I.
CON VISTAS
A LA RADA

1

Al parecer, después de la guerra, mientras Brest estaba en ruinas, un arquitecto audaz propuso, puestos a reconstruir, que todos los habitantes pudieran ver el mar: se habría construido la ciudad en hemiciclo, aumentado la altura de los edificios, avanzado la ciudad al borde de la playa. De alguna manera todo habría sido reinventado. Se habría reinventado todo si no hubiera habido algunos ricos gruñones que querían recuperar sus bienes, o más que sus bienes, ya que la ciudad estaba en cenizas, el lugar que ocupaban sus bienes. Entonces en Brest, como en Lorient, como en Saint-Nazaire, no se reinventó nada, solamente se apilaron piedras sobre ruinas. Cuando se llega a Brest, lo que se ve es la ciudad blanquecina detrás del puerto, algo luminosa, pero sosa, cúbica y aplastada, cortada como una pirámide azteca por un golpe horizontal de guadaña. Ésta es la ciudad a la que llaman, junto con otras, la más horrible de Francia, por culpa de esta reconstrucción torpe que provoca corrientes de aire en las calles, por culpa de una vocación de balneario fallida (incluso completamente fallida, ya que la única playa de la ciudad al fondo de la rada se encuentra allí abandonada, al final de las cuatro vías de salida que desatascan la ciudad), por culpa de la lluvia frecuente, de la lluvia persistente que no saben compensar las grandes luces del cielo, de tal manera que Brest parece el cerebro de un marino, desligado del mundo como una península. «Sí, como una península—me decía Kermeur hijo—, y si te quedas aquí, tú acabarás igual, acabarás como tu abuela».

Sentado frente a ella en el bus que nos traía de vuelta a la ciudad, recuerdo cómo podía leer en su piel la fatiga que surcaba su rostro, ella, los ojos fijos en el exterior y el mar bajo nuestros pies, mientras que el bus se dirigía hacia la rada, sobre el puente por encima de la rada, ella como cada vez al regresar del paseo, posaba su dedo índice en el cristal y me decía: «Mira». Entonces yo miraba a lo lejos las ventanas de su casa, en lo alto del bulevar que dominaba el puerto, las cinco grandes ventanas de su nuevo apartamento, su nuevo apartamento con vistas a la rada, no dejaba nunca de precisar, ciento sesenta metros cuadrados con vistas a la rada, repetía como si fuera una sola palabra, una sola expresión que ella había pronunciado miles de veces, dejando deslizarse todas las imágenes que conllevaba, es decir, el mar azul de la rada, los reflejos de la luna en el agua, las silenciosas mareas de agosto, los reflejos de las rocas y las horas grises del invierno, es decir, la transformación incesante del humor marítimo. Y yo ya sabía que en cuanto hubiera bajado del autobús le daría el brazo en la acera, ya que ella insistiría para que fuéramos a cenar juntos a su restaurante preferido, «Vamos—decía—, tú puedes venir al Círculo Marino conmigo y después me acompañarás de regreso, no tendrás que andar mucho». Y era verdad que no tendría que andar mucho ya que yo vivía debajo de ella. Y en el fondo yo no me decía más que una cosa: que yo me lo había buscado.

«Sí, tú te lo has buscado—me decía Kermeur hijo—, no había por qué venir a vivir debajo de ella, no había por qué aceptar este negocio inaceptable pero tú, evidentemente, tú lo has aceptado, has sido lo bastante burro para aceptarlo», me asestaba cuando venía a mi casa de noche, hacia las nueve, puntual como un reloj. Dejábamos el Círculo Marino a las nueve menos veinte, mi abuela subía a su casa a las nueve menos diez y yo estaba seguro de que a las nueve Kermeur hijo llamaría, con una botella de vino en una mano, un cigarrillo en la otra, siempre dispuesto a darme una palmada en el hombro, «En el hombro de mi viejo amigo», decía. Porque de alguna manera es cierto, Kermeur hijo era un viejo amigo. Y al mismo tiempo que me volvía a servir un vaso como si estuviera en su casa, él también se servía uno y se lo bebía de un trago, después se apoyaba en el radiador bajo la ventana, afuera la noche contradicha por la claridad de las farolas, la bruma anaranjada que controlaba la ciudad, y el casi silencio que él interrumpía con el ruido seco de su vaso en el fregadero. Después miraba la gaviota posada en el alféizar del balconcillo y le decía al mismo tiempo, un poco borracho como estaba a esa hora avanzada de la noche, le decía: «¿Tú también querrías cenar con la anciana señora, eh?», con el tono zalamero e irónico con el que hablaba a la gaviota y se reía solo.

