie de sucesos o que hiciese lo propio, aunque en menor medida, con Horne Fisher, esa especie de Padre Brown en registro laico y altivo. De ahí, tal vez, que El Napoleón de Notting Hill sea una novela en la que los personajes no representan sino ideas diversas. De ahí que, por ejemplo, El club de los negocios raros constituya una sucesión de peripecias que no parecen requerir siquiera personajes. De ahí, en fin, que El regreso de don Quijote resulte una narración en la que los protagonistas apenas tienen rostro.
Con motivo de la adaptación teatral de El hombre que fue Jueves –casi veinte años después de su publicación–, Chesterton declaró a lo largo de una entrevista:
En un cuento detectivesco ordinario, el investigador descubre que un individuo de amable aspecto, que contribuye a todas las obras de beneficiencia y que ama a los animales, asesinó a su abuela o es trígamo. Creí que sería divertido hacer que el despojamiento de máscaras amenazadoras descubriese benevolencia.
Se asociaba con esta idea meramente fantástica la de que en realidad se puede descubrir mucho bien en los sitios más improbables y que los que estamos luchando unos contra otros quizá luchemos todos por la buena causa. Creo que es mejor que no lo sepamos mientras dura la lucha; el alma ha de ser solitaria, o no habría lugar para el valor.
Sobre este punto el Padre Knox dijo algo muy divertido. Dijo que habría considerado el libro como enteramente panteísta, y su tesis como la de que el bien estaba en todas la cosas, de no ser por la introducción de un personaje realmente anarquista y pesimista. Pero está dispuesto a apostar a que, si el libro sobrevive hasta los cien años –lo que no ocurrirá–, dirán que el anarquista real fue introducido posteriormente por los curas. Pero, aunque mis ideas eran más confusas que ahora respecto a cuestiones éticas y teológicas, había una idea clara en mi espíritu: la de la existencia de una adversario final y de que se puede encontrar a un hombre resueltamente apartado de la bondad.
Algunos me han preguntado qué representa Domingo. En conjunto, y teniendo en cuenta que es un personaje de cuento, creo que se puede decir que representa la Naturaleza, como distinta de Dios. Enorme, ruidoso, lleno de vitalidad, bailando con un centenar de piernas, brillante como el ardor del sol y, a primera vista, algo despreocupado de nosotros y nuestros deseos.
Al final hay una frase pronunciada por Domingo («¿Puedes beber en el cáliz en que yo bebo?») que parece significar que Domingo es Dios. Esta es la única nota seria del libro; el rostro de Domingo cambia, se arranca la máscara de la Naturaleza y se encuentra a Dios.
A pesar de las claves dadas por el propio Chesterton, el personaje de Domingo sigue siendo un enigma caleidoscópico. Y, como tal enigma, sujeto a los caprichos de la interpretación de todos aquellos que sean aficionados a las interpretaciones.
Tonquédec –otra vez– escribió:
Una vez embarcado en ese relato (El hombre que fue Jueves), se encuentran ustedes como en un tren rápido, lanzado a una velocidad loca, que les hace experimentar la fiebre del viaje; pero no tardan ustedes en advertir que se trata de un tren de ensueño, que no va a ninguna parte y que no llega nunca. Porque tampoco aquí nada termina. Indudablemente hay en el libro una página última, pero no se advierte la razón por la cual no puedan seguir otros centenares de ellas a continuación. La madeja no se desenreda, la historia no tiene sentido y los símbolos permanecen impenetrables. Se profieren frases cabalísticas que parecen cargadas de alusiones profundas, pero nadie viene a interpretar tales oráculos. El lector se siente decepcionado.
Como puede comprobarse, Tonquédec no estaba para juegos –casi ningún crítico suele estarlo–, y se daba la, para él, lamentable circunstancia de que El hombre que fue Jueves no es otra cosa que un fascinante juego: la realidad puesta del revés.
Como parche irónico, señala también el quisquilloso francés Tonquédec que esa «decepción» suya no es fruto de «la inteligencia francesa, especial y exclusivamente intelectual» (la cita proviene de La sabiduría del Padre Brown) sino que «los mismos críticos ingleses declaran que de ciertos inventos chestertonianos no consiguen sacar nada en limpio». Para dar contundencia a su suposición, se vale Tonquédec de diversos juicios de críticos que mostraron su perplejidad –gozosa por cierto– ante las invenciones de Chesterton, y reproduce a su vez la interpretación de un tal John Blum del «inverosímil personaje» Domingo: «Un Dios robusto, jovial y demócrata (…) que disimula su extraordinaria piedad bajo modales de individuo brusco y mil imaginaciones burlescas. Es el padre indulgente y débil, que, como Enrique IV, juega con sus hijos y no desdeña hacer el tonto, como suele decirse».
Contempla también Tonquédec la opinión de algunos según la cual Domingo es «el retrato del mismo Chesterton, que ha prestado, deformándolos, sus propios rasgos, incluso los físicos, a su héroe». Así lo supone por ejemplo Alfonso Reyes. Y, si se tiene en cuenta la escena final de la novela (en la que el rostro de Domingo crece descomunalmente), la siguiente impresión, debida al ingenio de G.B. Shaw, parece reforzar el supuesto según el cual Domingo debía bastante a su creador: «Chesterton es nuestro «Quintus Flestrin»[1], el joven Hombre Montaña, una copiosa persona gigantescamente querúbica, que no sólo es grande de cuerpo y espíritu fuera de toda decencia, sino que parece crecer mientras le miras».
(Según cuenta Maisie Ward, algunos opinaron que Chesterton se inspiró en un tal Mr. Baker, director del colegio Saint Paul –del que G. K. fue alumno–, para diseñar la personalidad de Domingo. A saber.)
Sea como sea, lo que sí parece claro es que Domingo acaba resultando un personaje enigmático, equívoco y contradictorio: ¿representación del Mal o del Bien? Tanto da: personaje caprichoso en definitiva. Al fin y al cabo, si Chesterton identificó a Domingo con la Naturaleza, hay que recordar aquella frase suya: «La Naturaleza está siempre buscando lo sobrenatural».
Alfonso Reyes dice en su prólogo: «La novela recuerda a los clásicos del escalofrío: a Poe, a Stevenson; y prolonga un género típico de la lengua inglesa: la aventura enigmática…». Aventura enigmática: nada podría definir con más exactitud El hombre que fue Jueves. Aventura, a fin de cuentas, cuyo enigma más impenetrable resulta ser la aventura en sí. Suma de peripecias que, en efecto, puede desembocar en el disparate o en la trivialidad jocosa, pero suma de peripecias que también puede restaurar la imagen de la literatura en estado puro: un relato que nace y que acaba dentro de la literatura misma.
En cierto modo, hay que aprender a leer a Chesterton: ir reteniendo sus claves, sus trucos, su vertiginoso ritmo conceptual. De ese modo, su obra, de apariencia tan disparatada, se convierte en un perfecto silogismo; su exuberante imaginación, en un calculado juego de espejos; su sentido extravagante y mágico de la realidad, en una reveladora y matemática realidad.
Porque Chesterton representa, desde luego, una vasta y fascinante literatura, pero también una idea –muy particular, muy especial– de la literatura.
Felipe Benítez Reyes
Rota, 1990
[1] Como sin duda recuerdan los lectores, tal era el nombre que los habitantes de Liliput dieron al doctor Lemuel Gulliver.