Pero adónde había ido a buscar una expresión semejante tan cristalina y eficaz que yo no podía hacer como si nunca la hubiera oído: «la anciana señora». En cierto modo él había ganado: para mí también mi abuela se había convertido en «la anciana señora», a medida que yo iba con ella por la ciudad en nuestros paseos habituales, de la iglesia al cementerio y a la pastelería, sí, paseos, así llamaba ella a las tardes pasadas en visitar las tumbas, en desempolvar las piedras, ya que durante todo el tiempo que viví en Brest debajo de ella fue necesario que la acompañara al cementerio todas las semanas, a ella y a la señora Kermeur, porque a veces llevaba a su asistenta al cementerio.

—¿Y no estás harto—empezaba de nuevo Kermeur hijo—, de ir a jalar todos los días a su restaurante de marinos?

Pero si apenas se le puede llamar al Círculo Marino restaurante, es más una especie de club en el que hay que justificar la pertenencia a la Marina para ir a comer, lo que quiere decir que todo el mundo o casi todo el mundo puede acceder: ¿quién no tiene en Brest, por matrimonio o parentesco, relación con un marino? Así que ella, que era viuda de un oficial de la Marina, venía todos los días a ese lugar que ella creía de alto copete, por los quince escalones de la escalinata de entrada, por las banderas republicanas francesas que colgaban, por los lugares reservados para los oficiales de más alto rango, por su chiquillería innumerable y por la pinta seca y recta del servicio.

Sé de qué hablo, he ido miles de veces, acompañándola tanto al mediodía como a la noche, saludando sin quererlo a las flacas figuras de los oficiales que allí comían, en su santuario de vidrieras. Se diría que en la Marina los reclutan por la forma del esqueleto, o bien que un cierto tipo de ejercicios físicos, o un cierto régimen alimenticio, ha acabado por esculpir sus cuerpos con el mismo corte longilíneo y curiosamente aviar, sí, es eso, es exactamente eso, se parecen a ocas, a pavos o a patos, y los hijos por decenas, ya que se tienen muchos hijos en la Marina, parecen pequeños patitos, cuando franquean, con el trasero un poco levantado, la pesada puerta de vidrio ahumado.

Y para ella ese lugar era como su caparazón, donde no había que temer la menor mota de polvo del exterior, donde se encontraba entre la gente de su mismo mundo, con las mismas ropas y las mismas ideas políticas, garantizando a cada uno la tranquilidad del prójimo, de ese tipo de prójimo al que a ninguno de ellos le cuesta amar como a uno mismo, ya que es él mismo. Vestidos todos igual, peinados todos igual, comiendo todos lo mismo en el Círculo Marino, los hombres con el pelo rapado en la nuca y las mujeres ataviadas con una diadema, componen un grupo caprichoso, irrupción de un pasado que seguramente nunca ha existido pero al que ellos están seguros de representar e incluso transmitir, una especie de Francia antigua y monárquica, y como aún sacudida por el caso Dreyfus.

—Es que en Francia—me decía Kermeur hijo—, en Francia huele a rancio. —Y se reía solo.

«Pero yo no he tenido elección—le decía—, mi madre no me ha dejado elección, era esto o el sur, y qué hubieras hecho en mi lugar, lo mismo que yo, seguro, todo excepto el sur». Y oía la voz de mi madre repitiéndome unos meses atrás: «O vas a vivir con tu abuela, o vienes con nosotros al sur, me has oído bien, es eso o vienes con nosotros al sur de Francia». Y levantando los ojos al techo, mi madre unía las manos como una madona italiana implorando a un dios escondido en su interior, para repetir incansablemente que no era posible, «Dios mío, qué le he hecho yo al cielo, qué le he hecho yo al cielo para tener que partir hacia allá abajo, hacia la región más fea de Francia», se lamentaba mi madre.

Es verdad que el Languedoc-Rosellón es bastante feo. Yo nunca he vivido allí, pero no me gusta esa región. No me habléis de su garriga, ni de sus toros, ni de sus flamantes rosas, no me habléis de las viejas piedras de Montpellier ni del mistral bajo el puente del Gard, estoy demasiado de acuerdo con mi madre y me compadezco del que vive en el Languedoc-Rosellón, con más razón del que vive allí contra su voluntad. Y mi madre vivió allí contra su voluntad.