Gilbert Keith Chesterton es un dibujante cómico de singularísimas dotes: ha ilustrado libros de Monkhouse, de Clerihew, de Hilaire Belloc. Es un orador que aborda lo mismo el problema de las pequeñas nacionalidades que el de la posibilidad del milagro y la poca fe que en él tienen los sacerdotes de hoy en día. Es un político que ha adoptado el implacable procedimiento de vivir en una Edad Media convencional, para poder censurar todo lo que pasa en su siglo. Es un gastrónomo famoso, según creo haber leído en alguna parte y me parece confirmarlo el ritmo sanguíneo, entre congestionado y zumbón, de su pensamiento; antivegetariano y partidario de la buena cerveza; anti-sufragista y enemigo de que nadie se le meta en casa –ni el inspector de la luz eléctrica–, y humano sin ser «humanitarista». Es un escritor capaz de hacerse tolerar y aun desear por un periódico cuyas ideas ataca invariablemente en sus artículos (tal le aconteció durante algún tiempo en The Daily News). Para muchos londinenses, las notas que publicaba Chesterton en The Ilustrated London News eran tan indispensables como el día de campo semanal; y sus polémicas en The New Witness son una alegría para el contrincante, cuando este es un hombre de talento. Como autor teatral de una sola obra, Chesterton ha tenido un éxito inolvidable. En su juventud hizo crítica de arte, y sobre los pintores Watts y Blake ha publicado dos libros tan indispensables como inútiles. Es poeta, verdadero poeta, de un modo valiente y personal. Lamento no poder traducir aquí sus baladas sobre el agua y el vino, tema muy español y muy medieval, por lo mismo que es de todo tiempo y todo país. La canción de Noé tiene este seductor estribillo:
No me importa adónde vaya el agua,
siempre que no vaya hacia el vino.
Su balada contra los vendedores de comestibles es de radiante actualidad. Ha escrito innumerables prólogos y pequeños ensayos, cuya colección completa no ha podido reunir aún el Museo Británico. Diserta con agrado sobre todo autor en quien encuentra una confirmación de sus propias ideas, y aun sobre enemigos de talla gladiatoria, como Bernard Shaw, que lo obliguen a combatir con respeto. Ante los demás enemigos –dice Julius West– Chesterton adopta al instante una actitud insecticida. Es además, filósofo y apologista cristiano. Es novelista. En sus novelas, las figuras de mujer son poco importantes. Sus personajes tienen, de preferencia, los cabellos rojos, azafranados. Es exuberante. Quiere a toda costa hacer milagros. Es, en todo, un escritor popular.
Siempre combativo, de una combatividad alegre y tremenda, tiene un buen humor y una gracia de hombre gordo, una risa madura de hombre de cuarenta y cinco años. Su cara redonda, sus cabellos enmarañados de «rorro», inspiran una simpatía instantánea. A veces, entre el chisporroteo de sus frases, lo estamos viendo gesticular.
Para ser un escritor popular hay que conformarse con los ideales de la época. Pero –advierte sutilmente Sheila Kaye-Smith– hay dos maneras de conformarse con ellos: una consiste en defenderlos; otra, la mejor, en atacarlos, siempre que sea con los argumentos convencionales de la época. Así lo hace Chesterton. Se vuelve contra las teorías «heréticas» (como él dice) en nombre de las conveniencias y el respeto a lo establecido; sí, pero con ímpetu de aventura, poética y no prosaicamente. Ataca las herejías, sí, pero en nombre de la revolución. De aquí su éxito. Su procedimiento habitual, su mecánica de las ideas, está en procurar siempre un constraste: si hay que defender la seguridad pública, no lo hace poniéndose al lado de la policía, sino, en cierto modo, al lado del motín. Si, por ejemplo, hay que demostrar la conveniencia de publicar la segunda edición de un libro (véase el segundo prólogo de The Defendant), no alegará la utilidad de la obra, sino el absoluto olvido en que ha caído la primera edición. Cuando escribe sobre Bernard Shaw, comienza con estas palabras reveladoras: «La mayoría acostumbra decir que está de acuerdo con Bernard Shaw, o que no lo entiende. Yo soy el único que lo entiende, y no estoy de acuerdo con él». La Pequeña Historia de Inglaterra comienza diciendo, más o menos: «Yo no sé nada de historia. Pero sé que hasta hoy no se ha escrito la historia, desde el punto de vista del hombre de la calle, del pueblo, del lector. Y ese será mi punto de vista»: Y concede, en el desarrollo de la vida inglesa, mucha más importancia a los gremios populares de la Edad Media que a las modernas organizaciones del poder colonial y del capitalismo británico. Y la sociedad lectora de nuestro tiempo, en virtud de una ética y una estética que no voy a analizar aquí, aplaude este método de sorpresas.
Además, hay que darse cuenta de que las sorpresas de Chesterton son las sorpresas del buen sentido, y que Chesterton entra en juego cuando estaba haciendo mucha, muchísima falta, algo de buen sentido en las letras de su país. En efecto: la literatura inglesa comenzaba a cansarse del grupo de excéntricos que, en los últimos años del siglo xix, había sucedido a los grandes «victorianos». Chesterton se asoma al mundo con una impresión de aburrimiento. Los paradojistas ya no sobresaltan a nadie. Chesterton se vuelve hacia las virtudes infantiles, hacia los atractivos evidentes y democráticos de la vida. He aquí sus palabras:
Los años que van de 1885 a 1898 fueron como las primeras horas de la tarde en una casa rica, llena de salones espaciosos; quiero decir, el momento anterior al té. Entonces no se creía en nada, salvo en las buenas maneras. Y la esencia de las buenas maneras consiste en disimular el bostezo. Y el bostezo puede definirse como un aullido silencioso.
Aquella gente imposible se quejaba de que la primavera fuera verde y las rosas rojas. Chesterton los llamó blasfemos, reivindicó para sí el derecho de regocijarse ante las maravillas del mundo (un derecho que sólo se debe ejercer cuando no se es bobo, un derecho peligrosísimo), y se entregó desde entonces, francamente, a las alegrías sencillas de la calle y del aire libre. (Con malicia, naturalmente. Para encontrar divertido el mundo no basta proponérselo).
En apariencia, Chesterton es un paradojista. Pero, a poco leerlo, descubrimos que disimula, bajo el brillo de la paradoja, toda una filosofía sistemática. Sistemática, monótona: cien veces repetida con palabras y pasajes muy semejantes a través de todos sus libros. No es en el fondo un paradojista. No niega ningún valor aceptado por la gran tradición popular; no rechaza (al contrario) el honrado lugar común; no intenta realmente desconcertar al hombre sencillo. Gusta más bien de volver sobre las opiniones vulgares y las leyendas, para hacer ver lo que tienen de razonable. No es un paradojista. Bajo el aire de la paradoja, hace que los estragados lectores del siglo xx acepten, a lo mejor, un precepto del Código o una enseñanza del Catecismo. El contraste, el sistema de sorpresas, que es, como dije, su procedimiento mental, es también su procedimiento verbal. Posee una lengua ingeniosa, pintoresca, llena de retruécanos a su manera: sube, baja, salta, riza el rizo encaramado peligrosamente en una palabra, y a la postre resulta que ha estado defendiendo alguna noción eterna y humilde: la Fe, la Esperanza, la Caridad. En la boca de «Syme», personaje de esta novela, pone una sentencia que explica muy bien su situación. La paradoja, dice Syme, tiene la ventaja de hacernos recordar alguna verdad olvidada. Y, en otra ocasión, Chesterton se ha definido a sí mismo como un apóstol de las verdades a medias. Es decir, como un apóstol de la exageración. Y en verdad, Chesterton, más que un paradojista, es un exagerado. Hace once años, Arnold Bennett, en New Age se enfrentó con Chesterton, asumiendo una solemnidad algo asnal, y le dio unas dos o tres dentelladas. En resumen, ¿de qué lo acusaba? De exageración: este pecadillo gracioso que, si no entra al Cielo, tampoco ha merecido el Infierno; este pecado menor que bien puede ser la atmósfera del Limbo. Pero la exageración es también un método crítico, un método del conocimiento. Sainte-Beuve recuerda que el fisiólogo, para mejor estudiar el curso de una vena, la inyecta, la hincha. No temblemos: la exageración es el análisis, la exageración es el microscopio, es la balanza de precisión –sensible a lo inefable.
¿Cuál es el sistema de Chesterton? El que haya leído su espléndido libro Ortodoxia conoce la evolución de la filosofía religiosa de Chesterton. A través de todas las herejías modernas, y creyendo descubrir una novedad, se encuentra un buen día convertido al catolicismo apostólico y romano, como el que, creyendo descubrir una isla del Mar del Sur, toca un día la nativa playa, de la que se imaginaba tan lejos.