Así que ella hubiera querido que yo también viviera allí, es decir que partiera con ella al sur para vivir el exilio en familia y sufrir en familia, tal y como lo llama ella, el exilio, por culpa de los problemas de mi padre, que les habían obligado a dejar Bretaña, los grandes problemas que ya tendré la ocasión de evocar. Pero no me fui con ellos. «Yo me libré del exilio—le decía a Kermeur hijo—, porque tenía ya diecisiete años y era perfectamente capaz de hacerme responsable de mí mismo y por lo tanto de quedarme en Brest sin mis padres».

Mi madre nunca ha compartido mi opinión de mí mismo, pero tuve suerte dado que al mismo tiempo mi abuela insistió para que me quedara con ella, que ya que me quería quedar bastaba con que viviera debajo de ella, que todo esto venía muy bien puesto que ahora ella tenía espacio, demasiado espacio para una persona sola en su nuevo apartamento, su apartamento demasiado grande, decía ella, con vistas a la rada. «Entonces, con la condición de que vivas con tu abuela, te puedes quedar en Brest», acabó por decir mi madre, con la muerte en el alma.

—Si al menos vivir allá abajo le calmara las crisis—decía Kermeur hijo.

—Eso ni lo sueñes—respondía yo—, las crisis de mi madre son en el fondo fruto de la angustia. La única cosa que se puede hacer, dicen los médicos, es ponerse una bolsa de plástico en la cabeza y respirar dentro, es la única cosa que se puede hacer para calmarla.

—Una comedia, eso es lo que son las crisis de tu madre.

Y mientras bebía el vino que Kermeur hijo me servía, sentado allí viéndole agitarse y hablar más que yo, seguía oyendo en mi cabeza esta improbable conversación entre él y mi madre, «Inaceptable—decía uno—, es un trato inaceptable», y la voz de mi madre que venía a superponerse: «Y además te recuerdo que no eres mayor de edad, que somos responsables de ti ante la ley».

«Ante la ley», oía yo aún, poniendo la música alta para no sufrir los pasos de mi abuela arriba en el parqué, cuando a diario se levantaba mecánicamente para tragar sus somníferos, volverse a acostar después, y al fin dormirse.

—Pero escucha esto—decía yo a Kermeur hijo—, me veo obligado a poner música todo el tiempo para concentrarme, pero si pongo música entonces no me puedo concentrar, no puedo ni siquiera leer.

—Mientras sigas aquí—decía—, en una ciudad lluviosa y apartada del mundo, mientras sigas aquí no llegarás a nada. —Y mirando sin creerlo las estanterías llenas de libros que recorrían las paredes, decía de nuevo—: Mejor si hubieras hecho como tu hermano, mejor si hubieras jugado al fútbol.

Pero a eso yo no respondía, ya que no tenía realmente una respuesta, sentado allí sin hacer nada en el espacio de mi habitación, en los dieciséis metros cuadrados de mi estudio, «Es decir, diez veces menos que el apartamento de tu abuela—decía Kermeur—, y es perfectamente normal, ya que tú eres diez veces menos rico». Y eso le hacía reír, no que yo fuera pobre, sino que mi abuela fuera rica.

—No—decía—, lo que me hace reír no es que tu abuela sea rica, es cómo se ha hecho rica, eso sí, eso me hace reír.

Y al mismo tiempo se volvía a servir un vaso, encendía un cigarrillo, y a veces incluso se tumbaba en mi cama. Era así Kermeur hijo, se sentía como en su casa. Y también era verdad que era un poco su casa, después de tantos años como su madre llevaba trabajando arriba, decía, «y ahora al servicio de tu abuela».

—Pero si me hubieran dicho que un día tu abuela viviría aquí, si me hubieran dicho que un día mi madre estaría al servicio de tu abuela…

Y siempre había un silencio entre nosotros.

2

Es verdad que es casi divertida la manera en que mi abuela se hizo rica, por culpa de los quince escalones del Círculo Marino que él, el viejo señor, sea dicho, no podía bajar solo, sus ochenta y ocho años acumulados en el temblequeo de las piernas, el temblor de su mano buscando la barandilla, entonces aquel día, sea dicho, él esperaba en la escalinata sin decir nada, no osando decir nada ni pedir socorro y pensando que acabaría por hacerlo, bajar y volver a subir al día siguiente, como siempre. Pero ese día el azar o algo así quiso que ella, la anciana señora, empujara la alta puerta de vidrio unos segundos apenas después de él, habiendo tomado el mismo menú único que servían allí, y ella le ofreció su brazo. Él, tan orgulloso, tan robusto, él, tan digno cuando ella educadamente propuso que bajaran agarrados el uno al otro por el pliegue de sus codos, él la saludó, preguntó quién era el ángel que venía a socorrerle, y aceptó.