Y se da entonces el caso extraordinario de un expositor de la doctrina católica que, en vez de valerse de los argumentos adustos, se vale de los argumentos alegres, como si su vino religioso se resintiera de los odres paganos. El juglar medieval adoraba, a su manera, a la Virgen, haciendo lo mejor que sabía: sus juegos de saltimbanqui. Así, en Chesterton –este nuevo Padre de la Iglesia– la paradoja humorística sustituye a la parábola cristiana. Habla de las verdades más antiguas de la Iglesia, pero con el mismo tono de voz del que describe los ritos misteriosos de la isla recién descubierta en el Mar del Sur. Así en Chesterton –este salteador de la propia bodega– aprendemos a gustar otra vez el vino de nuestros abuelos. Él confiesa alegremente haber descubierto el Mediterráneo. Y lo mejor del caso: nos convence de que el Mediterráneo estaba otra vez por descubrir. Es como uno de sus personajes, que tenía aventuras amorosas… con su mujer legítima. Entiende la vida.
El paganismo, según Chesterton, propone a todo conflicto una solución de falso equilibrio: el justo medio de Aristóteles. El paganismo es conciliación, o, mejor dicho, transacción. Cierra los ojos a las debilidades humanas, para evitar, al menos, que estallen en males irremediables; para ver si se componen solas con ese optimismo rutinario de la naturaleza. Pero el cristianismo es guerra declarada y franca, y dondequiera aparece como una espada que parte en dos. El cristianismo, diríamos, es la filosofía de la izquierda. El cristianismo resuelve los conflictos, haciendo luchar directamente las dos fuerzas extremas y antagónicas, para que se salve lo que ha de salvarse; haciendo chocar el bien y el mal; haciendo arder –lado a lado y sin transición– el fuego blanco del Cielo y la llama roja del Infierno. Hay, pues, que combatir.
El paganismo ponía el ideal humano en una pretérita Edad de Oro. El cristianismo, en una futura salvación. Para el cristianismo, el mal está en el pasado, está en el pecado original; y el bien, en el porvenir. Abandonarse es declinar hacia atrás. Estamos corriendo diariamente un grave peligro: hay que esforzarse por vivir al paso de la vida, hay que revolucionar hasta para ser conservador, porque las cosas tienden, espontáneamente, a degenerar de su esencia.
Tal es, a grandes rasgos, el sistema católico y revolucionario de Chesterton, graciosamente matizado con una necesidad imperiosa del milagro, con una sed fisiológica de cosas sobrenaturales. Pero, periodista al fin, procura traer siempre sus discusiones a la temperatura de la calle; y en vez de dar a las ideas filosóficas el nombre con que las designa la Escuela, les da el nombre más familiar. No habla de tal tesis kantiana, sino de tal tesis defendida el otro día por el editorialista del Times. ¿Es esto un defecto?
En todo caso, cuando todos los valores dogmáticos de la obra de Chesterton hayan sido discutidos –su ortodoxia, que acaba por admitir todas las heterodoxias cristianas en su seno; su antisocialismo especial, su democracia caprichosa, su política díscola[1], sus teorías históricas y críticas– Chesterton, el literato, quedará ileso. Sus libros seguirán siendo bellos libros, su vigorosa elocuencia seguirá cautivando. Sus relámpagos bíblicos, su alegría vital, su naturaleza abundante hacen de este periodista, por momentos, un inspirado.
(Un reparo a su estilo: Chesterton padece de abundancia calificativa, se llena de adjetivos y adverbios. Y como no desiste de convertir la vida cotidiana en una explosión continua de milagros, todo, para él, resulta «imposible», «gigantesco», «absurdo», «salvaje», «extravagante». Pone en aprietos al traductor. Esto no quiere decir que Chesterton use las palabras al azar. Al contrario: capítulos enteros de su obra son discusiones sobre el verdadero sentido de tal o cual palabra: por ejemplo, sobre la diferencia entre «indefinible» y «vago», entre «místico» y «misterioso». Y construye toda una historia de las desdichas humanas sobre la ininteligencia de tal otra palabra; por ejemplo: «contemplación»).
En El hombre que fue Jueves
Sin duda: recuerdos de lo que nunca ha pasado, pero que está, simplemente, en la prolongación de la propia conducta. Si Chesterton se atreviera –no me cabe duda– andaría paseando por Londres, por Albany Street, por Piccadilly, a lomos del elefante del Jardín Zoológico. Chesterton trata la persona física de «Domingo» con un amor de autoretrato. La acaricia, la plasma, hasta que la deja redonda, redonda y elástica, redonda y ligera, como un balón, como un globo. «Domingo», al igual de Chesterton, está lleno de la alegría de rodar y de rebotar. Ya se ha advertido este amor (este «amor propio») de Chesterton por los gigantones que figuran en dos o tres de sus mejores novelas.
El hombre que fue Jueves es una novela policíaca, pero una novela policiaco-metafísica –verdadera sublimación del género–. Otro tanto pudiera decirse de todas las novelas de Chesterton, con excepción del pequeño ciclo del «Padre Brown». El perseguidor y el perseguido cobran una significación inesperada, hasta convertirse en principios eternos del universo. Pero, por fortuna, nunca se pierde, por entre el laberinto de episodios más o menos simbólicos –simbólicos siempre– este sentimiento humorístico que legitima la introducción de elementos inverosímiles en el relato, y que permite al autor saltar fantásticamente del suceso humilde al comentario trascendental, sin perder el ritmo del buen humor.
El maestro de Renán concebía el mundo como un coloquio entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de cuyas palabras va brotando el universo, evocado de las tinieblas. Otros entienden el mundo como un organismo divisible en partes y funciones: como un tratado divisible en capítulos. Otros lo entendemos como una melodía infinita, impulso lírico desarrollado en el tiempo. Chesterton lo concibe como una novela policíaca, como una caza llena de peripecias, entre dos nociones elementales; con la posibilidad –claro es– de una inexplicable, de una temerosa conciliación, que está más allá de la inteligencia de los hombres, y acaso rebasa la de los ángeles. En esta novela policíaca del universo, no hay delincuente, no hay delito. Dos fuerzas inocentes, casi amándose, se combaten. A veces creemos que se transforman la una en la otra, y hay como un tornasol dinámico en que los átomos de la razón giran, incendiados. De aquí una honda inquietud poética; de aquí esa íntima necesidad de gritar o cantar que sorprendemos en el corazón de todas las cosas.
Pero no se ahuyente el poco aficionado a las discusiones abstractas. Los héroes de la novela son también hombres de carne y hueso, y sólo al final se diluyen en una alegoría inmensa, tan inmensa que es ya invisible. Y si la novela es, por una parte, un ensayo caprichoso sobre el doble equilibrio (o desequilibrio en dos pies) del universo, sobre las dos tendencias esenciales de la conducta, casi sobre dos estados de ánimo o sobre dos palabras únicas –SÍ: NO– también es, por otra parte, una divertidísima historia de aventuras, enredo, intriga; de tanto carácter plástico, que no entiendo cómo los editores cinematográficos de Inglaterra no han sacado de aquí una preciosa cinta en jornadas[2].
Y por este aspecto, la novela recuerda a los clásicos del escalofrío: a Poe, a Stevenson; y prolonga un género típico de la lengua inglesa: la aventura enigmática; la aventura donde el sentimiento ha de vibrar, pero donde la razón ha de dar de sí continuos recursos; donde el hombre combate con el cuchillo, como los marineros de La isla del Tesoro, llenos de pavores bíblicos y de maldiciones; pero donde el hombre ha de combatir, también, con el silogismo y la sorites, como en el tratado de Lógica de John Stuart Mill.
Y por eso, por ser esta una obra amena, debo resistir la tentación de hablar eternamente de Chesterton, y debo poner fin a este prólogo. No sea que, entre mis análisis, tenga que soltar aquí y allá algunos secretos del enigma, que pongan sobre aviso al lector, y me pase así –sin desearlo– lo que a esos hombres mal educados que andan a toda hora diciendo verdades inoportunas y ahuyentando todas las sorpresas gustosas de la vida.
Alfonso Reyes, 1919