Es ella quien lo cuenta así. Es ella quien insiste en su educación y su dulzura. Pero para quien se cruzó con él alguna vez, para quien lo vio en su sofá imperio y oyó el sonido grave de su voz, es posible pensar que podía bajar solo. Es posible pensar que él se había hecho creer a sí mismo que no podía bajar, o le había hecho creer a ella que no podía bajar, habiendo o no calculado el golpe, pero esperando que le ayudaran, o, incluso, que ella le ayudara. Es posible verle mascullar, refunfuñar contra su bastón, hablando solo y embarcarse a pesar de todo en la bajada. Ella, tan amable, le cogió el brazo a fuerza de insistir, mientras que él continuaba refunfuñando, mirándola apenas, pero finalmente tranquilizado o aliviado.

Soy yo quien lo cuenta así. Pero no sé de esto mucho más que ella e incluso un poco menos, ya que yo no estaba allí cuando tuvo lugar este encuentro, cómo ella le abordó o a la inversa, o cómo dos viejísimas personas se encontraron como niños sin saber dónde posar los ojos, multiplicando las frases banales, los «No hace muy bueno», los «Estos escalones son tan peligrosos», ellos que se habían observado durante tantas comidas en la gran sala del restaurante engullendo cada uno solitariamente su plato, habiéndose seguramente saludado miles de veces con un gesto de la cabeza, como dos clientes habituales intrigados por la simetría del otro, evitando mirarse demasiado, al mismo tiempo que, eso no podía fallar, sus miradas se cruzaban puede que cuatro o cinco veces por comida, de tal manera que a veces esbozaban una sonrisa invisible.

No lo sé. Nadie lo sabe. Nadie estaba allí para verlo, salvo los mudos sirvientes a los que nadie jamás habría tenido la idea de ir a preguntarles esos detalles por lo incongruente que hubiera sido hacerlo, si no se habrían fijado, por casualidad, en un viejo señor al fondo de la sala y en una anciana señora cerca de la ventana, si esos dos no se miraban ya con el rabillo del ojo y no se hacían algunos gestos de amistad, no, nadie habría tenido la idea de preguntar eso, no aquí, no en el Círculo Marino, en esta sala más vertiginosa que un museo de historia natural.

El Círculo Marino tenía eso en común con un museo de historia natural, él también acogía dinosaurios, de esos grandes desaparecidos de los cuales no se podía creer que existieran aún especímenes, no sólo esas familias numerosas, sino los otros que eran la mayoría de la clientela: viejos, viejos cuyo esqueleto parecía sostenido por hilos invisibles que los mantenían de pie como en un museo, viejos almirantes tiesos, salidos de Trafalgar y de punta en blanco, «Siempre impecables—decía mi abuela—, ah, verdaderamente siempre impecables», insistía, sin embargo todos cojos y encorvados, pero tan orgullosos aún, tan alerta con su corbata y su cuello almidonado, su pelo peinado como es debido o bien su ausencia de pelo peinado como es debido, «O un elegante sombrero», decía ella, que se quitaban para saludarla tan educadamente, tan obsequiosamente, debería decir. Pero desde su punto de vista nunca había habido allí nada de excesivo en educación, así pues, nada de obsequioso.

Forzosamente la veíamos acabando sus días con un almirante, ella, que escuchándola parecía que seducía a todos esos viejos que le llevaban quince años. Pero no es eso lo que ocurrió, que ella terminara sus días con un almirante, no es eso exactamente lo que ocurrió, digamos, Albert Vlaminck, el hombre de ochenta y ocho años acumulados en el temblequeo de sus piernas, Albert Vlaminck no era almirante.

Y ese día que el azar les unió por primera vez en la escalinata del Círculo, sin duda ninguna emoción vendría a mostrarse ni a estremecerse en sus mejillas un poco jaspeadas, en sus frases afectadas, en todo caso encontraron la fuerza para que no se notara, ella aún más, con ese aire glacial hasta la punta de las uñas y conservando su rostro desengañado, maquillado pero desengañado, lleno de palabras vacías y demasiado amables, así que durante mucho tiempo todos nos preguntamos con qué le había podido seducir, a él, a Albert.

Puesto que sería seducido, al menos daría todas las pruebas de estarlo, él que algunas comidas más tarde, sin retroceder ante nada, digamos, algunas decenas de Círculos Marinos más tarde, le propuso convertirse en su heredera.